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Consideras que la articulación de la enseñanza se ha pretendido realizar desde los niveles superiores, la Administración, o inferiores, el profesor en su aula; sin embargo, insistes en la necesidad de potenciar el nivel meso, referido al centro educativo. Es el centro, a través de su proyecto educativo, donde, dices, debe concretarse la política educativa. ¿Qué razones apoyan esta afirmación?

Creo que en el nivel meso hay, por un lado, economías de escala y diversidad suficientes como base para la colaboración, mientras que, por otro, está lo bastante próximo al terreno como para diagnosticar los problemas y concretar las soluciones, siempre dentro de un marco general acordado por la sociedad. El profesor individual sigue siendo una condición necesaria para todo, pero ya no es condición suficiente para nada, porque el alumno aprende con muchos educadores y en muchos entornos de aprendizaje. Las administraciones, por otra parte, y eso vale para cualquiera que no esté sobre el terreno, incluidas las municipales, pero sobre todo las regionales y la nacional, están demasiado lejos de las necesidades y posibilidades concretas en cada escenario. Por eso creo que el centro educativo está y debe estar en el centro, aunque incluyendo, algo por debajo, los equipos educativos más especializados por su función o por su ámbito y, algo por arriba, los grupos territoriales o redes especializadas de centros unidos por unos problemas o unas perspectivas comunes.

En tu libro Más escuela y menos aula dices que hoy la escuela debe educar no para el trabajo colectivo, sino para el trabajo creativo. Propones la sustitución del “aula huevera” por la “hiperaula”, varios profesores trabajando juntos con un grupo heterogéneo de alumnos. ¿Cómo puede facilitar la “hiperaula” el aprendizaje creativo de alumnos y de profesores?

El aula evolucionó hacia lo que todavía es hoy, el escenario y la organización de una actividad regimentada, homogénea y simultánea, porque había que conducir a los futuros adultos desde las pautas de actividad del trabajo campesino o artesanal a las pautas y las relaciones sociales y de poder de la fábrica y la oficina. Pero hoy ese espacio lo van ocupando los mecanismos, desde los más simples hasta los robots y las aplicaciones complejas, y las personas nos vamos quedando con la parte no algoritmizable de la actividad, sea la más creativa (por ejemplo, la investigación, el diagnóstico o el diseño) o la simplemente no previsible (por ejemplo, el cuidado de las personas dependientes).

Por otra parte, el aula reproducía también el púlpito y el templo, con el sacerdote-profesor en la tarima y los fieles-alumnos en los pupitres, desde el supuesto de que solo había un saber, sagrado, que era la posesión del primero y que necesitaban, pero del que carecían, los segundos. Hoy es obvio que niños y adolescentes pueden aprender y lo hacen en otros contextos, así como que el profesorado solo posee una parte de ese conocimiento, y lo que necesitamos es recuperar y revitalizar las fuentes de aprendizaje que la escuela desalojó: los medios de comunicación, donde la pasividad y el hermetismo del libro deja paso a la interactividad de los dispositivos digitales y la red; las cosas que quedaron relegadas a la huerta o la fábrica y retornan ahora con todo el atractivo y la fuerza de la informática o la robótica; los iguales, que fueron simplemente demonizados (“¡no hables, no soples, no copies!”) y vuelven ahora como equipos de trabajo, alumnos mentores, etc., en todo caso como colaboradores en el aprendizaje; y los otros expertos, distintos del maestro, que resultan cada vez más accesibles gracias a la fácil comunicación en el ecosistema digital.

La hiperaula es hiper no solo por su tamaño, como decimos de un “hipermercado”, que facilita y promueve la colaboración y la movilidad de estudiantes y profesores, así como la individualización del aprendizaje, sino también por su conectividad, como en el caso de un “hiperenlace”, que permite ir mucho más allá del libro y el programa, siguiendo el interés del alumno; y por la tecnología, que aproxima y enriquece la realidad, como en la “hiperrealidad”, porque permite representaciones, simulaciones, experimentaciones e interacciones extraordinariamente más ricas y realistas que la lección del maestro o del libro.

En La educación en la encrucijada hay una referencia final al pacto educativo. Tedesco afirma que el pacto educativo es posible porque es necesario.

Eso es porque no ha visto a los partidos políticos españoles.

¿Cómo valoras la posibilidad y la pertinencia del pacto educativo?

Hay dos cuestiones con las que hay que acabar, una es la sensación de provisionalidad o interinidad de las leyes: llega un partido, realiza una reforma de la legislación, y el partido siguiente, sencillamente, espera a que le toque para cambiarla nuevamente. La segunda cuestión es el ambiente relativo de eterna guerra escolar, que a veces es simbólica y verbal, y a veces llega a las calles el enfrentamiento entre educación pública y privada, laica y confesional, etc.

Estas cuestiones deberían formar parte de ese pacto. Desde mi punto de vista, el problema está en que en ese pacto solo sea posible hablar de aquello sobre lo que no existe desacuerdo, por ejemplo, acabar con el fracaso escolar, introducir la tecnología, etc. Por supuesto, habrá que hablar de eso y de todo lo demás, pero yo creo que el pacto que necesitamos es el que evite esas situaciones de sensación, conciencia y estrategia de interinidad y esos riesgos de guerra escolar. Para mí un pacto se da cuando, entre dos opiniones contrarias, por ejemplo, “yo quiero escuela privada” o “yo quiero escuela pública”, se llega a una aceptación de la postura contraria o a un consenso que, como tal, no es exactamente lo que yo quiero. Lo que no puede ser es: “queremos un pacto, estas son mis reivindicaciones” porque no deja de ser un “¿qué hay de lo mío?”. Esa cultura de pacto es la que falta. Para plantear temas intrascendentes y hablar sobre ellos ya contamos con el fútbol. Pero el pacto que necesitamos es otro, es un pacto que elimine esa politización sensible de la enseñanza, que permita al sistema educativo trabajar y que garantice cierto nivel de cohesión social, de igualdad, de equidad, de satisfacción de la gente con el sistema educativo, aun manteniendo la variedad del mismo.

Capítulo tres
Currículo, evaluación e inclusión

Alejandro Tiana Ferrer


Es catedrático de Teoría e Historia de la Educación en la Universidad Nacional de Educación a Distancia. Ha desarrollado su docencia en las áreas de Historia de la Educación, Educación Comparada y Política y Legislación Educativas, en la licenciatura en Pedagogía y la diplomatura en Educación Social, entre otras.

Fue director del Centro Nacional de Investigación, Documentación y Evaluación (CIDE), secretario de Estado de Educación entre 2004 y 2008 y, director del Centro de Altos Estudios Universitarios de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI). Desde 2013, ha sido rector de la UNED, reelegido en 2017. En junio de 2018 fue nombrado secretario de Estado de Educación y Formación Profesional.

Los cambios sociales plantean nuevas necesidades de formación para los alumnos que se trasladan al currículo. ¿Cómo surge el currículo por competencias? ¿En qué medida responde a las necesidades educativas? ¿El currículo por competencias es coherente con una evaluación por competencias? ¿El diseño de los currículos es excesivo?, ¿equilibra lo humanístico y lo científico? ¿Pueden los profesores flexibilizar y adaptar el currículo a las necesidades de los alumnos?

Vivimos en una sociedad que ha hecho del cambio su naturaleza. ¿Cómo afecta esto a las necesidades educativas de los alumnos y cómo se refleja en el currículo? ¿Cuál podría ser el papel de la escuela en un modelo en el que la educación parece no poderse limitar a una etapa de la vida, sino que ha de convertirse en lifelong learning?

Concuerdo plenamente en que vivimos en sociedades, tanto la nuestra como otras, que están en un proceso de cambio muy acelerado. En este cambio de época se están transformando muchas cosas. A mí me llama la atención la evolución que registran las tecnologías de la información y la comunicación y cómo están afectando al conjunto de nuestras vidas. Esto tiene implicaciones sobre la escuela en muy diverso sentido, pero yo las centraría en dos. En primer lugar, debemos plantearnos qué debería enseñar la escuela a los jóvenes para que puedan hacer frente a sus vidas. En segundo lugar, hay que responder a cómo puede organizarse la escuela para atender esas necesidades.

En este período de cambios se está produciendo un efecto muy importante sobre la escuela, y más concretamente sobre el currículo, que consiste en la necesidad de definir cuáles son los elementos que deben constituir la formación de una persona que se va a desenvolver en el siglo XXI. Nosotros hemos configurado los currículos escolares a lo largo del tiempo en función de lo que se consideraba en cada momento que hacía falta a los jóvenes, de lo que la sociedad podría requerir, etc. Hoy día afrontamos un par de desafíos importantes en ese sentido. Por un lado, esos elementos han cambiado; no digo que no sigan siendo válidos elementos de tiempos anteriores, pero hay otros nuevos que hacen falta y no hay tiempo en el espacio escolar para todo. Por tanto, hay que seleccionar materias y contenidos. Pero, más allá de eso, el segundo desafío consiste en que vivimos en un período de gran incertidumbre, en el que muchas veces no resulta sencillo identificar claramente cuáles son esos elementos, porque lo que sí sabemos es que seguramente lo que hoy entendemos que es fundamental en la formación de los jóvenes, dentro de 10 años habrá cambiado sustancialmente.

Las competencias clave se han convertido en el referente de las intenciones educativas y en la guía del propio currículo. Pero ¿podemos afirmar que la realidad de las prácticas de enseñanza se orienta al desarrollo de competencias? ¿Cuáles serían los principales obstáculos para esta enseñanza en competencias y cómo podrían superarse?

Creo que la enseñanza basada en el desarrollo de competencias es, efectivamente, el modelo que hoy día estamos utilizando con carácter más general, sobre todo en el ámbito europeo, como fruto de las recomendaciones del Parlamento Europeo del año 2006, que distintos países han trasladado a su currículo. En el fondo, lo que plantea el modelo basado en competencias no es más que la reflexión, por otro lado, antigua, de que no basta con tener conocimientos, sino que hace falta saber movilizarlos en un contexto concreto para dar respuesta a los problemas nuevos que se plantean. La escuela activa de Dewey y de otros, de hace ya más de un siglo, preconiza lo mismo con otra terminología, con otros referentes, en otro contexto social y cultural.

A mí me parece que el concepto de competencias, si tiene interés en el mundo de hoy , es porque traslada el foco de la enseñanza al aprendizaje, o sea, no pone el foco solo en qué debemos enseñar, que obviamente tiene importancia, sino en qué se debe aprender y cómo se aprende. Los profesores podemos ser magníficos planificadores de la enseñanza, diseñar las actividades en un entorno motivador, pero nuestros estudiantes pueden aprender o no aprender, aprender más o menos, y de un modo o de otro. Por tanto, es fundamental fijarnos no solo en qué hacemos para enseñar, sino en qué hacemos para que los estudiantes aprendan. Yo creo que ese es uno de los cambios fundamentales que se produce en este énfasis que hacemos en la enseñanza por competencias.

El problema consiste en que nuestra metodología de enseñanza tradicional, nuestra cultura escolar, está todavía referida muchas veces a modelos que se van quedando atrás. Nuestras escuelas viven una cierta tensión entre poner el énfasis en la enseñanza y ponerlo en el aprendizaje; hay prácticas que se acomodan mejor a lo que hoy día requerimos para el desarrollo de competencias, y otras que se acomodan peor. Estamos en un proceso de cambio y seguramente esta evolución continuará, pero no creo que se pueda decir que, hoy día, tengamos ya las claves o, aunque teóricamente las poseamos, que estemos aplicando las prácticas que llevan al desarrollo de las competencias.

¿Cómo se podría favorecer la consolidación de la aplicación de esas claves que sí conocemos?

Yo creo que podemos señalar varios elementos. Uno de ellos, al que siempre se recurre, es la formación del profesorado. No cabe duda de que tiene importancia, pero a mí me parece que hay algunos otros elementos a los que no siempre se les da la importancia debida. Uno de estos es la dinamización de los centros escolares como instituciones capaces de reflexionar y de aprender sobre lo que van haciendo. Muchos docentes y muchos centros están trabajando de un modo innovador, teniendo en cuenta el desarrollo de competencias, pero muchas veces son las estructuras, la normativa, todo el modelo escolar lo que refuerza la inercia. Ya sabemos que las instituciones no cambian todo de un día para otro, que tienen una inercia, valiosa por la estabilidad que proporciona, pero quizá si conseguimos que el modo de organización de las escuelas y el trabajo de los profesores se vayan adaptando, podamos avanzar más. No solo es cuestión de formar al profesorado, la organización de las escuelas facilita o dificulta esos procesos y nuestro modelo escolar actual no los facilita.

Volviendo a las competencias, da la impresión de que la importancia que se atribuye a las competencias clave, no solo desde la Administración, sino desde la comunidad científica, es muy desigual. ¿Podríamos hablar de competencias de primera y competencias de segunda?, ¿a qué puede obedecer esa diferenciación?, ¿estaría justificada?

Tiene relación con nuestra tradición curricular. Es decir, creo que hay competencias que están más vinculadas a áreas que se han trabajado tradicionalmente y que el profesorado está más acostumbrado a abordar, incluso a buscar otro tipo de prácticas más adecuadas para desarrollar competencias en esas áreas. Por ejemplo, todo lo que se refiere a la competencia matemática, la competencia del conocimiento científico del entorno, la competencia lingüística o comunicativa, guarda relación con elementos que siempre han estado en el currículo. En cambio, hay otras como la capacidad de iniciativa y espíritu emprendedor, o incluso la competencia social y cultural, o aprender a aprender que no han sido objeto de trabajo escolar o curricular tan amplio y, además, tienen un carácter más transversal y, por tanto, no están tan adscritas a un área determinada.

¿Podría influir en la valoración de las competencias el hecho de que las evaluaciones de organizaciones internacionales se centren en el estudio de la competencia matemática, la competencia en ciencias o la competencia lectora?

Influye mucho. El modo en que se evalúan las matemáticas o la comprensión lectora por parte de la OCDE resulta más cercano a una evaluación de competencias que a una evaluación de conocimientos, pero con eso se ha reforzado al mismo tiempo la alta consideración de esas áreas, mientras que, al no hacer un esfuerzo tan grande para evaluar, otras han quedado más difusas o fuera de foco.

Uno de los debates recurrentes en relación con el currículo es el equilibrio entre el desarrollo de una cultura y formación humanística y una cultura y formación científica. ¿Son igualmente necesarias una y otra?, ¿se encuentran adecuadamente ponderadas ambas en el currículo?

Creo que son absolutamente necesarias, incluso por experiencia personal. Tengo una formación básica de ciencias, hice el bachiller de ciencias y acabé estudiando Filosofía y Letras, o sea que he vivido y he bebido de los dos mundos. Cualquier contraposición que se establezca entre ambas me parece profundamente equivocada. Creo que en la escuela se ha entendido que las materias humanísticas, que tienen una amplísima representación, son materias básicas generales, mientras que las científicas se consideran más bien especializadas, dirigidas a los estudiantes que están más orientados en esa dirección. Es verdad que quienes reclaman una mayor presencia de las humanidades suelen pedir que se impartan a un nivel más especializado. Tenemos enseñanzas de Lengua y Literatura en todos los cursos del sistema educativo, de Historia en muchos de ellos, no de Filosofía, es verdad, aunque parece lógico por el nivel que exige. Hay materias humanísticas a lo largo de todo el sistema educativo y parece normal que, cuando se reclama una mayor presencia de las humanidades, se piense en solicitar un mayor estudio del Latín, de la Filosofía más avanzada, es decir, de materias más especializadas. Con las ciencias pasa lo contrario, que se echa en falta una mayor presencia de unas ciencias básicas, como parte de una cultura general científica para todos, no solo en forma de conocimiento avanzado de las Matemáticas, la Química, la Física, etc.

De manera que un bachiller debe tener una componente humanística y una componente científica en su formación básica, al margen de que luego tenga una especialización u otra. Por eso hay que eludir la confrontación, porque no conduce a ningún lado, pues ambas son absolutamente necesarias en tanto que elementos que conforman la cultura general de una generación en una sociedad determinada. Entre nosotros, desde luego, mal se entendería nuestra cultura sin un componente científico y tecnológico.

Los profesores se quejan de que los currículos son excesivamente amplios y de que esto dificulta su adaptación a las necesidades de los alumnos y el desarrollo de metodologías más activas. ¿Qué opinas sobre la extensión de los currículos en nuestro país?

Que los profesores tienen razón, nuestros currículos son excesivos. En países que tienen un menor desarrollo educativo se tiende a hacer currículos más detallados, porque es un modo de prescribir más claramente lo que se quiere conseguir. Pero en países que tienen un nivel de desarrollo educativo más alto se tiende a hacer currículos más escuetos porque se confía en que hay profesionales detrás que los están desarrollando y, obviamente, no hace falta detallar absolutamente todo, sino que basta con indicar de qué se trata en cada uno de esos cursos, áreas, etc. Yo creo que hemos entrado muchas veces en guerras curriculares que al final se han resuelto por la vía de aumentar contenidos y que haría falta realizar un esfuerzo de simplificación. Se tiene mucho miedo a que aquello que no se recoja en el currículo no se vaya a enseñar, pero tenemos profesores sensatos que trabajan en las escuelas con un alto grado de conocimiento, preparación y formación para desarrollar su profesión. Es lógico que no todos los profesionales actúen de una manera exactamente igual en absolutamente todo, pero todos ellos desarrollan lo que es necesario para cumplir su función.

Resulta de extraordinaria importancia garantizar la coherencia entre el currículo, las prácticas de enseñanza y la evaluación de los aprendizajes. ¿Qué caracteriza a una evaluación en competencias? ¿Evalúan los profesores en España por competencias?

Como señalaba al comienzo, hablando de la educación basada en competencias, creo que en parte sí sucede eso y en parte no. He leído muchas críticas a nuestro sistema educativo que dicen que todavía sigue pesando mucho la repetición de conocimientos, que se valora en exceso la memoria, mientras que otros opinan lo contrario. No, el problema no es el desarrollo de la memoria, esta consideración obedece a un falso dilema. Todos memorizamos cosas y, además, tenemos que memorizarlas porque si no nuestra base de conocimiento sería endeble, pero lo que memorizamos son cosas diferentes. Hace años memorizábamos, por hablar de otras facetas que no sean escolares, muchos números de teléfono y ahora no lo hacemos, porque los tenemos en la memoria del móvil. Es evidente que tendremos que memorizar datos porque, en caso contrario, cuando hablamos por ejemplo de qué está pasando en el mundo sin tener en la cabeza una serie de acontecimientos que han sucedido y una serie de fechas, el pensamiento se hace mucho más débil, más endeble. Eso no quiere decir que el objetivo del conocimiento sea simplemente reproducir o repetir fechas, operaciones, leyes, etc.

Es posible que nuestro sistema haya sobrecargado ese aspecto de simple memorización, en el sentido de reproducción, y que falte una mayor evaluación basada en la aplicación de conocimientos para dar respuesta a situaciones nuevas. Cuando uno analiza las respuestas de los alumnos españoles en las pruebas PISA de matemáticas o de ciencias, encuentra que nuestros estudiantes responden bien a las cuestiones que requieren realizar una operación, reproducir leyes científicas, aplicar fórmulas, etc., pero cuando tienen que matematizar una situación de la vida ordinaria para solucionar un problema, o cuando tienen que analizar y criticar el fundamento científico de una determinada decisión, es donde nuestros estudiantes fallan más. Por tanto, es posible que nuestra evaluación no esté desarrollando adecuadamente esos elementos y que un desarrollo de competencias exija a la evaluación poner un mayor énfasis en las habilidades y los procedimientos, como se han denominado en algunos modelos curriculares. No se trata solo de adquirir conocimientos, sino también de aplicarlos y transferirlos.

¿Podrían estar condicionados los resultados de nuestros alumnos que participan en las evaluaciones internacionales por nuestras propias prácticas de evaluación?

Creo que sí. El tipo de evaluación que hemos realizado hasta ahora en España se ha centrado menos en la aplicación de los conocimientos y en su transferencia, y esto puede condicionar los resultados.

Desde tu consideración como experto en evaluación, ¿las evaluaciones internacionales pueden ser un instrumento eficaz de conducción de las políticas educativas?, ¿cuáles serían sus fortalezas y cuáles sus límites?

Creo que pueden ayudar, son elementos importantes para dar información comparativa sobre qué estamos haciendo y qué resultados estamos logrando, lo que desde luego es una fortaleza. Ahora bien, la debilidad fundamental de estas operaciones consiste en la reducción de la evaluación a las tablas de clasificación. Es cierto que todas las evaluaciones lo rechazan, pero al final es en lo que se convierten. Lo que discutimos de PISA es el ranking, y además muchas veces sin interpretar estadísticamente qué es lo que dice en realidad. Creo que ese es el problema fundamental. A partir de PISA o de TIMMS o de PIRLS, se han hecho estudios de mucho interés. Hace unos años se hizo un estudio, lo llamaban TIMMS Vídeo y estaba basado en la grabación y análisis de las prácticas de los profesores de Matemáticas en varios países.

Por ejemplo, cuando a los profesores se les preguntaba “cuando plantea una cuestión a sus alumnos, ¿tiende a dejarles que den la respuesta o a responder usted mismo?, todos respondían “no, yo espero a que los alumnos den su respuesta”. Pero cuando uno observaba las prácticas en vídeo llegaba a la conclusión de que esa misma actuación tenía claves muy diferentes, o sea, que había algunos que sí preguntaban y, si a la primera o segunda no se contestaba, daban la respuesta; otros, en cambio, eran más pacientes en seguir pidiendo la respuesta hasta que los alumnos la iban construyendo. Por tanto, hay análisis de los estudios de evaluación que tendrían una gran riqueza para conocer el sistema, para la formación del profesorado, para muy diversas finalidades y no solo para emitir juicios categóricos sobre los sistemas educativos. Sin embargo, lo que habitualmente consideramos son los rankings, y eso es una limitación y uno de los principales puntos débiles que tienen las evaluaciones internacionales.

La autonomía de los centros y la rendición de cuentas se han contemplado como estrategias muy potentes para adaptar la educación a las necesidades de los alumnos y reforzar también el compromiso de los profesores en torno a un proyecto de centro. ¿Cuáles son los principales obstáculos de esta autonomía de los centros?

El término autonomía es un término “paraguas”, que cubre muchas cosas. Todos estamos de acuerdo en que los centros necesitan más autonomía, pero ¿para qué?

Es ahí donde empieza una discusión en la que hay que distinguir entre distintos campos. Un campo en el que todos estamos de acuerdo que la autonomía favorece el funcionamiento de los centros y los resultados de los estudiantes. Es el ámbito que podríamos llamar curricular o metodológico, que engloba otros aspectos concretos como la elección de los materiales escolares, libros de texto, etc. Se refiere al margen que deben tener los centros para desarrollar el currículo, respetando un currículo común. Otro campo es el de la gestión de los centros en cuanto unidades administrativas, que tiene que ver con el modo en que están organizados, el margen de autonomía que tienen para financiarse, o incluso, uno de los temas más conflictivos, para gestionar su profesorado, para contratar o despedir docentes.

Los centros españoles tienen más autonomía en el primero de esos ámbitos que en el segundo, pero nuestros currículos son muy prescriptivos y eso crea una cultura en el profesorado que no favorece la innovación. Sin embargo, hoy día estamos viendo muchas experiencias de profesores que están aplicando metodologías innovadoras. En unos premios de innovación en los que participé como jurado, nos llamó la atención la gran presencia que están teniendo los sistemas de aprendizaje basado en proyectos, no solo en centros privados sino también en centros públicos. Es un modo perfecto de desarrollar competencias que permite romper un poco la dinámica existente en muchos centros y realizar un trabajo más interactivo.

Quiero decir que existe margen para la innovación porque hay centros que lo están haciendo. Hay algunos muy conocidos, como el de los jesuitas de Barcelona, pero hay otros que están rompiendo el espacio escolar o el modelo de organización de grupos, que pertenecen a un modelo de escuela graduada en España que se empieza a instaurar a final del siglo XIX. La primera escuela graduada se crea en 1900 y se termina de implantar después de la Guerra Civil. Pero, en cambio, el ámbito de la autonomía administrativa y laboral es más complicado. Seguramente hay que dar pasos en esa dirección, pero tampoco está demostrado por los estudios internacionales publicados hasta ahora que más autonomía en esos campos produzca necesariamente mejores resultados. Estoy de acuerdo con la necesidad de conceder más autonomía a los centros en términos generales, pero debemos analizar en qué aspectos falta autonomía, en cuáles no, en qué puede ser mejor, qué márgenes debe tener, etc.

Pero ¿esos ámbitos de autonomía pueden aislarse completamente? Quiero decir, ¿la autonomía curricular puede prescindir de la capacidad del centro para determinar de una manera flexible sus espacios, sus tiempos, para consolidar sus equipos, etc.?

Lógicamente hay una cierta conexión, lo cual no quiere decir que la interrelación sea total. Por ejemplo, yo creo que uno de los problemas que tiene el modelo actual de asignación de plazas del profesorado en España es que está exclusivamente basado en intereses personales: los docentes acuden a concursos de traslado con los méritos que individualmente han acumulado y que son los que les dan o no acceso a las plazas que piden. Las motivaciones de cada docente pueden ser muy diversas: desarrollar mejor su labor, estar más cerca de casa sin perder tiempo en desplazamientos, etc. Eso casa mal con que les pidamos a los centros que tengan un proyecto educativo propio, que se supone que el profesorado debería compartir. Si a la hora de asignar las plazas en los concursos de traslado no se considera el proyecto educativo, porque eso depende del profesor, de si lo asume o no lo asume, entonces ahí hay una cierta contradicción.

Nuestro sistema educativo ha realizado un extraordinario esfuerzo para elevar los niveles educativos de la población; sin embargo, tenemos elevadas tasas de fracaso escolar y abandono educativo temprano. ¿Qué políticas destacarías como más efectivas para superar estos malos resultados de nuestro sistema educativo? ¿Cómo valoras la posibilidad de extender la escolarización obligatoria hasta los 18 años?

Lo que genéricamente llamamos fracaso escolar contiene un conjunto de fenómenos diferentes. En su interior pueden en ocasiones identificarse problemas individuales de algunos estudiantes, que sin duda requieren un tratamiento diversificado, pero hay otro tipo de fracaso que es del propio sistema educativo, de cómo está concebido, de cómo se ha organizado. Por ejemplo, el hecho de que haya o no título al final de la Secundaria Obligatoria condiciona el fracaso escolar. España es uno de los pocos países que tienen ese título, la mayoría de los países no lo conceden, se limitan a dar un certificado que especifica qué se ha conseguido.

Con objeto de prestigiar la formación profesional, la LOGSE estableció que todos los estudiantes que quisieran cursarla debían tener el mismo título que para ir a Bachillerato. El profesorado muchas veces decía: “si yo le doy el título a un alumno y este no vale para hacer Bachillerato, entonces no puedo dárselo”. Pero no tenían en cuenta de que al no darle el título tampoco podría estudiar Formación Profesional, ni siquiera hacer unas oposiciones de auxiliar administrativo. Eso es un fracaso, por lo menos parcialmente, del sistema. Hay cosas que nuestro sistema debiera revisar, pues cierran las puertas a seguir estudiando y eso favorece el fracaso escolar y el abandono escolar temprano. Si pensamos que todos los estudiantes deberían alcanzar los objetivos establecidos para la etapa de escolarización obligatoria, hay que buscar sistemas de organización de la escuela, de organización del currículo, de grupos de apoyo, etc., que permitan llevar a todos los alumnos hasta el final de la Educación Secundaria Obligatoria habiendo alcanzado los objetivos que se supone que deben lograr.

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