Kitabı oku: «Los Hombres de Pro», sayfa 8
– ¡Pues no faltaba más sino que yo…! Corra usted, amigo mío; y mil gracias por tantas bondades.
– Señor don Simón…
– Señor don Arturo…
– Hasta la vista.
– Hasta la primera.
Marchóse el mozo, y quedóse Peñascales hecho un papanatas. Aquel encuentro le parecía providencial. Un diplomático, y diplomático soltero; un periodista que anunciaba su futura peroración y sus reuniones en proyecto, y un probable encomiador de ambas cosas en la prensa. Todo esto en una za y a sus órdenes. Porque ya le era indispensable echar el discurso y abrir sus salones. Cierto que el nombre del diplomático, a quien tendría que convidar a las fiestas de su casa, no le sonaba a conocido; pero ¿estaba él en la obligación de conocer a todos los personajes políticos, hoy que tanto abundan?
En esto se oyó la campanilla de marras, y un su colega de la mayoría, que, por su apresuramiento y cara de vinagre, más parecía cabo de comparsas.
– ¡Vaya usted a votar!– le dijo en tono desabrido.
– ¿Qué voto?– le preguntó don Simón, disponiéndose a obedecer.
– Que sí– le respondió el otro, pasando de largo y rebuscando ansioso callejuelas y rincones, como pastor que junta su rebaño.
CAPÍTULO XVIII
Continuaban doña Juana y Julieta divirtiéndose cuanto podían en Madrid, pero no satisfaciendo por completo sus aspiraciones. Estaban lo bastante relacionadas para no concurrir solas al teatro, y para asistir de vez en cuando a algunas reuniones de medio carácter; pero no lo suficiente para figurar entre lo más rechispeante del buen tono madrileño, que era lo que ellas deseaban.
Esto entendido, calculen ustedes su asombro y descomunal alegría cuando don Simón las sorprendió con el periódico en el cual se estampaban los dos sueltos que conocemos, y con la noticia de que el autor de ellos era un elegante joven con sus barruntos de embajador.
Aquel día no se comió ni se hizo nada de traza en la casa. Leíanse los fascinadores párrafos cien y cien veces, arrebatando el periódico a Julieta doña Juana; a doña Juana don Simón, y a don Simón Julieta; y así una hora y dos horas, y toda la mañana y toda la tarde, sin cruzarse una palabra entre los tres individuos de la familia; pero riéndose todos, como idiotas, a cada instante; tal vez pensando en el efecto que estarían causando en el público las noticias, y ¿a qué negarlo?, en el elegante periodista.
Cerca ya del anochecer, y cuando empezaban a volver en sí los extasiados personajes, propuso doña Juana que se adquiriesen algunas docenas de aquel número de El Ariete, y que se inundaran con ellas el distrito de su padre y la capital de la provincia; proposición que fué aceptada con entusiasmo, por lo cual pasó el resto de la noche la apreciable familia empaquetando periódicos y escribiendo tantos sobres cuantas personas notables de su país recordaba.
No era todo, sin embargo, miel sobre hojuelas para don Simón; pues si lo de las fiestas era realizable desde luego, por ser los obstáculos vencibles con dinero, lo del discurso no dejaba de tener tres bemoles, dado que, hasta aquel instante, ni había probado sus fuerzas parlamentarias, ni siquiera elegido asunto para su estreno.
Escribíanle con frecuencia sus amigos de la ciudad y los electores del distrito, pidiéndole no sólo lo que ya hemos visto que él les conseguía sin dificultad en los Ministerios, sino otra multitud de gangas en forma de privilegios o de mejoras materiales, que no podían otorgarse sin el parecer de las Cortes. De la ciudad, por ejemplo, se le pedían franquicias más o menos latas para el comercio o la navegación, a título de no sé qué méritos contraídos por la plaza en determinadas crisis políticas… o meteorológicas, pues cuando se trata de pedir, toda razón se alega por motivo justo: del distrito le exigían carreteras o canales; y tal cual elector, porque había perdido la cosecha, por obra de no sé qué plaga, pretendía que se le perdonara la contribución de aquel año, amén de dársele grano para la nueva siembra, y de declarar desde luego exento del servicio militar a un su hijo que debía entrar en el sorteo próximo.
En este arsenal de pretensiones pensó siempre inspirarse, para su discurso, nuestro diputado: con doble motivo había de pensarlo desde que el suelto del periódico le comprometía a hablar de asuntos de interés para su provincia. Pero entre tantos y tan varios como se ofrecían a su vista, ¿cuál era el más a propósito para lucirse el orador, ya que no el más atendible por su naturaleza?
Esta fué su gran cuestión durante algunos días, desde el en que palpó la necesidad de formalizar su antes vago propósito.
Tremendas y muchas fueron sus cavilaciones con este motivo. Al fin, y como aquel niño que, de repente, halla el resorte que imprime fácil movimiento a una máquina, hasta entonces inmóvil ante los más desesperados esfuerzos, hizo una zapateta y se dió tres manotadas sobre las nalgas, faltando así, por primera vez después de muchos años, a la compostura y circunspección que guardaba hasta con su propia persona.
Había logrado resolver la dificultad muy sencillamente. En lugar de elegir entre tantos un asunto solo, y de pedir una sola cosa, era preferible pedirlas todas y algo más. Esto, sobre proporcionar mayores bienes a su país, abría más ancho campo a su fantasía. Presentaría, pues, una proposición al Congreso pidiendo las franquicias para el comercio y la navegación, solicitadas por sus amigos; una carretera para cada pueblo, enlazadas con la general, y la exención de pago de contribuciones pecuniarias y de sangre a toda la provincia, por el año próximo venidero, en virtud de los méritos de la consabida plaga… y de otras muchas razones que él sabría exponer, de tal modo, que no solamente llevaran al ánimo de los diputados el convencimiento, sino también el espanto y la consternación.
Firme ya en su propósito, comenzó a estudiar su papel, escribiendo a ratos y buscando en otros los gabinetes más solitarios de la casa, para manotear a su gusto y en sayar posturas interesantes delante de un espejo y detrás de una silla, en cuyo respaldo apoyaba sus manos para imitar en lo posible la posición que ocuparía en el Congreso el día en que hablara.
Su mujer y su hija, entretanto, con el parecer, la habilidad y los recursos prestados de un tapicero de fama, preparaban su casa para dar cuanto antes la primera reunión con el lujo que el público tenía derecho a exigir de «los opulentos señores de los Peñascales».
Cuando el templo estuvo convenientemente decorado, y las sacerdotisas bien vestidas, y el ambigú rumbosamente surtido, por consejo de personas conocedoras de las aficiones más exigentes de la buena sociedad, y las invitaciones repartidas, El Ariete publicó la siguiente noticia:
«En conformidad con lo que dijimos en nuestro número del tantos, en la Crónica de salones, esta noche inaugurarán los suyos los señores de los Peñascales. Sabemos que en ellos todo será digno, así de la brillante concurrencia que ha de llenarlos, como de la proverbial amabilidad y del exquisito gusto de las señoras de la casa, y de la bien acreditada prodigalidad del opulento patricio y esclarecido anfitrión.»
Y se abrieron, y se llenaron, en efecto; que para eso, a más de las intimidades de familia, había convidado don Simón a todo el Congreso de diputados, autorizándolos de paso para llevar a sus señoras, los que las tuvieran, o a las personas de su confianza; y en parte alguna del mundo civilizado se desaira una fiesta que, por remate, ofrece ocasión de regodear el estómago de balde.
No abusaré de la paciencia del lector contándole punto por punto lo que pasó en aquélla, ni le diré tampoco cuántos padres de la patria llevaban el frac mal sentado, como si no estuviera cortado a su medida, ni cuáles señoras de estos insignes patricios iban hilvanadas con las marchitas rebuscaduras del baúl, ni qué familias visibles de la corte estaban representadas allí por apuesto mancebo o seductora dama. De algo de esto y mucho más dieron detallada cuenta al día siguiente los periódicos que lo tienen por costumbre, y en ellos consta todavía.
Unicamente debo dejar consignado que Julieta estaba hecha una real moza, y que no se separó de ella un solo instante el consabido diplomático de El Ariete; que doña Juana no cabía en la casa, de satisfecha, soplada y bullidora; que don Simón se desvivía por obsequiar a todo el mundo, a pesar de hallarse algo contrariado por la circunstancia de que un inesperado Consejo de Ministros había impedido a alguno de éstos honrar la casa con su presencia; y, por último, que la concurrencia, deseando corresponder de un modo digno a tantos obsequios, bailó de firme; registró toda la casa; murmuró en cada rincón de la simplicidad del dueño y de la estrepitosa cursilería de su señora; desafinó el piano; desgajó, con parte de los tabiques, dos cortinones; se chupó o se embolsó medio millar de ricos habanos, y dejó el ambigú como si sobre él hubiera pasado un huracán. Ni migas quedaron allí.
Por la razón apuntada más atrás, no reproduzco algunos párrafos de los dedicados a la fiesta por El Ariete al día siguiente, en los cuales se decían de Julieta cosas peregrinas a propósito de sus ojos negros, sedosas pestañas, morena tez y túrgido seno; pintándola como la realidad del sueño más oriental, y poniéndola por encima de todas las sultanas habidas y por haber. Claro está que estos piropos eran hijos de la ardorosa fantasía del joven diplomático.
Pero en defecto de estas y otras sabrosísimas lucubraciones, he de transcribir una carta que doña Juana escribió a cierta su amiga íntima de la ciudad, al día siguiente de la fiesta, y que, corregida por mí, únicamente en lo más indispensable de la ortografía, para mejor inteligencia del lector, al de la letra decía así:
«Ya habrá usted visto por los papeles, cómo pensábamos dar en casa reuniones de tono. Pues, amiga de Dios, todo lo que allí se dijo fue pantomina, comparado con lo que resultó anoche. ¡Ay, doña Regustiana de mi alma! Déjeme tomar aquí vientos, porque, de resultas, tengo la cabeza como una zambomba, y el palagar en carnes vivas. Pues, como la decía, lo de la noticia primera fué alcuerdo de un embajador soltero, que viene mucho a casa (y esto resérvelo en secreto, por si acaso), que además escribe en papeles públicos. Pues, amiga, la gente que aquí vino anoche, fué mucho de todo. Le digo a usted que los coches no cabían en la calle; y del ruido que metían entendí que el padimento se polvatizaba.
«Como mi marido es tan vistoso en las Cortes, y de los que más figuran, vinieron horror de diputados con sus familias; y estuvo en un tris que no vinieran dos ministros, íntimos amigos de Simón. Pero otro día vendrán, si Dios quiere; que estas funciones han de repetirse. Pues a lo que la iba. Tumultos de gente vinieron también de fuera de las Cortes, y todas las amigas de casa, y mucha sociedad del buen tono que ya nos trataba.... Hija, no es alabanza; pero ¡cómo cantó este mal demonches de Julieta, y qué manos las suyas para teclear el peano! Le digo a usted que la casa se despampanaba después con el palmoteo. El embajador estaba enflático de entusiasmo. No sé en lo que parará esto del embajador; pero (y encúltelo mucho) si va de la que va, le digo a usted que no sé en qué va a parar.
«Pues estaba la casa adornada con mucho gusto; pues le aseguro a usted que en Madrid se consiguen los imposibles en hubiendo dinero largo. Teníamos hasta gúfaros (búcaros querría decir doña Juana), y llegaban hasta el portal la alfombra y las estautas.
«Aunque todo era gente muy circunspuesta, gloria daba ver cómo se divertían bailando e hiciendo miles diabluras toda la santa noche sin resollar. Pues lo que estaba manífico era el amegud que nos puso el fondista en el comedor; pues como no le regateamos el precio, puso el hombre allí de cuanto Dios crió, con su pastalagrás (paté foie-gras, sin duda), y su pavo tupé (truffé). Así es que la gente decía, a voz en cuello, que otra como ella no se había visto en Madrid en jamás de los jamases. Pues le aseguro a usted, doña Regustiana, que por bien empleado dábamos el dineral que nos costaba, al ver cómo todo aquel señorío tan principal se lo iba envasando al cuerpo sin más ni más. Pues no sé de ónde ha salido el dicho de que esta gente fina gasta remilgos para comer; que, por cierto y mi vida, le aseguro a usted que mayor franqueza que en mi casa tuvieron en la mesa, no la tendrán en la suya. Mire usted, doña Regustiana, que al ver cómo despachaban cuanto había por delante, y al no conocer lo principal y regalona que era aquella gente, cualisquiera creería que mucha de ella había venido a mi casa a matar el hambre. Pues vea usted si había franqueza en la reunión. Así es que cuarto que gaste usted en Madrid, en seguida luce. Da gusto, hija. Conque hemos quedado muy animados a poner otro amigud al primer baile que tengamos, que será luego, según de satisfechos que quedamos.
«Hoy no hablan de otra cosa los papeles, y ahí le mando una docena de ellos para que reparta a las amigas, a más de los que mandará Simón por el correo.
«¡Mucho, mucho papel hacemos aquí, y mucho más nos espera si a Simón le sale bien la soflama que va a echar en Cortes! Lo que es él mucho manotea en los ensayos que tiene en su cuarto consigo mismo. Siempre levantará en cuajo a algún menisterio, y le obligará S.M. a tomar cartera. Pues yo lo sentiría, porque el hombre está ya demasiado contrito de trabajo; y aunque con ello tendría una más inflas, y podría ir a palacio como a su casa, la salud es lo primero, doña Regustiana; que a perro ladrador, la cebada al rabo.
«Pues Julieta estrenó un vestido de color de huevo estrellado, con sobrefalda de puf, y un enderezo de rubines y trompacios. Yo llevaba cuerpo alto y falda de media cola.... En fin, ya lo verá usted en los papeles, que lo relatan sin quitar un pelo.
«Pues desearé que me diga usted lo que se cuenta por ahí de nosotros con estos triunfos tan atroces.
«Julieta no escribe, porque está durmiendo. A mí se me caen los pálpagos de sueño, porque, hija, no he pegado el ojo desde antanoche; y por eso no soy más opípara en esta carta. Otra vez la contaré lo que ahora me callo, que le aseguro a usted, doña Regustiana, que es mucho y bueno.
«Conque reciba usted muchos besos de Julieta y atentos osequios de mi esposo; y con expresiones a las amigas, se despide hasta otra esta su servidora, que de veras la estima,
JUANA ALUBIÓN DE LOS PEÑASCALES.»
CAPÍTULO XIX
Pasaron días, y con ellos fueron creciendo las intimidades entre Julieta y el diplomático, hasta el punto de vérselos como la sombra y el cuerpo en calles, paseos y espectáculos; siendo de advertir que don Simón, no solamente lo consentía, sino que lo fomentaba con reiteradas atenciones hacia aquél, y con desmedidos elogios de sus prendas cuando de él hablaba en familia. En cuanto a doña Juana, era madre, y además tonta, y además vanidosa. ¿Cómo no había de entusiasmarse con aquel joven que, sobre ser un personaje, la llenaba a ella y a toda su casta de incienso en los periódicos y de lisonjas en la conversación? ¿Cómo no pagarle con todo género de deferencias la popularidad que iba dando en Madrid a la familia Peñascales? Y ¿qué podría suceder al cabo? ¿Que Julieta y Arturo llegaran a mirarse como nacidos la una para el otro? Pues mejor que mejor. ¿No era ella rica? ¿No era él un personaje? ¿No era joven? ¿No tenía talento y elegancia?
Verdad es que, hasta aquella fecha, con ninguna credencial había demostrado el embajador que lo hubiera sido real y efectivamente; pero ¿no bastaban su aserto, y, sobre todo, las familiaridades que se permitía con ministros y diputados en el salón de conferencias?
De todas maneras, ya pensaba don Simón pedir, con cierto tino y cuando cayera la pesa, los necesarios informes a persona que pudiera dárselos.
Por de pronto, consultaba con él algunos puntos que debía tocar en su discurso, y aceptaba agradecido las enmiendas que le hacía y los consejos que le daba acerca del uso de ciertas frases y determinados arranques.
Presentado había ya su proposición a las Cortes, cuando fué llamado con gran urgencia por el Ministro de la Gobernación, su especial amigo.
Acudió a la cita más que de prisa; encerróle S.E. en el camarín más oculto de su despacho; y después de pasarle la mano por el lomo y de regalarle una breva,
– ¿Cómo anda usted de fondos en Madrid?– le preguntó en seco.
Don Simón se quedó petrificado. Aquella pregunta, después de los otros preparativos, le hizo temer que el Ministro le buscara la bolsa. Conoció éste, como si se los leyera en la cara, sus recelos, y se apresuró a decirle, soltando la carcajada:
– No lo pregunto para pedírselos prestados, señor don Simón.... Amigo, los hombres ricos tienen ustedes la tranquilidad en un hilo.
Volvió a petrificarse entonces don Simón; pero fue de abochornado al ver descubierta su ruin sospecha; y como para enmendarlo, respondió con grandes aspavientos:
– ¡Ah, señor Ministro! Me juzga usted muy mal. Ya usted sabe que cuanto soy y tengo está a su disposición.
– Muchas gracias— contestó con sorna su excelencia— . Pero, felizmente, no se trata ahora de eso, sino de todo lo contrario.
– ¡Cómo!– exclamó Peñascales abriendo mucho ojo.
– En una palabra, deseo demostrar a usted que el Gobierno es buen amigo de sus amigos, revelándole, en confianza, la ocasión de hacer un buen negocio.
– ¡A ver, a ver!– dijo con ansia don Simón, arrimándose más al Ministro.
– Ya usted sabe— continuó éste— cómo estamos autorizados, por un rasgo de confianza que nunca agradeceremos bastante a las Cortes, no solamente para arbitrar recursos con los cuales podamos vencer los gravísimos obstáculos que entorpecen la marcha desembarazada del Tesoro, ínterin se discuten los nuevos presupuestos, sino para decidir a nuestro gusto el cuándo y el cómo; en fin, que se nos han dado amplias facultades para contratar.
– Conformes.
– Pues bien: el Gobierno tiene ya su plan formado, su resolución hecha.
– Adelante.
– Y como usted es uno de sus mejores amigos, mis colegas y yo deseamos enterarle, antes que al público, de ciertos pormenores, a fin de que, como hombre de negocios, se prepare… y… ya usted me entiende.
– ¡Tantísimas gracias! Pero esos pormenores....
– Voy allá. El Gobierno.... Y ¡por Dios!, sea usted en esto reservado como una mazmorra; el Gobierno va a hacer un empréstito por suscripción. Emitirá papel con un interés anual de veinte por ciento.
– ¡Aprieta!
– Mis colegas y yo hemos creído que un cebo semejante es el mejor atractivo. Las oposiciones dirán que lo hacemos porque está el Tesoro en quiebra, y porque el que se ahoga no mira el agua que bebe; pero le aseguro a usted que quien tal diga no estará en lo cierto. Por su parte, el Ministro de Hacienda se compromete a demostrar a usted que el empréstito, a pesar de ese interés, se hace en condiciones ventajosísimas para el Estado.
– Posible es— observó don Simón arrugando la cara.
– No he concluído todavía— añadió su excelencia— . El papel se emitirá a setenta por ciento.
– ¡Santa Bárbara!
– ¡Otra ventaja para el suscriptor!
– ¡Ya, ya!– refunfuñó don Simón.
– ¿No le parece a usted bastante claro todavía el negocio?– preguntóle con picaresca sonrisa el Ministro.
– No es eso precisamente— respondió indeciso el diputado— . Es que, por regla general, no me gustan los negocios en papel.
– Pero cuando el papel produce un veinte y se compra con un descuento de treinta…
– Bien, ¿y qué?
– Que con el cebo de ese interés extraordinario…, ¡figúrese usted!
– Sí; pero no veo yo garantías…
– ¿Qué más garantía que el favor del público?
– Además, señor Ministro, y ésta es la pura verdad: yo no tengo en Madrid más fondos que los estrictamente indispensables para cubrir mis atenciones de familia, ni puedo distraer de mi casa de comercio grandes sumas.
– Pues si usted tuviera que hacer eso— dijo entonces el Ministro, encareciendo mucho sus palabras— , ¿qué importancia tendría la consideración que quiere guardar a usted el Ministerio?
– No comprendo…
– ¡Si cabalmente se trata aquí de que haga usted la jugada sin desembolsar un cuarto, o poco más!
– Si usted se explicara…
– ¿Cree usted, alma de Dios— continuó el Ministro exagerando el tono declamatorio de su discurso— , que un papel que se emite a setenta con un interés de veinte, no subirá otros veinte…, diez, siquiera, al siguiente día de cubierto el empréstito…, al abrirse éste quizá? Pues vende usted en el acto, y de este modo hace usted en un par de días el negocio del siglo.
– Sí: eso es el a b c del oficio— dijo don Simón con un poquillo de desdén— ; pero ¿y si en vez de subir baja?
– Amigo, ¡si se cae el cielo!… Pero ¿cómo ha de bajar un papel semejante en cuatro días?
No era don Simón tan tirolés en negocios como en política; por lo cual estuvo largo rato defendiéndose de los desinteresados apremios del Ministro.
Pero la verdad es que le halagaba no poco la consideración de que, si bien se corrían riesgos al tomar un papel tan barato y de tan pingües rendimientos, en cambio, si llegaba a mantenerse firme, se hacía el negocio más bonito que pudiera imaginarse. Y como tanto le empujaba el estímulo como le detenía el temor, faltábale energía para adoptar una resolución terminante.
En estas dudas le sorprendió S. E., que leía en su cara como en un libro abierto.
– ¿Conque resueltamente no se anima usted?– le dijo, en su afán de obligarle más y más.
– El caso es arduo— respondió don Simón mirándose las puntas de los s.
Conociendo S. E. que por aquel camino no llegaba al fin que se proponía, se resolvió a echar por el atajo, y, en consecuencia, se expresó así:
– Debe usted considerar, además, que el tomar ese papel será un acto eminentemente patriótico, atendidas las circunstancias extraordinarias que obligan al Gobierno a crearle.
– Sin duda alguna; pero…– respondió don Simón, sin dar más lumbres.
– Tan patriótico— añadió el Ministro— , que, teniéndolo en cuenta el Gobierno, ha resuelto…, ¡y esto sí que ha de ocultarlo usted hasta de su propia sombra!
– Por de contado— dijo don Simón, sintiendo excitada su curiosidad— . Y ¿qué es lo que ha resuelto?
– Distinguir de una manera honrosa a los seis mayores suscriptores.
– Y ¿cuál es esa manera?– preguntó don Simón entonces, cegado ya por la vanidad.
– Se trata— respondió el Ministro, hablando muy bajo y mirando alrededor, como si temiera ser oído— de repartir entre los seis citados suscriptores cuatro títulos nobiliarios y dos grandes cruces.... Y ésta es otra de las razones que yo he tenido, por encargo de mis colegas, y aun de S.M., para hablar a usted antes que a nadie; pues nos consta que el empréstito va a tener muchos golosos, y nosotros deseamos que sus ventajas recaigan en hombres tan dignos de ellas como usted.
Mucho amaba don Simón a su caudal; pero no hasta el punto de no ser capaz de sacrificar una gran parte de él a cambio de una corona para sus membretes y carruajes, y de un pergamino que le elevase al nivel de la más encopetada aristocracia. No podía el Ministro, por consiguiente, haberle puesto un cebo más estimulante. ¿Lo sabía S.E.? Yo no lo diré, aunque bien pudiera. Lo que me cumple consignar es que a don Simón se le llenó la boca de agua; le palpitó el corazón con inusitada violencia; le temblaron las rnas, y, como por encanto, le desaparecieron aquellos reparos que antes le impedían ver en la compra del papel un negocio ventajoso. ¿Por qué había de bajar el papel y no subir? Y si bajaba, ¿qué valdría toda la pérdida? Y de todas maneras, ¿cómo desairaba él a S. M. que, por lo visto, tenía empeño en ennoblecerle?
Todo esto y mucho más se le ocurrió a don Simón en un solo instante; y de tal modo influyó en su ánimo, que sólo le tuvo para decir al Ministro, con mucho miedo de parecer demasiado exigente:
– Si usted me permitiera meditar un poco sobre el particular…, aplazar mi respuesta hasta dentro de unos días…
Demasiado conocía el Ministro que semejante proposición era un modo, como otro cualquiera, de ocultarle don Simón que le había convencido la promesa del título nobiliario. Así es que, accediendo con gusto a su petición, le dijo después, para obligarle más:
– Una sola cosa debo añadir a usted, por remate de nuestra conversación; y es que el Gobierno, gracias al concurso de hombres tan importantes como usted, está asegurado para mucho tiempo, y que mientras viva, ese papel ha de merecerle una protección decidida.
– Mi apoyo— repuso don Simón, más blando que un guante— no ha de faltarle mientras yo le vea dispuesto a velar por los intereses del país.
– Mañana le daré a usted otra prueba más de que el bien del país es su único afán…
– ¿Mañana, dice usted?
– En el supuesto de que apoye usted su proposición ese día, como asegura hoy El Ariete.... Y a propósito: tiene usted buenos amigos en la Prensa.
Don Simón, que no había leído todavía la noticia que le citaba el Ministro, rindió en el fondo de su corazón un nuevo tributo de gratitud al incansable celo del diplomático, y respondió:
– Favor inmerecido que me dispensan.
– Justicia que se le hace a usted, amigo mío. Y aun me atrevería a asegurar a quién se la debe.
– ¿De veras?– preguntó don Simón con ansiedad, creyendo llegada la ocasión de saber lo que deseaba acerca del joven Arturo.
– ¡Es el mismo diablo ese chico!– dijo sonriendo S.E.
– Luego ¿le conoce usted?
– ¿Y quién no le conoce en Madrid?… Digo, en el supuesto de que sea el que yo creo, como me lo dan a entender el periódico, el estilo de los sueltos y sus frecuentes paseos con usted en el salón de conferencias.
– ¿Luego usted alude…?
– Al insigne Arturo Marañas.
– En efecto, le conozco, pero superficialmente…; quiero decir, que no hay entre nosotros…
– Por supuesto, amigo mío. ¿Cómo había yo de creer que había otro género de tratos entre un hombre como usted y una persona semejante?
– Pues yo le creía un… medio personaje— replicó don Simón, disimulando el mal efecto que le causaron las últimas palabras del ministro, que añadió:
– Hoy lo parecen todos, señor de los Peñascales.
– Y aun jurara— insistió éste— que le había oído decir que pertenecía al cuerpo diplomático.
Su excelencia soltó la carcajada.
– Luego ¿no es cierto?– exclamó don Simón— . Luego ¿no ha representado nunca a España en ninguna corte extranjera?
El ministro volvió a reírse con toda su alma.
Don Simón entonces soltó también su poco de carcajada; pero su risa era la del conejo. Después exclamó:
– Pero ¿es posible que con tal descaro se mienta?
– ¡Si cabalmente lo que más gracia me hace en ese hombre— dijo al cabo S.E.– es su especial habilidad para mentir sin faltar por completo a la verdad!
– No comprendo…
– ¿A usted le ha dicho, quizá, que ha sido embajador?
– Poco menos…; y que los gobiernos han combatido siempre en las urnas su candidatura, por el miedo que les inspiraba.
– ¡Ja, ja, ja!
– Por lo cual no ha logrado todavía salir diputado.
– ¡Ja, ja, ja!
– ¿Conque no es cierto, eh?
– ¡Ni con cien leguas!
– ¡Qué demonio de chico!– exclamó entonces don Simón, pellizcándose los muslos.
– Recuerdo— continuó el ministro— que una vez se le dió una comisión extraordinaria, que nadie había querido aceptar, para la costa de Africa, con motivo de unos náufragos que estuvieron a punto de ser engullidos por aquellos bárbaros; y me consta que varias veces le han sido rechazadas sus pretensiones de presentarse en un distrito como candidato ministerial. A esto llama él, sin duda, pertenecer al cuerpo diplomático y ser temible a los gobiernos.
– ¡Evidentemente!
– ¡Ja, ja, ja!
– ¡Ja, ja, ja!– repitió a regañadientes don Simón, creyendo saber ya demasiado y poniéndose en .
– ¡Si hay cada gato en Madrid— díjole el ministro, levantándose también— , que se rde de vista!… Y no lo digo precisamente por el joven Arturo, de quien, en honor de la verdad, nada sé que pueda afrentarle, aparte de ese afán que muestra siempre de darse una importancia que no tiene. Pero abundan otros pájaros de mucha cuenta, de los cuales hay que huir como de la peste.
– ¡No me duermo yo sobre la paja!– observó don Simón, queriendo decir un chiste.
– Por lo demás— añadió S.E. llevándole hasta la puerta de su despacho— , excuso recomendarle de nuevo el asunto que aquí nos ha reunido, y la más completa reserva por unos días.
– En cuanto a reservado— dijo don Simón hinchándose mucho— , no es por alabarme; pero soy lo mismo que un alcornoque.
– Me consta, amigo mío— repuso el ministro sonriendo, quizás sin segunda intención.
Y nuestro diputado bajó las escaleras echando chispas. Se le figuraba que tardaba demasiado en llegar a su casa para cerrar las puertas de ella al diplomático de pega. Si el día antes hubiera hecho las averiguaciones que acababa de hacer respecto de este personaje, en el acto habría roto con él todo género de relaciones: ¿cómo no proceder así desde el momento en que estaba abocado a ser título de Castilla? ¿Qué diría la aristocracia vieja si le veía cultivando el trato de un charlatán semejante?… Pero ¿sería tiempo todavía de evitar algo que sospechaba? ¿Estaría Julieta tan resuelta como él a cortar todo trato con aquel hombre?… Pero si no lo estuviera, ¿cuándo mejor que entonces habían de servirle de algo sus derechos de padre y de jefe de familia?
En estas y otras cavilaciones, llegó a casa; tan oportunamente, que se encontró en ella al joven Arturo en íntima conversación con Julieta, mientras doña Juana se hacía la desentendida, removiendo sillas y muñecos que estaban muy en su lugar.
– Señor don Arturo— dijo sin otro ceremonial don Simón, al aparecer en escena— , tengo que hablar con usted, a solas unas cuantas palabras.
El interpelado, tan fino como siempre y no sospechando lo que iba a sucederle, tomó el sombrero que tenía sobre una silla, se levantó de la que ocupaba, y dijo al recién llegado:
–Estoy siempre a la disposición de usted.
Don Simón le condujo hasta el vestíbulo; y echando una mano al pasador de la puerta de la escalera, le dijo muy serio:
– Como yo nunca miento, creo siempre a los hombres por su palabra. Creyendo las de usted, le abrí mi corazón y las puertas de mi casa. Hoy he sabido que no es usted digno del uno ni de la otra, y le planto de patitas en la calle.
Y abrió la puerta de par en par.