Kitabı oku: «El Ártico», sayfa 2

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Svalbard, 29 de julio

Al principio me desanimó un poco la compañía de los otros viajeros. Como los cruceros como este son en general bastante caros, la media de edad de los pasajeros es alta. Con cuarenta y dos años, yo soy uno de los pasajeros más jóvenes. Y si la media de edad es alta, se caminará menos de lo que a mí me gustaría. Una pena. Yo había imaginado largas caminatas por valles silenciosos, alguna ascensión agotadora a algún monte. Pero este crucero me pareció el único modo de venir a Svalbard y recorrer estas islas sin tener que acampar y exponerme a un peligroso encuentro con osos polares (y todo aquí confirma que este es un riesgo que hay que tomarse en serio).

Desde el momento de embarcar, el velero construido en la década de 1920, la internacionalidad de los pasajeros —entre los que se cuenta, incluso, un doctor taiwanés—, y el inglés como lingua franca me hicieron pensar en una novela de Agatha Christie. Asesinato en el Ártico, podría llamarse esa novela, que transcurriría en un crucero como este, y en la que todos los pasajeros pareceríamos sospechosos por un motivo u otro. Es verdad que los viajeros de este crucero no tenemos ese aire elegante y aristocrático que suelen tener los personajes de Agatha Christie, pero en un velero de principios del siglo xx en el que viajan personas maduras y ociosas que hablan en inglés solo puede esperarse que, antes o después, alguien cometa un asesinato. Es más: sospecho que Agatha Christie convirtió en asesinos literarios a los tipos humanos de su entorno social porque se aburría en las cenas, como me pasa a mí ahora. Pero si en la literatura las personas maduras y ociosas que hablan inglés y viajan en velero terminan por cometer un crimen, en la vida real simplemente se aburren unas con otras.

Sin embargo, esa primera impresión algo decepcionante quedó compensada con el primer día de excursiones. Tras la primera noche de travesía desembarcamos para visitar el glaciar Murraybreen, al noreste de la isla Prins Karls Forland. Aproximándonos en silencio y cautelosamente a una playa, contemplamos durante largo rato a un grupo de focas que nos miraban perplejas, pero tranquilas.


Y por la tarde, de nuevo con el sigilo de una partida de cazadores, pudimos observar muy de cerca a una manada de morsas que descansaban en Sarstangen, una estrecha lengua de tierra en medio de la nada, unida a la isla de Spitsbergen al norte del estrecho que la separa de Prins Karl Forland. El paisaje de estas islas es exactamente como lo había imaginado. Es elemental y muy duro, pero es bellísimo. Esa lengua de tierra sobre la que descansaban las morsas me ha impresionado especialmente. A mi alrededor veía un mar metálico, un cielo gris cubierto de nubes, el velero anclado a cierta distancia, la lengua de tierra cubierta de algas, las morsas, y al fondo no menos de siete desaforados frentes glaciares en las montañas oscuras de Prins Karl Forland y de Spitsbergen, situados aparentemente a la misma distancia de mí. Siete frentes glaciares, siete descomunales torrentes petrificados al alcance de mi vista desde un único punto, separados de mí por las aguas del estrecho. Cuando caí en la cuenta de la belleza extraordinaria de este lugar, quise grabar una panorámica con mi cámara digital. Pero era tarde: se agotó la batería de la cámara, y ya llegaba la lancha enviada desde el barco para recoger a los últimos viajeros que esperábamos en la playa. En realidad me alegro de no haber podido grabar esas imágenes: no perdí el tiempo rebuscando en mi mochila y cargando en la cámara otra batería, y me limité a contemplar, absorto y agradecido, ese paisaje inolvidable.

No era la primera vez que veía glaciares, pero nunca había visto tantos glaciares juntos. Con todo, la visión más impresionante de estos enigmáticos ríos de hielo se obtiene cuando se observan de cerca. Los glaciares vistos de cerca tienen algo irreal, hasta el punto de que se diría que son imágenes fijas, de dos dimensiones, proyectadas sobre una pantalla situada en algún punto indefinido ante el observador. La indefinición es, de hecho, la principal característica de estas extrañas masas de hielo. Si nos situamos en un punto elevado y miramos el glaciar de frente, tenemos la impresión de asomarnos a una profundidad tremenda, como si lo que está enfrente estuviera en realidad debajo, en un enorme pozo. Esto produce una sensación casi de vértigo. ¿Cómo es posible esa mezcla de sensaciones tan contradictorias, esa confusión de lo plano y lo profundo, de lo que está delante y lo que está debajo? Creo que la clave está en la fusión de lo estático y lo dinámico que encontramos en los glaciares. Lo que vemos es una extensión aparentemente inerte, pero su inmovilidad no es la de la roca, ni la que ofrece a la vista la pasiva presencia de un monte, porque el glaciar tiene al mismo tiempo todos los rasgos de un ser dinámico, hasta el punto de que casi esperamos que de un momento a otro la fiera despierte e inicie un movimiento que lo arrasará todo, como un río de lava. Exactamente esto tan paradójico es un glaciar: un río de lava completamente vivo, pero a la vez quieto y frío. La impresión es, entonces, la de una potencia enorme, pero paralizada. Como la fotografía de una explosión, de un huracán, o de un torrente desbordado a punto de anegarlo todo.


En el Museo de las Exploraciones Polares de Longyearbyen —mucho más interesante, por cierto, que el museo municipal con sus fotos de vecinos tan respetables como irrelevantes— trabajaba una chica italiana con la que conversé durante un rato. Vive en Longyearbyen con su pareja, un guía noruego, y me dijo que, para saber de verdad lo que es el Ártico, hay que venir a Svalbard en invierno. Seguramente tiene razón. Pero lo que yo he visto hoy es ya el cumplimiento de lo que anticipaban y prometían los paisajes que conocí en mi viaje anterior al sur de Groenlandia, donde el Ártico aún mostraba un rostro relativamente familiar. Allí, todavía al sur del círculo polar, Groenlandia es realmente lo que dice su nombre: una tierra verde, conectada de algún modo con el mundo lluvioso del norte atlántico, con lugares como las islas Feroe o Escocia, y por tanto finalmente con Europa. Es verdad que los pastos y las ovejas son quizás lo único que tiene en común esa región del sur de Groenlandia con esas otras latitudes, pero al menos estaba eso. En cambio, Svalbard no hace concesiones. Aquí no parece haber nada más que roca, mar y hielo, y a veces la fría arena de playas envueltas en la bruma. La tundra parece escasa en muchas laderas. Los elementos se reducen, la realidad se estiliza. Y todavía más al norte desaparece incluso la tierra, y ya solo queda un misterioso océano helado, un paisaje que probablemente se parecerá más al que imaginamos en las gélidas lunas de Saturno que a cualquier otro lugar de nuestro planeta, como si el Ártico fuese una ventana que mira ya a los astros, un puente hacia ellos, una embajada sublunar de ese cosmos supralunar que la cosmología mediterránea de Aristóteles imaginó completamente separado del nuestro. En el Ártico esa cosmología aristotélica queda refutada. Lo inhóspito de estos parajes los hace inaccesibles a los hombres y refractarios a la historia, pero eso mismo los vuelve eternos, como lo son los astros. E incluso los procesos naturales suceden a un ritmo que ya casi rebasa lo terrestre y linda con lo astronómico. Es larguísimo el tiempo que tarda un glaciar en formarse, y es lentísimo el curso con el que arrastra una roca en su corriente imperceptible hasta depositarla en un fiordo. Y sobre todo, es ya supralunar la suspensión de la más fundamental de las leyes naturales, aquella que, más que ninguna otra, asienta los pilares de la condición humana: la ley que fija la sucesión del Día y la Noche, y que queda abolida a partir de los 66º de latitud norte.

Así, todo en el Ártico rebasa las medidas de la Tierra y nos sitúa en el umbral de lo cósmico. Por eso no es extraño que incluso los nombres que se asocian a esta región —Polo, Círculo Polar, Estrella Polar, o la propia palabra Ártico, que proviene del griego árktos, que significa «oso», aunque curiosamente el origen de esta denominación no tiene nada que ver con los osos polares, sino con la constelación de la Osa Mayor— tengan una resonancia abstracta, como si hubieran sido extraídos del léxico de alguna metafísica pitagórica. Y es que la imaginación y el mito tienen con frecuencia un poder adivinatorio. Lo que los hombres no han visto todavía, son capaces de imaginarlo y acertar. Esto ha sucedido muchas veces. La mentalidad mítica de la Antigüedad dio a los planetas los nombres de sus dioses, y después hemos sabido, gracias a telescopios cada vez más potentes, que la apariencia majestuosa y distante de estos cuerpos celestes tiene, en efecto, algo de divino. Lo mismo sucede con el Ártico. Sabemos por los historiadores antiguos que, en el siglo iv a.C., el navegante griego Piteas de Massalia cruzó las Columnas de Hércules, surcó el Atlántico hacia el norte y, tras dejar atrás Britania y Yerne (Irlanda), alcanzó una misteriosa región de mar helado en la que el Sol nunca se ponía durante el verano y apenas se alzaba sobre el horizonte durante el invierno. Allí se hallaba la legendaria isla de Tule, quizás Islandia. Durante siglos, los historiadores y geógrafos disputaron acerca de la veracidad de los relatos de Piteas, a quien muchos consideraban simplemente un embustero. Y no es extraño que no le creyeran, porque lo que contaba aquel navegante era increíble.

Estrabón, geógrafo griego del siglo i a.C. que consideraba a Piteas como «un gran mentiroso», analiza algunos de sus descubrimientos. Estrabón admite los datos del navegante por lo que respecta al sol de medianoche:

(...) Durante la totalidad de las noches estivales, la luz del Sol, que se desplaza en movimiento circular desde Poniente a Levante, ilumina lateralmente el cielo y (...) en el solsticio invernal el Sol se alza como máximo a una altura de unos nueve codos. (...) En territorios que distan seis mil trescientos estadios de Massalia (...) esto ocurre en medida aún mayor; en los días invernales el Sol se alza a una altura de seis codos, de cuatro en los lugares que distan de Masalia nueve mil cien estadios, y de menos de tres en los territorios situados aún más allá, los cuales serían —según nuestro razonamiento— mucho más septentrionales que Yerne.1

Pero la cosa cambia cuando se trata de juzgar las informaciones de Piteas sobre Tule y los mares del más lejano Norte:

Piteas (...) afirma que ha recorrido toda la Britania que es accesible (...), y cuenta las historias de Tule y de aquellos lugares en los que no hay ni tierra propiamente dicha ni mar ni aire, sino una cierta mezcla de estos elementos parecida a la medusa, en la que afirma que la tierra, el mar y todo está suspendido y es como si aprisionase a todas las cosas y sobre la que no es posible ni caminar ni navegar. Dice que ha visto personalmente esa cosa parecida a la medusa, pero del resto habla de oídas. (...) Piteas dice que ha llegado hasta los límites del Universo y que ha examinado todo el norte de Europa, lo que no podría creerse ni aunque lo dijera Hermes.2

Como otros geógrafos de la Antigüedad, Estrabón sabía del Sol de medianoche, y de la noche interminable que se abate sobre el Norte durante el invierno. Pero no creería ni al mismísimo Hermes si este le dijera que existen lugares aún más remotos en los que el mar y el hielo se mezclan y confunden, dando lugar a un elemento nuevo y gelatinoso «como la medusa», ni sólido ni líquido, por el que no es posible navegar pero tampoco caminar. No obstante, lo que atisbaron o imaginaron esos primeros navegantes como Piteas hizo posible que durante siglos la humanidad soñara con una extraña región elemental situada al norte. Y esos prodigios imaginados desde antiguo han terminado por confirmarse.

En las islas Svalbard también hay tundra, y durante el verano crecen incluso pequeñas flores amarillas y azules. Y en Longyearbyen, pese a su feo aspecto de pueblo minero, vi macizos de algodón ártico creciendo en cualquier sitio, y yo diría que con melenas más frondosas que las que encontré, en mi viaje anterior, cerca de alguna playa del sur de Groenlandia. Pero la vegetación de Svalbard es más austera y más frágil que la de la gran isla hermana. El musgo es menos mullido, las flores más escasas, y al ascender por los montes o descender hasta el mar, bien pronto la roca adquiere un protagonismo absoluto, sobre todo en esas cumbres de alta montaña que se alzan inconcebiblemente en la orilla misma de los fiordos. Lo ignoro todo sobre los minerales, pero esos picos me parecen compuestos de una roca más oscura que aquella a la que estoy acostumbrado, aunque quizás este color se deba simplemente a la humedad que empapa permanentemente la piedra desnuda, porque cuando llueve son también negros, y solo veteados de nieve, los picos de tres mil metros que conozco en el Pirineo.

El aspecto de alta montaña domina el paisaje de Svalbard. Cuando la superficie del mar no toca directamente el cielo, fundiéndose ambos en una gradación de grises, es porque se interpone un glaciar o una cumbre abrupta. Todo lo que en el resto del planeta media entre la elementalidad del mar y la pureza de las altas cimas ha sido suprimido aquí. Y tampoco está claro si este es el paisaje del origen del mundo o el de su final, porque podría ser ambas cosas: o bien la imagen remotísima de lo que había en el mundo cuando aún no había nada, o bien la anticipación de lo que habrá cuando, tras el Gran Año platónico, el mundo vuelva a contener tan solo lo que una vez hubo: cielo, mar, roca y hielo.



[II] Travesía del mar de Groenlandia

Mar de Groenlandia, 31 de julio

A última hora de la tarde el Rembrandt salió a mar abierto en el norte de Spitsbergen, rumbo al oeste, hacia Groenlandia. Tardaremos varios días en llegar allí. Contemplado desde la cubierta, el mar perdió la tersura de los fiordos y se agitó con miles de olas minúsculas que privaron al agua de sus reflejos. Y justo entonces el barco empezó a mecerse como se mecen, al parecer, los barcos, desde la época de Homero hasta la nuestra. Confiaba en no marearme, pero no las tenía todas conmigo. Y enseguida comprobé, ay, que los barcos cabecean mucho en el mar. Esto me preocupa, porque si llego a marearme no podré seguir escribiendo, y no quiero pasarme cuatro o cinco días tumbado en mi camarote, que es digno pero ciertamente no muy cómodo, puesto que lo comparto con otros dos hombres, como en una novela de balleneros. Pero de momento, afortunadamente, no me he mareado.

Viajar por el Ártico es estar constantemente rodeado de belleza, pero viajar por el Ártico en un velero es contemplar constantemente un cuadro de Caspar David Friedrich, o más bien estar metido dentro de un cuadro de Friedrich. No hace falta que suceda nada para que el viaje valga la pena. No obstante, en este viaje también suceden cosas, y el acontecimiento más notable de la jornada de ayer, todavía en Spitsbergen, fue el avistamiento de dos osos polares. Eran las once de la noche, aunque el sol lucía como si fueran las diez de la mañana de un día claro. Como siempre que nos encontramos con algo extraordinario, la tripulación nos avisó de la presencia de los osos a través de la megafonía del barco. Todo el pasaje corrió a los camarotes a por ropa de abrigo, cámaras y prismáticos, y poco después nos apiñábamos en la cubierta junto a una de las bordas. Durante un rato, el barco siguió a un oso que se alejaba nadando con la cabeza fuera del agua. Y después, cambiando de rumbo, navegamos muy despacio, y durante más de una hora, al paso de otro oso. Era un ejemplar bastante grande que caminaba justo a la orilla del fiordo. Pude observar a este animal muy de cerca con mis prismáticos. Avanzaba tranquilo, husmeaba siguiendo algún rastro, y usaba los dientes para arrancar hierbas o mordisquear quién sabe qué despojos encontrados aquí y allá. Más de una vez se volvió hacia nosotros, aunque no parecía que le preocupásemos mucho. Después supimos que esa despreocupación era solo aparente. A primer hora de la tarde de hoy, antes de poner rumbo a Groenlandia, avistamos otro oso y nos acercamos en lancha hasta una playa para observarlo desde el agua, pero resultó que este otro ejemplar era, muy probablemente, el mismo de ayer. En cuanto nos vio, ascendió tranquilamente hasta la mitad de la ladera que rodeaba la playa y se ocultó detrás de una roca, permaneciendo totalmente inmóvil. Al rato, creyendo que el oso estaría durmiendo, nos cansamos de esperar a que sucediera algo más y decidimos regresar al Rembrandt. Pero en cuanto pusimos en marcha el motor de las lanchas y viramos en dirección al barco, el oso salió de su escondite e inició de nuevo el descenso a la playa, con toda calma, para continuar con lo que estuviera haciendo antes de que llegásemos nosotros. Quizás se había escondido para ver si, con suerte, desembarcábamos en la playa y podía atrapar a alguno de los viajeros. Pero más bien creo que se escondió a esperar si, con suerte, nos marchábamos por donde habíamos venido y le dejábamos en paz, que fue justamente lo que hicimos.

Mis prismáticos me permitieron hacer algunas observaciones interesantes acerca de estos animales. Una de ellas, muy obvia, es que el color de los osos polares no es ese blanco níveo que damos a sus representaciones de peluche. Son más bien de color crema, quizás porque el pelaje está sucio, o quizás —como nos explicó uno de los guías— porque la piel del oso, bajo el pelaje blanco, es oscura y produce un efecto amarillento. Mucho más interesante, sin embargo, es esta otra observación: los osos polares tienen cierta expresión estúpida. Sobre todo los machos, cuyos ojos —como nos explican los guías— están más juntos que los de las hembras. Estos animales tienen una mirada feroz, pero no inteligente. (Mucho más inteligente me pareció la expresión de las focas, aunque en este tipo de apreciaciones es probable que nos dejemos engañar por el antropomorfismo). Tienen unos ojos pequeños y opacos, verdaderamente salvajes, y unas fauces horribles, aterradoras si se las ve de cerca, pero la paradoja de los osos polares está en la combinación de esos rasgos feroces con otros mucho más amables, incluso cómicos: unas orejillas entrañables, unas zarpas peludas como zapatillas de andar por casa en invierno, unas patas anchas y lanudas que parecen formar parte de un disfraz. Depredadores con aire de animales inofensivos e infantiles, bestias salvajes que parecen mascotas, no en vano los osos polares están más emparentados en el imaginario occidental con las ovejas que con los leones o los cocodrilos.

Esta paradoja de los osos polares invita a las especulaciones teológicas, por ejemplo a esta: el oso polar es quizás una forma de existencia que expía los pecados cometidos en alguna vida anterior. Quien en otra vida fue un asesino orgulloso de su aspecto aterrador, se reencarna en esta vida en otro asesino, solo que esta vez con un aspecto cómico. Sea como fuere, la falsa apariencia bonachona de estos animales debe de ejercer un influjo inconsciente en las mentes de todos esos turistas que cada año se exponen irresponsablemente a los ataques de esta bestia atroz. No creo que el turismo ártico tuviese tanto éxito si en lugar de osos polares merodeasen en Svalbard otros animales salvajes como las serpientes, las panteras o los cocodrilos, que no confunden a nadie porque son tan temibles por su aspecto como por su naturaleza.


Hace rato izaron las velas del Rembradt. Algunos pasajeros también participamos en la tarea, dando brincos agarrados a las maromas para hacerlas descender, al tiempo que se elevaban en los mástiles los enormes lienzos. Y he descubierto algo que no sabía, aunque es obvio: los veleros, cuando navegan como tales —es decir: cuando se apagan los motores y ya solo se confía la travesía al empuje del viento— son muy silenciosos. Lo único que ahora se escucha es el murmullo del mar y los crujidos del barco que se balancea, porque los barcos crujen, aunque no sean de madera. En realidad, todo en este barco recuerda a siglos anteriores, a la época de los grandes navegantes, los piratas, los balleneros. La tripulación tiene esa condición cosmopolita que siempre ha tenido la gente del mar. El capitán es alemán: un tipo fornido, viril, con la cabeza rapada, dos aros en cada oreja y aspecto de marino holandés del siglo xvii. También hay dos marineros rasos que proceden de Filipinas. Está también la oficial responsable de la seguridad en el barco, que creo que es alemana. Y otro oficial que procede de las islas Shetland. Y un cocinero serbio, un mecánico lituano (creo), y un barman austriaco. Y por último, un guía británico y otro español. El velero y la tripulación parecen, pues, sacados de una novela de aventuras, pero todo esto no es simplemente atrezo para turistas: después de la cena, el capitán viene al comedor y nos advierte, aunque sea con buen humor, de que a partir de ahora estaremos solos. A pesar de ser una región muy remota, las islas Svalbard son territorio noruego y pertenecen todavía al mundo totalmente civilizado de la Europa escandinava. Eso implica, entre otras cosas, que un helicóptero de rescate podría acudir en pocas horas a cualquier punto del archipiélago si se produjese un accidente o alguien cayese gravemente enfermo. Ahora ya no será así.

—Ahora salimos a mar abierto—nos avisa el capitán—, y no sabemos con exactitud cuántos días tardaremos en llegar a Groenlandia, porque eso depende de factores como el viento y el hielo. Así que no podemos caer enfermos, ni arriesgarnos a sufrir un accidente.

Salvo si uno practica alguno de los cada vez más numerosos e inverosímiles «deportes de riesgo», en el mundo actual no queda mucho espacio para la aventura, y no creo que este crucero sea algo más que una aventura turística. No obstante, escuchando al capitán tengo la impresión de encontrarme en una situación un poco premoderna que todavía podemos experimentar los hombres de principios del siglo xxi, aunque sea por el procedimiento algo prosaico de pagar por ello una considerable suma de dinero. Es la situación de desconexión, de encontrarnos aislados y casi incomunicados en medio del mar. Esto es posible gracias a que todavía quedan lugares remotos, como Svalbard o Groenlandia, en los que nadie espera a los viajeros, ni todo está previsto, ni la aventura se acaba en el momento en que el cliente así lo desea o cuando llega la hora de regresar al hotel. Este velero tiene casi cien años, pero hoy todavía podemos emplearlo para viajar de verdad: surcar a vela el mar de Groenlandia, buscar un paso a través del hielo que bloquea permanentemente la costa oriental groenlandesa, recorrer fiordos en los que no podrían adentrarse barcos de mayor calado. La seguridad del barco y la comunicación por satélite nos tranquilizan, convenciéndonos de que no participamos en una verdadera exploración, pero el lugar al que nos dirigimos es lo bastante remoto, imprevisible e indómito como para que el viaje sea algo más que un paseo en un medio de transporte pintoresco y arcaico que pudiera ser sustituido en cualquier momento por alternativas más modernas, seguras y rápidas. Quizás dentro de otros cien años, en un Ártico ya enteramente domesticado, un viaje como este será imposible, o será un anacronismo tan extravagante como lo es hoy el Tren de la Fresa, esa línea de ferrocarril que une Madrid y Aranjuez en vagones del siglo xix; o como recorrer a pie el norte de España hasta Santiago de Compostela, como si no hubiera otra forma más rápida y cómoda de llegar allí.


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