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Kitabı oku: «Los Hombres de Pro», sayfa 7

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CAPÍTULO XV

Corrieron los días, y se aprobó el acta de don Simón, como se lo tenía prometido el ministro; se constituyó el Congreso, y dieron comienzo los primeros debates políticos, apareciendo en escena los guerrilleros parlamentarios, como en avanzada de los expertos capitanes que habían de salir más tarde a dar las batallas decisivas. Ya para entonces nuestro diputado había conseguido vencer el estupor en que vivió los primeros días, efecto de la alta idea que se había formado del mérito de cuantos le rodeaban en el salón; idea que le acoquinaba hasta el punto de no atreverse a mirar a nadie a la cara, por si le aludían y le obligaban a tomar la palabra de repente, lo cual le hubiera hecho el efecto de un rayo sobre la mollera. Sereno, pues, y en completa posesión de sí mismo, todo se volvió ojos y oídos.

Podía ver y oír de cerca a aquellos hombres extraordinarios que sabían pronunciar discursos como los que él había leído tantas veces en las reseñas de las sesiones; discursos llenos de substancia y elocuencia; discursos que le revelaban oradores de majestuosa apostura y de irresistible autoridad, hasta en el menor de sus ademanes. De sus labios estaría pendiente el Congreso entero, unas veces convencido, otras veces indignado; pero siempre bajo la influencia poderosa de aquel chorreo de elocuencia.

¡Inútil afán el suyo! Cuanto más miraba y más quería oír, menos hallaba lo que iba buscando. Había allí verdadera fiebre habladora; pero ¿quién de los que hablaban valía el trabajo de ser oído diez minutos con paciencia? De aquí que no se sorprendiera maldita la cosa al observar que mientras un orador de mala facha y peor estilo se desgañitaba echando pestes por la boca, manoteando sobre el banco delantero y tragando vasos de naranjada, entre consulta y repaso a sus apuntes, los poquísimos diputados que quedaban en el salón se entretuviesen en hacer pajaritas de papel, en despachar su correspondencia o en chupar los caramelos del presidente; dulzuras de que provee a este personaje abundosamente el Estado, teniendo en cuenta, quizá, que para soportar la amargura de ciertas horas, no basta un muelle sitial de terciopelo, por muy elevado que se ponga.

De vez en cuando oía don Simón conceder la palabra a un diputado cuyo nombre le era bastante conocido. «Vamos— pensaba— , ahora irá lo bueno.» Pero tampoco le salía la cuenta, porque se levantaba una figura ruin y mal trajeada, que, con voz de grillo mal emitida, soltaba un aluvión de párrafos enmarañados que nadie se tomaba la molestia de desenredar; o un finchado presuntuoso, que entre período y período de su discurso ponía una eternidad de paseos en corto, estirones de chaleco, montaduras de lente y mares de agua con azúcar; ya un perezoso desaplomado Adán, que parecía sacar las pocas y desmadejadas frases que decía a fuerza de restregarse contra el banco y de tirar de sus bragas hacia arriba; o un mozo encanijado y presumido, que sin ciencia, sin virtudes, sin voz y sin palabra, quería convencer como los sabios y convertir como los justos; ya un osado boquirrubio, cuyo único afán era medir sus fuerzas con las de los padres graves del Parlamento, que se guardaban muy bien de replicarle; ya un viejo atrabiliario, cuyos furores causaban risa y cuyos chistes hacían llorar de compasión; ya una especie de cuáquero mugriento, demagogo impenitente, que vociferaba sobre justicia y amor al prójimo, no en nombre de Dios, a quien negaba, blasfemo, sino de una razón que parecía faltarle a él, ya que no a los que en santa calma le escuchaban.... De todo, en fin, veía y oía, menos lo que era de esperar, dada la reputación de ciertos nombres aceptados por la opinión pública, si no como tribunos de primera fuerza, cuando menos como oradores distinguidos. ¡Qué valdrían cuando don Simón se creía capaz de terciar en un debate con el más guapo de todos ellos!

Verdad es que el afán, que empezaba a comerle, de echar su cuarto a espadas, le hacía ver las cosas más a su alcance de lo que en rigor estaban.

Desde luego era para él evidente, y en esto no se equivocaba, que la redacción del Diario de Sesiones se encargaba de convertir en un discurso perfecto la más completa sarta de desatinos. Y suplida con este auxiliar su carencia absoluta de nociones retóricas y hasta gramaticales, ¡quedábanle tantos estímulos que le aguijoneaban! ¡Había en el Parlamento unos detalles tan seductores para él!… Aquellos galoneados ujieres, llevando sobre la argentina bandeja el vaso de agua azucarada para el orador, tan pronto como éste comenzaba a hablar; aquellos taquígrafos, anotando, escrupulosos, cuanto se dijera y se accionara; aquellos diálogos entre la presidencia y el diputado, sobre la intención de cierta frase; aquellos discreteos entre las mismas dos potencias, con los cuales terminaba siempre el altercado; aquellas tribunas atascadas constantemente de aficionados, que seguían sin pestañear todos los incidentes de una sesión; aquellas señoras tan elegantes, entre las que podían figurar su mujer y su hija; aquellos diplomáticos, que tal vez se apresuraran a comunicar por telégrafo a sus respectivos Gobiernos el efecto de un discurso pronunciado a tiempo y de cierta manera…, no imposible para él, si se le daba punto conveniente y no mucha prisa, y por último, y sobre todo, aquel país que le contemplaba, y que al día siguiente había de comenzar a pronunciar su nombre y a enterarse del asunto y a tomarle por lo serio.... ¡Cielos, y cómo envidiaba a los que, más osados o más prácticos…, o más apremiados por las circunstancias, se lanzaban desde luego a la pelea! ¿Qué importaba allí el temple de los argumentos? ¿Qué más daba que fuesen éstos de acero que de cartón? ¿Decidían acaso las razones aquellos debates? Mal podía ser así, cuando sólo se enteraban de ellos los taquígrafos y algún que otro curioso por observar, no lo que se dijera, sino el modo de decirlo.

– ¿Qué se vota?– era la pregunta obligada de todo diputado al entrar en el salón de sesiones, después de oír la campanilla que anuncia fuera a los dispersos que ha concluido de discutirse un asunto y va a comenzar una votación nominal; y según que el sustentante fuera de los suyos o del enemigo, se le respondía:

– «Vote usted que SÍ», o «vote usted que NO.»

¡Con semejante criterio se resolvían (y continúan resolviéndose) los asuntos de más trascendencia para la patria!

¿Tan insensatas eran, teniendo esto en cuenta, las pretensiones de nuestro diputado?

Poco a poco, aquella mar ligeramente agitada comenzó a encresparse rugiendo; soplaron los huracanes de la pasión política, y se desencadenó la tempestad. Entonces se dejaron ver los dioses mayores de aquel Olimpo, los cuales, como Júpiter en el de la Mitología, nunca aparecen sino entre rayos y centellas. ¡Peregrina misión la suya!

Durante aquel período turbulento, ¡qué escenas presenció don Simón!, ¡qué refriegas!, ¡qué motines!, ¡qué escándalos!

Una vez eran dos atletas del Parlamento, que del uno al otro lado del salón se lanzaban mutuamente los dardos más agudos y los dicterios más envenenados: partido sin pudor, grupo faccioso, hombre funesto, pandilla hambrienta

Tales piropos eran lo menos que se decían, entre el silencio más absoluto de la Cámara y la curiosidad febril de las tribunas, de las cuales se desbordaban racimos de humanas cabezas con los ojos fijos en los combatientes, las cejas arqueadas y la boca abierta. Y cuando don Simón, pasada la tempestad, los veía salir del salón por diferente puerta, «esos hombres— pensaba— van a matarse ahora». Y salía tras ellos azorado; y se los hallaba… comiendo, en un mismo plato, sendos pasteles de crema en el ambigú de la casa.

Lejos de continuar allí la batalla empezada adentro, parecían, con sus cáusticas sonrisas, decir de la nación entera lo que del público aquellos dos cómicos al pararse jadeando entre bastidores, después de haber cruzado en la escena sus aceros, y de salir el uno persiguiendo al otro, entre frenéticos aplausos y gritos de indignación:

– «¡Estúpidos! ¡Veinte veces nos han visto hacer lo mismo, y todavía no se convencen de que todo ello es una farsa!»

Otra vez eran dos fracciones políticas que, bramando de ira, se levantaban en masa, la una contra la otra.– ¡Facciosos!– gritaba la de la derecha.– ¡Pancistas!– respondía la de la izquierda. Y los gritos y las amenazas, y el estruendo de doscientas voces y de dos mil porrazos llenaban el Santuario de las leyes, y hasta las figuras pintadas en el techo parecían temblar y querer despegarse del lienzo para romperse el cráneo contra los mármoles del hemiciclo. Pero aquella tempestad no se había revuelto porque la fracción de un partido inutilizara propósitos de otro, encaminados a proporcionar algún bien a los pueblos. Cuando de esto se trataba, ya sabía don Simón que los bancos se quedaban desiertos y el presidente dormitando. Semejantes tumultos siempre eran provocados por alguna palabra suelta que no era del agrado de la fracción a la cual se dirigía.

En ocasiones se discutían hechos, o se desenterraban expedientes, tras de los cuales aparecía la honra de algún diputado enemigo en el mismísimo traje que llevar suelen a la cárcel o a presidio los reos vulgares. Y aquellas discusiones provocaban otras parecidas en son de represalias; y siempre acusando los unos y respondiendo los otros «más eres tú», llegaba a dudar don Simón si aquello era el patio de un correccional, o, como se le aseguraba, una respetable Asamblea de legisladores.

Entretanto, ¿era el noble afán de purgar aquella atmósfera de ciertas impurezas lo que movía a los acusadores a descubrir tales gatuperios? No por cierto: era siempre el espíritu de partido; o mejor, el odio de partida; pues frecuentemente se promovían estos edificantes debates entre dos agrupaciones que, juntas y en amigable inteligencia, habían saboreado poco antes las dulzuras del presupuesto. Probábalo también la curiosa circunstancia de que, pasada la refriega, quedábanse en sus bancos los acusados tan padres de la patria como el más caballero; y tan frescos y descansados como la madre que los parió.

Lo que estos escándalos y aquellos tumultos y los otros motines atolondraban a don Simón, no hay para qué decirlo, conociendo, como conocemos, su sencilla buena fe.

Pero más que los mismos sucesos le admiraba el poco rastro que dejaban en aquella casa. Buscándole con afán, se iba el buen hombre de pasillo en pasillo y de salón en salón; mas no hubiera dado con él ni la nariz de un sabueso. Se gritaba en unos corrillos, se cuchicheaba en otros y se agitaban todos…, y bullía entre ellos el redactor de La Correspondencia con el lápiz en una mano y las cuartillas de papel en la otra, apuntando lo que se decía, lo que se pensaba y hasta lo que no se había soñado; y don Simón, tomando de cada grupo las frases necesarias, sólo sacaba en limpio que todo aquel hervidero humano era un puro cabildeo para tirar un día más en el poder los que mandaban, o para hacérsele soltar los que le querían. En cuanto a la nación, en cuanto a la moralidad, en cuanto a lo ocurrido adentro…, ¡como si habláramos de la China! Ya nadie se acordaba de esas pequeñeces.

– Me parece— se atrevía a decir entonces don Simón a algún compañero más viejo que él en el oficio, pero no más entusiasta del sistema— que no se observa aquí la mayor formalidad.... Quiero decir que con estos enconos políticos, el país no gana cosa mayor.

– ¡El país va al abismo, señor de Peñascales!

– ¿Qué me cuenta usted?

– La verdad, compañero. Esto es una farsa, créalo usted.

– ¡Hombre!…, no me atrevía yo a decir tanto.

– Pues atrévase usted, aquí que no nos oye la patria.

– Luego, es decir, que todo esto de Parlamento…

– Es una calamidad. Aquí no hay más que ambiciones personales, con las que es imposible todo gobierno.

– Tiene usted mucha razón.

– ¡Y siempre sucederá lo mismo!

– De manera que si esto, que es notoriamente malo, se suprimiese…

– ¡Jamás!– gritaba entonces el veterano enardecido.– ¡Yo soy muy liberal!

– ¡Oh, en cuanto a eso, también yo!– replicaba el novel, contoneándose, y hasta mirando con cara de lástima al primer tradicionalista que casualmente pasara a su lado frotándose las manos.

– ¡Vivir sin Parlamento es vivir fuera del siglo!, ¡caer en la abyección!

– ¡Y en la iznorancia!– concluía, ahuecando la voz, el ilustrado Cerojo, que en su vida había gastado media peseta en libros que no fueran «rayados, para cuentas».

CAPÍTULO XVI

Don Simón de los Peñascales, como todo diputado, y a mayor abundamiento ministerial, recibía por docenas y cada día las cartas de sus amigos y electores, y en todas ellas le pedían algo estos apreciables caballeros, desde un destino hasta un sombrero; desde una recomendación para el otro mundo, hasta la colocación de una nodriza. Porque a un diputado se le considera en su distrito capaz de los imposibles, y, por ende, se le cree, y se le hace, el mejor y más barato agente de negocios en Madrid. El de nuestra historia, que creía darse importancia correspondiendo a tantas y tan raras exigencias, destinaba dos días de la semana a aquellas que tuvieran que ver con los centros oficiales, y encomendaba las de más baja estofa al cuidado de doña Juana.

¡Era de ver lo que pasaba en los Ministerios cuando don Simón entraba en ellos, a las horas marcadas por los Ministros para recibir a los diputados, cargado de pretensiones y atacados sus bolsillos de memoriales!

Sus compañeros que siempre madrugaban más que él, habían caído ya sobre el terreno como nube de langostas. Uno quería un gobierno de provincia para su hermano; otro, una alcaldía en la isla de Cuba para sí mismo; otro, un juzgado para su pueblo; otro, una administración de aduanas para un primo arruinado por la causa de la libertad; otro, la destitución de un funcionario probo que se oponía tenazmente a ciertas pretensiones de su familia; otro, un ascenso; otro, una cátedra…; en fin, por pedir, se pedia allí hasta la luna; y el Ministro, o el Subsecretario en su deseo de complacerlos a todos, tecleaba sin cesar sobre los botones de las campanillas, a cuya música iban apareciendo los altos empleados que podían entender en aquel cúmulo de solicitudes.

– Es imposible— se oía decir en un lado.– No hay plaza vacante.

– Pues créela usted.

– No lo consiente el presupuesto.

– Haga usted un cesante en tal parte.

– Es un empleado antiquísimo e inteligente.

– Mi recomendado es un consecuente liberal.

– Tiene siete hijos.

– Que los mande a una casa de Caridad.

– En fin, le complaceremos a usted.

– ¿Y de que procede esa cantidad que se reclama?

– De inicuas cesantías sufridas en tiempos de gobiernos reaccionarios.

– No es bastante motivo; y aun cuando lo fuera, no estamos facultados....

– Es una friolera todo ello.

– ¿A cuanto asciende la indemnización?

– A setenta mil reales.

– Imposible.

– ¿Por qué?

– Porque no hay fondos de qué sacarlos.

– Yo digo que sí.

– ¿De cuál?

– Del de calamidades públicas, por ejemplo.

– Está agotado; y además, tenemos al clero y a los maestros de escuela sin pagar, medio siglo hace.

– Y a mí ¿qué me importa? Lo que usted debe tener presente es que mi recomendado es en su pueblo el mejor agente de la política del Gobierno; que es un incansable propagandista de ella, y que tal vez a sus esfuerzos heroicos debo yo mi elección.

– En fin, hablaré con el jefe, y trataremos de complacerle a usted.

– ¿Y cómo va mi asunto?

– Regularmente.

– No basta eso.

– Hay un obstáculo muy difícil de vencer.

– ¿Cuál?

– El fallo del Consejo de Estado, enteramente contrario…

– ¡Demonio! ¿De cuándo acá?

– Desde esta mañana. Aquí está a la aprobación de S.E.

– ¡Es preciso que se revoque ese fallo!

– No lo veo fácil.

– Pero yo lo veo necesario. Con él se perjudican los intereses de mi familia hasta un punto que usted no puede concebir.

– Todo eso está bien; pero…

– No hay pero que valga.

– En fin, hable usted con el jefe, que, si quiere, mucho puede hacer.

Todos estos diálogos, y otros muchos por el estilo, oía don Simón a su entrada en los Ministerios, mientras se abría paso entre aquel enmarañado laberinto de pretendientes y otorgantes; y en semejante ocasión, como era bastante novel en el tráfico para haber perdido el rubor por completo, solían saltarle a la cara algunas chispas de él…, lo cual no le impedía llegar con sus peticiones al punto en que habían de ser atendidas. Verdad es que él no iba a pedir nada para sí ni para su familia; pero también es cierto que pedía para sus amigos o protegidos, y que jamás, al pedir, preguntaba: ¿es justo?, sino ¿es posible?

El rubor, pues, de don Simón no dejaba de ser algo farisaico.

Pocas de estas visitas a aquellas verdaderas casas de contratación necesitó para conocer el ingrediente con que se adherían de una manera tan tenaz las huestes ministeriales al poder. Ciego hubiera sido para no verlo, y aun para no distinguir entre la nube invasora más de un rabioso oposicionista que tocaba el cielo con las manos cada vez que, fuera de allí, oía hablar de destinos concedidos al favor, o del caudal de la patria despilfarrado. Porque resulta que los gobiernos al uso, ya porque se les defiende, ya porque no se les pegue con mucha fuerza, lo mismo necesitan ser rumbosos con sus huestes que con las enemigas.

Lo que nunca vió bien claro don Simón fué lo repugnante del papel que él mismo desempeñaba entre aquellos hombres, de cuya conducta, y con razón, se escandalizaba. Muchos de ellos no vivían, sin embargo, de otra cosa, ni adivinar les era fácil de qué vivirían cuando en el cargo cesaran, o los suyos cayeran.

Pero él, hombre rico, mucho más, infinitamente más de lo que necesitaba para el sostenimiento, muy lujoso, de su corta familia, ¿por qué cobraba en credenciales y en preferencias de los Ministerios un apoyo a todo trance que daba al Gobierno, sin más criterio ni mayor dignidad que si fuera un suizo asalariado?

Y no es extraño que no lo viera. Merced a esos procedimientos, se plantan de un salto junto al poder supremo, y son dueños de echar por la ventana la casa de la nación, muchos hombres que, fuera de ella, no tienen una triste buhardilla en qué albergarse, y otros que, teniendo mucho más, necesitan subir a grande altura para conseguir que alguien los contemple y acaso los envidie. Don Simón, como sabemos, era de estos últimos. En él podía la vanidad lo que la ambición o el hambre en otros muchos.

Y si esto no fuera cierto, ¿por qué habían de hacerse las elecciones a garrotazos casi siempre? ¿Por qué un diputado, cuantas más veces lo es, con más afán desea volver a serlo?

Pues qué, ¿tanto abunda el verdadero patriotismo que sea necesario conquistar a tiros la molestia y el pesar de abandonar la propia casa y la familia y los negocios, por ir a cuidar de los ajenos?

CAPÍTULO XVII

Sabemos ya que don Simón, aunque muy halagado con la importancia que le concedía su propio cargo en las altas regiones en que éste pesaba algo, no estaba satisfecho. Su ambición de lustre abarcaba mucho más. ¿Qué era él todavía en la corte? ¿Quién hablaba del señor de los Peñascales, ni de la familia del señor de los Peñascales? ¿Qué periódico había cantado su opulencia, o la severa dignidad de doña Juana, o los atractivos de Julieta? Por ventura, aquellas resmas de prospectos, o aquellas circulares de industriales que «acaban de recibir el surtido para la estación», o las esquelas mortuorias, o los folletos insulsos que diaria y profusamente le llegaban por el correo interior y que al principio creyó muestras de una especial deferencia a su persona, pues le eran desconocidos los remitentes, ¿no se le enviaban a título de diputado a Cortes? ¿No los recibían igualmente todos sus colegas, muchos de los cuales no tenían sobre qué caerse muertos? Y fuera de estas distinciones y las que también conocemos, ¿de qué otras había sido objeto hasta allí?

Decididamente necesitaba hacer algo extraordinario en sus dos conceptos de hombre político y acaudalado personaje. Por ejemplo: pronunciar un discurso en las Cortes y dar un baile en su casa.

Sumido en tales meditaciones, paseábase una tarde en el salón de conferencias, solo y cabizbajo, cuando se le acercó un mozo de lustrosas patillas y retorcido bigote, agradable de rostro y pulcramente vestido, diciéndole con la mayor solemnidad:

– ¡Saludo al señor de los Peñascales!

Volvióse éste y miró al otro atentamente; y como no lo conoció, quedóse sorprendido.

– A los hombres públicos— añadió el intruso, viendo la sorpresa de don Simón— les pasa mucho de esto. ¡Como son conocidos de tantos a quienes ellos jamás han visto!… Pero a bien que a mí, el temor de una fría respuesta no ha de quitarme el placer que recibo al estrechar la mano de una persona digna de todo mi respeto.

– Un millón de gracias por mi parte— dijo entonces don Simón, un poco envanecido con semejantes lisonjas, y aun recelándose si sería él más popular de lo que creía.

– No las admito, señor mío— contestó el mozo quebrándose a cortesías— . Deseaba estrechar su mano de usted; acabo de verle pensativo y solo, y he elegido esta ocasión.... Y a propósito de cavilaciones, ¿va usted a hablar mañana, quizá?

– ¿Mañana?… ¿Mañana, dice usted?… Hombre, precisamente mañana, no…– respondió don Simón desconcertado, por dos razones: porque le habían leído parte de su pensamiento, y esto no le gustaba, y porque se le hacía desde luego capaz de hablar en el Congreso, lo cual le halagaba sobre toda ponderación.

– Se me había figurado, no sé por qué— añadió el intruso— . ¡Como los periodistas estamos tan avezados a discutir hasta las fisonomías!…

– ¿Conque es usted periodista?– exclamó don Simón más y más satisfecho.

– Hasta cierto punto, señor de los Peñascales.

– No comprendo…

– Quiero decir— continuó el otro, afirmándose los lentes sobre la nariz— que soy periodista de devoción, no de profesión. Más claro: mato mis ocios y mis hastíos escribiendo la parte de política palpitante en un periódico batallador. Por lo demás, por inclinación y por carrera, soy diplomático.

– ¡Hola!– dijo don Simón abriendo mucho los ojos— . ¿Agregado, quizá, a alguna embajada?

– Un poquito más.

– Secretario acaso…

– Un poquito más, si a usted le parece.

– ¡Caramba!– gritó aquí Peñascales, acordándose hasta de su hija— . En este caso— añadió— , ¿estará usted con licencia?

– No, señor: jubilado.

– ¡Y tan joven!

– Señor de los Peñascales, la política no reconoce edades ni servicios.

– Verdad es.

– Sobre todo, cuando los funcionarios tenemos carácter y dignidad.

– También es cierto. Pero ¿no nsa usted volver a ejercer?…

– Lo veo difícil con este Gobierno, con el que no me reconciliaré jamás mientras yo observe que da al favor lo que debe al mérito.

– Según eso, ¿se cree usted postergado?

– Sólo sé, mi respetable amigo, que por mis antecedentes, por mis servicios prestados hasta el día en que cesé, me correspondía hoy una embajada de primera clase…

– Y quizá le han ofrecido a usted…

– Una indignidad, señor de los Peñascales… lo que puede desempeñar un cónsul de tres al cuarto.

– ¡Qué atrocidad!– exclamó don Simón sinceramente escandalizado.

– Pues así va todo, amigo mío. Pero a bien que no me extraña, porque soy viejo en esta casa, y conozco hasta sus menores escondrijos.

– Habrá usted sido diputado varias veces…

– No he querido serlo… o mejor dicho, han tenido siempre los gobiernos buen cuidado de hacerme en las urnas cuanta guerra han podido. ¿No ve usted que a los gobiernos como los de España no les conviene en el Parlamento hombres como yo?… Ahora me ofrecieron un distrito; pero era con el fin de hacerme olvidar, ¡mentecatos!, el desaire de la embajada, y especialmente para atar mis manos en la prensa: pues ya saben ellos que tienen cada día la existencia pendiente de mi pluma.

– ¿Luego es usted de oposición?

– Le diré a usted: observo una actitud expectante. Amenazo de vez en cuando; transijo al ver que ceden, y vuelvo a la benevolencia.... Porque conozco que el país no está para escándalos ni para caídas ruidosas. ¡Ah…, pues si no fuera por este patriotismo que me esclaviza!…

Y se dio dos golpecitos con el junquillo en una pantorrilla, mientras volvía a afirmar los lentes sobre la nariz. Don Simón, que le creía como artículo de fe, no cesaba de regodearse con la idea de que un hombre de tanto valer le conociera, le admirara y le juzgase capaz de hablar allí como el más guapo. Bajo esta impresión le dijo, pasados breves instantes de silencio:

– Pues volviendo a la pregunta con que me hizo el honor de saludarme, ha de saber usted que me sorprendió, tanto más, cuanto que estuvo a dos dedos de mi pensamiento.

– Naturalmente. Diplomático y periodista, ¡figúrese usted qué se me ocultará a mí!

– No es esto decir que mañana precisamente…

– Es lo mismo, señor don Simón. Será pasado mañana, o dentro de unos días…

– Podrá ser.

– Y ¿sobre qué va usted a hablar?– preguntó el periodista, sacando de su cartera unas cuartillas y un lápiz.

Aquí se vio cogido don Simón, que aún no había madurado el cuándo ni el asunto.

– Pues, hombre— respondió por decir algo— , nso hablar… sobre… Ya se ve, ¡son tantas las cosas que uno…!

– Vamos, ya le comprendo a usted. Versará el discurso sobre algún asunto importante para la provincia que usted representa.

– Cabalmente— exclamó don Simón, mientras el otro escribía con el lápiz en una cuartilla, sobre el mármol de la contigua chimenea.

– A ver si es esto— dijo a poco rato el periodista, leyendo al diputado lo que había escrito.

«Dentro de algunos días tratará en las Cortes el opulento diputado don Simón de los Peñascales un asunto de vital interés para el distrito que representa. La autoridad de que, por su brillante posición social, está revestido este digno miembro de la Cámara, y el talento que le distingue, hacen creer que la discusión será una de las más interesantes que, en su género, se promuevan en la presente legislatura.»

Don Simón se quedó extático. Cuando aquel párrafo se publicara, su nombre comenzaría a sonar tan recio como él deseaba; pero, una vez publicado, adquiría el compromiso de hablar, de hablar mucho, y de no hablar mal del todo. Así es que no pudo menos de decir al periodista:

– ¡Canario, canario!… Usted me favorece mucho; pero…

– ¿Cree usted que le lisonjeo? ¡Bah!… Dejando aparte que usted se lo merece, y mucho más, aquí no se gasta otra cosa.

– Ya lo observo; pero así y todo.... ¿Y cómo se llama su periódico de usted?

– El Ariete.

– Muy conocido, en efecto.

– ¡Oh!, de primer orden. Desde mañana lo recibirá usted en su casa.

– Tantas gracias.

– Cabalmente son suscriptores también todos los hombres notables de la política y de la Bolsa. Sólo usted nos faltaba, como quien dice.

– En ese caso— dijo don Simón comprendiendo entonces la intención del periodista, que no era seguramente la de regalarle el periódico— , envíeme usted el recibo.

– A su tiempo, señor de los Peñascales. Con hombres como usted guarda la administración ciertos trámites de confianza. No los guardaría ciertamente con muchos de sus colegas de usted. ¡Aquí hay que tener más ojos que los de Argos!

– ¡Hombre, usted exagera!

– ¿Quiere usted que le trace algunas biografías? Le aseguro a usted que serán deliciosas.

– No hay para qué, no hay para qué— se apresuró a responder don Simón, como si temiera comprometerse con la oficiosa espontaneidad del diplomático; el cual añadió inmediatamente:

– Y su apreciable familia de usted, ¿se divierte en Madrid?

– Pshé.... Como todavía no conocen el terreno bien, por más que tenga muchas y buenas relaciones…

– Cierto: faltan la intimidad de las provincias, el roce continuo, ciertas reuniones de confianza.... Y a propósito: creo haber entendido que pensaba usted dar algunas.

– ¡Es usted el mismo demonio!– saltó don Simón, admirado de que también le hubiese leído su segundo pensamiento.

– ¿Luego es cierto?

– Pshé…– volvió a responder el pobre hombre, sonriendo de gusto.

– ¡Magnífico dato para la Crónica de salones!– dijo el periodista, sacando sus avíos de nuevo y escribiendo a escape en otra cuartilla de papel.

Mientras esto hacía, admirábale más y más don Simón, no tanto por su extraño desenfado, cuanto por las consideraciones reverentes que parecía merecerle. Sin saber por qué, todo le interesaba en aquel hombre; por lo cual ardía en deseos de saber cómo se llamaba, y (¡vean ustedes qué curiosidad!) si era soltero.

Acabó de escribir el periodista, y leyó acto continuo a don Simón lo siguiente:

«Muy en breve contará la buena sociedad de Madrid con otro centro de amenidad y de elegancia. El opulento capitalista y diputado a Cortes don Simón de los Peñascales, y su distinguida familia, se disponen a recibir a sus numerosos amigos en sus espléndidos salones de la carrera de San Jerónimo.»

– ¡Pero usted me compromete!– dijo don Simón, trémulo de gusto, al recibir aquella rociada de piropos-. ¿Y si no llego a dar esas reuniones?

– No habrá nada de lo dicho, y en paz. Pero ¿qué ha de hacer usted sino darlas? Los hombres ricos e ilustrados y que, como usted, tienen además una señora modelo de elegancia y de agrado, y una hija, conjunto de todos los hechizos imaginables…

– Pero ¿qué sabe usted de todo eso?– preguntó don Simón hecho ya un caramelo.

– ¿Ha podido usted acaso creer— respondió el diplomático, explotando a su gusto la candidez del diputado— que personas de la significación de usted pasan inadvertidas en ninguna parte? ¡Bah! Se le conoce a usted en Madrid casi tanto como en su provincia.

– ¡Cielos, si será verdad!– pensó el bolonio; y añadió en voz alta— : Usted me lisonjea, sin duda.

– No es ese mi carácter, señor de los Peñascales— respondió el tuno haciéndose el ofendido.

– Quiero decir…– se apresuró a rectificar el primero.

– Hagamos punto sobre ello, amigo mío.

– Puesto que usted lo desea, hagámosle. Y ¿podría saber su gracia?

– Arturo Marañas; y por añadidura, andaluz y soltero.

– ¡Soltero también!– exclamó don Simón sin poder disimular su alegría.

– ¿Y qué le choca?

– Nada, nada— rectificó, aturdido, el candoroso diputado— ; sino que, como lo decía usted a continuación de su apellido, ¡ja, ja, ja!, me hizo mucha gracia.

– ¡Ja, ja, ja!… Yo soy así— dijo el diplomático siguiéndole el humor— . Como nada debo, ni nada ni a nadie temo, doy todo mi pasaporte cuando me preguntan cómo me llamo.... Pero observo— dijo, interrumpiéndose de pronto y consultando su reloj— que con el placer de estar a su lado, olvido uno de mis deberes. Así, pues, si usted me da su permiso, vuelvo a mi tribuna a tomar algunas notas sobre la sesión de hoy.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
30 ağustos 2016
Hacim:
170 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain