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Kitabı oku: «Nubes de estio», sayfa 24

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Pensar esto y presentársele a la puerta el mencionado, fue una misma cosa. Iba el tal espetado y rozagante como nunca.

– ¿A que no me esperaba usted, mi señor don Roque?– le preguntó colándose adentro, como Pedro por su casa.

– Tanto como esperarle— respondió Brezales dejándose estrechar la mano que el otro le pedía con la suya, pero sin aquel entusiasmo de otras veces en casos parecidos.

– Es igual— repuso Vargas, arrojando el pajerillo sobre el atril de Brezales.– Porque entre hombres de seriedad y de negocios, como usted y yo, todas las horas son hábiles para tratar de ellos, y siempre se llega en sazón y a punto. ¿No es cierto, mi señor don Roque?

– Cuando usted lo asegura…– respondió éste, sin moverse del sitio en que el otro le había hallado, y volviendo las manos a los bolsillos.– ¿Y a qué debo el gusto de?…

– Pues, hombre— le interrumpió Sancho Vargas,– ya que usted se me anticipa con la pregunta, le diré que son dos los asuntos que aquí me traen por el momento; principalmente uno de ellos, por ser de índole más delicada.

– ¿Quiere usted sentarse?– le preguntó entonces don Roque con bien escaso empeño, y señalándole con la vista y un estirón del pescuezo, no el sillón de la otra vez, sino una silla vulgar de las de abajo.

– Por de pronto— respondió Vargas andando hacia la puerta por donde había entrado,– permítame usted que tome esta precaución, que no estará de más.

– ¡Demonio!– exclamó para sí Brezales al ver que cerraba la puerta.– ¿También éste vendrá a pedirme algo?

Volvió Sancho Vargas; sentose donde Brezales quería; sentose Brezales también, a una indicación cortés del otro, en la silla inmediata, y colocados así los dos, dijo Vargas a don Roque:

– Comenzando por lo menos, me permito recordar a usted aquellos mis grandiosos proyectos, tan inicuamente desairados en La Alianza.

– ¡Valientes calamidades… los hombres de esa sociedad!– exclamó don Roque, sin poder contenerse; pero con habilidad bastante para poder echar a tiempo sobre los socios de La Alianza lo que salía de sus adentros enderezado a los proyectos de su interlocutor.

– Conformes, mi señor don Roque— repuso éste muy ufano.– Pero no van por ahí mis intentos en la ocasión presente. Convencido de que las envidias y otras miserias han de combatirme aquí, como me han combatido siempre, tenía yo pensado interesar al señor duque… Porque ya ve usted: él es hombre de gran influjo en Madrid; su partido está llamando a las puertas del poder; lo que el señor duque quisiera siendo gobierno… figúrese usted si sería en el acto cosa hecha… En fin, que teniendo esto presente, y que, según mis noticias, se va de aquí mañana Su Excelencia con toda su familia, me ha parecido muy conveniente aprovechar los instantes, contando con el apoyo de los buenos amigos; y a este fin, vengo a preguntarle a usted, si no le parece mal la pregunta, en primer lugar, cómo se halla usted de relaciones con él.

– ¿Con quién?– preguntó Brezales muy avispado.

– Con el señor duque,– respondió Vargas.

– De lo peor— dijo don Roque brincando en la silla:– a matar, como el perro y el gato…

– Entendido, entendido— se apresuró a replicar Sancho Vargas.– Ya no hay más que hablar. Era una pregunta como otra cualquiera. A un lado este registro. Todo se reduce a apretar un poco más los propios, al verme yo mano a mano con él… Por lo demás, no me choca ese desconcierto, estando como estoy en determinados antecedentes, por haber tenido usted la bondad de honrarme dándomelos aquí mismo a conocer…

– Cuando yo era tonto— dijo don Roque para sí con grandes remordimientos de su conciencia.– ¡No te relamerías hoy con ese gusto, cascabeles!

– Pero, dejando también esto a un lado— continuó Vargas, a cien mil leguas de sospechar los pensamientos de su interlocutor,– que es puramente accesorio, aunque de alguna importancia en esta ocasión, y viniendo a lo principal de mi visita, ha de saber usted, mi señor don Roque, que, como hombre de fuste que soy, cuando me dispongo a hacer un favor a un amigo a quien aprecio de veras, no solamente le sirvo en lo que desea, sino que voy mucho más allá, como me sea posible. Por estas razones, cuando tuvo usted la bondad de abrirme aquí mismo su atribulado corazón y solicitar mi humilde consejo, no solamente le oí con gusto y le aconsejé conforme a mi leal saber y entender, sino que la cosa consultada no se apartó ya de mi cabeza, y seguí consagrándola de día y de noche gran parte de mis mejores pensamientos.

– Gracias,– dijo al oírlo Brezales, con una socarronería que no pescó el otro.

– No las merezco, mi señor don Roque— contestó Vargas tomando la palabra al pie de la letra.– Y vamos al punto delicado. Dando yo por roto aquel compromiso que, bien estudiado, no tenía ya buena compostura, díjeme: pues, señor, con el escarmiento sufrido por el señor don Roque, y en el estado moral… y material en que se encuentra la Irene, ¿qué es lo que más podría convenirle al uno y a la otra para alejar a los dos en adelante de todo riesgo parecido a éste?… Porque, fíjese usted bien, amigo mío: siendo la Irene una joven de mucho valer por su físico, y su padre un hombre de grandes caudales, las tentaciones del diablo han de perseguir a muchos golosos, y, por consiguiente, han de abundar los peligros de equivocarse cualquiera de ustedes dos… porque ese es el mundo, mi señor don Roque, y no hay que darle vueltas. ¡Oh, si le conozco yo bien, teniendo, como tengo, larga experiencia y mucha luz debajo del pelo, aunque me esté mal el decirlo!… Pues bien, en estos supuestos, me respondí a mí propio: lo que le conviene al señor don Roque para yerno; lo que le conviene para marido a su hija, es un hombre…

En esta palabra se detuvo Sancho Vargas, porque notó en las cejas y en los labios de don Roque ciertos signos de admiración y de sorpresa que le intimidaron un poco.

– ¿Estaré, quizás, pecando de indiscreto— dijo entonces, más bien por alardear de precavido que por creer en lo que preguntaba,– hablándole a usted con la franqueza con que le hablo?

– De ninguna manera— respondió al punto don Roque con el aire más campechano del mundo:– siga usted, siga usted, señor don Sancho, que me va interesando la cosa.

– Pues con esa conformidad— repuso Vargas muy hueco,– prosigo: un hombre, dije para mí, de buena edad y no mal porte; de sólida cabeza; experimentado en las cosas del mundo y en los negocios mercantiles; bien capaz de conducir mañana u otro día los de ese excelente sujeto (si llegara a fallecer) por vías de prosperidad y engrandecimiento; y capaz también, en ese caso desgraciado, de ser amparo y sombra de toda su familia, de mirar por ella y de aconsejarla con prudencia y sabiduría. Pero volví a preguntarme: ¿existe un hombre a mis alcances que reúna todas estas prendas? Existe, me respondí al instante. Y existiendo ese hombre, me pregunté otra vez: ¿querría… se prestaría?… En fin, ¿podría contarse con él para llevar a remate una obra tan delicada y expuesta como esa? Creo que sí, volví a responderme; porque esa persona, aunque con la cabeza ocupada de continuo en grandes problemas, es todo un hombre del mundo y de la sociedad cuando llega el caso, y sabe sentir y estimar las cosas como es debido… En fin, mi señor don Roque— añadió Vargas, echando el resto en lo fino, en lo risueño y en lo generoso— puedo contar con ese hombre, y tengo el honor de ofrecérsele a usted para los fines indicados.

– Pues tantísimas gracias— respondió Brezales en el mismo tono en que se le había hecho la oferta.– Y ¿se puede saber— añadió, dispuesto a apurar la materia que le estaba interesando vivamente,– quién es ese hombre tan generoso y tan… vamos, tan conveniente para mí y para todos los de mi casa?

– Como que a eso vengo, mi respetable amigo— respondió Vargas muy templado:– a decirle a usted quién es esa persona; aunque pensaba yo hace un instante que, con las señas que ha tenido el gusto de darle, podría usted haber caído…

– Pues no he caído. ¡Vea usted qué torpeza la mía!

– Ya lo observo, mi señor don Roque; pero es igual para el caso… Pues ese hombre, aunque me esté mal el decirlo, soy yo.

– ¡Usted!– exclamó Brezales haciéndose más sorprendido de lo que estaba en realidad.

– ¿Me creía usted incapaz— dijo Vargas muy travieso,– de echarme por esos caminos? No sería extraño, acostumbrado, como está, a verme marchar por otros tan diferentes y tan altos… Pero yo soy así, mi respetable y querido amigo: hago a todo, y bajo y subo cuando el caso llega. Ahora, por las razones que le dejo expuestas a usted, bajé de mis cumbres, y me dije: pues, señor, si podemos prestarnos esa familia y yo ese mutuo y buen servicio, ¿por qué no nos lo hemos de prestar? Y éste es el caso, mi apreciable señor don Roque; y aquí me tiene usted esperando su respuesta.

– ¡Por vida del ocho de copas!– dijo entonces Brezales, fingiendo que le apuraba mucho el trance.– ¿Conque usted había pensado todas esas cosas tan bien pensadas y tan?… ¡Cascabeles, cuánto lo siento!…

Se le cayó una aleta a Sancho Vargas con esta exclamación de su amigo; el cual, notando la avería, añadió a lo exclamado:

– Ya ve usted: no es plato de gusto para nadie decir a otro que se nos viene con un favor en cada dedo: «se estima la intención; pero no pueden aceptarse,» como tengo que decirle yo a usted en el presente caso.

– ¿Así, sin más ni más, señor don Roque?– preguntó Sancho Vargas con cierto dejillo de altanería.

– Sin más ni más, señor don Sancho— le respondió Brezales muy templado.– Como se dicen o deben decirse siempre estas cosas tan serias… entre buenos amigos.

– Pensaba yo— repuso Vargas,– que, cuando menos, menos, se tantearía antes la voluntad de ella.

– ¿La de Irene?– preguntole don Roque con ojos de asombro.

– Justamente.

– Por consultada, amigo mío, por consultada— insistió Brezales levantándose al mismo tiempo de la silla.– Conozco esa voluntad como la mía propia; y créame usted, ni a ella ni a mí nos ha ocurrido pensar en esas cosas que ha pensado usted por nosotros, haciéndonos un grandísimo favor.

– Después de lo pasado— apuntó Vargas, algo descompuesto ya,– creía yo…

– Pues precisamente por eso— dijo don Roque.– Precisamente por el ejemplo de lo que acaba de pasarnos. No sabe usted, don Sancho amigo, lo que ese ejemplo nos ha enseñado a todos los de esta casa, particularmente en el modo de mirar y de ver cosas y gentes.

– ¿De manera— repuso Vargas enteramente desaplomado,– que, en lo tocante a mi proposición, como si nada hubiera dicho?

– Absolutamente igual, señor don Sancho— respondió, Brezales.– Por de contado que eso no quita que se estimen como es debido el buen deseo, y la generosidad, y la… en fin, todo lo bueno y caritativo que hay en la ocurrencia de usted.

Sancho Vargas, descuajaringado y mustio, y roído además por el despecho que aquel inesperado fracaso le producía, se levantó también; y tendiendo de mala gana la diestra al desconocido Brezales, le dijo con ronca voz y sin mirarle a la cara:

– Lo menos que un hombre como yo puede pedir a otro como usted, en la delicada situación en que en este instante me hallo, es que guarde el secreto de lo que se le ha confiado… por una disculpable equivocación.

A lo que respondió Brezales con gran frescura, porque verdaderamente se iba desconociendo y transformando de hora en hora:

– Aunque no hay ninguna ley que a guardar ese secreto me obligue, porque yo no le llamé a usted a mi casa para que se confesara conmigo, puede descansar en la confianza de que no he de abusar de la que usted puso en mí.

– Cuento con ello; y adiós, señor de Brezales.

– Adiós, señor de Vargas.

Cogió éste el pajerillo que antes había puesto sobre el atril; hizo a don Roque una media reverencia, y salió del escritorio con un aire que anunciaba grandes intenciones de no volver a pisarle.

El padre de Irene, con las manos en los bolsillos, los pies muy afirmados en el suelo y la gorra echada atrás, le vio salir y le siguió con los ojos hasta que desapareció por la puerta que daba a la escalera. Entonces, moviéndose hacia el atril, con la gorra ya en la mano y los ojos muy brillantes, exclamó casi en voz alta:

– ¿No lo dije? ¡Tonto virado! Si es cosa vista: fallo que yo eche desde hoy, no tiene vuelta.

– XXV—  Las catacumbas

Después espesaron los rocíos y comenzaron a enfriarse las madrugadas; soplaron las primeras rachas del noroeste, y se llevaron por delante los últimos celajes veraniegos; perdió la mar todas sus galas de las grandes etiquetas: los «vaporosos tules,» las «esmeraldas líquidas,» las «irisadas crenchas…» y cuanto ven en esa egregia dama los soñadores ojos de la poesía bonachona y elegante. Por perder, perdió hasta las «embriagadoras armonías» de sus «arrullos blandos,» y se echó encima los ropajes grises, macizos y desaliñados de los días «de confianza» en los meses invernales; y comenzó a ensayar en el fondo de sus abismos el zumbido de las largas noches tenebrosas y el rugir de sus galernas y huracanes.

Con estos síntomas desapacibles, los últimos bañistas de la playa tiritaron de frío y de tristeza, y se largaron tierra adentro sin volver la vista atrás. Los ociosos hospederos apagaron entonces sus hornillos y fogatas; requirieron las improductivas cacerolas, y se desbandaron también hacia sus cuarteles de invierno, cruzándose quizás en el camino éstos y los otros con los nativos de la ciudad, que tornaban a ella cansados de la vida campestre en las aldeas circunvecinas. Los taciturnos balnearios, los encumbrados chalets y los hoteles, grandes y chicos, después de recoger y amontonar sus cachivaches y dar una escobada a los suelos, cerrason sus puertas y ventanas; y hartos de huéspedes volanderos y de sus algaradas y trapisondas, dispusiéronse a dormir, entre los horrores de la digestión y en aquella soledad que parecería la de las tumbas sin el bramar continuo del enfurruñado Océano, el sueño de las marmotas hasta los primeros calores del venidero estío.

En la ciudad aconteció entonces algo parecido a lo que acontece en el seno de la patriarcal familia al siguiente día de despedir a los parientes y amigos que vinieron con motivo de las fiestas del santo patrono del lugar. Cada cual vuelve a su oficio, y a su ropa, y a su cuarto, y a su cama, y a su sitio en la mesa, y a su andar y vivir ordinarios, dentro y fuera de la casa: unos con pesadumbre por amor a la vida ruidosa y desordenada, y otros muy complacidos por gustar del método reglamentado, de la puchera clásica, del hogar en orden… y de una prudente y saludable economía; porque los regodeos y jolgorios, por breves que sean, siempre resultan caros.

La gente moza, con la espalda vuelta a las frías soledades de la playa y la vista fija, en los pavorosos problemas del invierno que se les venía encima, se quedó suspirando y royéndose las uñas. Todo lo veía negro y vulgar y fastidioso, mirando hacia adelante; y volviendo hacia atrás los ojos de la memoria, ¡qué diferencia! ¡Adiós, placeres elegantes! ¡esparcimientos distinguidos! ¡niñas arrebatadoras! ¡marquesas incomparables! ¡chicos ilustres del gran mundo! ¡personajes de copete! ¡bailes, jiras, conciertos y veladas! La intriguilla amorosa, interrumpida a lo mejor; el anhelado , apenas saboreado; la ardiente mirada, sin explicar; la frase aquélla, en enigma todavía… ¡y el del banquero A, y la de los Condes de B!… ¡y Chuncha Olivete, y Manolo Gonzálvez! ¡Oh, dioses inmortales, qué pesadumbre!…

Para consolarse de ella y echarse a pechos aquel interminable invierno que avanzaba cargado de chaparrones inclementes, la perspectiva de una esperanza de compañía zarzuelera en el teatro; dos bailes en el Casino; una novena solemne en tal iglesia de moda, y a pasto las reuniones de confianza en casa de las de Sotillo… ¡Y sea usted crema para esa, y juventud distinguida y elegante, con un ropero de lo mejor, y unas aptitudes de las más sobresalientes! ¡Pícaras capitales de provincia, que no tienen más sociedad que la postiza de los veranos! ¡Era cosa de emigrar de allí y renegar de la patria nativa, que no se cuidaba de entretener y amenizar los interesantes ocios de sus distinguidos hijos!

En cambio, los padres y otros ciudadanos que habían pasado ya de la edad de las ilusiones juveniles, se encontraban tan guapamente en aquella tranquilidad y en aquel orden beatíficos, como las personas cuerdas del ejemplo de más atrás, después de largarse sus huéspedes con el desorden y los ruidos a otra parte. La ciencia del bien vivir no consiste, al fin y al cabo, en otra cosa que en conformarse cada cual con lo que tiene en su casa; y en ese particular, eran unos verdaderos sabios los hombres de aquella ciudad costeña, que no se entristecían cosa maldita en invierno con la falta de los huéspedes del verano.

De ellos era indudablemente, es decir, de los que vivían muy bien acomodados a aquella honrada pobreza de recursos, un sujeto ya maduro y algo huraño, muy conocido del lector por haberle visto conversar con Casallena en el segundo capítulo de esta insípida, pero puntual historia, que, envuelto en largo y espeso capote, y azotado por las iras de un noroeste con granizo, subía, al comenzar de una noche de noviembre, calle arriba, calle arriba… calle arriba, por un laberinto de ellas, a cual más angosta y empinada. Llegó como pudo a lo más alto de todo, donde había un pedacito de mundo llano, y en este pedacito un portal muy ancho y a media luz, irradiada de una candileja de petróleo, prisionera entre hierros y candados; precaución muy cuerda contra los rateros de aquellas alturas, que robaban las libres al menor descuido de los guardianes de la puerta. En aquel refugio pateó el hombre un ratito y sacudió los faldones del gabán para descargarse del agua que había agarrado de cintura abajo, porque de cintura arriba le había librado un paraguas de una buena parte de ella; y después de este proceder de perro de lanas, echó escalera arriba poco a poco, oyendo el gritar adentro de una voz que le era bien conocida. Llamó a una puerta; abriola un sirviente, guapo mozo; le cogió el paraguas de la mano; despojose él después de su gabán; colgole en la percha del vestíbulo, bien alumbrado, y asomó entonces por un hueco inmediato, cerrado por un cortinón, Fabio López en zapatillas, con las manos en los bolsillos del pantalón, una boína de punto negro calada hasta las orejas, y una cara de todos los demonios.

– ¡Hola!– exclamó el que llegaba.

– ¡Hola!– repitió el otro, volviendo a desaparecer detrás de la cortina.

Colose tras él y por el mismo resquicio el recién llegado, y se arrimó a la chimenea que había en aquella estancia (y cuya boca estaba tapada con un periódico extendido de alto abajo para que adquiriera así mayor tiro la corriente de aire), sin curarse, al parecer, de Fabio López, que empezaba a dar vueltas por el cuarto.

– ¡Vaya una hora de venir!– dijo al cabo y viendo que no chistaba el otro.

– Hombre— contestó éste volviéndose hacia el reló, que cumplía honradamente sus deberes en la pared frontera a la chimenea:– todavía no han dado las siete.

– Ya, ya.

– Y está lloviendo hace media hora… y hasta granizando.

– ¡Ya, ya! ¡Canastos con las gentes delicadas de estos tiempos! Querrán que se les ponga coche, o palanquín como al emperador de la China… y además, alfombrada la calle, y con estufas. Y así y todo, temerán que se les reproduzcan los dolores del epigastrio… ¡Le digo a usted, reconcho!… Pues verá usted los otros señoritos. «¡Como llovía tanto!…» Porque al uno se le van los pies en cuanto se mojan las calles; el otro ¡uy!… se constipa en seguida. ¡Es tan delicado de cutis!… ¡Reconcho!… si fuera para ir al asalto de doña Circuncisa, o a comer de gorra al banquete del gobernador, o a una junta de mayores contribuyentes…

El hombre de la chimenea se sonrió sin volver la cara; cogió una silla de las más próximas; sentose, y arrimó los pies a la lumbre para secarse las botas y las perneras. El da casa, que se enteró de ello, corrió a quitar el periódico colgado delante de la fogata, no por rasgo de cortesía, sino porque no se metiera el otro en lo que no entendía ni le importaba.

– Y ¿qué hay de bueno?– preguntó maquinalmente el último, mientras el primero recogía el periódico.

– Que el mejor día— respondió López algo retrasado y volviendo a sus paseos,– hago yo aquí una barbaridad.

– ¿Con quién?

– Con una burra de cocinera que yo tengo hace más de setenta años… ¡Reconcho, qué animal!

– ¿Por qué?

– Le digo a usted que tiene días en que es cosa de matarla; y hoy ha sido uno de ellos.

– Vaya todo por Dios.

– Esta mañana tuve que salir a eso de las diez por un arrastrado asunto que no era mío ni me importaba tres castañas… lo que me pasa cada lunes y cada martes; y dejé encima de esa mesa, entre el Código civil, por más señas, y un tomo de las obras de Bretón de los Herreros, el plato en que anoche me dibujó al humo Octavio, aquella ronda de alguaciles tan hermosísima que usted vio. Pues, amigo, que vuelvo a las doce; que noto la falta del plato; que me pasa una sospecha por el magín; que llamo a esa animal; que la pregunto… ¡reconcho!… ¿y qué cree usted que me contesta, hombre?… Pues nada: que entró aquí, no sé a qué cosa; que vio el plato, y que, como estaba sucio, se le había llevado… para fregarle. ¡Y le fregó, reconcho!

– ¡Qué barbaridad!

– ¡Ah! pues si no hubiera tenido pareja…

– ¿El plato?

– No, señor: la barbaridad.

– ¿Luego la tuvo?

– Como siempre, ¡canastos! porque esa burra nunca hace una burrada sola: lo menos un par de ellas, ya se sabe.

– ¿Cuál fue la otra?

– Ayer me regalaron la mejor pieza de langosta que ha salido de los mares. «Para pasado mañana,» la dije, no a la langosta, sino a la cocinera; y bien recio, porque tiene un oído como esa pared, la bestia de los demonios. Pues, señor: el primer principio que sale hoy a la mesa, la langosta… ¡y en la salsa que me gusta a mí! Al ver aquella nueva atrocidad, lo primero que me ocurrió fue ir a la cocina con la fuente y rompérsela encima de los cascos a la arrastrada fregatriz; pero por un milagro de Dios, me conformé con llamarla, ponerla el guisote en la mano y decirla: «ahora mismo se lo llevas a la portera para que se la coma de mi parte; pero sin olerlo tú siquiera en el camino; porque si sé que lo hueles, hasta la porcelana te vas a tragar hoy…» Claro que, ni mis sobrinos ni yo catamos la langosta. ¡Reconcho!… ¡y con lo riquísima que debía de estar! Por supuesto, mis sobrinos no la hincaron el diente, porque estaba yo delante… Los conozco bien.

– Y ¿por qué no la cató usted ni consintió que ellos la cataran?– preguntó el amigo con cierta curiosidad.

– Porque habíamos comido ya de carne— respondió el otro hecho una pólvora.– ¿O tampoco sabe usted que hoy no se puede promiscuar, reconcho? Pues ¿por qué mandé yo ayer que se guardara para mañana?… Todavía duraba la marimorena que yo armé cuando subía usted por la escalera. ¿No la ha oído? Pues bien he gritado.

Sorprendió López a su amigo mirándole con gran atención y sonriéndose de cierto modo, y díjole:

– Sí, señor, yo soy así; porque las cosas, ¡reconcho! o se hacen como es debido, o no se hacen. ¿Se manda que no se promiscue? Pues no se promiscua ni con el olfato; y no digo yo una langosta chapucera, como la de hoy: un ternero trufado mando yo en igual caso al cajón de la basura o a los pobres del Asilo… ¿Está usted? Pues bueno: eso no quita que Íñigo y yo no congeniemos; porque una cosa es la ley de Dios, y otra muy distinta la astucia de los hombres. ¿Me entiende usted? Lo peor de todo es, reconcho, que el pecado ese le va a pagar, si no está ya pagándole, quien menos culpa tiene; porque esa pobre mujer, que no estará muy avezada a platos fuertes, va a saltar en astillas en cuanto se eche al cuerpo la ración de pólvora que la mandé. Porque es lo que tiene la receta que yo uso para las langostas: se deja tragar como una seda; pero después es ella. ¡Reconcho!… ¡levanta en vilo!

El amigo que se calentaba los pies soltó al fin la carcajada, sin poner un solo comentario a las donosas mixturas de Fabio López; el cual dejó sus paseos en corto, se sentó al otro lado de la chimenea, empuñó las tenazas y comenzó a arreglar los tizones. Aquello, vistos los antecedentes del sujeto, equivalía a los golpes de la batutta del maestro en la hojalata de su atril, o al repiqueteo de la campanilla de un presidente acomodado ya en su sitial. Podía darse por comenzada la fiesta, o por abierta la sesión.

Saltaron varios asuntos y preguntas al redondel: sobre la identidad de una persona cuya muerte se anunciaba en los periódicos locales de aquella fecha; el alcance de un decreto publicado en la Gaceta, referente al personal de Telégrafos; la muestra que había estrenado una zapatería de la calle de San Basilio; un cuadro al óleo, expuesto dos tiendas más abajo de esta zapatería; la enfermedad de un canónigo conocido de ambos interlocutores; la cesantía de un estanquero; la temperatura oficial de aquel día; el precio de los besugos… Y nada: ni un solo tema de éstos prosperó allí. Apenas apuntados ya estaban muertos; y a otro en seguida… para ser despachado también de un golpe seco y a cara vuelta, por el contrario.

La llegada del sobrino Juan Fernández en traje doméstico, por una puerta de comunicación entre aquella vivienda y otra contigua, cambió algo el aspecto de las cosas; pero muy poco. Después se oyó el llamador de la puerta de la escalera.

– El otro valiente,– dijo el amigo de Fabio López, que le conoció por el modo de llamar.

– Y cierre usted la cuenta con él,– gruñó éste, cogiendo a pulso con las tenazas un tizón que estaba bien donde estaba, para ponerle donde no debía estar.

Y entró el valiente, que acreditó bien que lo era en el chorrear de su paraguas y relucir de sus botas. Era un mozo rehecho y bien templado; jurisperito por lujo, y artista de la mejor cepa; bien pertrechado de malicias cultas, y más rico de ingenio y suelto y socorrido de pluma de lo que a él se le figuraba. Se quejó lo menos que pudo de las inclemencias del tiempo, y se sentó lejos de la chimenea, después de encender un pitillo en un ascua de ella, cogida con las tenazas que, para eso sólo, le cedió el amo de casa.

Como si se complacieran en desmentirle, fueron llegando sucesivamente Juanito Romero; un contemporáneo de los dos viejos amigos, hombre de arboladura inglesa, con aficiones y hasta ciertos títulos diplomáticos; un pintor indígena, tan de admirar en sus cuadros como de aplaudir en los donaires de su conversación; un aristócrata de gustos democráticos, sin dejar por ello de ser apasionado del sport y lector asiduo del Fígaro parisiense y de la Revista de ambos mundos; Casallena y su pariente, aquel doctor carnicero de quien ya se hizo mención en otra parte de este libro… y el último de todos, por aquella noche, el otro sobrino de Fabio López, el gomoso del smoking y los cuellos de pajarita. Faltaba Pancho Vila, entre otros pocos más.

– A Pancho Vila— dijo Romero,– no le esperen ustedes.

– ¿Por qué?– preguntó Fabio López.

– Porque le han caído entretenimientos bastante más agradables que el de esta tertulia, dicho sea sin ofensa. Es cosa arreglada ya.

– ¿Cuál?

– Su casamiento con la de Brezales.

– ¡Reconcho!… ¿Con la Africana?

– Con la misma. Me lo ha dicho él, el propio Pancho, esta tarde. Han hecho las paces las dos familias, y dentro de un par de meses…

– Pues protesto, ¡reconcho!– exclamó López armando un chisporroteo de todos los diablos en la chimenea, a fuerza de revolver desaforadamente los tizones.

– Y ¿por qué?– preguntó su amigo de enfrente.

– Porque no hay en el mundo más que un hombre que sepa estimar a esa mujer en todo lo que vale, y ese hombre no es el que se la lleva.

– Pues no es esto sólo lo que hay,– añadió Romero.

– ¿Pues qué más que eso puede haber ya, tratándose de esa mujer, canastos?

– Es que no se trata de ella ahora— respondió el otro después de celebrar con una risotada de las suyas el dicho de Fabio López,– aunque algo la toque de cerca. Sé, por el mismo autorizado conducto, que también se casa su hermana.

– ¿Esa guindilla?– preguntó López, volviéndose rápido hacia Juanito Romero, que celebró con otra carcajada la pregunta.– Y ¿con quién se casa?

– Pues asómbrese usted: con Pepe Gómez.

– ¿Con Pepe Gómez?– repitió el otro asombrándose de veras.– ¿Con ese alfeñique blando, avefría de los demonios?…

– Con ese mismo.

– Vamos, hombre: va a ser cosa de irse uno del mundo, por no ver ciertas enormidades.

– Pues ahí verá usted.

– Pero no me digas ¡reconcho! que ese maniquí de sastrería, con aquellas patillitas recortadas, y aquel vestidito reluciente…

– Le advierto a usted que ya no gasta la ropa con barniz, ni chanclos en cuanto llueve. Es condición que ella le ha puesto.

– ¿Esa sola?

– Que se sepa…

– Y aquella alma de sorbete, y aquellos dientecitos de cristal, y aquel andar y sonreír de aire colado, ¿con qué se enmiendan? ¿con qué se meten en calor, reconcho?

– Eso será cuenta de ella— contestó Romero con otra carcajada.– El hecho es innegable.

– ¡Hombre, hombre… no me digas!… ¡Y fíese usted ahora de pintas de mujer!

Por estos resquicios se coló la conversación de la tertulia en los asuntos de la familia Brezales relacionados con la del «prócer» de Madrid. Se conocía de público hasta lo del trueque de las cartas de Nino, y era evidente que a lo aprendido con aquella lección providencial, debía don Roque el cambio que se notaba en su modo de ser. Apenas iba al Casino ya; y cuando iba, hablaba poco, en estilo llano y muy a tiempo. No había que mencionarle La Alianza, ni «los intereses del partido,» ni los proyectos de Sancho Vargas, ni a Sancho Vargas mismo; tampoco intimaba con Vaquero, Gárgaras, Casquete y otros tales. Sus negocios, por ocupación; su familia, por todo recreo… y nada más. Se conocía bien a sí propio, y no quería meterse en caballerías peligrosas, de las cuales había salido siempre mal y desairado, miradas las cosas desde lejos. Con este modo de ser y de conducirse, resultaba un buen hombre en toda regla, digno, muy digno de tener imitadores entre otros sujetos de su pelaje, que aún continuaban creyéndose hombres de importancia porque tenían cuatro pesetas más que el vulgo de las gentes. Por la fuerza de las cosas, había resultado algo filósofo; y una noche de las últimas había dicho en el Casino: «desde que me bajé de las alturas sin cimientos en que antes vivía, a los llanos en que vivo ahora, me parece que he crecido media vara… por adentro, y que alcanzo más que el doble con la vista alrededor.» Y esto lo había dicho en el momento en que se elevaba Sancho Vargas hasta los cuernos de la luna, hablando de un proyecto «colosal» que andaba concibiendo para fomentar, por cuenta del municipio, la recría de sanguijuelas en unos barrizales del común. Pues ni por esas se había apeado Sancho Vargas de su cabalgadura. De la dote que daba Brezales a sus hijas, se contaban espantos. El hombre era más rico aún de lo que parecía, y estaba dispuesto a echar la casa por la ventana en honor de…