Kitabı oku: «Operación Códice Áureo», sayfa 5

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El sello de su influjo quedó reflejado hasta en la arquitectura, por su idea de colocar a los seis reyes de Judea en la fachada de la basílica. ¡Fíjense hasta dónde llegaba su influencia con el rey! Escribió unos textos que finalmente no se colocaron en sus bases. Igualmente en la biblioteca dejó su impronta, ideando la colocación del grupo pic­tórico con el grupo de las musas de las artes de Pellegrino Tibaldi, así como su retrato situado en el costado de uno de los ventanales, próximo al códice. Las obras del salón de la biblioteca finalizaron en torno a 1594. Se colocaron los libros, según los deseos del rey, con los lomos hacia la pared, de forma que las hojas miraran hacia fuera, para que los filos dorados iluminaran la estancia en perfecta armonía con las pinturas de la bóveda.

Pontificio y Patricio se intercambiaban miradas de complicidad, desbordados por los conocimientos de Luis. No se atrevían a inte­rrumpirlo, seguían atentos a cuanto iba diciendo.

—El códice formó parte de la colección de la princesa Margarita, hija del emperador Maximiliano y fue consultado por el mismísimo Erasmo de Róterdam para la preparación de su Novum instrumentum, obra que ocupa el culmen de la producción erasmiana.

El Códice Áureo tiene ciento setenta y un folios, con un peso de trece kilogramos, un alza de más de medio metro, y el ancho de pá­gina de trescientos treinta y cinco milímetros. Para su encuaderna­ción (cosida a mano) se utilizó piel de cabra de primera calidad de color rojo, nervios de cuero, estampación a volante, en oro; los he­rrajes, de latón chapado en oro, y las cabezadas, bordadas a mano. Todo de la más alta calidad.

Ninguno se apercibió de la entrada de la señora de la casa hasta oír el campanilleo de las llaves al chocar contra el cristal del florero de la entrada; alertados, escucharon la sintonía de unos tacones de mujer que se aproximaba. Luis hizo silencio, sabía que eran las pisa­das de su mujer. Solo le quedó girar la cabeza hacia el lugar donde presumía iba a entrar la propietaria de los tacones que sonaban como notas musicales por el salón.

Caballerosamente, Luis se levantó, seguido por sus acompañan­tes, y, acercándose a su mujer, le dio dos besos en la mejilla de forma que la cara de ella quedó en la dirección donde se encontraba Pon­tificio, que sintió cómo le clavaba la mirada.

—Me alegra que estén aún aquí, ¡qué les estará contando Luis! Seguro que les estará hablando de coches.

—No querida —respondió Luis—, han venido en plan profe­sional.

—¡No me digas! ¡Qué interesante! ¿Qué mal hemos hecho, Luis?

Y mientras hablaba dirigió, de nuevo, la mirada a Pontificio.

Patricio salió al quite:

—No por favor, no lo tome al pie de la letra. Su marido es una gran persona y un erudito en un personaje que, por casualidades de la vida, está relacionado con la actual investigación de mi compañero, y de paso con él mismo por tener la misma procedencia. Luis nos está ayudando de sobremanera, ya que conoce como nadie a nuestro ilustre personaje, que no es otro que don Benito Arias Montano.

—¡Ah, por supuesto! —respondió, y con un elegante gesto tocó las palmas.

La sirvienta apareció de nuevo en el comedor, bandeja en mano con una bebida que depositó diligentemente en la mesa, a la vez que continuó:

—No interrumpan su conversación. ¿Les molesta que me siente un rato a escucharlos?

—Por supuesto que no —respondió Luis—. Tú eres siempre bien recibida.

Felisa tomó asiento cruzando las piernas de forma muy insi­nuante (al menos así le pareció a Pontificio), quedando expuesto a su mirada el muslo derecho de forma claramente intencionada.

La presencia de Felisa enfrió el diálogo. A Luis le costaba retomar el tema, ante su mujer no quería parecer un charlatán. Había asu­mido que el protagonismo fuera siempre de ella; consciente de su belleza, de su toque de glamour. Su hermosa mujer no pasaba des­apercibida, no le era ajeno que excitaba a los hombres, y en aquellos momentos estaba encendiendo a Pontificio, cosa que tenía asumido, lo tomaba como un juego; bien es cierto que quien había abierto la caja de los truenos había sido precisamente él.

—¿Cuándo vamos a organizar una cena con nuestros amigos?

Felisa, como si nada y dirigiéndose a Pontificio, le preguntó si era casado, quien respondió con un rotundo «¡No!, tengo amigas...».

—¡Qué interesante! Vale, en unos días organizamos algo. No todo van a ser reuniones de trabajo, ¿verdad?

—¡Claro, claro! —respondieron los dos amigos.

Entre copa y copa y risas, las miradas encendidas no pasaban des­apercibidas al resto de los presentes, que se cruzaron con las proce­dentes de la sirvienta, que casualmente entró en escena. Pontificio se dio cuenta de que las miradas entre Luis y Sandra, la asistenta, iban en el mismo sentido.

Se despidieron dando las gracias por la cálida acogida, acompa­ñados por los anfitriones hasta la puerta con el compromiso de una cena acompañados de sus mujeres. Felisa, con cierta curiosidad y sin importarle la presencia de su marido, se dirigió a Pontificio:

—Mi querido teniente, ¿a quién nos traerá de acompañante?

Patricio se apresuró a contestar sin dejarle hablar:

—¡Uf, mi amigo en eso de las mujeres es un fenómeno! Nos sor­prenderá, ya lo verán.

Pontificio se ruborizó ante una insinuación tan directa hecha en presencia de su esposo, a la vez que estupefacto por las miradas de Luis hacia la sirvienta, que Felisa no ignoraba. En fin, estaba lleno de curiosidad e incertidumbre. Este tipo de relación de pareja últi­mamente se llevaba mucho, conocido como de buen rollito, donde todos salían beneficiados.

Ahora se le planteaba otro problema: ¿a quién invitaría a la cena? Desde luego no deseaba comprometer a nadie de su entorno. Tenía donde elegir, desde mujeres cultas hasta hermosuras que con su sola presencia volverían loco a cualquiera. ¿Debería elegir alguien que si­guiera los dictados de las buenas costumbres de saber estar o de be­lleza corporal? ¿Y para satisfacer a quién? No le daría más vueltas, su amiga Isabel Herrera, de muy buenas maneras y singular belleza, sería capaz de desempeñar el papel que se le ordenara; ni siquiera le diría a Patricio cuál era la verdadera identidad, no convenía. Ahora bien, debería prepararla antes, explicarle el ambiente en el que se iba a desenvolver. Entre sus virtudes destacaba su capacidad de mime­tismo en cualquier circunstancia.

Poco tiempo después recibió una llamada de Patricio, citándole para el sábado siguiente, si no tenía problemas de agenda o de ser­vicio, a la vez que lo interrogaba con gran curiosidad sobre la com­pañía que llevaría.

—Ponti, ¿con quién vas a venir?

—Me reservo la respuesta.

Conocía a su amigo, sabía de sus debilidades y sus preferencias en el mundo de las mujeres, no en balde habían compartido muchos días de estudios y diversión. Simplemente se conocían. Estaba se­guro de que le impresionaría. La guardia Herrera era hija del Cuerpo, desde pequeña su ilusión era ser guardia. Cursó estudios universita­rios y para aumentar su currículo realizó multitud de másteres. Sentía que esa sería su profesión, como un estilo de vida. Podría llegar muy alto en cualquier otra faceta laboral que se propusiera, pero lo tenía muy claro, quería ser guardia civil y empezar su carrera desde abajo. No quería ir directamente a la academia de oficiales, a pesar de que su padre le repetía sin cesar que no era lo mismo salir de teniente que de simple guardia.

El aspecto físico de Isabel Herrera López era impresionante: 1,70 m de estatura, pelo castaño, cara redonda con una tez fina y pecosa que le daba un aire juvenil. Estaba en su plenitud con apenas vein­titantos años y un cuerpo moldeado a base de gimnasio, a fin de pre­parar las pruebas físicas para cabo. Lo que más le costaba era correr el kilómetro en cuatro minutos y treinta segundos, porque sus senos, aunque muy bien puestos, por su tamaño le incomodaban en la ca­rrera.

Isabel estaba preparada para desarrollar cualquier tipo de con­versación, vivía al día, no se quedaba atrás en ningún aspecto.

Pontificio, de acuerdo con Isabel, le adjudicó la profesión de eje­cutiva, residente en Madrid, tras explicarle que sería su acompañante en una cena, con unos amigos en la sierra de Huelva, lugar que por cierto no conocía. No tuvo que indicarle nada más, sabría desem­peñar perfectamente el papel encomendado.

Marisa estaba encantada, realmente salía poco, a lo sumo a algún concierto. Consideró la cena como un evento especial, por ello sor­prendió a su marido con el vestido que se compró para la ocasión.

Patricio sí tenía un verdadero problema con la ropa. Como casi siempre iba de uniforme, cuando vestía de paisano lo hacía con aire informal; no soportaba la corbata. Con el uniforme no quedaba más remedio, en más de una ocasión se la hubiera quitado. Al final recu­rrió, como siempre, al pantalón azul con el que se sentía cómodo, camisa blanca (que era lo más socorrido) y chaqueta cruzada. Tuvo que aguantar los comentarios de su mujer, que le decía:

—Siempre te pones lo mismo, sobre todo ese pantalón tan des­gastado por el uso, lo tienes desde que nos casamos. La gente dirá que no tienes dinero para comprarte ropa. Verás como tu amigo Pontificio va hecho un dandi.

—¡Vale, Marisa!, que cada uno vaya como quiera. Tengamos la fiesta en paz. Ya sabes que haré lo que crea conveniente. Agradezco tu interés por mí y porque vaya bien, pero de ninguna manera voy a consentir que la ropa sea un motivo de discusión.

Como buenos anfitriones, Luis y Felisa salieron al jardín para re­cibirlos en perfecta conjunción.

Las primeras palabras fueron piropos hacia las mujeres de los otros, especialmente Patricio hacia Isabel, tanto que Marisa le tuvo que pellizcar el brazo. Realmente estaba sorprendido con la ejecutiva Isabel Herrera, la amiga de ratos compartidos. Sintió sana envidia.

Luis se sorprendió de la belleza de Isabel, y a Pontificio le volvió a sorprender Felisa. Le llamó la atención que llevaba de nuevo el mismo collar, y un vestido de color negro, por supuesto de alguna firma cara especializada. Así lo vieron las otras mujeres, pues fue comentario durante la cena, aunque Isabel no le dio importancia, como si estuviera acostumbrada a verlos o, lo que es mejor, a tener­los.

Luis, como buen anfitrión, hizo que las mujeres de sus invitados se sintieran cómodas, curiosamente de la suya se preocupaba poco. Ofreció un vino de uvas pasas de Antonio, un gran amigo que poseía una bodega en un pueblo de Córdoba y que cada año le regalaba unos litros. Era algo especial, para conseguir un litro del vino se ne­cesitaban diez kilos de uvas pasas. Era un caldo de primera prensa, lo que le imprimía exclusividad y un valor en el mercado elevado, si es que se encontraba, según le hubo explicado en su momento su amigo Antonio; excelente para abrir el apetito y un buen reconsti­tuyente para los hombres, comentario que provoco la hilaridad de todos.

Pontificio, como buen sabueso, observó cómo Luis no miraba a los ojos a su mujer, no así con el resto, con quienes de forma se­cuencial para mantener su atención paraba la mirada; sin embargo, cuando llegaba a la de Felisa pasaba rápidamente a la búsqueda de otros ojos. De cualquier manera esa actitud no pasó desapercibida a ninguno de los comensales.

La cena trascurrió sin grandes sorpresas. A Marisa todos los de­talles le resultaron sumamente exquisitos. Supo que Felisa se había encargado personalmente. A lo largo de la velada, entraron en ani­mada conversación Pontificio con Felisa. Isabel fue acaparada por Luis, por lo que no le quedó más remedio que conversar con su ma­rido de los avatares cotidianos de sus vidas, que tenían más que ha­blado. Estar allí esa noche no dejaba de ser un premio. Entendían la situación, ellos se debían a sus hijos y envejecer juntos, eran felices. Asistir a este tipo de actos no era muy habitual.

Pontificio observó que el desencanto en el matrimonio de Luis y Felisa era recíproco, de alguna forma llevaban vidas paralelas; no­taba cómo Felisa quería acapararlo y algo más, estaba muy claro, se insinuaba de manera abierta, sin cortarse nada.

Realmente a estas alturas de su vida no deseaba este tipo de en­cuentros, sabía que no tendría ningún problema en el contacto físico, era una mujer deseable. Desde el primer momento en que la vio sin­tió esa atracción fatal que había sentido otras veces; esa sensación que te invita a no dejar escapar aquello que se te ofrece, pero que se sabe que se complicará por las razones que sean. Vendrá la segunda parte que mostrará la cara amarga.

A su edad este tipo de encuentros no le convenían, por eso trató de llevar la conversación por los derroteros de la amistad, algo fran­camente difícil ante una mujer de esas características. Algo, en su in­terior, le decía que debía hacerlo así.

Continuó toda la velada hablando de cosas informales, y aguan­tando como hacía mucho tiempo no había hecho las embestidas de una mujer que de manera directa le pedía que la poseyera sin más. Tácitamente le decía que no se iba arrepentir, que no debía preocu­parse. No sería un estorbo en su vida. Y cuanto más insistía ella, más fuerte se hacía él, porque la insinuación era demasiado directa: las piernas cruzadas, con medias negras y zapatos de tacón alto, de­jando a la vista parte del muslo, así como sus hermosos senos, entre los que se abría paso un medallón que llamaba poderosamente la atención, separándolos como Moisés al mar Rojo... No se atrevía a preguntar sobre él para no despertar falsas expectativas.

Para Isabel las cosas eran diferentes. Se sentía hasta ruborizada ante el acoso al que la sometía Luis, quien cayó rendido a los pies de su belleza; hasta el punto de pedirle, sin rodeos, una cita. Trataba de sorprenderla, aunque entendía que era difícil, pues a una alta eje­cutiva costaba conquistarla con cosas materiales. Aquella mujer no se le debía escapar, su deseo de poseerla era superior a todo. Estaba acostumbrado a conseguir lo que quería, aun a pesar de parecer muy enamorada de Pontificio, a pesar de haberla presentado como una amiga. No era capaz de entender el comportamiento de este hom­bre, que lo tenía todo: posición, estudios, una bella mujer... Si bien no se correspondían, deberían guardar respeto mutuo ¡y no lo ha­cían! La cosa venía de lejos. Todo parecía muy comedido y educado. Sus vidas eran una olla a presión que más tarde que temprano esta­llaría, solo era cuestión de tiempo, ¡seguro! Por tanto, desempeñó el papel que su teniente le había asignado y sin más desaparecería de la vida de aquel matrimonio.

De regreso a Madrid, Pontificio recibió un aviso por radio del sargento Ramírez en el que le comunicaba que la suerte les sonreía. La jueza sustituta había concedido —sin ningún

problema— el man­damiento para controlar las cuentas de Crisanto.

Habían compro­bado que recibió una trasferencia bancaria hecha en París de ocho millones de pesetas, sin ningún concepto, desde la cuenta de una so­ciedad norteamericana. Había más sorpresas, aunque no tan intere­santes: ¡el vigilante era licenciado en Historia!, hecho que no había manifestado.

Pontificio sugirió probar si la sustituta autorizaba una escucha te­lefónica del vigilante. Ramírez, entusiasmado, le respondió:

—Eso mismo estaba a punto de decirle, ¡creo que estamos en el buen camino! Lo mantendré al corriente de lo que vaya surgiendo.

El sabio

Las brumas del amanecer disiparon la humedad de la noche. Las lluvias de los días anteriores habían asolado aquellas tierras sin tregua; hacía años que no llovía de esa manera. No obstante, en aquel paraje daba lo mismo que hiciera calor, frío o que lloviera. Había embrujo. Allí el tiempo trascurría con otro ritmo. La luminosidad del cielo desde el montículo de la Peña de Alájar era única. El paisaje se extiende hasta el horizonte en una sucesión de montes que se ase­mejan grandes olas del mar que se superponen unas a otras. La na­turaleza había sido muy sabia. Bastaba subirse a lo alto de la peña para alcanzar con la vista leguas y leguas. Nadie podía negar la mano de Dios en aquella obra de la naturaleza.

Ese fue el lugar elegido como retiro espiritual por san Víctor, en el siglo V, y desde entonces había sido habitado por eremitas y ana­coretas.

Yo, Benito Arias Montano, lo visité por primera vez con 32 años, y quedé ya para siempre fascinado por aquel lugar que pasó a ser de mi propiedad por cuestiones de herencia.

Desde entonces siempre que podía volvía allí, era una llamada a la tranquilidad que necesitaba. Mis tensiones se liberaban y a fe que en los últimos años habían sido muchas. Por encima de todas des­tacaban las que me produjeron las sesiones del Concilio de Trento, excesivamente deliberantes.

Por esas fechas tuve el contrapunto de amargor. Parece que a las cosas agradables, a veces, le siguen sus contrapuestas; las mías fueron que fui preso por el Santo Oficio. Se me abrió proceso del que salí, a Dios gracias, indemne, pero que nunca olvidaré, teniendo desde entonces una deuda de gratitud para con mis discípulos, ya que gra­cias a las influencias de algunos me pude librar. Nunca entendí bien las acusaciones hacia mi persona, pues siempre tuve una trayectoria de rectitud personal y de adaptación a la escrituras. Jamás pensé que pudieran ir en mi contra y más aún habiendo sido mi padre notario del Santo Oficio, en Fregenal de la Sierra, mi tierra natal.

Una vez superado el amargor de las sesiones con el Santo Oficio, después de las pruebas de limpieza de sangre, tomé la decisión de ingresar en la orden religiosa de Santiago de los Caballeros, en el convento de San Marcos de León, consagrado al servicio a Dios y de la Iglesia, los motores de mi vida, aunque la vocación venía desde mi más tierna infancia.

La llamada de fray Martín Pérez de Ayala, obispo de Segovia, me hizo ganar fama y el reconocimiento, por mi erudición bíblica y te­ológica. En cierta ocasión en una de mis disertaciones hablé sobre el divorcio, tema que traté con sumo cuidado. Pude observar desde el principio las caras de los presentes, y no eran precisamente de comprensión hacia mis reflexiones y, por ende, hacia mi persona. Al final mis argumentos se impusieron, la fuerza de la razón pudo más que los prejuicios de los más destacados.

Nunca pretendí suscitar polémica, solo abrí mi mente y espíritu al mundo, por eso tal vez me convertí en uno de los consultores más célebres, tanto que el rey Felipe II me nombró capellán y confesor personal, y me concedió una pensión anual que solo utilicé para la adquisición de libros, ya que para mi manutención poco necesitaba.

Una comida al día, compuesta principalmente por frutas, verduras y legumbres. No entraba en mi dieta carne o pescado.

Mis retiros a la peña eran necesarios y totalmente justificados, ante mí mismo y ante Dios, pues solo en aquella oquedad, a la que se accedía por un pequeño desnivel de apenas treinta pies, debajo del montículo, encontraba la paz interior que tanto buscaba. Así, los días que permanecía en el interior de la cueva trascurrían extrema­damente tranquilos. En aquel paraje me sentía próximo al Sumo Ha­cedor, y eso me confortaba.

La cueva es producto de la erosión y las filtraciones del agua que cae sobre la planicie originando una gran oquedad que permite el paso de la luz hasta el mismo fondo. Si no fuera por esto, no habría hombre que tuviera el valor de entrar en ella. Como he dicho, esos días fueron muy productivos. Seguí con la costumbre, adquirida en los últimos años, de un día a la semana dedicarlo a la composición de poemas latinos. En esas semanas había logrado escribir algunos, que consideré buenos, como el siguiente:

«Quien las graves congojas huir desea

de que está nuestra vida siempre llena,

ame la soledad quieta, amena,

donde las ocasiones nunca vea»[8].

Presentí que el día iba a ser de los buenos. Aquí el silencio de si­glos permite que los días sean largos o, al menos, esa era mi sensa­ción. A mí me venía de maravilla, era lo que buscaba, y además solía dormir poco. Siempre he pensado que ya habrá tiempo en el otro mundo, si se me permite la entrada.

Hasta ahora he tratado de hacer las cosas de acuerdo con mis co­nocimientos. Nunca hubiera pretendido engañarme a mí mismo, y mucho menos a los demás, y ni por supuesto a mi credo, mi guía en los avatares que la vida va poniendo en el camino. Por eso aquel lugar me llena de espiritualidad, la naturaleza me arropa con toda su plenitud, forjando sensaciones que me conducen a un estado de bienestar que raya en el éxtasis, estando en paz con uno mismo. Es entonces cuando eres consciente y puedes apreciarlo.

Oí y luego vi cómo se acercaban, en lento caminar, dos mulos ascendiendo hacia la peña. Se escuchaban desde muy lejos, más cuando la persona que cabalgaba a lomos de uno comenzó a gritar mi nombre, retumbando contra las paredes del monte.

—¡Arias Montano, Arias Montano!

Reconocí al jinete. Pertenecía al servicio de postas de su majestad, quien concedió la organización del servicio de correo entre España y Flandes a la familia Tassis, y a la larga a realizar el servicio en nues­tro país. En nuestra comarca, la posta hacía recorrido hasta Mérida y de allí a la Peña de Alájar. Ese cometido lo desempeña aquel jinete a quien distinguí por su áspera voz y sus gritos reclamando mí pre­sencia. Era José de la Espuela, nacido y criado en la localidad de Cumbres Mayores, conocedor de aquellos parajes como nadie.

Venía a entregarme una carta que esperaba. Dos años antes el rey Felipe II me había pedido que, en unión de Martín Martínez de Cantalapiedra y fray Juan Regla, realizáramos un estudio sobre la re­edición de la Biblia políglota complutense, del cardenal Cisneros, tras haberse agotado los seiscientos ejemplares editados. El estudio e informe concluyó con dictamen favorable para que al rey le sirviera de ensayo y propaganda, de cara a un importantísimo negocio edi­torial, que supondría la implantación en los territorios de la Corona española del nuevo rezo, aprobado en el Concilio de Trento. Es en el que llevo años trabajando para incluirlo en la políglota de Ambe­res.

A pesar de estar apartado por un tiempo, me llegaron rumores de que los preparativos de la Biblia políglota iban a buen ritmo por­que Cristóbal Plantino —impresor de origen francés afincado en Amberes, auspiciado por el cardenal Granvela y por el secretario de Estado Gabriel de Zayas— había ofrecido sus servicios a su majes­tad, presentando el nuevo proyecto de la Biblia políglota de Amberes como idea propia.

Por todo ello el informe que elaboramos Martín Martínez de Cantalapiedra, fray Juan Regla y mi humilde persona se puso bajo la supervisión del Consejo de la General Inquisición, no fuera caso que viesen, donde no había, cambios en los textos bíblicos e impi­dieran, con su autoridad, nuestro trabajo. Su apoyo y veredicto era fundamental. El Consejo solicitó parecer a la Universidad de Alcalá de Henares, heredera de la obra de Cisneros, y para este menester fue el propio monarca quien sugirió al cardenal Espinosa que fuese yo en persona el encargado de tratar con el claustro de la Facultad de Teología acerca de la propuesta y oferta de Plantino. Y a fe que lo hice, no ya como mandato de mi rey, sino como una obligación para con mi país, mi credo y en beneficio de la Santa Iglesia.

El requerimiento de su majestad era irrenunciable, y tuve, muy a mi pesar, que abandonar mi retiro, pues no podía dejar de obedecer a mi mentor y protector. Tras leer la misiva real, que era muy explí­cita, mi rey se expresaba como siempre, mejor por escrito que em­pleando la voz. Manifestaba sus deseos a fuerza de tinta, de manera eficaz y resolutiva. Me retiré a descansar, pues al alba me pondría en marcha a lomos del segundo mulo, que trajo De la Espuela para favorecer mi regreso, conforme al requerimiento real.

Dejaba atrás mi tabla de dormir, mi manta de bernia y mi huerto donde ya comenzaban a germinar lechugas. No obstante, pasaría por la Corte, por si tenía a bien recibirme, antes de emprender el viaje requerido. En la carta decía:

«El rey: Lo que vos el Doctor Benito Arias Montano mi capellán habéis de hacer en Anvers adonde os enviamos.

Por lo que con vos se ha comunicado de palabra y papeles que se os han mostrado, tenéis entendido cómo Christóforo Plantino impressor y mercader de libros residente en la dicha villa de Anvers, ha hecho cortar diversas suertes de caracteres latinos, griegos, hebreos y chaldeos muy perfectos para estampar la Biblia que en estas lenguas con mucho gasto, trabajo e industria hizo im­primir en Alcalá de Henares el quondam Cardenal don Fr. Francisco Xi­ménez siendo Arzobispo de Toledo, diciendo que, aunque aquella fue una de las obras más insignes que en nuestros tiempos han salido a la luz, hay ya tan pocos libros della que apenas se hallan por ningún dinero, y que assí por esto como porque los caracteres que él allí tiene de las dichas lenguas son mucho más perfectos que los de aquel tiempo, y también porque pensaba aña­dir a ella el testamento nuevo en lengua siriaca que se imprimió en Viena por orden del Emperador don Fernando, mi tío, que esté en gloria, y sería muy útil a los estudiosos de la sagrada escriptura. Él quería tomar esta em­presa supplicándonos le mandásemos asistir con nuestro favor, amparo y auc­toridad y prestarle hasta la suma de seis mil escudos para los gastos del papel, que con esta ayuda él se disponía luego a imprimir la dicha Biblia en ocho cuerpos, y por nuestra della envió aquí un pliego impreso en todas lenguas que, habiéndonos agradado, mandamos a los del nuestro Consejo de la Ge­neral Inquisición que lo viesen y tractassen del negocio como lo hicieron, en­viándoos a vos con carta suya para los doctores de la Facultad de Theología de la Universidad de Alcalá de Henares a efecto de que confiriéssedes con ellos la propuesta y oferta del dicho Plantino, por ser materia propiamente de su facultad, y habiendo vos vuelto aquí con su respuesta en que no sola­mente aprueban y loan la dicha impresión pero aun nos piden y suplican con instancia la mandássemos hacer luego como muy útil y necesaria a toda la christiandad, y como nuestro principal deseo es procurar el bien della en todo quanto podemos; nos resolvimos y deliberamos luego con parescer y approba­ción de los del dicho nuestro Consejo de la General Inquisición que vos como sacerdote y theólogo tan curioso y versado en la sagrada escriptura y como criado nuestro fue ustedes a estar presente y asistir en la impressión de la dicha Biblia por la satisffactión que tenemos de vuestra persona, ingenio, le­tras y zelo christiano, y a la particular noticia y conoscimiento que sabemos que tenéis de las dichas lenguas en que la dicha Biblia se ha de imprimir; y assí os encargamos y mandamos que disponiéndoos a tomar este trabajo con la buena voluntad que de vos esperamos, y confiamos os partáis y vayáis a la dicha nuestra villa de Anvers para entender en la impressión de la dicha Bi­blia, por orden y de la manera que aquí se os advertirá. Hallándose las cosas de Francia tan turbadas como habréis entendido, parece que es lo mejor y más seguro que vayáis por el mar de poniente, y assi he mandado que se os dé la cédula que veréis para que Juan Martínez de Recalde, mi proveedor que reside en Bilbao, os haga dar embarcación con la vitualla y comodidad necesaria, en la primera nave o baxel que saliere de Laredo o de cualquier otro puerto de aquella costa para Flandes, y llegado que seáis allá habéis de ir derecho adonde estuviere el Duque de Alva, mi Gobernador y Capitán General de aquellos estados, para le dar mi carta que para él lleváis y mos­trarle esta instrucción y darle cuenta muy particular de quanto ha passado y habéis de hacer en este negocio, y para que el envíe a llamar al Plantino y le hable y mande que entienda en él con diligencia, y siendo menester escriba con vos a los del magistrado de la dicha villa de Anvers, para que sepan que sois mi criado y que en lo que ocurriere os tracten y favorezcan como a tal. Al dicho Plantino lleváis también carta mía, para le animar para que con tanta más diligencia entienda en la dicha impressión, y assí se la daréis y di­réis lo que en conformidad della viéredes que conviene; y para que se haga y salga con la perfección que la qualidad de la obra requiere habéis de ir ad­vertido de las particularidades siguientes, para las hacer cumplir como aquí se ponen y se han platicado y apuntado con vos. En la muestra que acá envió Plantino había puesto la edicción de Xantes Pagnino, como habéis visto, en el lugar de la Vulgata, que en la impresión complutense está junto al texto hebraico, y porque ha parecido que en esto no conviene que aya mudanza ni se altere ni quite lo de hasta aquí, direislo assí al Plantino y haréis que la dicha edicción Vulgata se ponga y quede en el mesmo lugar que está en la Biblia complutense por la auctoridad que tiene en toda la iglesia universal, y porque siendo como es la más principal de todas las versiones, no fuera justo que faltara ni se dejara de poner en una obra tan insigne y en el principal lugar de aquella. Demás de los textos y traducciones que agora hay en la dicha Biblia complutense habéis de hacer que desde el Pentateucho adelante se prosiga y ponga el texto chaldeo de la manera aque está impreso en Roma y Venecia, y como vos sabéis que es menester para la perfección y cumplimiento de la obra.

También habéis de hacer que en la dicha Biblia se ponga el testamento nuevo en la lengua siriaca, sacado fielmente del que como esta dicho se impri­mió en Viena por mandato del Emperador, mi tío, y si pudiere ser que el evangelio de San Matheo vaya en caracteres hebraycos y lo demás en siriaco; porque lo uno y lo otro se juzga que sería tan útil como vos sabéis y lo lleváis entendido. Allende desto habéis de hacer que al fin de la dicha Biblia se ponga un bocabulario hebreo de los mejores que se hallaren, sin poner los ejemplos, mas de citarlos por cuenta y remisión. Hase de poner assí mesmo un bocabulario griego para el nuevo testamento sacado de las concordancias griegas si hubiere comodidad para ello. También haréis que se pongan, si ser pudiere, un bocabulario chaldeo abreviado y otro siriaco con el modo de leer la letra siriaca, porque estos quatro bocabularios serán de gran provecho para la inteligencia de la obra y estudiosos della. Y por la misma causa habréis de hacer que en el testamento nuevo, se pongan los cánones de Eusebio Cesa­riense para el uso que los instituyó. Estas particularidades diréis al Plantino, y estando de acuerdo con él haréis que se ponga luego mano a la impressión de la dicha Biblia, y que se prosiga y continúe con la mayor diligencia, estudio y atención que fuere possible, enterándoos primeramente de la suficiencia y fidelidad de los officiales y pasando y visitando vos mismo por vuestra persona la corrección de las pruebas en todas las lenguas, y señalándolas con vuestra firma o señal después de pasadas y aprobadas, para que salgan con la verdad, correctión y perfección que la calidad de la obra requiere. En lo del número de las Biblias no hay que decir, porque esto ha de quedar al arbitrio de Plantino y como a él se le haya de seguir más provecho; vos haréis imprimir seis dellas en pergamino y enquadernarlas allá para dármelas o traérmelas a su tiempo. En el prólogo que se hubiere de ordenar para la dicha Biblia, habéis de poner el fundamento con que la mandamos imprimir, y como se hace sobre muy mirado, platicado y comunicado con personas muy graves y de mucha prudencia, letras y bondad, que así ha parecido que conviene por la auctoridad y estimación de la obra; y aun será bien que antes que el dicho prólogo se im­prima, enviéis aquí la minuta del para que lo mandemos ver y advertiros lo que se offresciere en la materia, pues habrá tanto tiempo para ello. Y porque demás desto holgaremos de ir viendo todo lo que se fuere todo imprimiendo de la dicha Biblia, será bien y así os lo mandamos que con los correos que se allí se despacharen para acá, vayáis enviando los cuadernos que salieren y procuraréis que se pongan los más prelos que ser pudiere para que con tanta mayor brevedad se tire y acabe. En lo de la licencia o privilegio para la dicha impressión, diréis a Plantino que se lo mandaremos dar quan favorable le cumpliere; y si demás del nuestro lo quisiere también del Papa, Emperador y Rey de Francia, intercederemos con ellos para que así mesmo se lo concedan. Y porque como está dicho por le hacer favor y merced en este negocio, habemos tenido por bien de le prestar la suma de seis mill escudos, de los cuales se os ha dado la cédula de crédito que lleváis dirigida a Hierónimo de Curiel, nues­tro criado que reside en Anvers, tomaréis del en veces para acomodar al dicho Plantino para los gastos de la impresión las quantidades que vos allá viéredes que se le pueden y deben prestar hasta en la dicha suma, con la seguridad y fianzas que en la dicha nuestra cédula de crédito se declara y ordena…Esto es en substancia lo que habéis de hacer; la execución dello se remite a vuestra mucha cordura que con el celo que lleváis de servir en esto a Dios y a la Iglesia Cathólica y con la suficiencia y partes que para ello os ha dado Nues­tro Señor, quedamos muy asegurados que lo habéis de hacer tan acertada­mente como de vos se espera. Fecha en Madrid a veinte y cinco días del mes de marzo año mill y quinientos sesenta y ocho. Yo el rey. Por mandato de S.M. Gabriel de Zayas»[9].

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