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Kitabı oku: «Nubes de estio», sayfa 9

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– VIII—  Nada en substancia

Jadeaban Casallena y Juanito Romero cuando llegaron a la meseta del piso de las de Sotillo. Al cabo era un tercero con entresuelo, y el calor sacaba ampollas aquel día. Las tres hermanas los aguardaban amontonadas a la puerta, a medio abrir. Casallena, pálido de suyo, bastante largo y muy estrecho, con la fatiga y el calor verdegueaba un poco en la penumbra de la escalera, y costaba trabajo entenderle las primeras palabras que dijo allí, por lo tenue de la voz y lo reseco de lengua. A Juanito le sucedía lo propio, pero por causas diametralmente opuestas: era regordete y bajo, y al hablar jadeando, le resultaban gritos, por ingobernable impulso del ancho fuelle de sus pulmones.

Por fortuna, lo que quisieron decir al llegar no fue de importancia; y tanto valdría que lo hubiera sido, porque las tres de Sotillo se lo hablaban todo y a un mismo tiempo, sin escuchar a nadie ni saber lo que decían a punto fijo. Mucho apóstrofe, mucha amenaza en broma, mucho mote y mucha injuria de chanza; risitas picaronas y carcajadas a la fuerza; y ellos entrando poco a poco en medio de la algarabía, con excusas irónicas, hiperbólicas protestas y algún epigrama cruel que se perdió en el estruendo; y así hasta la sala, después de haber sido despojados violentamente en el camino de los sombreros y de los quitasoles.

A Casallena ya le conoce el lector por haberle visto y oído en la tertulia del café, que se pintó en el capítulo II, con bastantes pormenores; pero no a Juanito Romero, aunque era de los concurrentes a la mesa aquella tarde y todas las tardes. Sólo que le dio entonces por no desplegar los labios ni hacer otra cosa que balancearse en la silla que ocupaba, como tenía por costumbre siempre que le acometía el spleen, es decir, lo que él llamaba spleen porque había estado en Inglaterra; pues, en rigor de verdad, no excedía todo ello de una ligera distracción; y por eso pasó inadvertida para el lector esta figura, de los primeros términos de aquel cuadro, y del que bien puede llamarse «de honor,» de la juventud de entonces; o, siguiendo el símil ya usado más de una vez en este descosido relato, una de las canoras cigarras de aquella ciudad de hormiguitas.

En lo físico, ya se acaba de decir que era regordete y bajo; añádase ahora que tenía cutis de mujer, la barba y el pelo negros, y en los ojos un ligero estrabismo convergente, con lo cual, y una sonrisa que de continuo le retozaba en los labios, tomaba su cara una expresión, como entre cándida y maliciosa, que resultaba agradable, y se tendrá su retrato de cuerpo entero. En lo moral no se desmentía lo físico. Era dúctil y complaciente en grado sumo, y la curiosidad el demonio que más le tentaba. Caía muy bien entre damas, y poseía el don de entretenerlas y la virtud de sufrir con deleite a las más inaguantables. Sabía cosas de las que a ellas les gustan, y, sobre todo, contárselas bien, obra mucho más difícil de lo que parece; pues entre lo cáustico y lo empalagoso, entre lo nimio hasta la insulsez y lo culto hasta la petulancia insoportable, se han dado de calabazadas y desacreditado para siempre más de cuatro galanes finos: con diploma de narradores amenos en corrillos de barbudos. Pide un temple singular el trato con la mujer ociosa y— elegante, en el que entran, como a gentes principales, aunque parezcan al profano materia inerte, hasta el metal de la voz y el manejo de los dedos índices. Juanito Romero conocía este temple, y además gozaba, por don generoso de la naturaleza, de cierto instinto de asimilación de inclinaciones y gustos femeniles, que le daba hecha la mitad de su labor en él, para otros, inútil empeño de tener «mucho partido con las señoras.» Por lo demás, era mozo listo, doctor en derecho, escribía con gracia y hablaba bien, lo mismo de toga que de americana.

– A ustedes, grandísimos pícaros— decía Jovita en el momento de sentarse en el sofá, junto a los dos amigos,– hay que cazarlos a tenazón… ¡ja… ja… ja!… para darse una el gustazo de decirles cuatro perrerías…

– Que bien las merecen, o no hay ya justicia en el mundo— añadió Salomé desde su sillón, forrado de seda azul, como toda la sillería de la sala:– ¡cerca de quince días sin poner aquí los pies, ni dejarse ver en ninguna parte! ¿Habrá picardía como ella?

– Así es que, en cuanto los vimos a ustedes— continuó Loreto desde el sillón frontero al de Salomé,– después que pasaron los amigos de Madrid, dije yo a éstas: «¡a ellos, antes que se nos escapen!…» Y todavía andaba con remilgos esta boba.

– Mujer— replicó la aludida,– teme una abusar; porque cuando ellos se nos venden tan caros…

– Y además— añadió Jovita,– la hora no es de las más a propósito para hacer visitas a nadie; y como ellos son tan cortos y mirados, aunque a una le sobre franqueza para recibir a los buenos amigos con la casa revuelta, y de trapillo, como estamos ahora…

– Visita, ¿eh?– exclamó Salomé, retorciéndose como un sacacorchos, a fuerza de contorsiones y de manoteos al aire y de mirar a unos y a otros.– ¡Buena visita te dé Dios! A juicio es a lo que vienen aquí: a dar estrecha cuenta de su mala conducta. ¡Jajajá!

Y en verdad que, al verlos codo con codo, embutidos en un ángulo del sofá, con las cabezas algo caídas y sufriendo resignados y silenciosos aquel aluvión de cargos con que los aturdían las tres mujeres que los rodeaban, más que caballeros en visita, parecían dos rateros en la prevención, después de haber sido atrapados con las manos en la masa por los guardias municipales.

Pero, en fin, como todo pasa en este mundo, también pasó la borrasca aquélla de vana palabrería; y entonces Casallena pudo meter baza en la conversación, y hablar estas cuatro palabras, siquiera por decir algo:

– Yo, señoras mías, les doy, ante todo, infinitas gracias por esa estimación que me demuestran echándome aquí tan de menos; pero les juro que con este arrastrado oficio que me tocó en suerte, no soy dueño de mí mismo cuando más necesito serlo; y créanme que, sin un motivo tan poderoso, no me hubiera castigado con la pesadumbre de no verlas a ustedes y no gozar de su amenísimo trato en tantos días.

– Digo— añadió Juanito Romero,– dos cuartos de lo propio. ¿Quieren ustedes que se lo acredite con un testimonio en papel sellado de los señores de la Audiencia, que ya están aburridos de tenerme delante todos los días oyéndome decir casi las mismas cosas para defender a bribones de un mismo pelaje? Porque también esa ganga es de las que da mi oficio.

– ¡Miren los santitos de Dios— dijo, a todo esto Salomé, que era la más traviesa de las tres hermanas,– que no son capaces de romper un plato, qué vida tan ejemplar y aprovechada han traído! Para el diablo que los crea. Como si no supiéramos aquí…

– Palabra de honor, Salomé.

– Pueden ustedes creernos…

– Pues no se les cree— insistió Salomé con nuevas contorsiones,– porque no debe de creérselos; y, sobre todo, porque papeles cantan.

– ¿Qué papeles?– preguntó Casallena fingiéndose muy sorprendido, y mirando tan pronto a Juanito como a Salomé.

– Sin ir más lejos— respondió ésta,– El Océano de hoy.

– ¡Ajá!– apoyaron las otras.

– Y ¿qué hay en ese periódico— preguntó Juanito Romero con mucha socarronería,– que nos acuse y nos comprometa de tal modo?

– Nada que tenga que ver con usted, la verdad sea dicha— contestó Salomé;– pero con Casallena, ¡uf! Toda la Estafeta local, de punta a cabo. ¿Les parece poco?

– Chúpense esa,– dijo Loreto.

– Y vuelvan por otra,– añadió Jovita.

– Pues vuelvo— dijo Casallena,– y pregunto lo mismo que preguntó éste: ¿qué hay en la Estafeta local de El Océano de hoy que demuestre lo que ustedes afirman, para mi perdición?

– La prueba innegable— respondió Salomé,– de que se ha pasado usted toda la semana de fisgoneo. No se aprenden en menos tiempo tantas cosas como las que usted cuenta allí con tantos pelos y señales… Pero, hijo, si en todas ellas anda usted tan bien informado como en lo que nos tapa con aquellas nubes y con aquellas gasas tan transparentes y vaporosas, que le devuelvan el dinero, porque eso es robárselo.

– Y de mala manera,– apuntó Jovita.

– En primer lugar, señoras mías— dijo Casallena,– yo no puedo ni debo responderde eso, porque no lo he escrito. Habrá sido éste.

– ¿Yo?– dijo Juanito respingando un poco.– Yo no hago esas cosas nunca por escrito. No me da el naipe para ello. Será obra de Juan Fernández.

– Juan Fernández— observó Salomé,– no las gasta de ese género… a juzgar por lo que escribe con su firma.

– Usted no sabe— dijo Casallena muy serio,– de lo que es capaz Juan Fernández cuando pierde los estribos: no hay hipérbole que le asuste ni estorbo que le detenga.

– Pero, después de todo— dijo Juanito,– ¿qué hay de malo en lo que se declara allí?

– Hablando con formalidad— interrumpió Jovita,– y sea quien quiera el que lo ha publicado, allí se da a entender que está arreglado el casamiento de Irene Brezales con Nino Casa— Gutiérrez, y todo el mundo sabe aquí lo que hay sobre el particular.

– Y, francamente— añadió Salomé,– aquellos sahumerios acaramelados resultan una broma muy pesada para la pobre Irene…

– Que ha hecho añicos el periódico en cuanto lo ha visto,– concluyó Loreto, queriendo ponerse grave…

– Por supuesto— interrumpió Salomé,– que no ha ido a recibirlos, como ustedes habrán notado…

– Ni ha pegado el ojo en toda la noche— añadió Jovita,– después de una batalla atroz con los de casa: ellos que había de ir, y ella que no… Les digo a ustedes que se van a ver grandes cosas a la hora que menos se piense..

– Bien decía yo— observó Salomé, cambiando también de tono y de maneras,– que conociendo estos chicos, como deben de conocer, lo que ocurre sobre esa caso infeliz, no habían de ser tan imposibles que fueran a publicar…

– Luego mal podía— dijo Casallena,– ser de mis manos esa mala obra, que yo lamento como ustedes.

– Palabra de honor— añadió Juanito Romero, con evidente deseo de ser creído,– que no sabemos de quién es, y que hace un rato deplorábamos éste y yo el suceso. De seguro se ha dado la noticia con la más honrada intención, por alguno que ignora lo que está pasando. ¡Como allí entra tanta gente a todas horas!…

– ¿De manera— repuso Salomé,– que tampoco sabrán ustedes lo que hay de cierto sobre la jira de que se habla más abajo?

– Eso sí— respondi6 Juanito,– porque somos de los paganos.

– De los rumbosos: no sea usted tan modesto…

– Pues rumbosos, sí, señora. ¿Qué quiere usted? O somos o no chicos finos, de lo mejor en la clase; y estamos obligados a obsequiar a los forasteros distinguidos con la flor y nata de lo que tenemos.

– De manera— observó Jovita,– que las que no somos ni forasteras ni distinguidas, nos quedaremos en tierra, como de costumbre.

– Eso sí que no— respondió Juanito.– Porque las forasteras no han de ir solas en la jira, y de la flor y nata han de ser también las indígenas que las acompañen; y siendo esto así, díganme ustedes cómo es posible que se que den sin cartas en ese juego las mejores jugadoras. ¿Me explico, señoras mías?

– Además— añadió Casallena,– Juanito es de la comisión, y con esto está dicho todo. De manera que podrá pasar hasta el ochavo moruno; pero no lo que pasó la otra vez en un caso semejante. Conque váyanse preparando, amigas de mi alma, que la cosa va a ser pronto a las primeras mareas vivas.

– Pues no se hable más de esto— repuso Jovita,– y dígannos si es cierto lo demás.

– ¿Cuál es lo demás?– preguntó Casallena.

– Lo del baile del Casino.

– Para después de la jira, si la crema de acá tiene agallas para correrse.

– No entiendo…

– Para pagar los gastos; porque ya va de tercera este verano.

– ¡Ave María!– exclamó Salomé;– ¿tan al rape andan esos chicos pudientes?

– Se han dado casos, Salomé, bastantes casos, de renunciar al deleite por la pícara contra de lo que cuesta. Hay que decir la verdad: los chicos son de buen querer; pero los papás son de otra pasta muy distinta: cera antigua, de esa que no se corre fácilmente…

– ¡Ay, qué chicos éstos más famosos!– dijo riéndose Loreto.– Y lo del fivocloque de la Rasquetas, ¿es o no cierto?

– Rumores, y nada más, según mis noticias— respondió Juanito.– No pegan ni con cola esas fiestas en verano.

– Y lo del garden— party– añadió Casallena,– — idem per idem: rumores, y no más que rumores, a mi entender. Y a fe que lo siento, porque es fiesta que luciría.

– ¡Vaya!,– exclamó Salomé aguzando mucho la atención.– Con esos hachones…

– Fumívoros,– concluyó Casallena muy serio.

– Eso es— asintió Salomé atormentada por el deseo de saber lo que quería decir fumívoro, pero sin atreverse a declararlo.– Y también farolillos a la veneciana… Son cosa de gran lucimiento esos hachones…

– ¿Ustedes los han visto alguna vez?– preguntó Juanito.

– ¡Muchísimas!– respondieron las tres hermanas a un tiempo con pasmosa formalidad.

Casallena y su amigo se miraron de reojo.

– Mujer— observó inmediatamente Salomé,– lo que yo no recuerdo bien es cómo estaban colocados la última vez que los vimos… me parece que fue en una fiesta de esa clase que dio el marqués de Pajeros… ni en qué consistía lo de…

– ¿Lo de fumívoro?– preguntó Juanito.

– Cabal.

– Pues eso consiste— repuso el mozo, atusándose la barba y contoneándose en el sofá, en un botón que tienen hacia el medio… ¿Se enteran ustedes? Hacia el medio. Pues bien: se aprieta en él sin cesar; y el humo, ¿eh? el humo… en lugar de subir, baja… baja y se cuela por un canalito interior que hay en el hacha. Allí se enfría en seguida, con el relente de la noche… ¿se van enterando? y acaba por convertirse… en algo así como… como rocío; rocío que se corre hasta el extremo inferior del canalito, y cae, por último, en gotas, al suelo. De ahí le viene el nombre de fumívoro al hachón: se traga su propio humo, para que no moleste a nadie.

– Justamente!– exclamó Salomé marcando el adverbio con dos palmadas y medio saltito en el sillón.– ¡Cabeza como la mía! ¡Pues poco que nos llamó a nosotras la atención!… ¿no os acordáis?… aquel teclear de los hombres con los dedos. «Pero, mujer,» os pregunté yo una vez, «¿por qué teclearán así sin parar?» Y era para eso, para apretar el botón del humo. Ni señal de él notamos en toda la noche.

Los dos amigos no sabían cómo ponerse para contener la risa, que se les escapaba a borbotones.

– De lo que no estoy yo segura— continuó Salomé,– es de si aquella fiesta fue lo que se llama una verdadera… inclemencia… quiero decir, intemperie, de esas como la que piensa dar la de Muñorrodero…

– ¿Un garden— party?– preguntó Casallena, relamiéndose de gozo, porque le tenía grandísimo siempre en oír despotricar a aquellas excelentes señoras.

– Eso mismo— respondió Salomé.– ¡Nunca me acuerdo de la condenada palabra extranjera! Pues esa fiesta que se llama así, es la que a nosotras nos mete en dudas. ¡Como ha visto una tantas! Porque ustedes no pueden figurarse qué vida de reventadero es la nuestra en cuanto llegamos a Madrid, por el afán de obsequiarnos tantísimos parientes y amigos como allí tenemos, relacionados con lo mejor de la corte… Y tanto ve una y tan deprisa y en tantas partes casi a la vez, que se forma una maraña con los recuerdos de todo, y se vuelve una imposible, vamos, lo que se llama imposible.

– ¿Y por eso— dijo Casallena,– no sabe usted en este instante, a punto fijo, lo que es un garden— party?

– Cabalmente.

– Pues yo tampoco.

– ¿Que no lo sabe usted?

– No lo creas, Salomé,– dijo Loreto.

– ¡Grandísimo embustero!– exclamó Jovita.– ¡No saber una cosa tan sencilla un cronista de salones!

– Pero de salones de acá— corrigió con gran mesura Casallena,– que no es lo mismo, ténganlo ustedes muy en cuenta. Además, yo no he puesto eso de la Muñorrodero en El Océano, y no estoy obligado a descifrarlo. De todas maneras, aquí tienen ustedes a Juanito que nos puede sacar a todos de dudas, porque conoce el inglés… y los hachones fumívoros.

– Lo mismo que estas señoras— dijo el aludido muy impávido.– De modo que si la fiesta en que ellas los vieron fue un garden— party, ya saben en qué consiste.

– Pues no es otra cosa,– afirmó Casallena para salir del paso.

– ¿Nada más?– preguntó Salomé, como si le pareciera poco y lo hubiera visto alguna vez.

– Nada más,– contestaron los dos amigos.

– Y hablando de otra cosa— dijo Loreto,– ¿han estado ustedes en la estación a la llegada del exprés?

Contestáronla que no.

– ¿De manera que no saben ustedes qué recibimiento ha tenido esa familia allí?

Otra vez la dijeron que no.

– ¿Ni han tenido ocasión de conocer de vista al vizconde ese que ha llegado con ellos, novio de María Casa— Gutiérrez?

Tampoco habían tenido esa ocasión, sino a medias, viendo pasar los dos coches rápidamente hacia la playa.

– Hijos— exclamó entonces Salomé,– ¡qué ganga se han perdido ustedes! ¡Ay, qué tipo!

– ¿Y no sería mejor— preguntó Juanito,– que echáramos unos parrafejos sobre el caso de la otra, de la pobre Irene Brezales, enfrente de esta complicación tremenda de sucesos?… ¡Qué tosas sabrán ustedes!

– ¡Para la inocente que se las contara si las supiera!– le respondió Jovita.

– Y ¿qué sabemos nosotras que no sepan ellos?– le dijo Salomé.– No te dejes seducir, Jovita, que estos tunantes son muy largos.

– No sé— respondió Casallena,– por qué hemos de saber nosotros tanto como ustedes saben.

– ¡Pues digo!– repuso Salomé,– ¡los íntimos del interesado!

– Ese interesado harto hace con llevar la cruz en silencio y medio a oscuras; porque ésta es la verdad: ignora la mitad de lo que le pasa… digo yo que la ignorará.

– ¡Y quieren ustedes que sepamos nosotras mucho más! ¡Estaría bueno eso!… Vamos a ver, para hablar un poco de todo: ¿conocen, digo, tratan ustedes a las de Gárgola?

– ¡Buenas personas!– respondió Casallena.

– ¡Guapas chicas!– añadió Juanito.– Este verano andan mucho con las de Brezales. ¿De qué les viene la amistad?

– De haber sido recomendada toda la familia a la de don Roque por un corresponsal muy poderoso de Madrid… Creo que ellas también son ricas…

– Y desde luego muy guapas, como afirmó hace un instante Juanito, que es voto en la materia— dijo Casallena,– y además muy sencillas y además muy elegantes, y además muy modestas… Y ¿por qué me preguntaban ustedes si las tratábamos?

– Porque nos dieran algunas noticias de ellas,– respondió Salomé.

– Creía yo— dijo Juanito,– que eran ustedes amigas suyas.

– Pues ahí está el caso— observó Loreto,– que estamos a punto de serlo…

– Nos han ofrecido su casa— apuntó Jovita,– y pensamos ir a visitarlas de un día a otro.

– Nos las presentaron las de Brezales— añadió Salomé,– una tarde, porque ellas les habían pedido ese favor… Conocen en Madrid a algunos parientes nuestros; y, sin duda, por lo que les han oído, tenían ese deseo tan natural. Y ¿qué ha de hacer una? Esto, aun tratándose de personas menos distinguidas y simpáticas que esas… Por lo demás, hijos del alma, pueden ustedes creérmelo, y lo mismo les dirán éstas, porque las tres pensamos de igual modo sobre este particular: cada nueva relación que nos cae de esa clase, es una pesadumbre; porque se va haciendo aquí la vida imposible en el verano. No hay cuerpo que lo resista, ni tiempo que alcance para tantas atenciones y jaleos. En las calles no se cabe, el ruido aturde, el polvo ahoga; aquí las ferias, allá conciertos; hoy toros, mañana jiras; fuegos esta noche, en la siguiente veladas en la playa, aunque allí siquiera hay espacio y fresco que respirar; ¡pero en el ferial!… en aquel callejón de fuego, pues no parece otra cosa, tan angosto y tan espeso de luminarias por arriba y por los lados, con los gritos de los tenderos, y el cencerrear de los teatrillos, y la marca de gentes que la llevan a una en vilo, materialmente en vilo, algunas veces; y métase usted en este barracón, apestando a moco de candil, para ver el monstruo de las tres cabezas, o los hombres chiquitines, o los espectros ensangrentados; o en el circo de los caballitos, o en el caserón de las fieras, y en esta rifa y en aquel barato… porque hay que verlo todo, y dar cuenta de todo a los que no lo hayan visto, para que vayan a verlo, como si fuera negocio de una… Por suerte, ya acabó eso por este año. Deme usted luego las visitas de cumplido y no de cumplido a éstas de Valladolid y a las otras de Salamanca o de Segovia, y lleve a las recomendadas de la Ceca a la Meca para hacerlas los honores y muy agradable la temporada, ahora en tranvía, después en ferrocarril y luego en vapor, y al otro día en coche por la carretera; a este paseo, a aquel espectáculo; a la playa; de día por esto, de noche por lo otro; al pueblecillo de aquí, porque es de secano; al de allá, porque es de regadío… en fin, la mar de cosas, de gentes y de jaquecas. Y así, más de medio julio y casi todo agosto… ¡Ay, qué ganas tengo de que llegue septiembre!…

No dijo más Salomé, porque la faltó el resuello; pero lo dicho lo dijo de perlas. Casallena y su amigo la aplaudieron a rabiar, por entusiasmo de artistas solamente, puesto que les era bien notorio que todos aquellos lamentos eran un puro embuste.

– Y tiene muchísima razón,– añadieron al aplauso de los mozos las otras dos embusteras.

– ¡Yo lo creo!– exclamó Salomé en un arranque de actriz poseída; y luego, sin considerar que desmentía con ello todo lo que acababa de fingir, continuó:– ¿Y para qué? Para que venga el otoño y nos quedemos en cuadro, y cada uno se meta en su casa, tristón y macilento, a murmurar de su vecino y a husmear vidas ajenas o a pedir por Dios a infelices como nosotras que, de vez en cuando, los reunamos aquí para no morirse de pesadumbre y de frío… porque hay que decir la verdad: los inviernos en este pueblo son imposibles, ¡lo que se llama imposibles!

Aquí también la aplaudieron los mozos; pero no por la brillantez del párrafo, como antes, sino por lo que, en opinión de ellos, tenía de verdad en el fondo; es decir, por todo lo contrario de la otra vez; cuenta en que no cayó la aplaudida, ni tampoco sus hermanas, porque las tres andaban tan acordes en estas incongruencias del meollo como en todo lo demás.

Estando en estos graves asuntos ocupada la tertulia, se oyó la campanilla del vestíbulo, y luego la puerta de la escalera; en seguida un pisar de cierto modo en el corredor; y, por último, el mismo sonido de pasos lentos, que no sonaban, en el gabinete contiguo a la sala. Momentos después asomaba la jeta en ella, dejando todo lo restante de su cuerpecillo acartonado en el carrejo, la Cándida.

– Señorita Jovita— llamó con su voz de monago con anginas.– Con permiso de los señores…

– ¿Ustedes me le dan?– díjoles la viuda, muy zalamera, a medio levantarse del sofá.

– Sí, señora— respondió al punto Casallena, tocando con el codo a su amigo y poniéndose de pie.– Y además nos vamos.

– ¡Tan pronto!– exclamaron Loreto y Salomé, levantándose, como movidas por un resorte, de sus respectivos sillones, en los cuales no cabían desde que oyeron las pisadas silenciosas del visitante del gabinete.

Juanito Romero fue el que se tomó el trabajo de decirles cuatro embustes de cajón, que procedían allí para justificar un acto que acababa de hacerse forzoso para ellos, y de añadir media docena más, alusivos al contrabatido del gabinete, mientras Casallena paseaba maquinalmente su mirada melancólica por aquellas paredes, salpicadas de retratos detestables, y por aquellos muebles y rinconeras, atestados de charras porquerías de la industria, presumiendo de obras de arte.

Bajando la escalera los dos, dijo el uno a otro:

– Por supuesto, que el del gabinete es él.

– ¡Quién lo duda?– respondió el preguntado.– Con ese modo de pisar, en esta casa, y a raíz de llegar los otros; blanco y migado, y se come con cuchara…

– Pancho Vila neto…