Kitabı oku: «Nubes de estio», sayfa 15
– ¡Otra vez el torrente desbordado!– dijo a Juan Fernández el periodista, echando a broma el asunto, mientras aplaudían al fogoso perorante sus paisanos.– Amigo, no hay modo de meter baza en esos oleajes de pasión. ¡Qué exageraciones!
– ¡Exageraciones! Esto es la pura verdad, la medida exacta, los temas obligados y el alcance práctico de dos generaciones de humoristas al menudeo que se han hecho hasta famosos… por algún tiempo. Y no lo cito porque crea incapaces de producir obras de mayor substancia a algunos de ellos, pues bien sabe Dios que los estimo en lo que podían valer trabajando en más vasto terreno: cítolo como modelo de la literatura popular de ustedes; de lo que ha llegado a formar escuela en Madrid muchos años hace, y se derrama a borbotones por las provincias; en fin, para que, teniéndolo a la vista, me diga usted, sin pasión de pandillaje, hasta dónde llegaría el desdén de esos ingeniosos escritores, que, en su mayor parte, son los mismos «chicos» de la crítica, si nosotros inundáramos a Madrid de paparruchas de esa estofa.
– También voto yo esta vez con Juan Fernández,– dijo Nino Casa— Gutiérrez.
– Después de haber votado usted contra los suyos— le contestó el periodista con gran flema,– ya no me queda nada que ver.
– Eso le probará a usted que soy diputado independiente. Y si no, vaya esta prueba de ello: a mí me tienta lo flamenco, por pasión de localidad o por vicios de enseñanza… en fin, no sé por qué. El caso es que me tienta, y que devoro las piezas y los artículos de ese género; pero es también el caso que me relamo de gusto cuando veo arrimar una paliza, como la de ahora, al género, a los autores, a los modelos, y al público que los aplaude. Esta aparente incongruencia quizás sea obra de algún fondo de estética honrada y decente que haya en mí: no lo sé a punto fijo; pero yo cedo a su impulso, y sin tener para nada en cuenta lo malo, que me esclaviza, aplaudo lo mejor, que me enamora. No sé si habré sabido explicarme delante de tan altas y distinguidas personas; en un círculo de barbianes (y perdone la palabreja chulesca el castizo Juan Fernández) hubiera expresado mi pensamiento en esta sencilla fórmula: «soy un medio perdido, de buenos sentimientos.» Y lo que digo de lo flamenco lo extiendo a lo pornográfico, que no deja de abundar en nuestra prensa menuda, dato que se le escapó en su catilinaria al amigo Juan Fernández.
– No se me escapó tal— observó el aludido,– sino que dejé de intento ese nuevo aspecto, que ni siquiera es de casta española, de esa literatura especial, para formar con él pieza aparte en el proceso que la estamos siguiendo aquí hoy.
– Démosla por formada— dijo el periodista,– y hasta por descargada la paliza correspondiente; pues costillas que tantas acaban de sufrir, no han de reparar en la cuenta por una más o menos; pero conste que todavía no me ha dejado usted exponer las razones que pudieran existir en disculpa de ese dichoso desdén de la prensa madrileña hacia los libros provincianos. ¿Me permite usted continuar mi interrumpida tarea?
– Pensé que ya se había alegado todo con lo de la falta de interés en las cosas de provincias para los cultos madrileños; pero ya que hay más, siga usted exponiendo, que será oído con mucho gusto.
– Pues allá va otra razón, que no deja de ser de peso, a mi modesto y desautorizado entender: la razón de lo insignificante del número de autores y de libros provincianos dignos de consideración, comparado con el de los madrileños. Bien saben ustedes cuánto influye en la estimación de las cosas la costumbre de verlas a menudo; y en la de los libros y toda especie de obras de arte, el conocer y tratar a sus autores. Formen ustedes el corolario de esto, y a ver si nos vamos entendiendo.
– Es innegable— respondió Juan Fernández,– que en Madrid residen, o a Madrid frecuentan la casi totalidad de los que cultivan las letras en España, buenos y malos, y que son contadísimos los escritores castellanos de nota que las cultivan en las provincias; pero, sin tener en cuenta que en estos casos no se estima por cantidades, sino por calidades, da la casualidad que tienen ustedes a la puerta de casa un hecho evidente, notorio, que destruye la poca solidez que pudiera hallarse en la nueva disculpa alegada por usted.
– ¿Qué hecho es ese?
– Un hecho en que no se trata de unas cuantas individualidades dispersas por las provincias, sino de una literatura entera y verdadera, lozana, vigorosa y floreciente. En esa literatura, de abolengo ilustre, hay novelistas como los mejores de Europa; hay poetas líricos y dramáticos admirables; costumbristas, como ustedes dicen, y críticos superiores; y, para mayor refuerzo de mi tesis, a esa literatura pertenecen el único poeta épico que hoy tiene España, y el casi único dramaturgo contemporáneo en cuyas tragedias centellea el numen soberano de Shakespeare. No le cito a usted nombres por no ponerle en un grave aprieto.
– Gracias por el piropo— respondió el periodista, haciendo una reverencia a Juan Fernández, pero sin dejar de sonreírse ni de afilarse la punta del bigote.– Aunque ignorante, sospecho que alude usted a la literatura catalana.
– A la misma. Pues de esa literatura no saben ustedes una jota.
– Gracias otra vez más,– repitió el periodista, volviendo a inclinarse y a sonreírse.
– Y hasta hace muy pocos años— continuó Juan Fernández impertérrito,– ni de oídas se conocía en Madrid el nombre de ese gran épico, que ya estaba traducido a todas las lenguas literarias de Europa; hoy le conocen, es decir, al nombre, la mayor parte de los literatos madrileños; quizás no llegan a seis los que le han leído. Al otro poeta, al gran trágico, ni por el forro, como pasa con los líricos y con los novelistas. Jamás he visto un nombre de esos estampado en los periódicos de Madrid. Entre tanto, todos ellos son conocidísimos y estimados en Francia y hasta en Rusia.
– Que escriban en castellano si quieren que los leamos en Castilla,– replicó el periodista, con un dejillo de zumba, como si se tratara de los moros del Riff.
– No escriben en castellano, porque deben escribir en la lengua en que discurren, si quieren escribir bien. Ya sabe usted que «todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche… para declarar la alteza de sus conceptos… y no debe desestimarse ni aun al vizcaíno que escribiese en la suya.» Díjolo Cervantes, y así es ello de acertado. Lo derecho, lo regular, seria que ustedes aprendieran el catalán para leerlos y saborearlos como deben, porque a ello les obliga la profesión, ya que les falte el entusiasmo.
– Con eso, y con que usted no se haya tomado esa molestia tampoco…
– Se equivoca usted, que me la he tomado; no la molestia, sino el grandísimo placer de aprender a leerlos, como el señor Casallena y el amigo Romero, que nos están escuchando; y ¡pásmese usted! en este rinconcillo de la tierra pasan de seis, que yo sepa, las bibliotecas particulares en que no faltan los libros catalanes. ¿A que no hay tantos en Madrid en librerías de esta clase?… Y me anticipo a advertirle que, con mis ditirambos a esa literatura regional, no quiero decir que me asombro de que no se popularicen en toda España; porque para esto sí que es un obstáculo insuperable el no estar sus libros escritos en castellano. De lo que sí me asombraría, a no ser por la idea que tengo del espíritu madrileño de que venimos tratando, es de que la literatura catalana, tan rica y tan bella, no se conozca en Madrid por más de media docena de literatos, y jamás se lea una mención de ella en los periódicos de la capital de las Españas.
¡Y todo— dijo el periodista madrileño, chungueándose tan risueño como de costumbre,– por esa pícara envidia!…
– No he dicho tal.
– O por ese centralismo absorbente, o madrileñismo desdeñoso, que tanto viene a dar, bien desentrañado el concepto. En fin, que somos unos granujas los periodistas de allá.
– Siento muy de veras que se me haya anticipado usted con esa deducción forzada de las premisas que he sentado yo, a la declaración que iba a hacerle ahora mismo, como otro argumento más en favor de mi tesis; porque va a parecer excusa tardía por aquella causa, y a perder gran parte del mérito de su sinceridad.
– Venga, con todo, la declaración, para hacerla los honores que merezca.
– Pues pensaba declarar, y declaro, que lejos de tener a las personas esas en el concepto que usted, por seguir sus bromas, ha supuesto, sucede todo lo contrario: no he conocido gentes más campechanas, más corteses, más hospitalarias ni más nobles en su trato con nosotros…
– Ergo…
– Aguárdese usted. Hasta aquí vamos bien: todos somos unos, ciudadanos y convecinos de la república de las letras; hasta se lamentan, como yo, del poco aprecio que hace la crítica (ellos) de los libros, particularmente los de afuera…
– Luego…
– Pero esos hombres tan cariñosos, tan finos, tan discretos, tan campechanos en el comercio ordinario de la vida, cogen la pluma después, se suben a la trípode, y ya están con el ataque; ya «son de Madrid:» la migaja de limosna, la miradita de alto abajo. ¿Qué significa todo esto?
– ¡Qué ha de significar? La setupiterna alucinación de ustedes.
– ¿Qué alucinación, ni qué ocho cuartos… ni qué ha de decirme usted a mí, ni qué han de decirme ellos, que yo no sepa sobre ese particular? ¡Si yo, yo, que hablo que hablo de ese resabio de casta; yo, que le conozco como a los dedos de la mano, y abomino de él; yo, yo mismo, escribiendo, aunque indigno, en un papelón de la corte, casi he sido madrileño, y he tenido comezones de mirar de alto abajo a las cosas de provincias! Tendrá ese mal algún fundamento remoto, como el que exponía Casallena; lo dará el clima, le producirán las costumbres… o la corrupción de los alimentos; será hereditario de generación en generación, desde aquellos patriarcales días del Álbum de Momo y del Semanario Pintoresco, en aquel lugarón destartalado y sucio, plantel insigne de los legítimos milicianos nacionales, y de esos otros beneméritos ciudadanos «del comercio de esta corte,» cuyas muertes se anuncian todavía como las de los últimos veteranos de Trafalgar… vendrá, en fin, de donde usted quiera; pero el mal existe allí, y existirá mientras aquello no se refunda en otros moldes y se purifique por…
Aquí se detuvo Juan Fernández, porque sobrevino el vizconde como llovido del cielo. Presentósele Nino a sus amigos y conocidos, y con esto se acabó la empeñada disputa.
– XIV— Palabras mayores
Al anochecer de aquel mismo día entró corriendo Petrilla en el gabinete, y dijo a su hermana a media voz, cogiéndola al mismo tiempo por un brazo:
– ¡A la cama, hijita, a la cama ahora mismo, que viene el coco!
– ¿Quién viene?– preguntó Irene a Petrilla, levantándose de un brinco de la silla en que estaba sentada.
– Él; Nino,– respondió Petrilla, tirando de su hermana hacia la puerta falsa del gabinete.
– ¡Jesús!– exclamó Irene, sin saber por dónde meterse.
– Pero ¿dónde está?– preguntó doña Angustias, que se hallaba presente.
– Pasaba yo por el recibidor— dijo, Petrilla;– oí pasos en la escalera; me dio una corazonada; miré por la rejilla con mucho tiento, y resultó lo mismo que me había temido: era él que subía, todo amarillo… Fui de un salto a decir a la Rita que le pasaran a la sala… ¡Chist! Aguanta hasta la respiración ahora, que ya está ahí…
– ¿Viene solo?– preguntó Irene al oído de su hermana.
– Solo,– respondió Petrilla, tapándola la boca con una mano torneadita y blanca.
– Entonces— respondió Irene unos instantes después,– basta con que me esconda.
Y desapareció por la puerta falsa del gabinete.
Al otro día vino toda la familia, Ponchito inclusive; y tuvo Irene que meterse en la cama a las cuatro de la tarde, y que cerrar los postigos de su dormitorio, por si a las mujeres se les antojaba entrar a verla, no obstante el reiterado encargo que ella había dado a Petrilla de que ponderara bien lo que la atormentaban la luz y los ruidos, hasta los de las más leves conversaciones.
Estas comedias, tan risibles en lo aparente y tan de llorar en el fondo para Irene y de padecer para toda su familia, duraron cerca de una semana. En todo ese tiempo, que pareció un siglo en casa de don Roque Brezales, no hubo en ella momento de tranquilidad ni comida con arte: Irene llegó a enfermar de veras; y porque no cumpliera Petrilla la amenaza que había hecho delante de su madre de poner fin al insostenible conflicto cantando a Nino las verdades, doña Angustias, que conocía la frescura de su hija tan bien como el peso de la razón y de la justicia en que fundaba sus intentos, pero que deseaba llegar al mismo fin por otros caminos diferentes, se cosió a sus faldas para no dejarla sola un instante con Nino ni con ninguno de su casta.
Al mismo tiempo, don Roque andaba febril, azoradote, inapetente y desatinado, cobardón y turulato delante de los de Madrid, «por no saber qué decirles,» y a la vez buscándolos y persiguiéndolos, y hocicándose con ellos en todas partes como moscardón deslumbrado con la llama de un candil. Ya tenía ojeras, y llegaron a colgarle de las quijadas los pellejos de sus mofletes cetrinos.
Hasta entonces, había logrado eludir el serio debate a que varias veces le había llevado su mujer, escurriendo el bulto a lo mejor, o con un «yo me entiendo y hablemos de otra cosa;» pero llegó una ocasión en que no le valieron subterfugios. Nino había estado en casa por la mañana solo, y por la tarde con toda su familia; Irene, harta de llorar y con fiebre, había declarado que si cualquiera de ellos se le ponía delante, diría toda la verdad a gritos, sin miramientos ni reparos de ninguna especie; a Petrilla no le cabían ya las impaciencias y la indignación en el cuerpo, y también había amenazado en la mesa, delante de su padre, que ni chistaba ni comía, con sacar la prometida escoba y barrer «a esas gentes» hasta la acera de la calle. Con todas estas cosas, a doña Angustias le crecieron las que venía pasando, hasta dejarla poco menos que sin respiración. No desplegó los labios en todo el día ni en la primera parte de la noche; pero atenta a todo, y sin perder ripio de cuanto ocurría en su derredor, fuese hinchendo de iras y de indignaciones; y en cuanto se vio a solas con su marido en el conyugal dormitorio, echó la llave por dentro y rompió a hablar de esta manera, plantificada delante de don Roque, el cual en aquel instante acababa de sacar un brazo de la correspondiente manga de su bata de percal rameado:
– Esto no puede continuar así, Roque; y te juro que si tú no lo remedias pronto, pero muy pronto, he de remediarlo yo. Nuestra pobre hija está acabándose miserablemente, y nosotros, en conciencia, no debemos consentirlo.
Como don Roque notó algo de extraño y aun de siniestro para él en el acento de aquella voz, de ordinario tan serena y agradable, suspendió la tarea en que estaba empeñado y miró de reojo a su mujer. Viola demudada y en ademán resuelto, y la volvió la espalda con el pretexto de acabar de quitarse la bata.
– ¿Me has oído?– insistió doña Angustias al ver que nada se le respondía.
– Mujer— respondió al cabo don Roque, volviéndose hacia ella con los brazos entreabiertos y en mangas de camisa.– Convendría, primeramente, que hablaras un poco más bajo, porque hay criadas en casa…
– ¿Y qué oirán esas criadas que ya no sepan— replicó doña Angustias,– y que no se sepa en toda la ciudad? ¡Le parece a usted en qué escrúpulos nos paramos ahora? Pues ten entendido que a mí no me importa un rábano que se oiga lo que he de decirte esta noche, y que estoy resuelta a que lo oigan hasta los sordos de la vecindad, si fuera necesario, para que me entienda quien deba entenderme.
– ¡Cascabeles!– dijo entonces Brezales, que había comenzado a desabotonarse el chaleco, atreviéndose a mirar a la cara a su mujer;– pues si a tanto te arriesgas, gritaremos todos lo que podamos, que mudos no somos tampoco, gracias a Dios… ¡Vaya, vaya con!… Pero ¿se puede saber, señora mía, a qué vienen esos adefesios tan a deshora? ¿Qué costilla se te ha roto o qué casa se nos ha caído?
– ¡Me gusta la pregunta, en gracia de Dios!– exclamó doña Angustias, cruzando los brazos y moviendo la cabeza a un lado y a otro.
– Pues me garantizo en ella, ¡sí, señora!– respondió Brezales, soltando cuatro botones de su chaleco de un solo tirón con las dos manos a un tiempo.– Yo no sé qué cosas nuevas pasan aquí hoy para que te me vengas a estas horas con ese despotrique…
– No sé lo que es despotrique— interrumpió doña Angustias, con cierto dejo de zumba sobre la palabra;– pero si quieres decirme que te extrañan el tono y la hora en que te hablo, te respondo que no piden jarabe las cosas que nos están sucediendo…
– Y no de ayer acá, por más señas— interrumpió don Roque, forcejeando para quitarse el chaleco.– Por eso me pasmo de que las tomes ahora con tanto calor… ¡Vaya, vaya! Pues estos días atrás no te ha dado tan fuerte la pataleta, y los motivos eran ínticos a los de hoy.
Largó en esto el chaleco; y mientras iba a colgarle de una perilla de su cama, quedó a la vista el aspa que le formaban sobre la espalda los tirantes del pantalón, cuya cintura andaba, cerca de los sobacos.
– ¡Mentira!– contestó seca y airadamente su mujer.
– ¡Mentira?– repitió Brezales volviéndose hacia ella, después de colgar el chaleco y con una mano ya en el nudo de la corbata.
– ¡Mentira!– insistió doña Angustias.– Ni un solo día he dejado de aconsejarte que miraras bien lo que estaba pasando en nuestra casa, porque era muy serio, muy grave; y alguna vez me hubiera encrespado, como me encrespo ahora, si no te hubieras escapado de mis alcances, como te me escapabas a lo mejor, por no saber qué responderme; pero hoy se ha colmado la medida, ¿lo entiendes?… y no te me escaparás como no eches esa puerta abajo…
– ¡Te digo, Angustias, que te desconozco!– exclamó Brezales, despechugado ya y después de arrojar sobre una silla su corbata de mariposa.
– Pues debieras esperarlo— replicó su mujer,– porque el caso no es para menos.
– Repito que te desconozco— dijo el marido, soltando a tientas los tirantes de los correspondientes botones.– Y además de desconocerte— añadió, arrojándolos con brío hacia atrás por encima de los hombros,– me pasmo de la falta de diéresis con que te explicoteas y conduces en este momento.
– ¿Mi falta de diéresis?
– Sí, señora— insistió Brezales muy erguido, comenzando a desátacarse los pantalones,– tu falta de diéresis; porque a tenerla en su punto y sazón, no tirarías esas piedras a mi tejado, siendo el tuyo de cristal… ¿Ha dicho algo?… Pues tómese en cuenta, ¡cascabeles! que si yo desollé la cabra, tú me la tuviste… Pues, hombre, ¡tiene que ver!…
– No hay tal que ver— replicó doña Angustias siguiendo a su marido, que andaba de acá para allá con las bragas entre manos,– porque yo nunca he negado que te ayudara en esa mala obra; y precisamente porque te ayudé y reconozco mi pecado, tengo tanto empeño ahora en que se enmiende lo mal hecho.
– Y ¿cuál es lo mal hecho, señora mía?– preguntó con afectada gravedad don Roque, mirando cara a cara a su mujer, sentado ya en una silla, a los pies de su cama, para quitarse las botas.
– ¿En eso estamos ahora?– preguntó a su vez doña Angustias, muy indignada.
– En eso, justamente— respondió con sequedad su marido, forcejeando en su tarea con pies y manos.– Pues ¿qué te piensas?– añadió poco después, metiendo las botas debajo de la cama,– ¿que es artículo de fe para mí la maldad de ese particular que tanto te encalabrina? ¡Pues, hombre, ni aunque ma hubiera caído yo de un nido! ¡Vaya, vaya!…
Doña Angustias tuvo en la punta de la lengua entonces media docena larga de improperios; pero logró devorarlos todos, menos uno, a fuerza de fuerzas: el menos áspero y contundente para el pobre hombre, de quien se apartó dando una rabonada y diciendo con ira:
– ¡Dios mío, qué majadero!…
Don Roque, que estaba ya quitándose los pantalones, se sintió herido por la palabra, jamás oída con igual destino en boca de su mujer.
– ¡Angustias!– exclamó entre dolorido e indignado, volviendo hacia ella los ojos.– ¡Estás desconocida esta noche, te lo vuelvo a repetir!… ¡Hasta te descompones… hasta me faltas si a mano viene!…
– Es que ya me canso de golpear con el puño en hierro frío— replicó doña Angustias, volviéndose hacia su marido desde el otro extremo del dormitorio,– y de andarme con paños calientes donde se necesitan cantáridas que levanten ampollas; porque el mal crece de día en día que es un espanto… y estoy dispuesta a cortar por lo sano y sacar el Cristo, pese a quien pese… porque eso es de necesidad… porque estamos todos en vilo en esta casa, y peor que en vilo, sí, señor, peor que en vilo, ¡en berlina! y además la pobre Irene acabándose, muriéndose poco a poco, a fuego lento, por culpa de tu necedad… y de la mía también… En fin, hombre ciego y testarudo, que éste es un caso inaudito; y para ti y para mí que somos los causantes de él y padres de la desdichada, un caso de conciencia de los más graves…
– ¡De conciencia!– exclamó con voz airada Brezales, arrojando las bragas sobre una silla.
– ¡Conciencia— añadió en seguida, andando con cierta solemnidad y en calzoncillos hacia su mujer.– Y ¿qué es la conciencia?– concluyó puesto en jarras delante de ella y mirándola de hito en hito.
– ¿Quieres que yo te lo diga— le respondió muy templada doña Angustias,– para aprender lo que no sabes?
– Obrar en conciencia— expuso don Roque menospreciando la respuesta de su mujer,– cumplir cada cual con sus deberes; llenar… vamos al decir, cada hijo de vecino el puesto o lugar que le corresponda; subir a las alturas que por sus caudales le están señaladas… o por la divina Providencia… por la divina Providencia, sí, señora, que castiga lo mismo las faltas de hacia abajo que las sobras de hacia arriba… y ya me entiende usted… ¡Conciencia!… De conciencia es cumplir las palabras empeñadas entre caballeros o personajes de bien, como la que empeñamos tú y yo con esa ilustre familia que tanto nos honra y favorece; de conciencia es en los padres mirar por el lustre y la felicidad de sus queridos hijos… o hijas, es de material para el caso; de conciencia es, entiendo yo, por consiguiente, que quien puede ser duquesa no se conforme con menos… ¿Oyó usted el golpe, señora mía?… Pues ahí llaman.
Dijo y se volvió hacia su cama, junto a cuyo testero se detuvo para liarse a la cabeza un pañuelo de seda, rojo de color y resudado, que sacó de un cajón de su mesita de noche, y vestirse el camisón de dormir, que tenía escondido debajo de las almohadas.
Mientras en estos menesteres se ocupaba el pobre hombre, su mujer, perdido ya todo miramiento, le ponía como un trapo sucio, por obcecado, por simple, por vanidoso ridículo… hasta por mal esposo y peor padre.
– ¿Y tú…– llegó a decirle exasperada e inclemente,– tú eres el hombre que se atreve a explicarme a mí lo que es conciencia? ¿Dónde está la tuya? ¿La tienes por si acaso? Y si la tienes, ¿de qué es? ¿Para qué te sirve? ¡Fatuo, más que fatuo! ¿Todavía no has llegado a comprender, con los años que tienes encima, por qué te hacen esas gentes tantos arrumacos y tantas cucamonas? ¿Piensas que por tu linda cara? ¿Piensas que por tus talentos? Pues te llevas un gran chasco si tal piensas. Esas gentes, como otras muchas de allá y de acá, más grandes y más chicas, te adulan y te manosean por lo que tienes de rico, para comerte un costado o para ampararse a la sombra de tus talegas… porque no sirves para otra cosa, tienes que convencerte de ello; y tú, bobalicón de Satanás, te dejas caer de primo. Ésta es la verdad, Roque; la pura verdad, duélate o no te duela; porque lo apurado del caso pide que se diga sin miramientos, y sin miramientos te la digo ¡por primera vez en mi vida! ¡Mira tú si el mal será de muerte!…
Don Roque Brezales, sin responder ni con un quejido a este vapuleo inclemente de su mujer, se metió en la cama sosegadamente y se cubrió con el embozo de la ropa hasta cerca de las narices. Doña Angustias tomó el silencio de su marido a menosprecio de sus palabras; embraveciose más con la sospecha, y desfogó sus iras de esta suerte, acercándose hasta la mesita de noche, en cuyo mármol, con lágrimas de estearina, apoyó una de sus manos:
– Yo también he sido fatua en este condenado asunto… y en otros muchos de menos importancia; yo también creí que nos llovía en casa un pedazo del cielo casando a Irene con ese badulaque; yo también pensé que por la bambolla de ser duquesa mañana u otro día, entraría con todas hoy de buena gana, aunque al principio se le atragantara un poco el noviazgo ese. En esta creencia, te ayudé en ese tu empeño de llevar el asunto por la posta, de buena fe, honradamente, entiéndelo bien; porque yo no podía querer para mi hija cosa alguna que le repugnara tanto cómo esa repugna a la infeliz… y con muchísima razón; pero caí de mi burro, porque tengo corazón y conciencia, no de la casta de la tuya, y ojos en la cara, y sentido común; y desde aquel día empecé a tratar contigo el modo de deshacer lo hecho… no me lo negarás. Como era culpable también, y no te creí tan duro de mollera ni tan irracional como ahora resultas, lo llevé por la buena y poco a poco, esperando que las pesadumbres y dolores de tu hija conseguirían de tu corazón lo que no alcanzaban mis razones; pero nada: tú como una peña, hecho un zascandil barrescobas de esas gentes, que se están riendo de ti, y ¡sordo que sordo y ciego que ciego a los lamentos y a las desdichas de tu casa!… Hasta aquí he podido contenerme por las razones que te he dicho; pero tal se han puesto ya hoy las cosas; tal es la violencia en que vivimos, y tan amargo y tan negro es lo que está pasando la pobre Irene por culpa de tus bambollas irracionales, que rompo por todo esta noche, y te juro por el santo nombre de Dios crucificado…
Aquí respingó Brezales debajo de las ropas, y se volvió hacia la pared, contraído y resoplando.
– Te juro— continuó su mujer después de una corta pausa, acercándose más a la cama o inclinándose sobre ella para que no perdiera una sola de sus palabras el oído de don Roque,– te juro que mañana mismo… óyelo bien… mañana mismo, muy temprano, como el camino de la playa, aunque sea a pie; me presento en casa de esas gentes, y en media docena de palabras, tan claras como las que me estás oyendo aquí, dejo terminado este sainete que nos está haciendo ser la irrisión de todo el pueblo, aunque es tragedia de lágrimas para nosotros… ¿Lo has entendido bien? Pues sírvate de gobierno, y duérmete ahora paladeando las pomposidades del noviazgo de tu pobre hija.
Con esto se volvió doña Angustias hacia su cama, al tiempo mismo que su marido se incorporaba en la suya de un brinco, como si fuera un pelele de resorte.
– ¡Por el amor de Dios, Angustias!– exclamó con las de la muerte pintadas en los ojos,– ¡no hagas eso todavía! Yo te confieso que te sobra la razón; yo te declaro que puede haberme cegado algo en estos particulares ese demonio que tú dices; que no anduve todo lo circunflejo que debí de andar en los primeros momentos… como no anduviste tú tampoco; yo te aseguro que si después acá no he llevado las cosas conforme vosotras queríais, ha sido por creer que, después de rematadas a mi gusto, me daríais todas las gracias, no porque yo no tenga a esa hija, como a la otra y como a ti, en las mismas entretelas del corazón… ¡Dios mío de mi alma, cómo había de ser de otro modo! Yo peno como tú; yo las estoy pasando tan negras como vosotras, y más, si bien se mira, porque encima de lo que todos pasamos por igual, llevo yo la carga de las maldiciones de Irene, de los alfilerazos de Petra y de la tunda horrorosa que acabas de darme tú. ¡Tú, que nunca me has maltratado ni de obra ni de palabra hasta ahora! Pues no me ofendo ni me encalabrino, mírate tú; porque hasta para otro tanto más dan las aparencias entre personas que no conocen, como conozco yo, las miles contingencias del corazón humano… Ésta es la verdad, Angustias, ¡la purísima verdad!… Con todo y con ello, yo me declaro tonto de remate, zascandil y barrescobas de esos personajes, marido sin diznidaz y hasta padre sin vergüenza, y te doy la razón para tratarme como me has tratado y cumplir el juramento que me has hecho; porque, séase lo que se fuere, es la verdad que la vida que traemos en esta casa últimamente no es para llevada muy allá… Pero ¡por el amor de Dios te lo pido, Angustias! No hagas eso mañana… y déjalo de mi cuenta. El ilustre caballero está para llegar de un día a otro, y no parecerá bien que cuando llegue se encuentre patas arriba un asunto que traerá él metido en las mismas niñas de sus ojos. Entre él y yo le arreglamos en Madrid; a mí y a él nos toca desarreglarle, ya que quiere el demonio que se desarregle. Yo te juro, Angustias, que en cuanto llegue ese caballero… pasado mañana, según las últimas noticias, sabré cumplir con mi deber.
– ¡Buenas agallas tienes tú— dijo la señora desde su terreno, sin volver la cara y empezando a desnudarse,– para una valentía como esa!
– ¡Te juro que las tendré!
– ¿Y si no las tuvieras… como no las tendrás?
– Si no las tuviera, te lo declararé lealmente y nos valdremos de las tuyas.
– Trato hecho— concluyó doña Angustias volviéndose hacia su marido.– Dos días de plazo desde que él llegue; Y si al cabo de ellos te falta valor, que eso yo lo conoceré sin que tú me lo declares, entro yo a cumplir mi juramento… mi juramento, óyelo bien, y por el santo nombre de Dios crucificado.
– Trato hecho,– repitió balbuciente el pobre hombre, en cuyos oídos resonaron las palabras del conjuro de su mujer como las de una sentencia de muerte. Tembláronle las fofas carnes; y, hecho un ovillo, se dejó caer sobre la almohada, con los ojos cerrados y vuelto hacia la pared.
– Pues basta de conversación,– dijo dura y secamente doña Angustias, empujando hacia los pies toda la balumba de sus faldas a un tiempo.
Muy poco después se metió en la cama, murmurando rezos y haciéndose cruces; apagó la bujía, y quedó el dormitorio, tan lleno de rumores y hasta de iras momentos antes, completamente en paz, a oscuras y en silencio.