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I. LA “SERVENTÍA” EN GALICIA
1. NECESIDAD DE ACUDIR A LOS ESTUDIOS ANTROPOLÓGICOS: CRÍTICA AL LEGISLADOR Y A LA DOCTRINA MÁS RECIENTE
La institución de la “serventía” pasó, hasta su regulación jurídica actual en la Ley 2/2006, de 14 de junio, de Derecho de Civil de Galicia (en adelante, Ley 2/2006), por un proceso evolutivo marcado por determinados condicionantes históricos de índole socio-económica que fueron modulando, con el paso del tiempo y sin una manifestación uniforme, las necesidades del pueblo gallego, dando aparición a un complejo entramado de particularidades locales.
De ahí, precisamente, las dificultades que conlleva un estudio exhaustivo del funcionamiento real y de conjunto del mundo rural gallego. Ello explica, aunque no justifica, la tendencia del legislador, doctrina y jurisprudencia de no tomar en consideración las numerosas singularidades locales y las concretas circunstancias geográficas, sociales, culturales y económicas que inciden en la configuración y funcionamiento de las instituciones jurídicas o de naturaleza consuetudinaria en las distintas regiones del territorio de Galicia.
En este sentido, sugería RODRÍGUEZ MONTERO la necesidad de afrontar una revisión en profundidad de la estructura de bastantes de las que tradicionalmente se han venido presentando como peculiaridades específicas en el ámbito jurídico-privado gallego, en relación a las cuales se han venido aceptando, sin discusión hasta el momento presente, determinadas teorías e hipótesis formuladas por historiadores antiguos, antropólogos y folcloristas, que han llegado a alcanzar el nivel de dogmas y que, en algunos supuestos, podrían resultar más que razonablemente cuestionables1.
La institución de la “serventía” no fue ajena a esta problemática generalizada. La adecuada comprensión de la particular configuración y funcionamiento de esta figura en las distintas partes de Galicia, así como su regulación pasada y presente, exige estar y tomar como referencia a las descripciones que recogen los estudios antropológicos sobre el mundo rural gallego en general y de la “serventía” en particular2.
2. CARACTERÍSTICAS Y PECULIARIDADES DE LA PROPIEDAD DE LA TIERRA EN GALICIA
Entre los caracteres y particularidades principales del mundo rural gallego, la doctrina ha venido destacando el carácter esencialmente agrario y minifundista de la propiedad de la tierra, el cual se vio reflejado no sólo en el ámbito económico, sino también en el jurídico y en el propio comportamiento social. La vida económica de Galicia se centraba, fundamentalmente, en el campo3 y, más concretamente, en torno a la denominada “casa” tradicional gallega. Ésta venía a ser una suerte de comunidad familiar de padres e hijos, de la que también podían formar parte los nietos –y hasta los hijos de estos–, las nueras y los yernos e, incluso, los hermanos –solteros o viudos– del padre o de la madre. Todos bajo las órdenes del antepasado más mayor o, en su caso, de quien fuese el “dueño de la casa”, entendiendo aquí por “casa” el patrimonio, es decir, una explotación rural completa4.
La institución de la “casa” no se limitaba únicamente a servir de nexo de unión entre los miembros de la familia que en ella convivían, sino también como elemento aglutinador de la propiedad de la tierra excesivamente fragmentada y desperdigada5 a causa de los sucesivos repartos hereditarios del patrimonio familiar6 y del largo tiempo –hasta las desamortizaciones del siglo XIX– que Galicia vivió bajo vínculos de carácter señorial7.
Estos terrenos que conformaban los reducidos patrimonios familiares se organizaban, con carácter general, en tres tipos de terrazgos: los prados, las “leiras” (tierras cultivadas) y el monte. Las tierras de la “casa” encarnaban este ideal en un complejo policultivo de subsistencia, apoyado en un número abundante de parcelas de reducidas dimensiones, orientado a obtener una considerable variedad de cultivos que permitieran, fundamentalmente, el autoabastecimiento alimenticio de personas y animales. Por una parte, porque la excesiva fragmentación del terreno facultaba la particularización de los cultivos y permitía aprovechar cada rincón para obtener de él todas sus posibilidades. Por otra, porque las elevadas necesidades de consumo, dificultadas por las restricciones del mercado, obligaban a los campesinos a producir mucho y de todo, sometiendo la tierra a un rendimiento continuo –en ocasiones sin descanso, hasta dos y tres cosechas seguidas–, asociando a tal fin habilidosamente los cultivos8.
Si bien es cierto que el minifundismo, la excesiva parcelación y dispersión de los terrenos constituían el gran problema estructural del campo gallego, no se trataba, ni mucho menos, de las únicas dificultades a las que debía enfrentarse el campesino en la explotación agrícola de sus fundos.
El labrador gallego era muy desconfiado, avaro y fuertemente apegado a la tradición. Manifiesta era su hostilidad a la hora de aceptar todo aquello que implicara progreso e innovación. Un claro ejemplo sería el fracaso, más o menos generalizado, de los resultados perseguidos con la Concentración Parcelaria en Galicia. A pesar de los buenos resultados en algunas zonas del territorio gallego, no alcanzó los resultados esperados en otras muchas, con frecuencia debido a obstáculos físicos, pero también humanos9. El campesino gallego no se dejaba convencer fácilmente de sus ventajas, porque la experiencia le enseñó a vivir autárquicamente, a conocer y escoger los lugares de su parroquia a los que, por un microclima, una pendiente o una orientación determinada, se adaptaban mejor los cultivos de los que tenía que autoabastecerse. De ahí su disconformidad a ver sustituidas sus “fincas estratégicas” por una sola parcela10.
También las condiciones climáticas limitaban fuertemente en Galicia el desarrollo de la agricultura. Se trataba de circunstancias difícilmente modificables a instancias del hombre, a las que los sistemas de cultivo necesariamente habían de ajustarse, y que inevitablemente constituían no sólo un duro retroceso y una importante limitación de la capacidad productiva de las tierras, sino asimismo una pérdida de tiempo notable para el campesino en el laboreo diario de sus tierras11.
Unidas a la naturaleza agraria, familiar y minifundista de la propiedad de la tierra, la doctrina gallega ha venido destacando además, entre las diversas peculiaridades, la existencia de una serie de instituciones de origen consuetudinario que comportaban una propiedad compartida, fundamentalmente en régimen de comunidad germánica, impuesta por las circunstancias socioeconómicas, históricas y geográficas de la región gallega.
Así, por ejemplo, los montes vecinales en mano común –propiedad de los vecinos de una parroquia, aldea o lugar, que ejercía su posesión y disfrute, no de forma individual, sino por cabezas de familia, hogares o “fuegos” y en régimen de comunidad germánica–, las aguas –que al ser en el territorio gallego un elemento abundante, su utilización y disfrute se hacía en forma comunitaria por el grupo de vecinos afectados, acordando, normalmente de forma oral, su funcionamiento a través de prorrateos de cargas y aprovechamiento, siendo transmitidas y respetadas dichas normas consuetudinarias de generación en generación–, las eras comunales (“eira de todos” o “eira de aldea”) –que consistían en un pequeño cuadrante de terreno llano, generalmente de piedra o tierra, tradicionalmente destinado a la trilla (“malla”) de las mieses y a la limpieza de los cereales con un instrumento llamado “mallo”12–, los molinos (“muiños” o “aceas”) –que se movían con aguas de propiedad común indivisible de una parroquia o de un lugar, destinadas a moler el grano por sus partícipes por unidades de tiempo llamadas “piezas”– o los hornos vecinales (“fornos veciñales” o “fornos do pobo”) –utilizados para cocer el pan–13.
Difícilmente resultaba posible imaginar a los campesinos como pequeños cultivadores que tomaban individualmente las decisiones que mejor se ajustaban a sus necesidades. Había, ante todo, una disciplina colectiva establecida en el marco de cada aldea, y con frecuencia a nivel parroquial, que era preciso respetar14. No obstante, el campesino gallego anhelaba la independencia y la inviolabilidad de sus predios, aunque guardaba un profundo respeto por la vida colectiva. El término “cerrado” representaba, sin duda, una riqueza conceptual básica dentro de la cultura rural gallega, y quedaba reforzado con tener un camino público lo suficientemente ancho para permitir el acceso a las fincas a las personas y medios de transporte de forma independiente. La necesidad de aprovechar al máximo el espacio de unas propiedades tan reducidas y el anhelo de verlas plenamente defendidas en toda su extensión provocaba una tensa rivalidad vecinal. De ahí que si la parcela tenía unas dimensiones mínimas, y su tierra era especialmente valiosa, compensaba costear su cierre a efectos de asegurar la defensa de la posesión y evitar la entrada a los demás en la finca15.
Ahora bien, si la finca cerrada no era frecuente, las otras características sumadas lo eran todavía menos. Las distintas faenas agrícolas que el labriego debía llevar a cabo a lo largo del año precisaban de continuos acuerdos entre los vecinos, tales como el aprovechamiento del monte comunal, los derechos colectivos de pasos y pastos, la fijación de fechas de apertura y cierre de las entradas de las parcelas, la unicidad y uniformidad de los cultivos, la rotación coordinada de los cultivos, un orden en el desempeño de las tareas agrícolas, etc. Se trataba, en definitiva, de circunstancias que se oponían al llamado “individualismo agrario”16.
No constituía por ello la agricultura gallega una agricultura atrasada, sino más bien inadaptada, que no pudo evolucionar de manera decisiva como consecuencia del bajo nivel económico y de apoyo, pero también por la particular configuración física y espacial de las parcelas. Se trataba de un cúmulo de circunstancias que dificultaban la obtención del máximo aprovechamiento económico de las tierras. El soporte territorial de las explotaciones agrícolas se fue acondicionando lentamente a través de siglos de laboreo utilizando técnicas muy sencillas y rudimentarias, pero frecuentemente ingeniosas y, en todo caso, coherentes con las exigencias a las que se trataba de dar respuesta. En sus múltiples aspectos, el marco agrario constituye el resultado y la mejor expresión de las diversas soluciones que, hasta no hace tanto tiempo, fueron adoptadas para resolver el problema crucial del campo gallego: la subsistencia17.
BOUHIER clasificaba los terrenos cultivables en “agras”, bancales (“bancais”) y terrazas (“socalcos”), campos cerrados y “openfields”. La uniformidad no era, precisamente, lo que caracterizaba al suelo agrario, al tiempo que evidencia que no se trataba de un sistema agrícola anclado en el pasado, sino más bien de una muestra de capacidad de adaptación a los escasos recursos de que se disponía. Un claro ejemplo de ello lo encontramos en la figura de la “serventía”, cuyo origen se sitúa en el seno del “agra”, ideada con la finalidad de dar acceso a los fundos enclavados sin tener que prescindir del aprovechamiento de terreno alguno que, por sí, solía ser escaso. Quizá por dicha virtualidad práctica, como se verá, su utilización se extendió también a otras estructuras del suelo agrario distintas a la del “agra”, modulando su configuración y modo de funcionamiento a las particulares necesidades y características que presentaban los diversos sistemas de organización del terrazgo.
3. ESTRUCTURA ORGANIZATIVA DEL SUELO CULTIVABLE EN GALICIA
3.1. LAS “AGRAS”
En Galicia, las fincas rústicas dedicadas a labradío no siempre se encontraban cercadas de modo individual, sino que a menudo se aglomeraban en bloques o conjuntos de parcelas que se circundaban por su exterior con un cierre general, comúnmente denominado por la doctrina y jurisprudencia como “agra”, “agro” o “vilar”.
A este respecto, conviene advertir que en el campo gallego se utilizaba con idéntico significado la expresión “agro”, “agra” y “vilar”, empleándose preferentemente una u otra manifestación terminológica según las “comarcas”18 y también, aunque en menor medida, las de “veiga”, “barbeito”, “praza”, “chousa” o “estivo”19.
A pesar de lo anterior, y que en la actualidad la diferenciación entre los vocablos “agra”, “agro” y “vilar” es evidente20, antaño sí fue un aspecto muy controvertido en la doctrina. Así, define RODRÍGUEZ GONZÁLEZ el “agra” como “extensión grande de terreno labrantío, que suele pertenecer a varios. Leira, o heredad grande en que muchos juntos o cada uno por sí tienen parte. Según el DRAG, es contrario y es a la vez sinónimo de Agro. En la comarca de la Limia, Praza. Como unha agra aberta, dícese de lo que, sin serlo, parece de todos o del dominio público Dícese también de aquel local en que todos se creen con derecho a entrar”21.
Según DÍAZ FUENTES, el término “agro procedía del lat. ager, a través del latín vulgar, agru (m). Lo mismo agru = campo derivó en gallego a agra. Pero si el sentido de ager era más amplio, equivalente a campo, tierra y hasta significó territorio, espacio (ager publicus), los vocablos gallegos agro y agra fueron circunscribiendo su significado a un conjunto de tierras de labor. Por otra parte, la forma masculina y la femenina no son totalmente equivalentes, pues, como advierte el Diccionario de Ediciós Xerais, el agra es de mayor extensión que el agro. Parece esta una constante de la lengua gallega en las designaciones prediales: leira es mayor que leiro, namela que namelo, horta que horto, cortiña que cortiñeiro. Vilar deriva del bajo latín *villare, pequeño núcleo de población, lugar, conjunto de casas, y tiene su origen, por tanto, en la villa, el término romano y altomedieval con que designaba a la casa de campo, a la explotación agrícola. Aunque hoy, en la acepción que nos ocupa, designa tierras labrantías, guarda una relación con las casas del lugar. Vilar presupone una elipse, de tierras del vilar”22.
Por su parte, RODRÍGUEZ GONZÁLEZ sostiene que, de acuerdo con la definición del DRAG, el término “agro” alude a una “extensión de terreno cercado, que suele pertenecer a un solo dueño y está en todo o en parte dedicado a producciones espontáneas de tojo, brezo, etc.”. Sin embargo, matiza dicho autor que “en el citado Dic. se hace respecto a este vocablo la siguiente aclaración: Ya hemos dicho que, generalmente, agro y agra se consideran sinónimos23, y que, sin embargo, agra es lo contrario de agro. El agra es más extensa que el agro, pertenece a varios dueños, sus terrenos son labrantíos y suele estar o no cerrada24. Con todo el respeto que merecen los precedentes detalles académicos, no puede olvidarse ni dejar de decirse que el agro, en acepción amplia y genérica equivale también al campo, en toda su espaciosa dilatación y con todo lo que en ella se produce, ya por espontánea generación, ya por cultivo del hombre”25.
Finalmente, el significado del vocablo “vilar” sería, según este autor, el “villar, villaje, caserío, pueblo pequeño. Quinta, casa de campo para recreo, con huerta y heredades alrededor. Campo en barbecho o rastrojo después de recogido el fruto”. Por tanto, según este autor, ninguna vinculación existe con los términos “agra” o “agro”26.
Define PAZ ARES el “agra” como “una finca continua, cerrada o cercada, dividida en varias fincas menores o parcelas, constituidas por porciones o secciones horizontales de aquélla, pertenecientes a diferentes propietarios”. Es decir, “una unidad física continua que, sin dejar de ser una sola finca natural y matriz, es jurídicamente un conjunto o suma de fincas menores, colindantes, no separadas por elementos divisorios, configuradas de ordinario en secciones horizontales paralelas unas a otras y también a parte de los cierres y perpendiculares al resto de éstos”27.
En Galicia, el “agra” constituía, con matices, el sistema de organización parcelaria predominante. Además de los territorios ocupados por los denominados terrenos de bancales (“eidos de bancais”), los campos cerrados (“eidos de cerrados”) de la zona del sureste y de las tierras vitícolas altamente especializadas de las riberas, las “agras” cubrían la mayor extensión del territorio gallego. Abarcaban desde las cuencas de los ríos costeros de la parte occidental (Anllóns, Xallas y Tambre) y meridional (Ulla, alto Umia, Lérez y Oitavén), toda la cuenca del alto y medio Miño –excluido el Sil–, la de la alta Limia, las regiones drenadas, en el extremo-nordeste por los ríos cantábricos (Ouro, Masma y Eo) y hasta la zona gallega de la cuenca del Navia28.
Sin embargo, la zona de predominio de las “agras” no era homogénea. Según BOUHIER, cabría distinguir hasta cinco partes bien diferenciadas29:
• El área de transición con la zona septentrional de dominio de los terrazgos de campos cerrados y de pequeñas “agras”;
• La zona central de grandes “agras”;
• La zona oriental;
• El dominio de los terrenos de organización doble de “agras” y de bancales (“bancais”)30 y terrazas (“socalcos”)31;
• La zona sudoriental.
3.1.1. El área de transición con la zona septentrional: el dominio mezclado de los terrazgos de campos cerrados y de pequeñas “agras”
El área de dominio mezclado de los campos cerrados32 y de pequeñas “agras” no se correspondía con ninguna unidad morfológica o conjunto topográfico bien definido33. Cubría la parte septentrional de la línea montañosa norte-sur –conocida como dorsal mediana (Serrón do Lobo y Serras da Loba, de Montouto, de Coba da Serpe y do Careón)–, las mesetas que flanqueaban estas sierras por el oeste y el este, las alturas que relevaban hacia el oeste las mesetas occidentales, y la esquina noroeste de la gran depresión de la “Terra Chá” (Provincia de Lugo) situada al este de las mesetas orientales.
Con carácter general, la superficie de las pequeñas “agras” solía oscilar, en esta zona geográfica, entre las 2,50 y 6 hectáreas, aunque excepcionalmente podían alcanzar las 10 o 12 hectáreas de superficie. Las tierras de 2,20-2 hectáreas de dimensión pertenecían todavía a la categoría de las “agras”, mientras que los de tamaño inferior a las 2,20-1,50 entraban ya en la categoría de las “cortiñas”34.
Aunque algunas “agras”, generalmente las de reducidas dimensiones (en torno a las 2,50 hectáreas), podían estar fraccionadas directamente en fincas y orientadas todas ellas en una misma dirección, la mayoría se dividían primero en “quartiers”35 y después en fincas. Los “quartiers” podían estar estructurados en bandas paralelas divididas en sentido transversal, longitudinal, o, al mismo tiempo, en sentido transversal y longitudinal, aunque la generalidad de los predios adoptaba la forma de cuadriláteros irregulares. El número de “quartiers” en que se dividía el “agra” dependía, normalmente, de su extensión: 2 a 3 en las “agras” más pequeñas y 5 a 8 en las más grandes.
El grado de división interna de las “agras” tendía a acentuarse en la medida en que disminuía su superficie. Sin embargo, por causa de la intervención de circunstancias locales, dicha regla sufría algunas excepciones. De este modo, si el nivel de división interna de las “agras” se calculaba “agra” por “agra”, dejando a un lado toda consideración sobre su tamaño, la superficie media de las fincas oscilaba entre 7 y 30 áreas36. Por el contrario, si se tenía en cuenta el conjunto de las “agras”, la oscilación era mucho menor, entre 15 y 25 áreas37. En dirección oeste, la parcelación era más irregular. La mayoría de las “agras” estaban rodeadas de parcelas cercadas dedicadas a tojal (“toxo”), pasto o cultivos temporales, y organizadas en parcelas alargadas (en bandas de tipo “lanière”) destinadas a un mismo tipo de cultivo, lo que permitía simplificar los complejos derechos de paso que imponía la elevada fragmentación del suelo.