Kitabı oku: «Nubes de estio», sayfa 8
– VII— Las de Sotillo
Eran tres también, como las hijas de Elena; pero con la diferencia notabilísima de que ninguna de las tres de Sotillo era mala, dicho sea en honor de la verdad, si la condición de fisgonas, charlatanas, entremetidas y embusteras, no quita ni pone un ápice a la buena fama de las mujeres; porque si se conviene en que quita, hay que declarar forzosamente que las tres de Sotillo eran punto peores que la más mala de las tres de Elena. La mayor se llamaba Jovita; la mediana Salomé, y la pequeña Loreto. Jovita era viuda sin hijos; Salomé y Loreto, solteras, y las tres huérfanas de padre y madre desde bastantes años atrás. Jovita andaba más cerca de los cuarenta y cinco que de los cuarenta; pero estaba muy bien conservada: era morena, de abundosas carnes, cuello corto y pelo negro y un tanto rizoso, de buena estatura, cara vulgar y aire resuelto. Salomé picaría en los treinta y ocho: tiraba a rubia, era esbelta y muy bien redondeada de contornos. A cierta distancia, con su andar airoso y su flamear de trapos y de pelos, cautivaba la atención de los inadvertidos transeúntes. De cerca ya no sucedía lo mismo: tenía la boca grande, y los dientes ralos y amarillos; el cutis áspero, la nariz un poco torcida, y los ojos chiquitines; y en cuanto al pelo, aquel pelo que ondulaba siempre al compás de las pisadas o al capricho de la brisa, desgajado en copos encrespados de las alturas de la frente, había quien opinaba que no era suyo, es decir, que era crepé, muy bien imitado del natural, eso sí, pero, al fin, postizo. Loreto, con los treinta y tres muy corridos, no era morena, ni rubia, ni blanca, ni hermosa, ni fea, ni notable por prenda alguna de su persona. El verdadero valor plástico de las otras dos, se puso algunas veces en tela de juicio por los desocupados y murmuradores de ambos sexos. Sobre las prendas personales de Loreto, nadie porfió jamás. Siempre fue para todo el mundo «Loreto Sotillo,» o a lo sumo, «la menor de las de Sotillo;» y de aquí no pasaba el interés de las gentes.
Así era por fuera cada una de las tres hermanas; por dentro, todas ellas eran lo mismo: las tres charlatanas; las tres curiosas; las tres ponderativas hasta el embuste inverosímil; las tres serviciales, cariñosas y placenteras; las tres igualmente engreídas de su linaje, de su riqueza, y a cual más incansable en recordar, en visitas y tertulias, al bisabuelo virrey, al abuelo corregidor, al tío superintendente; las alhajas por celemines, «de mamá,» y los prestigios y rimbombes «de papá,» en las cinco partes del mundo; a este general famoso, a aquel senador renombrado, al duque de X. y al embajador Z… todos amigos íntimos, cuando no parientes cercanos de la familia… En cuanto a las dos solteras, ¡si las tres fueran a decir las proporciones que habían desdeñado!… Y así.
Entre tanto, ni eran verdaderamente ricas, ni tal sangre azul corría por sus venas. Gozaban de «un buen pasar,» por auge fortuito de lo poco heredado del vulgarísimo matrimonio, y de lo aportado a la comunidad, con su cuenta y razón, por supuesto, de lo legado a Jovita por su marido, capitán de alto bordo, muerto de unas calenturas perniciosas en la costa de Guinea. Vivían en buena casa en el mejor de los barrios de la ciudad; vestían bien, se trataban con lo más escogido del pueblo, tuteaban a las señoras más entonadas, y comían a sus mesas cuando les daba la gana; eran bien recibidas en todas partes; vivían en perpetua visita, y en invierno daban reuniones todos los jueves, y se quedaban en casa para los íntimos la mayor parte de las tardes y de las noches; viajaban de vez en cuando… y siempre las tres juntas, y las tres alegres y felices y sabiendo las mismas cosas, es decir, todas las cosas que ocurrían en su pueblo, por arriba y por abajo, por dentro y por fuera.
Sabían, por consiguiente, lo de Irene, tan bien como don Roque mismo, o mejor, puesto que sabían algo que ignoraba todavía el pobre hombre, y de lo cual la propia interesada desconocía detalles muy importantes. Y sabiendo lo más, claro es que habían de saber lo menos, como el día y hora de la llegada de los de Madrid, con todos los episodios dramáticos que la noticia había producido en casa de «las de Brezales.» Así fue que, cuando Salomé, que había madrugado más que sus hermanas, leyó en El Océano de aquel día la primera parte de su Estafeta local, se sonrió con el más soberano desdén y corrió, con el periódico en la mano, al dormitorio de sus hermanas, que también lo era suyo; y aquí es de justicia advertir que ni para esa tan importante función de la vida podían estar separadas las de Sotillo. Cabalmente estimaban ellas los ratos de acostarse y de levantarse como los más tentadores y al caso para computar noticias, redondear resúmenes y cambiar impresiones. Conste, pues, que, por éstas y otras razones, dormían en un mismo cuarto, grande y debidamente provisto, eso sí; pero, al cabo, un cuarto con tres camas.
Dos de ellas estaban desocupándose cuando entró Salomé con el periódico.
– ¿No os parece— dijo en cuanto cerró la puerta,– qué enterado anda de noticias Casallena? Primero se las viene echando de lince al contarnos que los de Madrid llegan hoy en el exprés. Desde ayer tarde lo sabemos nosotras. Pues escuchad esto otro.
Y les leyó en alta voz aquellas fiorituras cursis, en que el revistero quiere que se sepa y que no se sepa lo del acordado casamiento de Irene con Nino Casa— Gutiérrez.
– ¿No está bien enterado el angelito de Dios?– continuó diciendo después de leer.– ¡Buen desayuno habrá tenido con ello Irene, si lo ha visto!… Por supuesto, que ella no va a la estación a recibirlos.
– Poca delicadeza tendría si fuera— apuntó Jovita, mientras bregaba por encajar los ganchos de su corsé en los agujeros correspondientes, que no coincidían como debieran,– con la perrada que la han jugado y la situación en que la han puesto… ¡Si parece mentira! Yo, en su caso, les enseñaría los dientes; y que vinieran, que vinieran los unos y los otros a ponerme delante la morcilla…
– ¡Oh!, ya los enseñará, no tengas cuidado— dijo Loreto debajo de las faldas de una bata de percal que estaba pasándose por la cabeza.– Ya los enseñará… ¡Buena es ella para no hacerlo si se le pone en el moño, como tiene que ponérsele!… ¡Pobrecilla! ¡Qué noche habrá pasado!
– ¡Y qué mañana estará pasando!– continuó Jovita.– ¿A qué hora quedó en verse Rita con la Cándida, Salomé?
Rita era la doncella de «las de Brezales,» y la Cándida una criada vieja, vieja en el mundo, y vieja en la casa de las de Sotillo; especie de hurón que ellas tenían para meterle en todas las conejeras y poner al alcance de su fisgoneo insaciable los secretos más recónditos. Los que no descubrían ella o la Nisia, la costurera de la casa, sólo Dios era capaz de descubrirlos.
Salomé contestó a la pregunta de su hermana:
– En cuanto se marchen ellos a la estación, y después que vuelvan con los otros, si ocurriera algo de particular.
– Y Pancho, ¿quedó ayer tarde en venir hoy también? Porque yo no comprendí lo que dijo al despedirse… ¡Es particular lo que ese chico menudea las visitas de algunos días acá!
– Pues bien claro está el motivo, mujer: nos cree enteradas de cosas que a él le interesan mucho, y viene a averiguarlas.
– Sí; pero de refilón y por sorpresa. ¿Por qué no las pide claramente?
– Porque entonces tendría que confesar lo que siempre ha disimulado por razones que ellos sabrán; y como las dos familias no se muerden y está el pobre tan aislado de ella últimamente, el muy zorro se las busca como puede. Y a eso viene aquí. Estoy segura de que está muy agradecido a la obra de caridad que hacemos adivinándole la intención y contándole cuanto sabemos y hasta lo que sospechamos. ¡Mira que también él debe de estar pasándolas bien amargas!… Por cierto que anteayer encontré al Padre Domínguez… ¿no os lo había dicho?… al salir de misa de ocho; y hablando, hablando, me preguntó por Irene ¡con un interés tan particular!… Dice que no la ha visto hace más de una semana, y que, como la halló tan espelurciada entonces, temía que no anduviera buena… Con que yo sospeché que me venía con segundas, y probé a tirarle un poco de la lengua, por si él andaba, en el ajo… ¡A buena parte fui! Lo que resultó fue que me sacó a mí él casi toda la verdad… ¿Querrás creer que se me hizo de nuevas?… ¡Ah! Otra cosa: también habla El Océano de la jira al Pipas: es cosa segura ya, por lo visto.
– Pues hay que trabajar eso— dijo Jovita deslizándose por el borde de la cama,– para que no nos suceda lo de la otra vez, que nos dieron la gran tostada. ¡Si ese arrastrado de Casallena se dejara ver, como solía!…
– Estará con las lombrices— replicó Salomé.– ¡Ah, qué imposible de chico!… Cuando más falta hace… Pues lo del baile del Casino, también resulta cierto; es decir, por cierto lo da El Océano, como da un fivocloque de la de Rasquetas, y una de esas… intemperies, nocturna, con hachas y farolillos, de la Muñorrodero. Nada, pinitos de gente pobre por remedar a la del gran mundo… ¿A que todo sale farándula?
– Mira, Salomé— interrumpió aquí Jovita, abrochándose sobre el rollizo busto un peinador muy holgado:– ya que estás aviada tú, dile a la muchacha que nos vaya sacando el chocolate, porque no hay tiempo que perder. Ese tren llega a las nueve y media.
– No te apures— respondió Salomé,– que el coche ha de pasar por esta calle a la ida y a la vuelta, y desde bien lejos le conozco yo en el rodar. Hoy llevan el landó nuevo. Yo creo que el farolón de don Roque le ha traído de Francia solamente para darse pisto este verano con la familia de su consuegro, el duque ese de la fachenda… ¿Me querréis creer? Pues es la pura verdad: me carga mucho tener que ir a visitarlos en cuanto lleguen. Pero ¡estamos tan obligadas! ¡Y ellos son tan imposibles!… ¡Ay, qué gentes!… Bien mirado, lo mejor es Nino, con estar medio podrido… Pero siquiera es francote y… al paso que los otros… Aunque no dejan de ser corrientes y amables, la verdad sea dicha…
– Y ya que se trata de esas cosas— interrumpió Loreto atándose una corbatita de crespón para tapar dos costurones escrofulosos que tenía en el pescuezo,– ¿en qué quedamos? ¿vamos o no vamos a visitar a las de Gárgola?
– Mujer— respondió Jovita, dándose unas manotadas en las caderas, porque tenía la aprensión de que abultaba con exceso por allí,– en la duda, pequemos por carta de más. Yo creo que debemos ir. ¿No es verdad, Salomé?
– Y mucho— dijo ésta abanicándose con El Océano, porque el día había amanecido caluroso en extremo, y en aquella habitación se sudaba el quilo.– Sea lo que se quiera, es la verdad que, aunque no las conocemos más que de haberlas saludado una tarde en las ferias, ello fue porque nos las presentó doña Angustias, de quienes somos tan amigas; y siendo tan amigas de doña Angustias, estamos medio obligadas a serlo también de las que lo sean de ella. Además, las de Gárgola ¡nos recibieron de un modo y nos hablaron con una consideración!… Solamente a mí, lo recuerdo muy bien, me miraron tres o cuatro veces, de una manera tan distinguida y tan interesante, como si quisieran darme a entender que tenían grandes deseos de entrar en relaciones con nosotras… ¡Ay, que ya van esos!..
Dijo; derribó la silla en cuyo respaldo apoyaba una mano; arrojó el periódico que la servía de abanico en la otra, y salió disparada del dormitorio; siguiola, a escape también, Loreto, haciendo pedazos con los pies El Océano que se le había enredado en ellos; y Jovita, que era la menos ágil y estaba acabando de calzarse con los apuros de siempre, suspendió la tarea, rompió a correr a su modo, y, estorbándole una zapatilla que tenía a medio calzar, la largó de una pernada para correr mejor. Aún llegaron las tres al mirador del gabinete de la sala a tiempo de ver pasar por la ancha calle el landó flamante y descapotado de «las de Brezales,» con toda la familia dentro, menos Irene.
– ¿Veis cómo no va?– dijo Salomé con entonación de triunfo, mientras respondían las tres con cabeceos, sonrisas y besamanos a los saluditos que en idéntica forma las dirigían los del coche.– ¡Ay, qué elegantísima y qué sencilla va Petra!… Es el diablo esa chiquilla, hasta para disimular pesadumbres… y trapisondas.
– Vaya, que no las disimula mal su madre— añadió Jovita.– Y todavía luce cuando se viste, mujer… Parece que trae de herencia el señorío, como nosotras.
– En cambio, don Roque— apuntó Loreto,– cuanto más majo se pone, más enseña la estopa… ¡Ay, qué arte de almacenero en domingo lleva el infeliz!… ¡Válgame Dios, lo que hacen las talegas!..
– Pero ¿cómo no le habrán dicho en casa— observó Salomé,– que no es de tono ir al tren, a estas horas, de media etiqueta, aunque se vaya a recibir a duques y vizcondes? Al fin, señoríos de ayer acá… El demonio que le aguante esta temporada.
– Sí: cuando estaba mejor para esconderse debajo de una escalera y purgar allí ese pecado tan gordo de su bambolla.
– Pues veréis la que arma con el personaje nuevo, con el vizconde de la otra, de María, que, si no ha cambiado, parece una merlucilla en salsa verde… Y ¿cómo se van a componer tantos señorones en un landó solo?
– ¡Otra boba!… ¿Pues no sabes que va también el de don Lucio Vaquero?
– Pues si no le han tenido antes en lejía, buenos van a ponerse de sebillo los que le ocupen: eso sin contar con la mugre del cochero y la sarna de las caballerías.
– Y a todo esto, la pobre Irene, mujer… ¡lo que ella estará pasando!… ¡Y lo que la espera!
– ¡Pues mira que también lo que aguarda a los de Madrid!…
– Ya veréis cómo al último no es tanto como parece…
– Si estuviera yo en el pellejo de ella, no se saldrían con la suya.
– ¿Quién sabe si se saldrán?
– Pues no tendrá vergüenza Irene, mira.
– En fin, allá veremos.
En éstas y otras se fueron a tomar chocolate deprisa y corriendo y consultando el reló para no faltar al paso de los dos carruajes, de vuelta de la estación y camino de la playa, quedándoles antes un ratito para lavarse la cara y arreglarse los moños a la ligera.
Aún no los habían dado el último toque, cuando llegó la Cándida trasudando y con fuelle. Espera que te espera, no había salido Rita. Tuvo ella que subir y colarse, bien armada de disculpas, por si acaso. Pero no hubo necesidad de ellas. En el mismo recibidor, sin ser vistas ni oídas las dos, pudo enterarse de todo. La señorita no había pegado el ojo en toda la noche: ruegos, lágrimas, sermones por la mañana: nada había bastado a reducirla a que fuera a la estación. Estaba emperrada en que no y que no había de ser, y se salió con la suya. No había ido. En cuanto se fueron los demás, unos a la fuerza y otros de mala gana, y todos porque no se diga, se había levantado y pedido el desayuno. No cató bocado: se puso a hojear el papel del día, y topó algo allí que la llegó muy adentro; porque la Rita la había visto, por el ojo de la cerradura, dar pataditas en el suelo, y después de hacer «un ruño» con el papel, echarse a llorar como una Magalena. Y así quedaba. Y no sabía más la buscona de los demonios.
– ¡Lo mismo que nosotras calculábamos!
– ¡Igual!
– ¡Igual!
Y tan satisfechas y ufanas como si hubieran resuelto en una batalla decisiva la sempiterna cuestión de Oriente, se largaron al mirador para aguardar allí, con tiempo de sobra, la llegada de los viajeros.
Media hora larga de estufa, porque el sol daba de plano en aquella jaula de cristales, les costó la pueril curiosidad. El landó de don Roque apareció el primero. En seguida pescó Salomé que el coche venía muy mal cargado.
– Me lo estaba figurando— dijo a sus hermanas revolviéndose entre ellas como si tuviera hormiguillo,– porque no es ésta la primera vez que lo hace. El santo varón, muy repantigado en el lugar preferente al lado de la duquesa, y al vidrio una señora… Creo que es María… ¡anda, morena!… ¡Y cómo se descoyunta el infeliz mirando hacia los balcones para ver si alguien le envidia! ¡Hínchate, pavo, que ya me lo dirás cuando te sienten las plumas a disgustos!… ¡Hombre más imposible!… ¿Saludaremos con el pañuelo o con la mano?
– Jesús, qué emperifollada viene la duquesa!– observó Jovita sin responder a su hermana.– Toda color de barquillo: parece una momia empajada… Creo que nos saludan ya.
– Pues tenías razón, Salomé— dijo Loreto:– la del vidrio es María… ¡Ay, qué imposible está con ese tiesto de legumbres en la cabeza! Ahora sí que creo que nos saludan.
– Por sí o por no, saludemos nosotras… Así, con pañuelo y todo… ¡Bien llegados! ¡bien llegados!
– ¡Mira con qué cara lo pide el pastralón de don Roque!… Sí, hombre, sí… ¡toma percalina con correa!
– Y el que va al lado de María debe de ser el vizconde… Ahora le veremos mejor… Ya está de frente.
– ¡Hija, qué cebollón es!
– ¡Y qué rojote y qué soso!
– La duquesa mira ahora.
– Y el vizconde se quita el sombrero… ¡Bien venidos, señores!… ¡Y qué bocaza de espuerta tiene!
– ¡Bien venidos! ¡bien venidos!… Ya nos contesta María… ¡Adiós, adiós!
– ¡Qué esmirriada viene este año! Parece un serrucho la infeliz. Os digo que está imposible esa chica.
– Qué quieres, hija, no es para engordar el lance.
– ¿Qué lance?
– ¡Miren la inocente! Pues ¿no tiene ya la boda para caer?
– ¡Vaya un susto! ¡Bastante le importará a ella eso! Si estuviera enamorada…
– Y ¿por qué no ha de estarlo?
– ¿De ese mostrenco?
– ¡Qué cosas tienes, mujer!… ¡Adiós, adiós!… Pues mira, no dejan de ser afables en medio de todo; y la duquesa saluda con mucha gracia: se la conoce a cien leguas que es señora de mundo; siempre lo dije yo… ¡Agur, agur!… ¡Hasta luego!
– Ya están ahí los otros. ¡Como sardinas en banasta vienen! Tú, que no puedes, llévame a cuestas. A los rocines de don Lucio, la mayor carga.
– El del pescante es Nino. ¡Ay, qué tipo está!
– Parece que viene oliendo la corrida en pelo que le espera… Petrilla va espalda con espalda con él… ¡Qué mona, mujer!
– ¿Sabéis que Amelia tiene mejor traza que cuando estuvo la última vez?
– ¿Es la que viene a la derecha de doña Angustias?
– Naturalmente. Y enfrente suyo el duque… ¡Ay, qué pescuezo trae el infeliz, y qué encorvadón está!… Ya nos han visto.
– ¡Bien venidos, señores!… Con el pañuelo todas a una, como antes… ¡Agur, Amelia… hasta luego!
– ¡Adiós! ¡Adiós!… Saludad también vosotras otro poco, que van a doblar la esquina.
– Ya ¿para qué?
– Por si acaso miran hacia acá, y por los que nos estén mirando a nosotras desde la calle.
– ¡Adiós! ¡Adiós!… ¡Adiós!
Al perderse de vista el coche, y aleteando todavía maquinalmente con su pañuelo, se le ocurrió una duda a Salomé:
– ¿Habremos caído en falta nosotras con no ir a recibirlos a la estación?
Unánimemente declararon Jovita y Loreto, después de pensarlo un poco, que no.
Con esto iban a retirarse del mirador, donde estaban asándose vivas, cuando se le ocurrió a Salomé preguntar, apuntando con la mano a dos sujetos, o mejor dicho, a dos mitades (inferiores) de sujeto, que se movían en la calle, debajo de sendos quitasoles de percalina blanca:
– ¿No es Casallena uno de ellos?
– Por el andar, parece él— respondió Loreto.– Ahora se le ve mejor… Justamente: el mismo… Y el otro, Juanito Romero.
– ¡Esos sí que sabrán cosas!– exclamó Jovita relamiéndose;– y además, lo de la jira y lo del Casino…
– Pues por eso precisamente me fijaba yo tanto— repuso Salomé.– Cerca de quince días hace que no he echado la vista encima a esos condenados… Y antes no salían de aquí… Pues como lleguen a mirar, los llamo… ¡Ay! que me parece que mira Juanito… Por si acaso… ¡Adiós, tunantuelo!
– Ya te contesta— apuntó Jovita.– Y ahora mira también y saluda Casallena… Pues me alegraría que subieran un ratito.
– Y yo también,– añadió Loreto.
– ¿Sí? Pues ahora lo veréis… Voy a amenazarlos. ¡Ah, pícaros, qué correa del pellejo les he de sacar a ustedes en cuanto los tenga a tiro!… Ya me han comprendido el ademán.
– ¡A ustedes, a ustedes, sí!– ayudó Loreto con cuatro cachetitos al aire.
– ¡Vaya si me las han de pagar!– continuó Salomé.– ¡Y se hacen los ignorantes y los santitos de Dios!… Ahora los llamo… ¡Suban, suban!– Y pintaba la acción con la cabeza y con las manos.– ¡Suban, y verán si nos mordemos la lengua!
– Entender, lo han entendido— observó Jovita;– pero parece que dudan, como si fueran a estorbar… Marca más las señas; nosotras también se las haremos… ¡Que sí, picarones; que queremos ajustarles a ustedes las cuentas ahora mismo!
– ¡Suban, suban, y verán cuántas son siete!
– Creo que van a decir que sí… Se miran uno a otro… Que sí han dicho…
– ¡Ya vienen!
Cuando los vieron dirigirse hacia el portal, corrieron las tres al interior de la casa, cerrando puertas del corredor, que estaban abiertas, y escondiendo a puntapiés cepillos y cogedores y otros útiles de limpiar que andaban por los suelos; ajustándose los talles, encrespándose las faldas y retocándose el cabello; poniendo en orden algunos muebles de la sala; entornando los postigos de los balcones y corriendo las colgaduras para templar la crudeza de la luz, que de ordinario las molestaba y en aquella ocasión mucho más: todo a escape; y tan a escape, que aún les sobró tiempo para volver al vestíbulo y entreabrir la puerta de la escalera antes de que llegarán a ella los dos mozos que subían.