Kitabı oku: «Nubes de estio», sayfa 14
– XIII— Palique
El tal periodista, de regular físico, pero bien acicalado y muy en punto en prendas de su atavío, no veraneaba allí por su propia iniciativa ni para regalo de su persona, sino por cuenta y mandato de la empresa de su periódico; era de los de plantilla en la redacción de éste, y de los tres o cuatro que salían de Madrid todos los veranos y se dividían en otras tantas porciones la Península entera, o determinadas regiones de ella, para dárselas a conocer, en pinturas más o menos fieles, al bondadoso suscritor del papel que les pagaba. Medio litoral cantábrico llevaba despachado ya cuando el lector de estos renglones ha tenido el gusto de conocerle, aunque no hacía aún tres semanas que había salido de Madrid, y eso que estudiaba lo que caía por su banda, «bajo todos sus aspectos,» desde el geológico hasta el recreativo. No se había visto hombre más desembarazado de trabas ni más suelto de pluma que él. Llegaba al terreno, le daba un vistazo, hacía cuatro preguntas al primer indígena que se le ponía delante; y al día siguiente un cartapacio al correo con material suficiente para un artículo de tres columnas apretadas, el primero de la serie, la cual nunca bajaba de seis.
«El celta,» «el fenicio,» «el cartaginés,» «el romano:» éste era el plantel de pobladores de donde sacaba él siempre los que le convenían para el territorio que estudiaba «bajo todos sus aspectos.» Por lo común, elegía el primero que se le venía a la pluma. ¿Qué más daba, si nadie le contradecía jamás, y eran contadísimos los españoles que podían hacerlo, y esos pocos no le leían a él? A veces, para cubrir mejor sus apariencias de erudito concienzudo, hacía como que dudaba: «¿sería el celta? ¿sería el fenicio? ¿sería el godo acaso? ¿sería quizás el árabe?» Y aunque no hubiera sido ninguno de ellos, ni tampoco otro por el estilo, cosa que le tenía a él sin cuidado, se fijaba en el fenicio, por ejemplo, en consideración a éste y al otro rastro más a menos característico, de aquellos supuestos aborígenes, en los naturales del país; testimonios y pruebas que acumulaba con la frescura más imperturbable; porque, para él, no tenían ni podían tener réplica. Convenido ya en que había sido «el fenicio» el primer colonizador de aquellos territorios, tratárase de los costeños o de los de secano de tierra adentro, pasaba a hablar del clima y principales producciones (artículo 2.º de la serie). Por de pronto, sus condiciones meteorológicas eran las mismas del día de la observación, copiado al pie de la letra: lluvioso, si llovía en aquella ocasión; triste y gris, brumoso, si estaba nublado o cayendo un poco de morriña; risueño y primaveral, si lucía el sol sin nubes; y así por este arte, con las necesarias alteraciones estacionales en consonancia con las sentadas bases. Sus elementos de riqueza, según fueran los que explotaban los sujetos a quienes acudiera con la pregunta; por ejemplo: la recría mular, la patata, las hortalizas, la pesca, los pollos artificiales… El tercer artículo de la serie versaba sobre los procedimientos usados en el país para la explotación de aquellos elementos de riqueza; de los resultados obtenidos y de los que podían obtenerse de otro modo, y del influjo que en todo ello podían ejercer «las iniciativas de los poderes públicos,» la equidad de las leyes fundamentales del Estado, y los beneficios «de una política amplia y racionalmente democrática.»
Si la región sometida al examen del periodista no era cosa mayor en ningún concepto, el resto de la serie le invertía en volver sobre lo dicho; en apuntar unos cuantos pareceres enderezados a mejorar el estado de las cosas, sin detenerse a observar que los pareceres no cabían, la mayor parte de las veces, dentro de las condiciones constitutivas de la región, y en echarse por los cerros de la alta política preponderante en Europa, por las simas del Erario público y por las encrucijadas de los partidos militantes, para concluir poniendo toda su confianza «en el remoto, pero seguro imperio de la idea democrática en la conciencia del pueblo español, calor y vitalidad de las grandes energías que estaba pidiendo, año tras año, nuestra desolada patria, para alcanzar el nivel que la correspondía entre las naciones más prósperas y respetadas del mundo conocido.»
Si se trataba de una comarca veraniega, como en la ocasión de nuestra historia y en la mayor parte de las ocasiones, el cuarto artículo era el primero de los destinados a estudiarla bajo este aspecto brillante. El periodista colgaba su herramienta de escudriñador infatigable por los senos de la tierra y las espesuras de los bosques, y desenfundaba la brocha del colorista libre y regocijado; y allá van trazos y reveses; efectos de sol y de luna; manchas, impresiones y siluetas de todo cuanto alcanzaba la vista y de otro tanto más; retratos de frente y de perfil; grupos, figurones y comparsas; sedentarios y trashumantes, brisas, mares, charcas, luz, pajaritos y gusanos: para todo había espacio en el lienzo y colores en la paleta. Después, unas cuantas incensadas para fijarlo; y al correo con ello. Y el hombre, tan satisfecho de la obra; no porque fuera incapaz de hacerlo mejor y más a conciencia, con el necesario reposo y el debido acopio de materiales, pues era listo y bien dispuesto por naturaleza, sino porque no sabía más, y con ello sólo le iba bien, y no le pedían otra cosa ni los que le pagaban ni los que le leían. Andaba así el mundo, y se dejaba ir con él tan guapamente.
Y tan de fe creía que «llenaba su misión» de esa manera, que hasta siendo demócrata de profesión con procedencias federalistas, se alampaba por codearse con los señorones; cantaba, como un trovador de «los siglos bárbaros,» sus festines ostentosos y las preseas de sus mujeres, y siempre tenía en su carita redonda y algo anémica una sonrisilla protectora, con matices de compasiva, para las castas inferiores, a cuya cabeza colocaba él «la casta provinciana.» Esto no lo podía remediar, por más que lo intentaba aconsejado por su buena intención y nativa amabilidad; y precisamente esto mismo era lo que más sacaba de quicio a Casallena siempre que hablaba con él; y por eso se armó tan recia pelotera aquel día, en cuanto saltó en el corrillo el punto de los velocipedistas y demás sport men de la ciudad aquella, y acudió el periodista madrileño y tomó parte en el asunto, con la sonrisa y la tendencia acostumbradas; y por eso, en fin, perdieron el último tren de la mañana tantos y tan distinguidos gomosos.
Ello fue que acertó a decir el periodista, con su vocecilla suave y su sonrisa zumbona, después de haber elogiado a su manera «el evidente progreso» de aquella sociedad distinguida, aunque provinciana:
– En suma, caballeros: que nos van ustedes aventajando en todo, en esto de saber vivir.
– ¿A quiénes?– preguntó Juanito Romero.
– A nosotros— respondió el preopinante retorciéndose una guía de su bigote con la mano libre, porque en la otra tenía el libro francés,– a los de Madrid. ¡Y luego dirán ustedes que se les ofende, cuando se les dice, o se les da a entender siquiera, que les imponemos o queremos imponerles nuestros hábitos!…
– No es esa enteramente la cuestión escabrosa,– dijo, de un salto, el vehemente Juan Fernández.
– Pido la palabra sobre ese particular— interrumpió Casallena;– sobre ese particular, repito, que necesita toda la calma y toda la imparcialidad que yo poseo, para ser tratado aquí debidamente.
Y sin que nadie se la concediera, pero sin negársela tampoco, continuó así:
– Negar que lo más ha de influir siempre sobre lo menos, trátese de costumbres sociales o de géneros mercantiles, sería una bobada; y otra parecida sostener que de estos influjos ne cesarios no han de resultar, en determinados casos, comparaciones y contrastes; y de estos contrastes y de estas comparaciones, juicios y comentos cuando llega la ocasión; y de estos comentos y de estos juicios, irremediables también, algo mortificante, en gestos o en palabras, de lo absorbente para lo absorbido… Me explicaré mejor con un ejemplo: Nosotros tenemos nuestras correspondientes fiestas de sociedad, lo cual no merece censura, puesto que tenemos familias acaudaladas y señoritas primorosas, amén de modestas y muy mujeres de su casa, prendas estas últimas que no abundan en las equivalentes jovenzuelas de por allá; tenemos también madres de buen ver, y galanes, si no más feos ni peor vestidos que los de ustedes, quizás mejor educados y menos holgazanes, y más útiles al cabo. Por este lado, nada más puesto en razón que las fiestas domésticas en las cuales echan el resto, para divertirse y divertir a sus amigos, los pudientes notorios de nuestras cultas capitales de provincia; y nada más justificable tampoco, dados los vientos de publicidad que corren, que, al día siguiente, dijeran todos los periódicos locales que la noche antes se había celebrado un baile muy brillante en casa del señor don Fulano de Tal, a la cual fiesta habían concurrido las mujeres más lindas y elegantes, y los hombres más distinguidos de la población… y por este estilo, llano y discreto, todo lo demás referente a la fiesta y a la esplendidez del señor don Fulano de Tal. Pero no sucede así; sino que, por ese afán de imitación de lo más, que consume a lo menos en cada jerarquía; por ese prurito que nos consume aquí de andar, de vestir, de peinarnos como los de allá, y hasta de sustituir nuestros nobles y clásicos provincialismos con el caló flamenco acreditado por los barbianes de ustedes, damos cuenta de una fiesta como la de mi ejemplo— y ya sabe usted lo mucho que vale esta declaración, hecha por mí, reincidente empedernido en esa clase de pecados,– diciendo, siempre por el afán de imitar a los modelos de primera: «Anoche abrieron sus lujosos salones los señores… de Ruiz, a sus numerosos amigos. Todo lo que contiene de más brillante, de más hermoso y de más distinguido la buena sociedad de este pueblo, parecía haberse dado cita allí. Allí estaban…» Y comienza la lista de nombres, precedido cada uno de ellos de las pomposidades lisonjeras de costumbre. Y resulta que estuvieron en los salones de los señores de Ruiz, las de Sánchez, las de Pérez, las de Gómez, las de Gutiérrez, etc., etc… añadiéndose más adelante, para inteligencia y regodeo de la high life, que la señora de García anunció a sus amigos, después de bailarse el cotillón de despedida, que, desde la próxima semana, se quedaría en casa todos los jueves. Y aquí, en ejemplos como éste— muy del gusto del señor de Ruiz, de las señoras y señoritas de Sánchez, de Pérez, de Gómez y de Gutiérrez, y de la señora de García, porque, si así no fuera, no lo diría el cronista en esos términos;– en ejemplos como éste, repito, es donde lo echamos a perder; porque el remedo trae a la memoria lo remedado con sus moradas verdaderamente ostentosas y sus listas de nombres muy sonados en toda España por su estirpe o por su dinero… como sucede con nuestras corporaciones municipales, nuestras diputaciones, nuestras Ligas y hasta nuestros concejos de aldea, por el ansia de adoptar, a tontas y a locas, los procedimientos parlamentarios de los «Cuerpos Colegisladores:» todos aspiran a largar discursos, a provocar incidentes, a obstruir los debates y a tener grupito; y aunque lo de allá no es más honrado, ni más noble, ni más útil, al cabo es más vasto, más viejo, y más divertido a veces. En todos estos y aquellos casos, la comparación se hace y el ridículo resulta; y, como consecuencia de ello, la sonrisa burlona y la mirada de arriba abajo… Y así en otros muchos particulares.
– Ergo— dijo aquí el periodista,– si el hecho existe, la culpa es de ustedes y no de nosotros.
– Poco a poco— repuso Casallena:– en primer lugar, no paso por ese nosotros, porque usted es gallego, y, por ende, tan provinciano como yo y cada uno de los desdeñosos seres superiores que desde allá nos tienen en poco y nos imponen sus leyes hasta en el modo de descubrirnos la cabeza.
– ¿A que salirnos todavía con que en Madrid no hay madrileños?– apuntó el periodista, acentuando la sonrisita mucho más.
– Y no los hay— afirmó Casallena muy serio.– Y si no, vaya la lista de los hombres que allí descuellan y se mueven, y se dejan ver en la política, en las letras, en la banca… en todos los ramos, en fin, de la actividad humana; y a ver quién de ellos ha nacido en Madrid. ¡Ni uno que valga dos cuartos! a la familia madrileña que en nada bulle, que en nada se mete, quizás lo que más vale en Madrid, nadie la conoce, nadie la ha visto… Esto es sabido y demostrado. Pero demos de largo, para los efectos de esta amistosa porra, que puedan ustedes, los incluseros, los adoptivos, los intrusos de allí, llamarse madrileños. Yo les concedo a ustedes, se lo he concedido ya, que en determinadas ocasiones de la vida, en presencia de ciertas flaquezas y debilidades nuestras, aún con las mejores intenciones del mundo, se sonrían y nos miren del modo que tanto me carga a mí, puesto que damos motivos para ello pero el vicio, el resabio de ustedes, consiste en que de estos casos excepcionales hagan una regla general, y extiendan el imperio de sus olímpicos desdenes hasta mucho más allá de lo que es justificable, por nuestras culpas y pecados, invadiendo regiones, como las del entendimiento, que son la patria libérrima de todos.
– Si tuviera usted la bondad de poner un ejemplo— dijo el periodista, afilándose la otra guía de sus bigotes,– para entendernos mejor y más pronto.
– Va el ejemplo— contestó Casallena al instante.– La obra de arte; el libro del autor provinciano.
– Pido la palabra,– saltó aquí Juan Fernández, que hasta entonces había permanecido ayudando con los ojos y los ademanes a Casallena en su peroración.
– Sin perjuicio— repuso el periodista madrileño, de lo que nos diga luego el amigo Juan Fernández, permítame el señor Casallena asegurarle que, a mi juicio, tras de no ser exacto lo que apunta sobre el desdén con que miramos allá las obras literarias de afuera, contradice su anterior afirmación, no desprovista de fundamento, de que tampoco son madrileños los literatos aplaudidos.
– Insisto en lo apuntado, y afirmo que no hay contradicción entre ello y lo que antes afirmé.
– Para probarlo— insistió el periodista,– sería preciso que usted nos demostrara que la prensa madrileña no se toma interés por libro alguno.
– Declaro— repuso Casallena,– que no se toma todo el que debiera tomarse por los que lo merecen, y que eso poco siempre recae en los de casa.
– ¡En los de casa! ¿Pues no habíamos quedado en que en Madrid no los hay de casa; que todos son forasteros?
– Como usted, amigo mío: madrileños per saltum, de adopción, cuneros; hombres que allí se han formado para las letras en que brillan. Todos éstos son más o menos famosos desde la primera copla o desde el primer articulejo que dieron a luz en la prensa madrileña, y a todos éstos, con grandísima justicia, se les toman en serio hasta las tonterías que producen de vez en cuando— pues se dan estos casos también,– como fueron famosos, en su día, cien y cien gallegos de Madrid que, sin base para sostener, como los otros, la balumba de laureles con que los abrumó la crítica de la casa, o sea la sociedad de elogios mutuos, cayeron en la sima del olvido para no salir de ella jamás.
– Luego por allá hay justicia.
– La del público bonachón e inteligente, que es de todas partes; el buen sentido, que falla siempre en última instancia: ese es el gran justiciero, uno de cuyos trabajos más ingratos y continuos consiste en deshacer las injusticias de ustedes, derribando a escobazos ídolos de pega, y levantando con mimo y a pulso otros de buena ley que andan por los suelos por obra de los olímpicos desdenes de ustedes.
– Verbigracia— dijo el periodista enseñando hasta los dientes de tanto exagerar la sonrisilla picarona,– los ingenios provincianos sin domicilio en Madrid.
– Esos, principalmente.
– ¡Y me lo dice usted sabiendo que hay ejemplares en ésta y otras provincias que acreditan todo lo contrario!
– Y me ratifico en ello, precisamente por el caso de esos ejemplares que hay aquí y en otras partes.
– He pedido la palabra para cuando me correspondiera— dijo entonces Juan Fernández, que estaba comiéndose la figura por ansias de exponer algo de lo que se le estaba ocurriendo,– y me corresponde ahora. Yo también acepto, para sostener la tesis que se ventila, esos mismos ejemplos: los de esos forasteros en Madrid, cuyas obras merecen alguna consideración a la prensa de allá. ¿Sabe usted cuántos años, o qué suma de circunstancias se han necesitado para que eso suceda?… ¿para que se haya hecho esa verdadera conquista? ¿Sabe usted que ha sido preciso que la reputación haya venido formada y dando la vuelta a medio mundo para que en Madrid se la haya concedido el pase? Y así y todo, si vamos a desentrañar lo más encomiástico que de las obras de esos forasteros se dice entre ustedes en el rinconcillo que les dejan desocupado en sus papelones las revistas de teatros, las de toros, las del gran mundo, la crónica escandalosa, la de los crímenes del día y las arduas cuestiones políticas; si se exprimen un poco y se depuran después en el crisol del buen sentido, ¿a qué queda reducido todo ello? a la migaja mísera arrojada de limosna al pobre postulante desde el festín aparatoso del enfatuado gacetillero. «La cosa— viene a decir,– no es del otro jueves; pero para un escritor de esos, puede pasar, puede pasar… Conque no desalentarse; tener muy en cuenta los consejos que hemos dado, y a otra.» Y es lo más donoso de todo esto que, en la mayor parte de los casos, el autor de la obra es un hombre que ha encanecido escribiéndolas, y el desdeñoso consejero un mozalbete casi imberbe y rapado en letras, que se ha metido a crítico por no servir para otra cosa… porque en España anda la crítica así, bien lo sabe usted.
– No sé tal— replicó el madrileño templando bastante los tonos habituales de su sonrisa;– a lo menos en el terreno que yo conozco. Podrá haber más o menos entusiasmo por los libros, más o menos preferencias por otros asuntos que la corriente de las ideas y el capricho de la moda imponen a los periodistas que tienen que acomodarse a los gustos del público; pero que la crítica esté en Madrid en manos de hombres ignorantes en absoluto y mentecatos de necesidad, ¿cómo he de concederlo yo, que estoy convencido de todo lo contrario? Habrá casos, muchos casos, si ustedes quieren, de esa crítica presuntuosa y huera; pero estos casos no son la crítica de allí, sino las excepciones de allí y de todas partes; al revés de lo que pasa con las afirmaciones de ustedes sobre los soñados desdenes de la prensa madrileña por todo lo que no es madrileño: que son el tema obligado de los provincianos de todas partes siempre que hablan de Madrid.
– No solamente— insistió Juan Fernández,– es el Evangelio esto que vuelvo a afirmar sobre los desdeñosos críticos a diario, y la ignorancia y falta de autoridad de estos dispensadores de suficiencia en el arte de escribir, por lo que respecta a los escritores provincianos, sino que hasta los mismos libros de Madrid (los libros buenos, se entiende; porque para los malos nunca faltan elogios) son ya castigados con iguales altiveces. Y aún sucede más, ¡y ésta es la más negra! Sucede que los padres graves de la crítica, los pocos, los muy contados críticos que poseemos, contagiados de ese soberano desdén de la turba multa de la clase, llevan la manía desdeñosa a los últimos extremos. Estos doctores del arte, en los contadísimos trabajos de crítica que dan a luz, a los de afuera y a los de adentro nos dejan igualitos; porque no citan un libro español aunque los asen. Tratan de «la Novela,» por ejemplo, y recorren las literaturas de los dos mundos, y van enumerando nombre por nombre, género por género y obra por obra; y llegan a Francia, y allí se emborrachan pesando y midiendo autores, estilos y novelas, como que se lo saben de memoria, y bien sabido; pero de nuestros novelistas, de sus obras más notables, ni una palabra. Al final del trabajo, y porque no se diga, vierten en el papel una docena de nombres amontonados, grandes con chicos y blancos con negros, que braman de verse juntos; y hasta esta mención, a ciegas y por obra de misericordia, les parece una merced inmerecida a los rumbosos escritores… Y no me niegue usted también estos hechos, porque le pondré delante de los ojos media docena de prólogos y otros tantos estudios sueltos, obras de esos doctos caballeros españoles, que acreditan con sobras lo que afirmo. En honor de la verdad, hago un par de excepciones en esta regla; un par, a lo sumo, y de aquí no paso. Pero aún hay más…
– ¿Más todavía?
– Muchísimo más… Como que habría materia para una semana si explotara yo todo el filón que tengo en la memoria.
– ¡Pues medrados estaríamos, señor Juan Fernández!– dijo entonces, queriendo reírse de veras, el madrileño.
– No se alarme— repuso el joven preopinante con la más recta de las intenciones,– que no entra en mis propósitos administrarle las dosis de razonamientos en largas y mazorrales series. Y entienda usted que, para esto que voy a añadirle por de pronto, vuélvome otra vez a «los chicos» de la crítica menuda, y lo expongo como muestra de un aspecto más del madrileñismo que los posee de arriba abajo. En Madrid hay marquesas frágiles, duques viciosos, banqueros corrompidos, nobles jovenzuelos holgazanes que van para corrompidos y para viciosos, si es que no han llegado ya, y familias de copete, que no tienen pies ni cabeza, como hay en todas partes, pero no en la abundancia que allí, por ser más numerosa la clase y más favorables las costumbres para ese género de cosechas. Esto lo sabe uno por propia observación directa; por lo que propala la opinión pública; por lo que se descubre en papeles y en comedias, y por lo que los mismos «chicos» esos nos refieren de palabra cuando vamos por allá… ¡y con qué lujo de detalles! Después de verlos señalar con el dedo a este político por venal, a aquella dama por Mesalina, a aquel noble por degradado y al otro acaudalado por sinvergüenza; después de oírles referir hechos escandalosos, anécdotas fulminantes, vidas y milagros dignos de los peores tiempos de Roma; citar frases groseramente verdes, nacidas de labios femeniles, corrientes ya en todo Madrid y propagadas por media España; después de convencerse uno, en fin, de que poner esas cosas en duda allí sería pasar por inocente, llega a temerse que falte a lo mejor el suelo donde pisar o que llueva rescoldo a la hora menos pensada. Pues bueno: no con todo ese cúmulo de abominaciones, sino con algo de él, esmeradamente desinfectado, se le ocurre a un escritor de provincias componer un libro y lanzarle en medio de la Puerta del Sol. ¡Virgen María, qué recibimiento se le dispensa! No por las gentes de la estofa de sus personajes, pues esas quizás se encogen de hombros y se ríen de los escrúpulos del autor, sino por esos chicos maldicientes; esos genios del humorismo democrático; esos flageladores de los vicios con librea; los Catones de la gacetilla independiente y mordaz… todos se llevan las manos a la cabeza entre escandalizados y compasivos; todos se declaran de la casa; todos parecen grandes duques y capitalistas poderosos al ver cómo se agrupan y hacen la rosca alrededor de las majestades ofendidas. Allí no hay tales marquesas frágiles, ni tales banqueros estafadores, ni nada de cuanto se pinta en el libro, ni lo ha habido nunca, ni lo habrá jamás; y si, a todo tirar, haya algo de ello, es de muy distinta manera; de una manera elegante, distinguida y correcta, tal y como no puede pintarlo ni comprenderlo el ingenio rústico que se ha atrevido a salirse de sus casillas en mal hora para su fama. Lo de menos es la equivocación padecida por el iluso; lo grave, lo imperdonable, es su atrevimiento, el atrevimiento de meter la pluma en asuntos que no son de su parroquias sino para los competentes; porque Madrid es para los madrileños; es decir, para ellos, para «los chicos de la prensa» aguda y chispeante; para los gallegos trasplantados la antevíspera, que toman eso de «ser de Madrid» con una formalidad que pasma…
– Pero, hombre— dijo entonces el periodista, que escuchaba a Juan Fernández sin pestañear, como todos los del corrillo, aunque no sin sonreírse,– tome usted un respiro siquiera.
– No me da la gana— respondió el fogoso sustentante, echando lumbres por los ojos,– porque no lo necesito.
Le valió una salva de aplausos el arranque, y continuó de esta manera:
– Y si todas estas lindezas las declararan en razonamientos detenidos, en consideraciones hábiles, aunque fueran de poco fuste, vaya con Dios; pero resulta que hay que deducirlas de sus parrafejos dengosos, de sus arremetidas casuales, de sus compasivas reprimendas; y toda esta metralla fofa parece, por añadidura, estar lanzada al autor de la novela, no por la importancia del libro, sino por la de los agraviados en él… Y, sin embargo, el autor, riéndose en sus soledades provincianas de esas flaquezas ridículas, puede arrojar a las barbas de los melindrosos un buen brazado de libros y papeles indígenas admitidos por ellos sin protesta, en los cuales se sacan tiras del pellejo a lo que sólo se pellizca en las novelas de mi ejemplo, y no solamente se dice, como en éstas, de las damas pecadoras, que pecaron, sino que se pinta su modo de pecar. Y en vista de ello, ¿qué hemos de creer?… Hay quien cree que abundan por allá los destripadores de honras aristocráticas, durante el día, que se alampan por sentarse al anochecer a la mesa de los destripados. Yo no creo esas cosas tan feas, y sigo creyendo a ojos cerrados en la simpleza del madrileñismo que a tales extremos conduce. He dicho, por ahora.
Otra salva de aplausos al orador; una media carcajada del periodista, que al mismo tiempo se tocaba una sien con la punta del índice del mismo lado, y las siguientes palabras de Nino Casa— Gutiérrez:
– Yo voto con Juan Fernández.
– ¡Usted!– exclamó el periodista, mirándole con fingido asombro.
– Yo— insistió Nino;– yo, que conozco bien y la clase, y además soy sincero.
– Pero, hombre— volvió a exclamar el periodista,– ¡usted me maravilla!
– ¿Me va usted a negar la competencia también en el asunto? Pues mire usted que yo soy madrileño de verdad, de los nacidos y criados…
– Ya, ya; pero como nobleza obliga…
– ¡Valiente nobleza! Y ¿a qué obliga, aunque desacreditada? ¿A decir la verdad? Pues ya la digo votando con Juan Fernández en lo de mis encopetados congéneres, y con él y con Casallena en lo del madrileñismo de ustedes, los del oficio de escribir.
– ¡Demonio con el auxiliar que me ha caído!
– Cuidado, amigo mío— díjole entonces el despreocupado sportman, tocándole el hombro. con la mano,– no vaya usted a dar a estos señores un argumento más en pro de su tesis, queriendo aparecer más papista que el Papa.
– Por ahí flaquean todos ellos,– apuntó Casallena.
– Y ¿quiénes son ellos?– preguntó en su aire de broma cachazuda el periodista.
– «Esos chicos»– respondió Casallena,– a que acaba de referirse Juan Fernández.
– Luego yo soy uno de ellos— replicó el periodista;– ergo me cogen de medio a medio las pestes con que los han abrumado ustedes, y particularmente Juan Fernández.
– Eso usted lo sabrá— dijo éste muy fresco.– Si en Madrid ejerce de crítico, y ejerciendo es tan madrileño como los otros, claro está que le coge.
– ¡Qué demonio de chicos éstos!– expuso, por toda réplica, el periodista, afilándose más la punta del bigote, frunciendo los ojuelos y forzando la sonrisa.– ¡Lo agarrado que tienen las aprensiones en lo hondo!… Y vamos a ver— añadió irguiéndose un poquito, de pronto,– dejando chanzas a un lado y suponiendo, por un instante nada más, que hubiera en la crítica madrileña esa nota desdeñosa para las obras provincianas, ¿no se le podría hallar, más de cerca o más de lejos, una razón disculpable?
– Usted dirá.
– Pues digo que bien pudiera ser causa, más o menos remota, de esa falta de interés para los lectores madrileños… o aclimatados en Madrid, adelantándome al reparo que han de hacerme ustedes, ese espíritu de región de que parecen informadas la mayor parte de las obras de autores provincianos. ¿Por qué han de interesar allí las cosas que no se conocen?
– Ahí le quería yo ver a usted y ahí le esperaba— exclamó Juan Fernández con gran viveza;– porque ese es el despeñadero natural y lógico de la pendiente por donde van las inseguras ideas que tienen ustedes sobre el particular. ¿Cómo podrá usted convencerme de que el arte tiene una patria y un teatro determinados? ¿No hay en las provincias hombres y mujeres, como en Madrid? Pues ¿qué más da que el escenario en que se representa un pedazo de la comedia o del drama de la vida humana, tenga por fondos estos mares infinitos o aquellos montes abruptos, o los árboles y los coches en hileras de la Fuente Castellana? ¿Por ventura los hombres no son hombres, ni las mujeres mujeres, si no se acuñan y revalidan en el troquel del personaje madrileño? La levita de aquí o de otra capital cualquiera, ¿no vale tanto como la levita de ustedes? El corazón que late debajo de sus solapas, ¿no es el corazón de todos los hombres civilizados? El rústico patán de estas comarcas, o el modesto trabajador de estos talleres; el pescador de estos grandiosos mares, o la sencilla labradora de esos verdes campos, ¿no son barro tan digno de la mano del artista como los chulapos y las Menegildas de allá? Los provincialismos españoles que son el jugo, la savia de la lengua patria, al decir de un docto crítico… y del sentido común, ¿no valen siquiera tanto, dentro de los moldes del arte, como la jerga temporera de la chusma de Madrid? Pues si todo esto es innegable, ¿qué hay, qué puede haber de extraño en la literatura provinciana para los paladares madrileños? Y si, a pesar de los pesares, lo hubiera, ¿qué diremos nosotros de lo que ustedes nos envían a carretadas por acá en piececitas de teatros, en periódicos amenos y semanarios populares? ¡Pues tienen miga, y calado, y gracia, y novedad sobre todo, el sempiterno deudor del sastre, o del casero, o de la patrona; el cesante irredimible; la suegra arpía; la mamá en busca del café con media de abajo, para ella y las dos chicas solteras; el cómico sin contrata; la Morros y el Espaldillao saldando la última cuenta de celos, y, por todo chiste, latas, desplantes, timos y mayormentes a cada paso, como si estos espumarajos de la canalla presidiable pudieran ser nunca moneda de ley en el caudal de la literatura honrada!