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IV.

LA VIDA DE LA PRIMITIVA CRISTIANDAD

Los cristianos formaron comunidades locales —iglesias— bajo la autoridad pastoral de un obispo. El obispo de Roma —sucesor del apóstol Pedro— ejercía el Primado sobre todas las iglesias. La Eucaristía era centro de la vida cristiana. El rechazo del Gnosticismo fue la gran victoria doctrinal de la Iglesia primitiva.

La expansión del cristianismo en el mundo antiguo se acomodó a las estructuras y modos de vida propios de la sociedad romana. Examinadas ya la progresiva realización del principio de universalidad cristiana y las relaciones entre la Iglesia y el Imperio pagano, procede ahora exponer los principales aspectos de la vida interna de las cristiandades: su composición social y jerárquica, el gobierno pastoral, la doctrina, la disciplina, el culto litúrgico, etc.

La Roma clásica promovió por doquier, con deliberado propósito, la difusión de la vida urbana: municipios y colonias surgieron en gran número por todas las provincias de un Imperio para el cual urbanización era sinónimo de romanización. El cristianismo nació en este contexto histórico y las ciudades fueron sede de las primeras comunidades, que constituyeron en ellas iglesias locales. Las comunidades cristianas estaban rodeadas de un entorno pagano hostil, que favorecía su cohesión interna y la solidaridad entre sus miembros. Pero esas iglesias no fueron núcleos perdidos y aislados: la comunión y la comunicación entre ellas era real y todas tenían un vivo sentido de hallarse integradas en una misma Iglesia universal, la única Iglesia fundada por Jesucristo.

Muchas iglesias del siglo I fueron fundadas por los apóstoles y, mientras estos vivieron, permanecieron bajo su autoridad superior, dirigidas por un colegio de presbíteros que ordenaba su vida litúrgica y disciplinar. Este régimen puede atestiguarse especialmente en las iglesias paulinas, fundadas por el apóstol de las Gentes. Pero a medida que los apóstoles desaparecieron, se generalizó en todas partes el episcopado local monárquico, que ya se había introducido desde un primer momento en otras iglesias particulares. El obispo era el jefe de la iglesia, pastor de los fieles y, en cuanto sucesor de los apóstoles, poseía la plenitud del sacerdocio y la potestad necesaria para el gobierno de la comunidad.

La clave de la unidad de las iglesias dispersas por el orbe, que las integraba en una sola Iglesia universal, fue la institución del Primado romano. Cristo, Fundador de la Iglesia —tal como se recordó en otro lugar—, escogió al apóstol Pedro como la roca firme sobre la que habría de asentarse la Iglesia. Pero el Primado conferido por Cristo a Pedro no era, de ningún modo, una institución efímera y circunstancial, destinada a extinguirse con la vida del apóstol. Era una institución permanente, prenda de la perennidad de la Iglesia y válida hasta el fin de los tiempos. Pedro fue el primer obispo de Roma, y sus sucesores en la Cátedra romana fueron también sucesores en la prerrogativa del Primado, que confirió a la Iglesia la constitución jerárquica, querida para siempre por Jesucristo. La Iglesia romana fue, por tanto —y para todos los tiempos—, centro de unidad de la Iglesia universal.

El ejercicio del Primado romano ha estado lógicamente condicionado, a lo largo de los siglos, por las circunstancias históricas. En épocas de persecución o de difíciles comunicaciones entre los pueblos, aquel ejercicio fue menos fácil e intenso que en otros momentos más propicios. Pero la historia permite documentar, desde la primera hora, tanto el reconocimiento por las demás iglesias de la preeminencia que correspondía a la Iglesia romana como la conciencia que los obispos de Roma tenían de su Primacía sobre la Iglesia universal.

A principios del siglo II, san Ignacio, obispo de Antioquía, escribía que la Iglesia romana es la Iglesia «puesta a la cabeza de la caridad», atribuyéndole así un derecho de supremacía eclesiástica universal. Para san Ireneo de Lyon, en su tratado Contra las herejías (a. 185), la Iglesia de Roma gozaba de una singular preeminencia y era criterio seguro para el conocimiento de la verdadera doctrina de la fe. De la conciencia que tenían los obispos de Roma de poseer el Primado sobre la Iglesia universal ha quedado un testimonio insigne, que se remonta al siglo I. A raíz de un grave problema interno, surgido en el seno de la comunidad cristiana de Corinto, el papa Clemente I intervino de modo autoritario. La carta escrita por el papa, prescribiendo aquello que procedía hacer y exigiendo obediencia a sus mandatos, constituye una clara prueba de la conciencia que tenía de su potestad primacial; y no es menos significativa la respetuosa y dócil acogida dispensada por la iglesia de Corinto a la intervención pontificia.

«Los cristianos no nacen, se hacen», escribió Tertuliano a finales del siglo II. Estas palabras pudieron significar, entre otras cosas, que, en su tiempo, la gran mayoría de los fieles no eran —como serían a partir del siglo IV— hijos de padres cristianos, sino personas nacidas en la gentilidad, venidas a la Iglesia en virtud de una conversión a la fe de Jesucristo. El bautismo —sacramento de incorporación a la Iglesia— constituía entonces el coronamiento de un dilatado proceso de iniciación cristiana. Este proceso, comenzado por la conversión, proseguía a lo largo del «catecumenado», un tiempo de prueba y de instrucción catequética, instituido de modo regular desde finales del siglo II. La vida litúrgica de los cristianos tenía su centro en el Sacrificio Eucarístico, que se ofrecía por lo menos el día del domingo, bien en una vivienda cristiana —sede de alguna «iglesia doméstica»—, o bien en los lugares destinados al culto, que comenzaron a existir desde el siglo III.

Las antiguas comunidades cristianas estaban constituidas por toda suerte de personas, sin distinción de clase o condición. Desde los tiempos apostólicos, la Iglesia estuvo abierta a judíos y gentiles, pobres y ricos, libres y esclavos. Es cierto que la mayoría de los cristianos de los primeros siglos fueron gentes de humilde condición, y un intelectual pagano hostil al cristianismo, Celso, se mofaba con desprecio de los tejedores, zapateros, lavanderas y otras gentes sin cultura, propagadores del Evangelio en todos los ambientes. Pero es un hecho indudable que desde el siglo I, personalidades de la aristocracia romana abrazaron el cristianismo. Este hecho, dos siglos más tarde, revestía tal amplitud que uno de los edictos persecutorios del emperador Valeriano estuvo dirigido especialmente contra los senadores, caballeros y funcionarios imperiales que fueran cristianos.

La estructura interna de las comunidades cristianas era jerárquica. El obispo —jefe de la iglesia local— estaba asistido por el clero, cuyos grados superiores —las órdenes de los presbíteros y los diáconos— eran, como el episcopado, de institución divina. Clérigos menores, asignados a determinadas funciones eclesiásticas, aparecieron en el curso de estos siglos. Los fieles que integraban el Pueblo de Dios eran en su inmensa mayoría cristianos corrientes, pero los había también que se distinguían por una u otra razón. En la edad apostólica hubo numerosos carismáticos, cristianos que para servicio de la Iglesia recibieron dones extraordinarios del Espíritu Santo. Los carismáticos cumplieron una importante función en la Iglesia primitiva, pero constituían un fenómeno transitorio que se extinguió prácticamente en el primer siglo de la era cristiana. Mientras duró la época de las persecuciones, gozaron de un especial prestigio los «confesores de la fe», llamados así porque habían «confesado» su fe como los mártires, aunque sobrevivieran a sus prisiones y tormentos. Todavía procede señalar otros fíeles cristianos, cuya vida o ministerios les conferían una particular condición en el seno de las iglesias: las viudas, que desde los tiempos apostólicos formaban un «orden» y atendían a ministerios con mujeres; y los ascetas y las vírgenes, que abrazaban el celibato «por amor del Reino de los Cielos» y constituían —en palabras de san Cipriano— «la porción más gloriosa del rebaño de Cristo».

Los primeros cristianos sufrieron la dura prueba externa de las persecuciones; internamente, la Iglesia hubo de afrontar otra prueba no menos importante: la defensa de la verdad frente a corrientes ideológicas que trataron de desvirtuar los dogmas fundamentales de la fe cristiana. Las antiguas herejías —que así se llamó a esas corrientes de ideas— pueden dividirse en tres distintos grupos. De una parte, existió un judeocristianismo herético, negador de la divinidad de Jesucristo y de la eficacia redentora de su Muerte, para el cual la misión mesiánica de Jesús habría sido la de llevar el judaísmo a su perfección, por la plena observancia de la Ley. Un segundo grupo de herejías —de más tardía aparición— se caracterizó por su fanático rigorismo moral, estimulado por la creencia en un inminente fin de los tiempos. En el siglo II, la más conocida de estas herejías fue el Montañismo, aunque en el África latina, de principios del siglo IV, el extremismo rigorista sería todavía uno de los componentes del Donatismo.

Pero la mayor amenaza interna que hubo de afrontar la Iglesia cristiana durante la edad de los mártires fue, sin duda, la herejía gnóstica. El Gnosticismo era una gran corriente ideológica tendente al sincretismo religioso, muy de moda en los siglos finales de la Antigüedad. El Gnosticismo —que constituía una verdadera escuela intelectual— se presentaba como una sabiduría superior, al alcance tan solo de unas élites minoritarias de «iniciados». Ante el cristianismo, su propósito fue desvirtuar las verdades de la fe, presentando las doctrinas gnósticas como la genuina expresión de la tradición cristiana más sublime, aquella que Cristo habría anunciado tan solo a sus discípulos más íntimos, «capaces de comprender» lo que permanecía oculto para el común de los fíeles. El representante más notable del Gnosticismo cristiano fue Marción, que fundó una pseudoiglesia que trataba de imitar en su organización y liturgia a la Iglesia cristiana. La Iglesia reaccionó con entereza frente a las infiltraciones gnósticas en las comunidades cristianas, mientras los teólogos demostraron la incompatibilidad doctrinal existente entre cristianismo y gnosticismo. Antes de finalizar el siglo II, los cristianos habían superado definitivamente la gran tentación de disolver la fe en el magma de las fantasías sincretistas de la Gnosis. La fe cristiana había salido victoriosa en su lucha con la sabiduría helenística.

V.

LA PRIMERA LITERATURA CRISTIANA

Las letras cristianas tuvieron su origen en los Padres Apostólicos, cuyos escritos reflejan la vida de la cristiandad más antigua. La Apologética fue una literatura de defensa de la fe, mientras que el siglo III presenció ya el nacimiento de una ciencia teológica.

El Nuevo Testamento está compuesto de veintisiete libros, todos ellos escritos en la segunda mitad del siglo I. Cuatro Evangelios contienen la historia y las enseñanzas de Nuestro Señor Jesucristo; los Hechos de los Apóstoles —obra de san Lucas— son también un libro histórico que da a conocer la vida de la primitiva Iglesia de Jerusalén y sigue luego los avatares del apóstol san Pablo, hasta su llegada a Roma para comparecer ante el tribunal del César. Un segundo grupo de libros —los didácticos— está formado por las catorce cartas de san Pablo y las siete epístolas «católicas» —dos de san Pedro, tres de san Juan, una de Santiago y otra de san Judas—. Un libro profético —el Apocalipsis de san Juan— viene a cerrar la serie de los libros inspirados que contienen la Revelación divina neotestamentaria. A la Escritura revelada le sigue la primitiva literatura cristiana.

La literatura de la Antigüedad cristiana surgió al hilo de la vida y refleja la existencia de la primera Iglesia. Esta, con el paso del tiempo, creció internamente, hubo de afrontar peligros de dentro y persecuciones de fuera; y, llegada a un determinado grado de madurez, sintió la necesidad de proceder a una elaboración sistemática de la doctrina de la fe. Todo este desarrollo tuvo cabida dentro de los tres primeros siglos de nuestra era, anteriores a la concesión de la libertad religiosa por el emperador Constantino. Los textos literarios que se conservan permiten conocer puntualmente este itinerario histórico.

La más venerable literatura cristiana está integrada por un grupo de escritores en lengua griega, de los siglos I y II, a los que se conoce con el nombre de Padres Apostólicos. Este título expresa sus características peculiares: la antigüedad —algunas obras son, probablemente, anteriores al Evangelio de san Juan— y la estrecha vinculación de estos escritores a los apóstoles, de los cuales pueden considerarse discípulos. Los escritos de los Padres Apostólicos son de índole pastoral y están dirigidos a un público cristiano. Los textos más notables de este primer núcleo de la literatura cristiana fueron la Didaché —el más viejo tratado de disciplina eclesiástica—, la carta ya mencionada de san Clemente a los Corintios, las siete escritas por san Ignacio de Antioquía a otras tantas iglesias, durante su viaje hacia Roma, donde había de sufrir martirio, y otra epístola, todavía, de san Policarpo de Esmirna. El «Pastor» de Hermas, importante para la historia de la penitencia, pertenece también a este grupo de obras.

La Iglesia primitiva fue la Iglesia de los mártires. Los fíeles deseaban conocer con detalle la gesta heroica de los cristianos que daban su vida por la fe de Jesucristo. Es cierto que esta curiosidad dio lugar a la aparición de relatos legendarios, de escaso valor histórico. Pero la literatura martirial cuenta con no pocos documentos con todas las garantías de la más estricta veracidad. Muchos martirios fueron precedidos por un proceso judicial, en el cual los notarios levantaban acta de los interrogatorios de los magistrados, las respuestas de los mártires y la sentencia que les condenaba a morir. Los cristianos conseguían a veces copias literales de estas actas, como ocurrió con el proceso de san Justino, celebrado en Roma (c. a. 165), o el de san Cipriano en Cartago (a. 258). Un valor documental semejante a las «actas» tienen las «pasiones», relatos escritos por cristianos contemporáneos testigos de los hechos: unas páginas conmovedoras, que acostumbraban leerse en las iglesias en el día aniversario del martirio.

En el siglo II apareció un nuevo género literario, exponente de las luchas que hubieron de sostener los cristianos con enemigos de dentro y de fuera. La defensa de la fe contra la herejía dio lugar a la composición de buen número de escritos antiheréticos, entre los cuales destaca el tratado Contra las herejías, de san Ireneo de Lyon, al que ya se hizo referencia, y que es una refutación de las doctrinas gnósticas. Ireneo atribuye decisiva importancia a la tradición conservada por los obispos, sucesores de los apóstoles, y en especial por la Iglesia romana, maestra de la fe, adornada por una nota de singular primacía sobre todas las demás iglesias.

La literatura apologética tenía como objetivo primordial la vindicación de la verdad cristiana y estaba dirigida a lectores ajenos a la Iglesia. Hubo obras de apologética antijudía, y en ellas la argumentación se fundaba sobre todo en el Antiguo Testamento, para demostrar, partiendo de él, que Jesús era el Mesías anunciado por los Profetas, que la Iglesia es el nuevo Israel y que el cristianismo realiza la plenitud de la Ley. Un ejemplo notable de la apologética antijudía es el Diálogo con Trifón, escrito por el mártir san Justino hacia el año 150. Pero los destinatarios de la literatura apologética fueron sobre todo los paganos, que constituían el entorno social hostil al cristianismo.

La Apologética cristiana fue obra de los «Apologistas», grupo de escritores que asumieron la defensa del cristianismo frente al mundo gentil. De acuerdo con este propósito, sus escritos se dirigían a los representantes de la autoridad pública —emperadores, magistrados— o al pueblo romano en general. El contenido de esos escritos venía determinado por la naturaleza misma de las acusaciones contra los cristianos que estaban más en boga entre sus contemporáneos. Frente a las calumniosas especies que circulaban entre el vulgo atribuyéndoles toda suerte de crímenes, los apologistas respondieron con el testimonio de la existencia real de los discípulos de Cristo. La Epístola a Diogneto —que quizá sea la apología presentada por Cuadrato al emperador Adriano— aduce aquel testimonio como la prueba más patente de la falsedad de tales calumnias. Más aún —agrega el autor—, la conducta de los cristianos era tan admirable, que solo podía explicarse por la grandeza de sus ideales: «Obedecen a las leyes establecidas, pero con su vida sobrepasan las leyes; aman a todos, y por todos son perseguidos; se les desconoce y se les condena; se les mata, y con ello se les da vida; son pobres y enriquecen a muchos; carecen de todo y abundan en todo; son deshonrados y en las mismas deshonras son glorificados».

Se acusaba a los cristianos de enemigos de la humanidad y malos ciudadanos del Imperio. Los apologistas reaccionaron también vivamente frente a estas insidias: los cristianos —escribían— ejercen un influjo benéfico en la sociedad: «Lo que es el alma en el cuerpo, eso son los cristianos en el mundo», decía todavía la carta a Diogneto; y Orígenes, en respuesta a Celso, reafirmaba que «los hombres de Dios —los cristianos— son la sal que mantiene unidas las sociedades de la tierra». Por lo que hacía al Imperio, los apologistas del siglo II afirmaban la plena lealtad de los cristianos, que cumplían puntualmente sus deberes ciudadanos y ofrecían por los emperadores el mejor de sus bienes, la oración: «Oramos en todo momento por los emperadores —escribía Tertuliano en su Apologeticum— para que vivan largos años, y pedimos un gobierno pacífico, la seguridad de su casa, un ejército valeroso, un Senado fiel, un pueblo honrado, la paz del mundo y cuanto emperadores y súbditos puedan desear».

Los cristianos hubieron de afrontar todavía la oposición de los círculos ilustrados, que menospreciaban el valor intelectual del cristianismo. La réplica de los apologistas fue que la doctrina cristiana constituía una sabiduría infinitamente superior a la filosofía griega, porque encerraba la plenitud de la verdad. En torno al año 200, algunos escritores que habían defendido el cristianismo en el terreno intelectual comenzaron a producir una literatura no polémica, de un nuevo género demandado ya por el grado de madurez alcanzado por la Iglesia: exposiciones de conjunto de la doctrina de la fe, que sirvieran para la formación de los numerosos conversos que llegaban ahora procedentes de las clases más cultas de la sociedad. Tal fue el comienzo de la ciencia teológica.

Si hubiera que asignar una patria de origen a esa ciencia, habría que decidirse sin vacilar por Alejandría. En esta ciudad cosmopolita, foco de la cultura helenística, surgió la célebre escuela teológica que, a principios del siglo III, consiguió un extraordinario auge bajo la dirección de Clemente, un converso cuya amplísima cultura le permitió dar una sólida contextura científica a la exposición de la doctrina de la fe. El ambiente intelectual de la metrópoli egipcia imprimió sus rasgos a esta escuela cristiana: preferencia por la filosofía platónica y empleo del método alegórico en la exégesis bíblica, en busca del sentido espiritual más profundo de la Sagrada Escritura. Estas notas distinguieron en todo momento a los teólogos alejandrinos.

Orígenes, sucesor de Clemente de Alejandría en la dirección de la escuela, la elevó a un altísimo grado de esplendor. Orígenes fue una personalidad extraordinaria: confesor de la fe, escritor fecundísimo, la fama de su sabiduría se extendió por todo el Imperio y la propia madre del emperador Alejandro Severo quiso escuchar sus enseñanzas. En Alejandría primero, y en Cesárea de Palestina después, desarrolló una actividad asombrosa. Por san Jerónimo conocemos los títulos de ochocientas de las dos mil obras que compuso. Su empresa más ambiciosa, realizada a lo largo de toda la vida, fueron las Hexaplas, versión séxtuple de la Sagrada Escritura dirigida a establecer un texto crítico del Antiguo Testamento.

Frente a la escuela alejandrina, Luciano de Samosata fundó, a principios del siglo IV, la escuela de Antioquía, que tuvo su sede en esta otra gran urbe del Oriente. Los teólogos antioquenos rechazaban, sobre todo, el método alegórico, propio de los alejandrinos, que a su juicio desvirtuaba el recto sentido de los textos bíblicos, con riesgo de convertirlos en pura mitología. La escuela de Antioquía cultivaba la interpretación literal de la Escritura y se inspiraba en el realismo de la Filosofía aristotélica. Las dos escuelas —alejandrina y antioquena— estaban destinadas a imprimir su huella característica en las grandes cuestiones teológicas que iban a plantearse a partir del momento en que lograron vivir en libertad el cristianismo y la Iglesia.

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