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Capítulo dos
La escuela en la encrucijada

Mariano Fernández Enguita


Es catedrático de Sociología en la Universidad Complutense de Madrid. Hasta 2010 fue catedrático en la Universidad de Salamanca, donde fundó el Grupo de Análisis Sociológicos8) y fue director del Departamento de Sociología y del Centro Cultural Hispano-Japonés. Creó en la USAL el portal de docencia universitaria en red Demos9 y, en convenio con el MEC, el de innovación educativa no universitaria Innova10. Ha sido profesor investigador invitado en las universidades de Stanford, Wisconsin-Madison, Berkeley, el London Institute of Education, la London School of Economics, Lumière-Lyon II y Sophia (Tokio) y de asesor de la ANEP, la CICyT, el CES, el CIDE, la ESF y otras instituciones.

La educación y la escuela se encuentran en una encrucijada ante los retos que plantea de una sociedad en continua transformación que condicionan su presente y su futuro. ¿Deben cambiar los tiempos escolares? ¿Han de desaparecer los deberes? ¿Han de ser transformadas las aulas? ¿Tiene futuro la escuela? ¿Cómo abrir las escuelas al entorno?

El tiempo es uno de los recursos fundamentales del sistema educativo; sin embargo, ¿es posible establecer una relación directa entre la cantidad de tiempo y los resultados escolares o dependen más de la calidad del tiempo empleado?

La respuesta técnicamente sencilla sería, como dicen los matemáticos: “si el resto de las cosas permanecen iguales, el resultado es directamente proporcional al tiempo”. La relación entre tiempo y aprendizaje no es lineal. Hasta cierto punto, sí es posible que a más tiempo más aprendizaje, pero a partir de un momento la relación se vuelve decreciente, es decir, una unidad añadida de tiempo ya no produce una unidad añadida de aprendizaje. Por tanto, no se puede mantener que, cuanto más tiempo, mejores resultados, pero tampoco que es igual cuánto tiempo emplees.

El tiempo es la principal variable del sistema educativo o una de las principales, porque estamos hablando de una actividad. Comprende, además, el tiempo del profesor, quien constituye el principal recurso del sistema educativo. Pero, además de entender la importancia del tiempo, es necesario considerar este en relación con las circunstancias concretas de cada colegio, cada alumno, el tipo de aprendizaje, la organización de la enseñanza y el aprendizaje, etc. De lo que sí podemos estar seguros es de que hay muchos alumnos que necesitan más tiempo y de que hay recortes de tiempo que son fatídicos para los alumnos.

Muchos de los centros que emprenden proyectos de innovación educativa piden flexibilidad de los tiempos para poder desarrollarlos. ¿Sería esto realmente posible o flexibilizar los tiempos conduciría a un desorden en el sistema escolar?

De hecho, es absolutamente imprescindible. Lo que llamamos orden en el tiempo, es decir, que todo el mundo haga lo mismo a la misma hora, durante el mismo tiempo, en el aula, tiene en realidad otra cara. Ese tiempo único provoca que un alumno se aburra y otro no llegue, que uno se encuentre en su mejor momento y otro en el peor. Ese es realmente el desorden, pero un desorden invisible. Si, por el contrario, tenemos en cuenta que las horas del día no son todas iguales, que los alumnos no tienen el mismo interés o capacidades, ni la misma base detrás, ni la misma manera de aprender, entonces nos encontramos con muchas maneras de aprender, con un desorden aparente, pero, sin duda, bastante más eficaz.

El tiempo, tal y como está organizado en la escuela, no tiene ninguna justificación. Tiene explicaciones genealógicas, hemos hecho de una escuela un sumatorio de aulas y de algunos cursos un sumatorio de asignaturas. Distribuimos el tiempo en horas porque es como los monjes se organizaban para rezar y, aunque actualmente en la escuela los períodos son de 45 o 50 minutos, los seguimos llamando horas. Los centros deberían ser capaces de combinar tiempos de todos con tiempos de equipos y con tiempos individuales. Eso permitiría flexibilizar los horarios.

Es decir, que esa complejidad no tendría por qué ser algo inasumible o costosísimo.

Lo que es costosísimo es el tiempo burocrático, ese orden aparente que se traduce en desorden interior no visible y que tiene que ver con cómo nos va.

La jornada escolar es también uno de los temas que suscitan más controversias. Hay padres que consideran que la jornada debería reducirse para permitir que los alumnos pudieran tener actividades que complementan su formación, y otros, por el contrario, consideran que debería extenderse entre la mañana y la tarde. ¿Cuál es tu opinión al respecto?

Mi opinión es justamente que debe haber diversidad de jornadas y posibilidad de organizar el horario escolar según economías de escala. Por ejemplo, imaginemos que viene un astronauta que va a contar su viaje a la Luna y queremos que lo oiga todo el colegio. Lo organizamos de manera que asistan todos a la vez, no da veinte conferencias, ni decimos al astronauta que lo escriba para que lo lean los profesores en sus grupos, cada uno a una hora. Aplicamos la economía de escala y hacemos una actividad de todos. Otras actividades, sin embargo, pueden requerir grupos o, incluso, mucho más pequeños. Hoy la escuela está organizada pensando en el aula, en un tiempo homogéneo, aunque en la práctica muy poco de ese tiempo se utiliza de manera rentable.

En mi opinión, la jornada ideal es una jornada para todos, en la que la gente pudiera llegar a horas distintas, dentro de un margen razonable, y marcharse a horas distintas. Hay alumnos a los cuales les espera un profesor de piano o un monitor de esquí, porque tienen dinero para ello. Y lo que pueda hacer cada familia no se lo vamos a prohibir. Pero otros no tienen nada o tienen muy poco. Para esos otros es muy importante la escuela, es decir, la institución como recinto equipado, en el que pueden recibir extraescolares, apoyos, etc. Pero también puede ser un tiempo estrictamente escolar, para gente que necesite más tiempo de explicación del profesor o del ayudante del profesor o estar con sus compañeros para que le expliquen más veces el cálculo, la raíz cuadrada, qué pasó con los visigodos o cómo se arregla un enchufe; en fin, aquello que estén haciendo y aprendiendo. Por eso creo que todas las políticas que supongan restringir la jornada (casi siempre con el fin de que los profesores salgan antes) pueden ser nefastas para aquellos grupos de población que son más vulnerables o más sensibles.

El calendario escolar es otro de los puntos de conflicto. El período estival limita la continuidad del aprendizaje, pero, además, en el caso de los exámenes extraordinarios los resultados son muy escasos. Este es un problema grave para nosotros, que tenemos resultados de repetición por encima del doble de la media de los países de la OCDE. ¿Sería una propuesta de mejora modificar el calendario de las pruebas extraordinarias y aproximarlas a la finalización del curso escolar?

Se trata de dos cuestiones distintas, y ambas han suscitado debate: la distribución del calendario como tal a lo largo del año y el número de días, si son suficientes o no. Al igual que ocurre con el tema de la jornada, existe una presión constante para que el curso empiece lo más tarde posible y acabe lo antes posible y por introducir más fiestas. Sin duda, se puede discutir sobre las condiciones de trabajo del profesor, pero lo que no puede ocurrir es que las pretensiones laborales de los profesores condicionen el calendario, la jornada o el horario de los alumnos.

Creo que hay muy buenas razones para distribuir más homogéneamente el calendario y seguramente también para prolongarlo, por lo menos como oportunidad para algunos sectores de la población. Esa caída de que hablabas no solamente se registra en los que vienen a examinarse a la convocatoria extraordinaria después del verano, se registra en todos. Algunas investigaciones han hecho pruebas de capacidad o académicas a todos los alumnos nada más terminar el curso escolar y nada más empezar el siguiente y siempre ha resultado que las diferencias entre unos alumnos y otros, que la escuela a veces consigue eliminar o mitigar, vuelven otra vez durante el verano. Lógico, porque abandonamos a los alumnos a su suerte y esta no está igualmente distribuida.

En todo caso, sí que parece inevitable o incluso positivo que se produzca un período sin actividad escolar.

Sí, pero no tienen por qué consistir en un verano más largo. El mismo calendario con el que contamos se podría distribuir mejor. Son discusiones diferentes, una, cómo se distribuye el calendario que hay, y otra, cuántas jornadas académicas puede y debe haber.

¿Qué opinas sobre la situación de Japón, donde la permanencia de los profesores en el centro es sensiblemente superior a la nuestra, pero sin tener más horas de clase? ¿Qué función tienen esas otras actividades para la formación del profesor y, por tanto, también para la propia formación de los alumnos?

En toda profesión hay un tiempo, digamos, de prestación, en el que estás con el cliente, el beneficiario, el paciente o, en este caso, el alumno, y hay todo un tiempo de preparación de lo que vas a hacer en la consulta siguiente o en la clase siguiente, etc. Más aún, en las profesiones en las que el trabajo es muy casuístico, es decir, que lo que necesita un alumno no es lo que necesita otro, ni lo de hoy es lo mismo que lo de mañana, hay que dejar bastante autonomía al profesional para que determine cómo hace ese trabajo preparatorio. Esto tiene sus ventajas y tiene sus riesgos. En una profesión en la que te miden muy claramente el rendimiento y este depende de tu trabajo, entonces tendrás que hacerlo. En ese caso el riesgo sería el contrario, que no tengas vida familiar, que no descanses un instante, etc. Pero si no hay nada de eso, el riesgo es que una proporción de la profesión se tome todo ese tiempo de libre disposición, como libre disposición en sentido estricto, es decir, para actividades no profesionales.

Para que una profesión pueda funcionar sobre el primer supuesto tiene que tener una moral muy fuerte, un sistema de incentivos eficaz y unos ciertos controles para cuando lo demás no funciona, y yo creo que esas cosas se han desvanecido en el mundo de la enseñanza, donde hay mucha gente que lo hace porque es su vocación, porque es su conciencia profesional, porque es su cultura, porque no imagina no hacerlo, pero hay otra gente que lo hace menos, que lo hace bastante menos, que lo hace mucho menos o que no lo hace nada, y ese problema no está resuelto.

La otra parte del problema es que hay profesiones y profesiones, quiero decir, que para un metafísico es probable que una gran parte del trabajo esté en una biblioteca, en solitario, pero si eres mecánico, a lo mejor una gran parte del trabajo radica en estar con otros mecánicos, hablando, viendo cómo se ha hecho esto, cómo lo arreglaste… El mundo de la enseñanza no es ni la metafísica, ni la mecánica, pero yo creo que hay una gran parte de la preparación del trabajo posterior, del aprendizaje sobre la marcha del profesional, de reflexión sobre la práctica, que se da sobre el terreno y con otros compañeros. Es decir que, igual que estoy de acuerdo con la disminución de las horas lectivas y, en ciertas circunstancias, las ratios, también estaría a favor de que hubiera más permanencia en la escuela.

En realidad, no disponemos de ninguna garantía de que el tiempo del profesor esté bien utilizado. Muchos profesores pueden no tener el nivel de equipamiento o conectividad en su casa que tienen en la escuela, y mucho de lo que tienen que aprender no está en los libros, está en la cabeza y en la práctica de sus compañeros.

Yo visité una sala de profesores, en Japón justamente, y dije: “¡cielos! ¿qué es esto?”. Una sala de profesores en Japón no tiene nada que ver con una sala de profesores española. La de Japón está absolutamente llena de ordenadores, pantallas, cuadernos, libros y siempre hay unos cuantos profesores. La sala de profesores española, si no es hora del desayuno o del claustro, está absolutamente vacía, lo cual quiere decir que en un lugar se trabaja en el centro y en el otro no —salvo en el aula—, y lo cierto es que hay todo un trabajo que tiene que hacerse fuera del aula, pero que pueden ser tareas de centro, como el trabajo preparatorio y el trabajo de formación, incluso el trabajo de pensar, que en gran medida los maestros hacen en grupo. ¿Menos tiempo de clase? Sí, creo que podemos mejorar en eso. Más tiempo de permanencia me parece imprescindible, y más acercamiento del tiempo de permanencia a la jornada laboral, en general, también.

¿No se correría el riesgo de un mayor presentismo del profesorado?

La posibilidad de que haya presentismo no me parece un riesgo. Si el profesor tiene al lado otros profesores, compañeros que están trabajando, no tendrá otro remedio que trabajar a su vez. Y cuando acabe las tareas imprescindibles, se le ocurrirán otras para mejorarlas. El riesgo es el otro, que fuera del centro otras demandas tiren de ti, el ocio, la familia, lo que sea.

¿Una mayor presencia de los profesores en el centro podría constituir una oportunidad para la estructuración de los centros, es decir, para que el centro sea algo más que la suma de sus profesores?

Al centro le daría la oportunidad de no andar regateando con los padres las tutorías, pero, además, facilitaría una gran parte de las cosas que se hacen en cualquier medio profesional. Todos nos maravillamos con las cosas que hace, por ejemplo, Google, ¿no? Pues Google tiene un 20 % de tiempo para proyectos propios y luego está lleno de mesas de ping pong y puffs (que no pubs), y espacios donde se puede tomar un zumo. En un centro docente sería igual: si un profesor tiene clase por la mañana y por la tarde y, entre medias, un espacio para el almuerzo, tiene tiempo para hablar mucho con el resto de compañeros.

Ahora tenemos la jornada comprimida en la mañana y los profesores salen corriendo en cuanto terminan. Los profesores no tienen cuándo hablar. Quizá en el mundo de las finanzas sean posibles los breafings (esas reuniones relámpago de las diez), pero la enseñanza no funciona así. Las necesidades de los docentes son más inmediatas y lo que es útil es que un profesor pueda encontrarse con otro y comentarle: “tengo un alumno que tú tuviste el año pasado, no sé cómo despertar su interés, ¿tú qué hiciste?”, etc.

En tu libro La educación en la encrucijada presentas información sobre los tiempos dedicados a los deberes escolares de los alumnos españoles en relación con la media de los alumnos de la OCDE y los finlandeses. ¿El tiempo que dedican los alumnos españoles a los deberes te parece excesivo?

Parece que comparativamente es alto y que no se traduce en resultados, pero yo evitaría también cuantificar sobre los deberes o establecer un tiempo ideal, con mayor razón que sobre la jornada. Lo que creo es que, efectivamente, hay alumnos que no necesitan hacer deberes o tareas y otros que lo necesitan mucho. Son los proyectos de centro los que deben decidir en qué medida descansan en el horario de clase o fuera de clase, pero en la escuela, y en qué medida encomiendan algunas actividades a los alumnos fuera de la escuela. Pero debe ser una decisión del centro, no de cada profesor. Cuando se daba por sentado que tenía que haber deberes, los profesores se manejaban con la regla de los diez minutos (añadir diez minutos al tiempo diario para las tareas conforme se avanza en los cursos), la conveniencia de que los profesores se coordinen, de medir muy bien la duración real de las tareas y todas estas cosas, pero a mí me parece que lo que hay que tener es un proyecto.

Es decir, que los deberes pueden ser incluso una oportunidad para motivar el aprendizaje si están bien enfocados.

Es que sería absurdo decirle a un alumno que tiene dificultades y al que no le resulta suficiente el tiempo escolar que no puede hacer nada en casa. Igual que sería un absurdo decir que un alumno que va a estar pegado a la pantalla las siguientes cuatro horas no debería hacer nada que sea de aprendizaje o que tenga que ver con la escuela. Insisto, yo creo que son los centros los que deben conocer a su público, sus posibilidades, sus necesidades, y tratar de articular el tiempo de dentro con el tiempo de fuera de la escuela, sin invadirlo. No se trata de escolarizar el tiempo social, pero, dicho eso, que se discuta un proyecto.

¿Te parece que sería un principio necesario la personalización de los deberes?

Creo que primero hay que adaptarlos al medio en general y, luego, sí, probablemente, personalizarlos.

¿El plan de centro en relación con los deberes podría garantizar que hubiese en el equipo de profesores que trabaja con el mismo grupo de alumnos una orientación común, una ponderación también de los tiempos?

Los profesores deberían tratar de hacer eso, en primer lugar, en la universidad. En la Facultad de Educación se supone que nosotros calculamos el tiempo de trabajo de los alumnos, es decir, un crédito transferible, según el Plan Bolonia, son 25 o 30 horas de trabajo. Las universidades cuentan con cierta discrecionalidad, de manera que, si yo tengo una asignatura de 4 ECTS, por ejemplo, en el máster de Formación del Profesorado de Secundaria, tengo que planificar y diseñar mi materia de modo que las actividades ocupen 100 horas al alumno en total; ni 50, ni 150, sino 100. Tengo que calcular su tiempo, no el mío. Sin embargo, esto no se hace, más aún, hemos comprimido la parte lectiva del máster, de tal manera que es imposible que el alumno estudie y haga lo que en teoría debe hacer. Estamos acreditando másteres de 100 horas a futuros profesores de Secundaria que en la práctica solo pueden haber estudiado 40 o 50, como mucho.

En los centros no universitarios debería planificarse u organizarse el tiempo de los alumnos de una manera similar. En Primaria sería más sencillo porque normalmente el profesor tutor tiene más horas con el alumno. En Secundaria quizá fuera un poco más complicado porque hay más asignaturas, pero en principio la idea es la misma.

Los deberes también son una actividad en la que la presencia de adultos en la familia puede contribuir a mejorar el aprendizaje del alumno. Cuando los programas curriculares son muy amplios, ¿puede darse la tentación de dejar sobre esos tiempos la oportunidad de completar los programas?, ¿podría esto incrementar las desigualdades?

Nos encontramos, de nuevo, ante un mecanismo tan perverso como el del tiempo de clase. Si durante las cinco horas diarias en la escuela se hace exactamente lo mismo, ¿qué es lo que produce desigualdad? Si se aplica el mismo baremo y procedimiento de trabajo a gente distinta, no puedes esperar los mismos resultados. Esto ya lo sabía Aristóteles: no se pueden tratar situaciones desiguales de forma igual. Y si, en lugar de que esto ocurra durante cinco horas, aumentamos el horario, ponemos deberes, esto, unido a la situación desigual de las familias fuera de la escuela, indudablemente hace que la desigualdad aumente.

Pero el razonamiento debe ser justamente el contrario. Primero, cómo flexibilizar esas cinco horas y, segundo, cómo aprovechar la mayor flexibilidad que me dan seis horas. Si no se es capaz de hacer ese razonamiento, apaga y vámonos, porque entonces la única solución es simplificar…, reduzcamos horas, simplifiquemos las tareas y, al final, conseguiremos la igualdad absoluta en la escuela: todos felices y también ciegos ante lo que sucederá fuera, que es donde se disparará enteramente la desigualdad.

El uso de las tecnologías y la invitación desde la clase, desde el centro, a que los alumnos las puedan utilizar, ¿puede ser también una oportunidad para la motivación en estos trabajos fuera del aula, fuera del centro?

Imaginemos esta pregunta en el siglo XVI. ¿El uso de la lectura y de la escritura, aunque no se pueda hacer en el aula o, aunque no todo el mundo tenga libro e instrumentos de escritura, puede ser una oportunidad? Y la respuesta sería: hemos creado la escuela para eso. Ahora lo que se nos pone delante es que el medio de comunicación en el sentido más amplio, de acceso a la información, al aprendizaje, al conocimiento, en cualquier forma, con cualquier objetivo, cada vez más, es el entorno digital y, por consiguiente, a la escuela le toca capacitar a la gente para que se mueva en ese entorno, para que aprenda, se informe, se comunique…, porque todo pasa por ahí. No se trata de que este medio motive más, la cuestión es que venir de estar rodeado de pantallas y entrar en el aula y que te digan que abras el libro por la página 40 o que te lean un rollo o que te pongan un powerpoint de manera sistemática, es lo que no les motiva. Claro que hay que leer y que usar un powerpoint, y claro que hay que tragarse rollos de vez en cuando, pero las tecnologías los devuelven a su mundo; por tanto, sí, claro que es una oportunidad.

Con la utilización de las TIC en la escuela se podría aplicar el mismo razonamiento sobre la desigualdad que antes con los libros. ¿Qué vamos a hacer si un alumno tiene la casa llena de Macintosh y el otro no tiene nada? ¿Qué vamos a hacer si unos tienen libros y otros no? Lo que tenemos que hacer es darles libros o facilitarles el acceso a los mismos. ¿Qué vamos a hacer si no tienen el mismo acceso al entorno digital? Lo que va a ocurrir es que se van a disparar las desigualdades fuera y, si la escuela no reacciona, se van a disparar aún más. Hace 10 años, según la encuesta del INE, los niños en edad escolar accedían a internet y a los ordenadores mucho más en la escuela que en casa. Ahora acceden muchísimo más en casa que en la escuela. La consecuencia es que a los que no acceden en casa no los salva nadie.

Justamente porque esta desigualdad se da fuera de la escuela, lo que hay que hacer es garantizar el acceso físico y competente dentro de la escuela. Claro que hay que usar la imaginación. Habrá escuelas cuyos alumnos tendrán menos problemas, otras escuelas podrían pensar en equipar de un modo u otro a los alumnos, recurrir a donaciones, por ejemplo. Eso, combinado con el aula de Informática y la biblioteca del barrio o la parroquia, proporciona una solución, aunque no sea óptima. Lo que no soluciona nada es no emplear la tecnología de la información en la escuela porque hay desigualdades fuera de la escuela, porque entonces van a aumentar aún más las desigualdades, aparte de que va a costar que les interese algo en la escuela.

¿Realmente la escuela y los profesores están en condiciones de asumir el reto del papel que les asigna una nueva ecología del aprendizaje?

Con “ecología” nos referimos a un sistema cambiante en el que se articulan de forma nueva los medios nuevos y los viejos y, a veces, de forma imprevisible. Por ejemplo, al aparecer los SMS no estaba previsto que funcionaran de ese modo; internet tampoco estaba previsto como un vehículo para los grandes medios de comunicación, y lo mismo sucede con los métodos de aprendizaje. Los profesores no mandan hacer cosas con los ordenadores en casa, pero los alumnos los emplean porque las realizan mejor de ese modo. Esa es la nueva ecología, el problema es que el profesorado no está preparado. Pero esa falta de preparación comprensible tiene unos límites, y cada uno tiene su responsabilidad. La responsabilidad del profesor, que tiene 175 días de clase, es la de actualizarse. Las universidades, el Ministerio, la Administración también son responsables y deben proporcionar formación permanente. Y lo han hecho, mejor o peor, pero los mismos profesores españoles declaran un nivel de formación superior, un nivel de competencia y más horas que la media de los profesores europeos, por ejemplo, en TALIS.

Volviendo al informe TALIS, ¿no es sorprendente la posición que tienen los profesores españoles en relación con determinadas actividades como, por ejemplo, compartir con otro profesor el trabajo en el aula u otras directamente relacionadas con la mejora de la competencia profesional?

A mí me parece que, por definición, un grupo de 60 alumnos con dos profesores es mejor que dos grupos de 30 alumnos con un profesor cada uno, y sin cambiar nada. No digamos ya si, además, se empiezan a cambiar cosas, como ya se está haciendo en algunos centros.

Los profesores españoles destacan en esas encuestas por el número de ellos que declaran tener formación pedagógica. Una parte de estos corresponde, evidentemente, a los maestros que la tienen por su plan de estudios o a maestros que han hecho pedagogía después. Por supuesto, muchos profesores en Secundaria han tenido que realizar el CAP y destacan también las horas que dicen haber dedicado a formación y las que dicen haber hecho por cuenta propia. Pero también llama la atención las escasas actividades de cooperación en general, no solo trabajar en la misma aula con otros compañeros, sino que no hayan presenciado nunca el trabajo en clase de otro profesor, no haber recibido indicaciones sobre lo que hacen en el aula, etc. En definitiva, se da muy poco trabajo de equipo.

En tu libro La educación en la encrucijada dices que a la escuela le corresponde una justicia escolar, pero no una justicia social, que son otras instancias las que tendrían que garantizar que hubiese una mayor equidad o un mejor acceso al trabajo.

En la actual sociedad del conocimiento, la suerte de nuestros hijos no depende de que les dejemos unas tierras, un taller o dinero. El éxito en la escuela tampoco garantiza que tengas solucionados tus problemas sociales. El sistema productivo no se amolda a la escuela. El hecho de que haya 1 000 000 de licenciados no significa que se vayan a crear inmediatamente un millón de puestos de directivos. La escuela abre oportunidades, si no tienes ciertos niveles de conocimiento tienes casi todas las puertas cerradas, pero si los tienes, tampoco asegura que las tengas abiertas o que las atravieses.

En este tiempo de crisis, me llaman mucho la atención las quejas de jóvenes que, porque han estudiado, consideran que deben tener un puesto de trabajo esperando. ¿Eso qué quiere decir? Actualmente, el 40 % de los jóvenes va a la universidad, el Bachillerato de sus padres era mucho más selectivo. Es un engaño pensar que el día que haya justicia escolar habrá justicia social. Si uno quiere justicia social, tiene que hacer justicia social, es decir, tiene que actuar sobre los salarios, sobre la fiscalidad, sobre los servicios públicos, sobre la propiedad, sobre la herencia, etc.

Sin embargo, las expectativas de los estudiantes en relación con las instituciones educativas tienen que ver con el empleo. Tú te refieres a la dualidad entre lo que pretende la institución en relación con los alumnos y las expectativas de los propios alumnos. El hecho es que se está produciendo un fenómeno, diábolo, en la distribución del empleo. ¿Debemos pensar en una reducción del empleo como consecuencia de la utilización de la tecnología?

Con cada ola tecnológica, se discute si va a eliminar mucho empleo. En general, las tecnologías no han reducido el empleo, han destruido el empleo de unas personas que no han podido encontrar otro, pero han sido sustituidas en otros empleos por otra gente más nueva, más formada o más joven. Es decir, la tendencia general del empleo es ascendente, lo que pasa es que la esperanza de vida ha aumentado enormemente, la escolarización ha aumentado y, sobre todo, las mujeres se han incorporado masivamente al trabajo. Lo que está sucediendo ahora es que se están destruyendo muchos empleos que hasta hace poco eran deseables para la clase media, lo que está también enviando al desempleo no solo a gente sin cualificación, sino a gente formada hace poco, que incluso había empezado a trabajar, pero que no encuentra un empleo estable porque su sector está siendo liquidado, como las agencias de viajes o el empleo bancario.

¿Cómo puede contribuir a cambiar la escuela que haya un horizonte de prolongación de la vida y una necesidad, además, de formación a lo largo de la vida y ante procesos de cambio cada vez más rápidos?

Cuando hablo de escuela, suelo hablar de educación no universitaria. Si nos referimos a adultos, la formación permanente, el aprendizaje a lo largo de la vida, etc., tienen que ver con la formación profesional y con la universidad, enseñanzas para adultos vinculadas al mundo del trabajo. En este sentido, creo que tienen que progresar las fórmulas mixtas, las combinaciones de presencialidad con aprendizaje a distancia y utilización de redes y plataformas, con el fin de obtener mucha flexibilidad.

Hay un punto, no obstante, en el que la propia escuela también tiene que ser flexible en la formación básica, me refiero a la inmigración. Me parece que la escuela es muy inactiva en la enseñanza de las lenguas. Recuerdo la primera vez que fui a Estados Unidos y quise buscar un contexto institucional en el que practicar inglés. Lo primero que me encontré es que todas las escuelas de Secundaria tenían clases y grupos para extranjeros, gratuitos y de acceso sencillo. El otro día leía un reportaje sobre los refugiados políticos sirios y la dificultad que están teniendo aquí con la lengua. ¿Por qué no hay clases de lengua para ellos? ¿Dónde está la escuela en este caso?

El aprendizaje a lo largo de la vida rompe las barreras temporales de la escuela y de la tecnología digital, y el aprendizaje en red ha roto sus barreras espaciales. En consecuencia, la escuela, dices, debe adaptarse y abrirse a la comunidad. ¿En qué consiste esta adaptación? ¿Corre peligro la escuela de desaparecer si no es capaz de transformarse?

Más que de desaparecer, diría que corre el peligro de pudrirse, o sea, de servir para muy poco o de suscitar un fuerte rechazo donde más se necesita compromiso, que es en el alumnado. La escuela, creo, debe abrirse a la comunidad en un doble sentido. Por un lado, ofrecerle y compartir servicios con ella, tales como bibliotecas, equipamiento informático, conectividad, instalaciones deportivas, aprendizaje-servicio y otras formas de colaboración, aunque solo fuera porque los centros educativos son las instalaciones y contienen los equipamientos menos aprovechados. Por otro, beneficiándose de la capacidad formativa y educativa de esta, pues no toda educación o enseñanza tiene que provenir en exclusiva de los profesores, sino que ahí están otros servicios públicos, las empresas, las asociaciones, los mayores, con muchas capacidades en todo caso y, a menudo, con tiempo y ganas. Y, en ambas direcciones, no solo mediante prestaciones voluntarias más o menos altruistas, sino también en tareas de interés compartido o en relaciones de intercambio comercial, siempre que ello no condicione la oferta básica. Además, en la era digital la comunidad, la comunidad accesible, no es ya solo la territorialmente próxima (el vecindario), ni la administrativamente vinculada (el municipio u otra demarcación similar), sino que puede comprender también a individuos y grupos con intereses similares o complementarios, físicamente distantes, pero comunicacionalmente al alcance.

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