Kitabı oku: «Nubes de estio», sayfa 23
– Ya estamos aquí de más usted y yo. Conque andando, y sígame en la confianza de que conozco a palmos el terreno. Y a vosotros— añadió encarándose con sus parientes y con Juanito Romero,– que Dios os tenga de su mano, y no os dé todo lo que merecéis en este caso particular… y en otros muchos por el estilo; y por lo tocante a los demás del distinguido concurso…, hasta el Valle de Josafat, y como si hubiéramos andado a tiros.
– XXIII— Del mismo al mismo
«… 20 de agosto de 188…
Con lo que se demuestra que le sobraba la razón a mi padre cuando me decía: «no des un solo paso más hacia adelante, porque ese pleito está perdido para ti.» Pero bien sabes tú que no hay reflexión que baste a contener a un hombre cuando ha empeñado en una empresa el arrastrado puntillo. «Bien que para mí esté el pleito perdido»– me decía yo con mis correspondientes esperanzas de equivocarme en el supuesto;– «pero que se me lea la sentencia y se me pongan a la vista todos sus fundamentos.» Y esto fue lo que me movió a asistir a la expedición de ayer al Pipas, y a acercarme a Irene,: y a hablar con ella… ¿Para qué, en definitiva, amigo mío? Para escuchar de su boca, amarrado al poste de un sinnúmero de consideraciones y de respetos humanos, la media docena de claridades que te dejo reproducidas textualmente unos renglones más atrás.
Y ahora me digo, con todos los cosquilleos mortificantes que siguen por ley ineludible de la pícara naturaleza humana a las heridas del amor propio en semejantes descalabros: «¿no tenía yo bastante con lo visto y observado desde que llegué de Madrid para conocer que estaba en lo cuerdo mi padre dándome el consejo que me daba? ¿No se acomodaba ese consejo en todo y por todo a mi modo de pensar? ¿No habíamos convenido los dos en que aún estaba yo a tiempo de hacer una retirada, ya que no muy honrosa, con apariencias de ello, siquiera? ¿No se veía y se palpaba que el arreglito ventajoso de que te hablé desde Madrid no era otra cosa que la caída del estúpido Brezales en el lazo tendido por mi padre a sus vanidades de aceitero rico y sin pizca de educación? ¿No estaba bien a las claras, en la misma actitud azorada y risible de ese zopenco delante de nosotros en cuanto llegamos de Madrid, que se veía solo y desamparado de toda su familia en el negocio que había formalizado con la mía? ¿No declaraban a voces esa soledad y ese abandono la extraña enfermedad de Irene, y las caras de sobresalto, y la sospechosa conducta con nosotros, y particularmente conmigo en la última visita que las hice, de la trastuela de su hermana y de la tarasca de su madre? Pues sabiendo todo esto, ¿qué necesidad tenía yo de agravar mi situación con lo que ayer me ha sucedido? ¿Qué podía decirme Irene de nuevo en la conversación que yo quería tener con ella? Lo único que, para castigo de mi temeridad, me faltaba conocer,– digo mal, comprobar, porque temores de ello, demasiados tenía yo: que no solamente era extraña a los proyectos malogrados, sino que estos proyectos le parecían de mala casta, como si sospechara que eran una explotación innoble de la simplicidad estúpida de su padre por la destreza cortesana del mío… en plata, chico, y la verdad por delante, que sospechaba lo cierto. Porque si así no fuera; si se hubiera tratado de una sencilla y honrada equivocación; si no hubiera entrado en el desacuerdo de Irene una gran dosis de repugnancia y hasta de indignación, otras hubieran sido sus palabras ayer, otra muy distinta y más cortés su conducta conmigo, y la de toda su familia con la mía en los pasados días, en consideración siquiera a la buena amistad que la había guardado hasta entonces.
Esto es, amigo del alma, lo único, relativamente nuevo, que saqué en limpio de mi ligereza de ayer; y esto que te he pintado con la escrupulosa exactitud de un penitente a los pies de su confesor, el estado desastroso en que se halla aquel castillo de prosperidades y venturas que levantamos en Madrid, o más propiamente, que levantó mi padre, sobre las vanidades de un mentecato aspirante a gran persona.
Que lamento el fracaso, dicho te lo dejo y aquí te lo vuelvo a repetir, porque es para lamentado muy hondo y para repetido sin cesar. Dejemos aparte el amor propio con todos sus escozores y mordiscos de cajón; cerremos los ojos al sinnúmero de reflexiones que puede hacerse en un lance como éste un joven distinguido, algo temeroso de los fantasmas del rumor público y de las sonrisas mordaces de la buena sociedad; olvidémonos, y sin gran trabajo por mi parte, de las prendas físicas de Irene, y pongamos el caso a la luz de las personales conveniencias, por lo que toca a las prosaicas necesidades de la vida. Por este lado, hijo del alma, he perdido un premio gordo; pero de la lotería de Navidad; y créeme: por aquí es por donde principalmente me duele el golpe del fracaso. Este hombre, que no tiene chispa de sentido común; que adora y reverencia a mi padre porque le considera como a un ser del otro mundo, y cree y espera en él lo mismo que en la divina Providencia, y aun le supone capaz, si se empeñara en ello, de crear un planeta nuevo para regalo y señorío de las gentes de su raza, es una mina inagotable de dinero. Imagíname a mí, al hijo del semidiós, casado con la hija de ese Pluto irracional; imagíname árbitro y señor de sus larguezas y entusiasmos, con mis desengaños y mis lacras, cansado del mundo chapucero; marchito y extenuado por los placeres de la vida, casi a los umbrales de sus puertas; libre para siempre de tiranos acreedores y de estrecheces asfixiantes; durmiendo tranquilo sin las pesadillas del miedo a despertarme entre los mil apuros de la realidad del día siguiente; con todas mis cuentas saldadas con los hombres sin vergüenza y con las mujeres que jamás la han conocido… la honrada abundancia, el lujo edificante y severo, la vida de familia, el amor de la propia y legítima mujer, buena moza por añadidura… considérame hasta capaz de conformarme con ella sola, y de limitar el campo de mis ambiciones mundanas al sillón del Municipio y a la velita con lazo en las procesiones más solemnes de la Catedral; en fin, considérame redimido de todo género de esclavitudes, y armado para toda la vida; y dime, con la mano puesta sobre tu corazón, si no había en este cuadro motivos para que cegara contemplándole el hombre de más serena vista.
Pues toda esa Jauja que yo daba por mía, con bien fundadas razones, se la ha llevado el demonio de la noche a la mañana en la forma que te he dicho, dejándome, para consuelo de mi desencanto, la carga ya insufrible de mis necesidades y sin una peseta en el bolsillo.
Con los pensamientos empapados en la acidez de estas visiones, volví ayer, de noche ya (porque el rigor de las mareas no se ablanda ni con la impaciencia de las señoras elegantes), de la condenada jira que, por sí sola, resultó una pesadumbre más que regular hasta para los hombres de mejores tragaderas… Además, mi hermana María, que ya de suyo es seca y altanera, no había sabido guardar con las de Brezales todo el comedimiento que me había prometido en casa y yo solicité de ella como un gran favor para salvar las apariencias en público y hacer así menos visible mi descalabro; el zángano de su novio la siguió el humor en esto como en todo, y no alcanzó la travesura y el talento de mi padre, que acudió a los quites en ocasiones bien oportunas, a enmendar las demasías de la futura vizcondesa, agravadas por las torpezas de mi despecho mal disimulado, y por las justas represalias que al cabo tuvieron que tomar las de Brezales… En suma, que el que no se enteró allí de lo que nos estaba pasando, fue porque no quiso, o por ser muy torpe de mirada. Figúrate con qué estómago me arrimaría yo a la mesa del lunch que la juventud elegante de este pueblo nos tenía preparado, en un robledal obscuro y un si es no es pantanoso, con la más distinguida, galante y honrada de las intenciones; con qué gusto escucharía las forzadas ocurrencias de los agradecidos comensales, y a qué me sabrían las payasadas de nuestro incomparable Alhelí, a quien en buena justicia debimos haber arrojado al agua, y la música del Hospicio, que no se hartaba de sonar; y por encima de todo, aquellas interminables horas de espera a que la marea acabara de bajar para que volviera a traernos, a la subsiguiente subida, toda el agua que necesitaba el río para que pudiera salir el vapor del atolladero en que le habíamos metido…
Apenas llegamos al hotel, hablé largo y tendido con mi padre. Le dije lo que me había pasado con Irene, y me respondió que bien merecido me lo tenía por ser tan mentecato como era. Yo le repliqué que bien estaba; pero que no se habían acreditado de muy discretos los que me habían metido en aquel callejón sin salida honrosa para mí. Entendió mi padre la indirecta, y me demostró en pocas palabras que el negocio había sido planteado magistralmente por su parte; y que si se había venido al suelo a lo mejor, consistía en que la insensatez de don Roque era de tal naturaleza, que estaba fuera de todas las previsiones humanas. A esto me callé, porque era cierto… y le pedí dos mil pesetas para salir de los ahogos más perentorios en que me han hundido los azares de la fortuna en estos últimos días… ¡fortuna rencorosa y negra, como jamás lo fue conmigo!… porque un mal nunca viene solo… No me dijo aquí mi padre todo lo que pudo decirme hasta en justicia, porque es hombre que no gusta de perder el tiempo en sermones ociosos con oyentes incorregibles; pero, después de prometerme la mitad de lo que yo le pedía, volvió la conversación hacia la familia Brezales, para recomendarme los mayores miramientos con ella; y tal se explicó, y de tal modo se ensartaban en sus explicaciones los dineros de don Roque, la bondad de su estulticia, nuestras grandes escaseces mientras no cambiaran las cosas… y tan conocido tengo yo a mi ilustre padre, que di como cosa hecha que aquellas chinches de que ya te he hablado y quería él salvar del incendio de nuestra «casa,» han sido un fiero sablazo en el mismísimo testuz de su malogrado consuegro. Pondría la cabeza a que estamos comiendo ya de la sangre del genízaro. Pues mírate tú: me alegraría de que así fuera; porque quien la hace, que la pague; y del lobo, un pelo…
Corriente. Sin acabarse esta conversación, se empeñó otra más acalorada entre nosotros dos y el resto de la familia, que se nos coló por las puertas. Las señoras, que de víspera estaban bien enteradas por mi padre y por mí de la realidad de las cosas, y muy indignadas desde entonces con el atrevimiento de las Brezales, después de lo referido por María de vuelta de la expedición, echaban lumbres. Querían largarse cuanto antes y hacer una salida digna de ellas: sin despedirse, y para Biarritz, por ejemplo. Combatió mi padre lo primero por las razones que yo me sabía bien, y otras muchas que expuso él con gran arte; pero si quiso triunfar, nada más que a medias, en ello, tuvo que rendirse a discreción en lo segundo. En esta pelotera, que fue larga, y retoñaron en boca de mi padre más de dos veces las penurias económicas, que son nuestra sombra por donde quiera que vamos, mi ilustre cuñado no dijo una palabra… y mi madre conjuró a María a que se dejara de remilgos con su novio y le satisficiera cuanto antes los deseos de hacerla baronesa de la Hondonada; porque bien veía lo necesitada que estaba la casa de puntales, y ya iba siendo hora de que cada palo aguantara su vela.
Resumen de todo ello: que levantaremos el campo dentro de tres días, quedándonos en Biarritz nosotros y siguiendo mi padre su viaje hasta París, donde se le aguarda para salvar la patria, y que no me atrevo a asegurarte si las mujeres de mi casa se despedirán a la francesa, o de otro modo que quizás será peor… Por lo que a mí toca, tengo un plan bien formado, y ni Poncio Pilatos me apea de él. Yo no salgo de aquí sin dejar las cosas en su punto correspondiente. Hasta ahora no se me ha oído en este pleito que acabo de perder; y yo, desde los escobazos de ayer, quiero que se me oiga por quien debe oírme. Yo no me había acordado jamás de esa mujer ni del santo de su nombre; y si he llamado a las puertas de su casa, ha sido porque el zopenco de su padre me dijo: «entra, que te están esperando;» y en esta confianza vine… para que se me diera cochinamente con la puerta en los hocicos. ¿Es esto honrado ni disculpable siquiera entre personas decentes? ¿Se me ha dado hasta hoy la más leve explicación de esa incalificable grosería? Lejos de ello, ¿no se me ha negado ayer, con las sequedades de Irene, hasta el derecho de pedirlas?… Pues yo necesito hablar de todo eso, y hablar largo y muy al caso, para que lleve cada cual su merecido; y como no se me permite hacerlo de palabra, he pensado decirlo por escrito y en caliente… En fin, que en cuanto firme esta carta voy a comenzar otra para Irene: nunca mejor que ahora que estoy en vena de escribir y con el rescoldo chisporroteando. Procuraré que no se me corra la pluma, por respeto a las advertencias y particulares fines de mi padre; pero no se me quedará en el tintero nada que deba decirse en defensa de mi causa y para lección de cursis y mentecatos; y si en éstas y otras se me va algo la burra, a mí ¿qué? Lo primero es lo primero; y arda Troya.
Conque, en gracia de este sagrado y peliagudo deber que me reclama, perdona que haga aquí punto, a reserva de continuar de palabra los comentos a esta lamentable historia, tan pronto como tenga el regalado placer de cogerte a tiro de su lengua este malogrado capitalista que te abraza,
NINO.»
«P. D. Se me olvidaba decirte que, según noticia que me dio ayer tarde mi cuñado en ciernes, volviendo del Pipas, anda Irene hace ya tiempo en amorosas inteligencias con cierto gomoso de aquí, un tal Pancho Vila, a quien yo conozco mucho, sujeto algo original y excéntrico… ¿Querrás creer que, lejos de mortificarme la noticia, tuve cierta complacencia en ella? Me parecía que el fracaso me resultaba menos duro de pelar de esa manera que de la otra; porque no es lo mismo llegar tarde que ser echado a puntapiés. Puro sofisma, por de contado; porque el descalabro mío es harto grave para ser curado con paños calientes: tanto valdría el intento de endulzar el amargor del Océano con un terrón de azúcar. También este trapillo saldrá a la colada de mis cuentas con esa huéspeda de los ojos verdinegros… Y agur, que ya se me escapa la pluma de la mano y se va sola hacia el papel que la aguarda para darse un regodeo a todo su gusto.»
– XXIV— Santo remedio
A media lectura de la carta, ya tuvo don Roque que dejarse caer en la butaca, empapado el cuerpo en sudor frío. Doña Angustias, que era quien leía frase a frase y casi palabra por palabra, acentuándolas todas, no solamente con la voz, sino con los ojos y aun con la carta misma, suspendió entonces la tarea; dio un paso hacia el sillón, en cuyo copete se apoyó con un brazo, y en esta postura estuvo observando a su marido.
– Sigue,– la dijo a poco el pobre hombre, con voz apagada y sin levantar la cabeza ni abrir los ojos.
Doña Angustias volvió a leer a media voz como antes y con la misma parsimonia acompasada y solemne. De tiempo en tiempo, aprovechando las pausas que hacía en la lectura, echaba una ojeada a su marido, sobre el cual iban cayendo sus palabras, vertidas de alto abajo, con la fuerza y los estragos de un pedrisco.
Esta escena, que pasaba a puertas cerradas en el dormitorio bien conocido del lector, duró media hora muy cumplida. Cuando doña Angustias la dio por terminada, don Roque se enjugaba con el pañuelo un par de lagrimones que le caían de los párpados contraídos. Su mujer, sin dejar de mirarle con compasivos ojos, esperó a que pasara aquella crisis bienhechora, cuyas causas debían de arrancar de lo más hondo del corazón y del cerebro del pobre iluso.
Duró poco la espera de doña Angustias. Por haberla notado quizás, hizo un esfuerzo don Roque para salir de su letargo penoso, y preguntó a su mujer, removiéndose en la butaca y enderezando el pescuezo, pero sin volver la cara hacia ella, que continuaba de pie a su lado:
– ¿Nada más?
– ¿Aún te parece poco?– preguntole a su vez doña Angustias.
– ¡Psch!… Preso por mil… Aunque, como bastante, ya lo es.
– ¡Vaya si lo es!
– ¡Cascabeles si es bastante!
Y en esto, se alzó de la butaca, se sonó las narices muy recio, y dio un par de vueltas por el cuarto.
– ¡Vaya, vaya, vaya!… ¡Jesús, María y José!– exclamaba a media voz, mientras andaba de acá para allá con la bata al desgaire, la visera de medio lado, las manos en los bolsillos del pantalón y los ojos como puños.
Su mujer le seguía con la vista sin decirle una palabra. De pronto, le dijo él a ella:
– ¿Conque esa carta, por lo que me has dicho, la recibió Irene anoche?
– Cabal, y por el correo,– contestó doña Angustias.
– Por el correo— repitió Brezales, enderezándose un poco la visera.– ¿Y dices tú— añadió después de sonarse otra vez,– que no tuviste conocimiento de ella hasta?…
– Hasta esta mañana: hará dos horas.
– ¿Por la misma Irene?
– No; por Petra… y eso, después de pensarlo mucho las dos. Por gusto de Irene, la carta se hubiera quemado en seguida. Cuando yo la leí, ni siquiera me hice cruces, porque de nada me extrañé. Al contrario, si bien se miraba. Después hablamos las tres largamente. Irene me pidió por Dios que te lo ocultáramos todo; pero yo la respondí, quedándome con la carta, que sobre ese particular se haría lo que debiera de hacerse; y me vine sin perder momento a leértela de punta a cabo.
– ¡Bien hecho!– contestó don Roque acentuando las palabras con manos y cabeza.– ¡Bien hecho! Porque tendría que ver que yo ignorara esas cosas. ¡Jesús!… ¡Jesús, María y José!
Y volvió a pasearse por el cuarto con la cabeza gacha y las manos en los bolsillos. De pronto se detuvo delante de su mujer, y la preguntó:
– ¿Y dices tú que vosotras dais por hecho que esa carta ha venido aquí por equivocación?
– Sin la menor duda, Roque: ese mentecato… por no llamarle cosa peor y bien merecida, en la prisa con que anduvo a última hora, cambió los sobres de las cartas, y mandó a Irene la que había escrito para su amigote.
– ¡Qué casualidad, Angustias!– exclamó don Roque, llevándose las manos a la cabeza.
– Di mejor ¡qué Providencia!– contestó su mujer.– Porque este cambio ha sido providencial, para que acabes de caer de tu burro…
– ¡Válgame el señor san Roque!– exclamó de nuevo Brezales, volviendo a pasearse por el cuarto.– ¡Válganme todos los santos de la corte celestial!… ¡Válgame el mismo Dios y Señor nuestro, Criador de todas las cosas y Divino Redentor del mundo!… ¡Hay que verlo, hay que tocarlo con las manos, para creer que no le engañan a uno y que es la pura verdad!…
Anduvo un buen rato así, ora exclamando, ora llevándose las manos a la frente y la visera de la gorra tan pronto a un lado como a otro, hasta que su inquietud fue trocándose poco a poco en abatimiento; y volvió a inclinar la cabeza sobre el pecho, y se le puso otro nudo en la garganta, y se le empañaron nuevamente los ojos, y se detuvo, de espaldas a su mujer, que no desplegaba los labios, aunque no cesaba de mirarle para enjugarse las lágrimas.
Al fin se volvió hacia ella; y con una voz, y un andar, y una expresión de mirada que daban la medida fiel del estado de su espíritu, entristecido y lacio, pero en perfecto reposo, la habló de esta manera:
– Pensarás tú que lo que más me ha echado el alma por los suelos al oírte leer esa carta, han sido las perrerías que en ella se dicen de mí… Pues te juro que te equivocas si tal piensas, Angustias… Otro sentir muy diferente es el que me ha puesto del modo que me ves. Parte pueden haber tenido, si quieres, esos improperios en el caso; pero, a todo tirar, como a manera de luz que me le ha hecho ver al primer golpe… y el caso que yo he visto; el caso, Angustias, que me espanta y no puede tener perdón de Dios, es la fuerza de vela que yo he venido haciendo, un día y otro día, un mes y otro mes, para poner a la pobre Irene en manos de ese bandolero. ¡Válgame la Divina Misericordia! ¡Qué hubiera sido de ella! ¡Qué hubiera sido de mí! ¡Qué hubiera sido de todos nosotros! Esto, esto, y mucho más de otro tanto he visto yo en toda su claridad desde los primeros renglones de la carta… No parecía sino que Dios mismo, con sus divinas manos, me iba quitando las cataratas de los ojos. ¡Qué barbaridad de cosas he visto, Angustias… y estoy viendo ahora mismo desde aquí, en donde quiera que pongo los ojos de la memoria!… Porque yo soy hombre de bien, Angustias, incapaz de hacer un daño conociéndole; pero he sido tonto, tonto de capirote, como aquí mismo me llamaste tú no hace muchos días; y a lo tonto, a lo tonto, he ido haciendo en la vida muchas atrocidades que no he debido de hacer, aunque ninguna tan gorda como ésta, que merece un grillete lo mismo que un santo un par de velas… pero basta esa barbaridad, Angustias; hasta esa, que, por dicha, no llegó a rematarse, he querido hacerla con buen fin. Mírate tú y créeme: se me figuraba a mí que casando a Irene con ese… con ese malhechor, y siendo yo consuegro, y tú consuegra de su padre, se nos metían las Indias por las puertas de casa, y con las Indias, el mismo sol de los cielos, y todas las pompas y todos los relumbres de la tierra. ¿Qué quieres? Era así, mi modo de ver; y viéndolo de este modo, no había razón que me convenciera de lo contrario; y en esta ceguedad, ¡erre que erre! y… ¡pobre hija de mi alma! ¡Qué juicio habrás formado de tu padre!… ¡y tú de tu marido!… ¡Con toda la atrocidad de lo que yo la quería… de lo que os quería y os quiero a todas! ¡Santo Dios, cuando yo era capaz de dejarme freir en aceite porque no se os chamuscara a vosotras un pelo de la cabeza!… Porque ésta es la pura verdad, Angustias, créasme o no me creas: yo he podido hacer, y vuelvo a repetírtelo, muchas burradas, ¡muchísimas! y de seguro las he hecho; pero ninguna maldad a sabiendas… Eso no; y Dios, que me escucha, sabe que no miento. Aquí arriba estaba el mal, que no me dejaba andar derecho; no aquí abajo, donde todo está sano como unos corales… ¡La ceguera, la ceguera, Angustias; la condenada ceguera de la vanidad es la que pierde a los hombres, y mayormente si son algo tontos de por sí! Pero, amiga del alma, viene a lo mejor de la borrachera un lampreazo como éste, que le desloma a uno y le hace ver las estrellitas del cielo al mediodía, y hasta las cosas más invisibles, como ahora me está pasando a mí.
– Pues no te quejes de ello— le dijo entonces afablemente su mujer:– peor fuera haberte ido a la sepultura con las cataratas.
– ¡Quejarme!– exclamó don Roque.– ¡Bueno estaría ello, cuando no acabo de dar gracias a Dios por el beneficio que me hace! Si me parece que comienzo a vivir ahora, mujer, o que soy otro hombre distinto del que fui… Vamos, que estoy en lo mío, donde me bandeo mejor que antes, sin trabas que me estorben el pensar… ni tampoco la palabra. Claro: como que me atengo a mi pobreza, sin soñar en meter la mano en los caudales del vecino pudiente, para darme un lustre que se me cae de encima… Bueno: pues yo quisiera ahora que me fueras preparando, para cuanto antes, una entrevista con la pobre Irene… ¡Es mucho lo qua yo tengo que decirla para que me perdone un poco siquiera de las amarguras que la he hecho pasar, y de la barbaridad del peligro en que la puse!… como espero que me perdones tú la parte que te ha tocado de mis cabezonadas indisculpables; sólo que contigo tengo más franqueza; y es muy natural que la tenga. ¿No es verdad, Angustias?
Sonriose ésta bondadosamente, y dio por concedido todo lo que ambicionaba el pobre hombre.
– Pues Dios te lo pague— dijo éste,– y a ella y a su hermana también, por anticipado… y vamos a otra cosa. Hazme el favor de esa carta; porque, si no me engaña la memoria…
Diole la carta doña Angustias; y después de fijar él la vista en la última carilla del último de los plieguecillos, continuó:
– Justamente: aquí está lo que yo buscaba. Dime, mujer, ¿tú sabes algo de lo que se asegura en esta posdata? ¿Tiene algún fundamento?
Sonriose doña Angustias, y respondiole:
– Esa misma pregunta hice yo a Irene.
– Y ¿qué te respondió?
– Con la boca, ni una palabra.
– ¡Hola, hola!…
– Pero su hermana, que es más suelta de pico, me puso al corriente de todo… y resulta que es cierta la noticia.
– ¿Conque es cierta?– exclamó don Roque abriendo mucho los ojos.– ¡Vea usted qué demonio!
– Según parece— añadió doña Angustias,– es ya cosa vieja.
– Corriente, corriente— la interrumpió su marido, casi tapándola la boca con las manos.– No necesito saber más… Porque te advierto que yo no entro ni salgo, ni quiero entrar ni salir en ese particular. ¡Dios me librara! Allá vosotras, hijas mías; y si sacáis en limpio que la cosa conviene, no hay más que avisarme; y en avisándome, ya estoy yo corriendo a casa de su padre, y barriéndole el polvo de los suelos, si me la pide como condición para hacer las paces con él. Así como así, toda la guerra estriba en una miseriuca de las que yo usaba cuando era tonto… Repito que allá vosotras… y a ver si me puedes preparar para el mediodía esa conversación que yo quiero tener con Irene; porque sin dejar esas cuentas bien saldadas, no tengo cara para sentarme hoy a la mesa.
– Pues por falta de ese requisito— le replicó su mujer, alegre como unas castañuelas,– no se te ha de indigestar hoy la comida, ni has der quedarte en ayunas. Ahora mismo voy a prevenir a Irene, aunque la prevención está por demás, sabiendo tú lo buena que es tu hija…
– No importa: quiero yo que te haya oído a ti antes de verme cara a cara con ella… Son ahora las diez: a eso de las doce subiré yo del escritorio… porque tengo algo urgente que hacer allí. ¿Estás?
– Enhorabuena— respondió doña Angustias disponiéndose a salir.– Dame la carta.
– ¿La carta?– repitió don Roque bajando la mano en que la tenía.– Con la carta esta, y perdona, me quedo yo.
– ¿Para qué?– le preguntó doña Angustias algo sorprendida con la ocurrencia.
– Pues para una cosa que he discurrido— contestó don Roque muy entero,– según ibas tú leyéndomela. Es cosa buena, te lo aseguro, y que ha de venir muy al caso… Ya te la diré a su hora conveniente… ¡Verás qué golpe, Angustias!… No temas, no, que sea por el arte de los que daba yo antes… Esos ya pasaron, por misericordia de Dios… En fin, que me quedo con la carta, porque debo de quedarme con ella y anda, hijita, cuanto primero, a hacerme ese favor que me has prometido.
Diciendo esto, impulsaba suavemente hacia la puerta a su mujer; y a una mirada de desconfianza con que ésta le interrogó en el momento de salir al pasillo, contestó Brezales en un tono de convicción y de entereza nunca usado por él hasta entonces:
– ¡Cuando te digo que no soy ya ni sombra de lo que fui!…
Media hora después, sentado don Roque Brezales en el sillón de su despacho, escribía sobre el pupitre, en medio pliego de papel comercial con el membrete de la casa, los siguientes renglones que copiaba de un borrador que acababa de perjeñar sin grandes dificultades:
«Excmo. Señor duque del Cañaveral:
Muy señor mío y dueño: tengo el gusto de poner en manos de usted la adjunta carta que, por equivocación del sobre, se ha recibido aquí, para que se la entregue usted al firmante de ella, que debe de tener interés en que llegue a su verdadero destino. Que la carta se ha leído en esta casa en familia, no necesito decírselo a usted, ni tampoco que quedamos bien enterados de ella. Como es cosa superior, se la recomiendo a usted, si quiere pasar un buen rato antes de entregársela a su señor hijo. Léala y quedará encantado.
Dando por supuesto ahora que han de abandonarnos ustedes sin despedirse de nosotros, y preciándome yo de hombre formal y de palabra, lo que en este mismo escritorio le dije de estar saldadas todas nuestras cuentas de metálico, dicho queda y aquí lo mantengo en todo su valor… En fin, que no me debe usted un ochavo a la hora presente. ¿Le parece a usted mucho rumbo el mío? Pues a mí no; porque aunque fuera doble de lo que es, me parecería poco en comparación de lo que he aprendido a costa de ello. Le advierto a usted que no me lleva nadie la mano para decirle estas cosas. Todas ellas, y otras muchas más que me callo, son discurridas por mí. Se pasmaría usted, señor duque, si supiera lo que se me han afinado los sentidos de dos horas a esta parte. Todo por obra de la misma carta. Por eso le decía a usted que, pagándola al precio a que la pago, todavía se me figura que le quedo mucho a deber.
Por lo demás, como si nunca nos hubiéramos conocido, y mande otra cosa a su escarmentado y seguro servidor q. b. s. m.
ROQUE BREZALES.
S/c 22 de agosto.»
Leída y releída por su autor esta carta después de terminada, y punteada y comeada, no con perfección ortográfica precisamente, pero con sumo cuidado, metiola don Roque en un sobre con la otra; escribió la dirección en letra a pulso y bien rasgueada, y llamó a un dependiente.
– Esta carta— le dijo,– en propia mano al señor duque. En propia mano, ¿me entiende usted? Si no está, espérese a que vuelva; y si está, diga de mi parte que necesita verle. A nadie más que a él ha de entregársela… Y a escape ahora mismo, por el tren, o en coche… o por el aire.
Salió el pinche inmediatamente; y don Roque, después de guardar el borrador de la carta en el bolsillo para leérsela a su mujer, bien seguro de que había de valerle un aplauso la ocurrencia, púsose a pasear por el despacho restregándose las manos y con los ojillos muy alegres.
– ¡Vaya si estoy satisfecho de mi obra!– pensaba mientras se movía.– ¡Cascabeles si lo estoy!… A estas horas, ya habrá hablado Angustias con Irene. Dentro de un rato, ¡hala para arriba! y comienzo por leerles, a las tres, el borrador de la carta, que gustará, ¡vaya si gustará, con la tirria que ellas les tienen! Esto ya me desembaraza el camino para lo otro… y, puede que me le ahorre todo; y en seguida, las paces… ¡Las paces, Dios eterno!… que son el sosiego y el amor de antes, y la comida sin amargores, y el sueño sin pesadillas… y las caras alegres, y el diablo a la calle, y Dios con todos nosotros… Pero ¡qué cosa más admirable es este alcance de vista que tengo desde que la lectura de esa carta me quitó la venda de los ojos!… Porque no veo solamente lo que ella me puso delante, sino mucho más allá, y por un lado y por otro, y hacia arriba y hacia abajo: vamos, como si los hombres y las cosas hubieran cambiado de pronto de color para mí. ¿Pues no se me antoja ahora mismo, con sólo acordarme de ellos, que Gárgaras y Vaquero y otros tales no son más que un rebaño de judíos comilones y avarientos y sin pizca de educación? ¡Pues dígote con mis peleas en La Alianza y otras partes! ¿Para qué, señor… y por qué?… ¡Si juraría que hasta el mismo Sancho Vargas pudiera ser tonto de la cabeza, como asegura Petrilla!… Sí, señor; pudiera muy bien resultar tonto Sancho Vargas…