Kitabı oku: «Senderos tras la niebla», sayfa 4
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―Dime, Pulido, ¿quién era Rodrigo Barbosa?
―Un pringado, un manta, un cero a la izquierda. No era nadie. Solo escoria. Sí, eso, escoria.
―Pero ¿saltó o lo arrojaron?
―Jefe, un manta no salta sin paracaídas. A ese primo lo han tirado por el barranco.
Tras dormir unas pocas horas, puse rumbo a comisaría. Después de varios meses en blanco, había vuelto a tener nuevamente el sueño con la Pulido macarra que dibujaba mi subconsciente… Me inquieté por un instante, pero tenía cosas más importantes en las que pensar, así que ya habría tiempo para eso cuando volviera a visitar a la doctora Corvina. Y es que, aunque debido al cansancio no reparé en el hecho la noche anterior, todavía no me terminaba de fiar del todo de Carlota, por lo que antes de salir me puse a revisar el apartamento de cabo a rabo.
Tras realizar un chequeo a conciencia y no encontrar ninguna anomalía, me di una ducha con agua templada y salí caminando con cierta parsimonia, respirando profundamente e intentando que el frescor del aire mañanero procedente de la cercana Sierra Nevada penetrara lentamente por la nariz y me invadiera todo el cuerpo, refrescándolo por completo. Necesitaba estar lo más despejado posible para la jornada que se me avecinaba y, para ello, decidí desayunar en mi bar favorito, El Piedra. Apenas quince minutos después, traspasaba su cochambrosa puerta.
―Buenos días, Ramón, lo de siempre ―dije, a modo de saludo.
Tomé un periódico deportivo y me dirigí a mi mesa habitual.
―Aquí tienes, guapetón ―me dijo Loli un par de minutos después, vaciando su bandeja para poner sobre mi mesa un café y una tostada de jamón serrano regada con una buena dosis de aceite de oliva.
―Gracias, Loli ―le contesté, sin apartar la vista del periódico.
―¿Cuándo vas a invitarme a salir de una vez? ―me lanzó a bote pronto.
No sabía si se trataba de una broma o aquella señora realmente tenía la esperanza de que yo la invitara a salir. En cualquier caso, era viernes, y ese era el día de la semana en el que mi buen humor solía estar en su momento álgido. Decidí hacer gala de ello y seguirle un poco el juego por una vez.
―Ya mismo, Loli. Ahora mismo estoy hasta arriba de trabajo, pero en cuanto cierre un par de flecos del caso que tengo entre manos, saldremos a cenar.
―¡Ay, qué alegría! ¿Los dos solos? ¿Y dónde me vas a llevar? ¿Bailaremos después? ―preguntó de seguido, poniendo los ojos como platos.
Loli era muy persistente y, aunque tendría que haber cortado ahí, seguí dándole cancha.
―Hay un italiano no muy lejos de aquí que te va a encantar, el Grotta Mare. ¿Lo conoces? ―le pregunté, jovial.
―No, pero seguro que es un lugar maravilloso…
Mi teléfono sonó de pronto y yo le hice un gesto a Loli, señalando con el dedo índice mi aparato móvil. Ella lo comprendió y se alejó, dando una vuelta sobre sí, cual colegiala en su baile de fin de curso, con una sonrisa de felicidad inundándole el rostro.
―Aquí Velázquez.
―Inspector, ¿se encuentra bien? Molero y Requena me dijeron que se trataba una falsa alarma y luego no atendió mis llamadas…
Morrison no pudo evitar un ligero deje de reproche en sus palabras. No era para menos. Llevábamos cinco años trabajando juntos y, en esta ocasión, tenía que darle toda la razón. Debería haberle avisado después de encontrar a Carlota en mi apartamento para decirle que todo estaba bien, pero nada más subir a casa, y tras dejar a mi exmujer en el interior del taxi, me sentí extremadamente agotado, así que apagué el teléfono, me tumbé en la cama y caí en un profundo sueño de inmediato.
―Disculpe, Morrison, se me fue el santo al cielo. Fueron imaginaciones mías ―me excusé, puesto que no quería darle explicaciones sobre la aparición de Carlota.
―Últimamente lo noto muy estresado. Quizá debería tomarse unas vacaciones ―me sugirió en su tono sobrio habitual.
Aquello fue como la típica bofetada que no ves venir. Morrison me notaba ahora estresado. ¿Acaso era para menos? Mi vida iba a la deriva y la mayoría de las personas más cercanas no hacían sino complicármela mucho más en lugar de intentar echarme un cable de vez en cuando. El problema era que, hasta ese momento, yo pensaba que lo disimulaba medianamente bien.
―Quizás pronto lo haga… ―respondí vagamente y, cambiando inmediatamente de tema, le dije―: Reúna a todo el equipo en media hora. Nuestro deber es investigar a fondo la muerte de Rodrigo Barbosa.
Apuré el café y la tostada y me dirigí raudo a comisaría, directo hacia mi despacho. Dejé la cazadora en la percha, cerré la puerta, bajé las cortinillas y, dirigiéndome al segundo de los cajones de mi escritorio, saqué un cigarrillo electrónico. Jamás había fumado de forma habitual pero, para mi desgracia, esa era una de las secuelas que había dejado mi traumático divorcio; así que ahora intentaba paliar tristemente la ansiedad pasajera con una dosis electrificada y comedida de nicotina, escondido tras la mesa, como un adolescente rebelde que teme ser pillado por sus padres.
Mientras daba sorbitos y exhalaba diminutas bocanadas de vapor, eché un vistazo al expediente de Rodrigo Barbosa. Abrí el correo electrónico y, al fin, pude ver resaltado en negrita en mi bandeja de entrada el mensaje que estaba esperando: el informe competo de la autopsia firmado por el cretino de Salvatierra. Su ayudante no me había llamado la tarde anterior, pero, al menos, se habían dado prisa. Abrí el email y descargué el archivo adjunto. Tras una ojeada rápida, resultó obvio que no íbamos a encontrar nada extraordinario en aquel documento. A grandes rasgos, venía a decir que se trataba de una muerte natural por ahogamiento tras una conmoción craneoencefálica, que a su vez podía corresponderse con una caída desde una gran altura. Voilà. Encajaba perfectamente con lo que ya suponíamos. Barbosa saltó al vacío desde aquel bonito acantilado-mirador en el paraje de Las Lomas, se quedó grogui al golpearse con el agua o una roca y murió ahogado. La corriente lo arrastró hacia aquel recodo unos pocos kilómetros más abajo hasta que el supuesto aficionado a la pesca lo encontró. El esquema de lo que posiblemente había sucedido se pintaba claro. Sin embargo, la pregunta era: ¿Por qué saltó Rodrigo Barbosa? ¿Fue un accidente? En mi cabeza resonaban con fuerza las palabras de Sofía Malmierca: «Mi hijo no se ha suicidado, créame, inspector».
Preparé en una memoria USB el material de la reunión: la documentación de la autopsia, las fotos de Morrison y el informe de mis colegas, Rodríguez y Palma, una vez llegaron al lugar en el que se encontró el cuerpo.
A las nueve y media en punto, todos estaban ya en la sala de reuniones con el proyector preparado. Pulido y Morrison se habían situado en los asientos más cercanos, mientras que Ardana se había colocado justo detrás, al lado de Ana Ríos, la joven ayudante de Salvatierra, quien solía asistir a las primeras reuniones de las investigaciones convocada por el propio Morrison para esclarecer posibles dudas sobre el informe de la autopsia. En la pequeña sala quedaba un hueco libre que solíamos reservar para la comisaria Figueroa, que de vez en cuando se dejaba caer para ver nuestros avances de primera mano. Aquel día no fue así.
―Buenos días ―comencé, de pie y con el proyector en el que iba a mostrar las fotografías y el material recopilado a mis espaldas―. Imagino que todos habéis leído ya el informe de la autopsia, así que haremos una rápida puesta en común y veremos los próximos pasos a seguir para liberar cuanto antes a la señorita Ríos ―dije, haciendo alusión a la ayudante de Salvatierra, de la que se rumoreaba además era su amante―. Por tanto, procedamos primero a comentar dudas sobre el informe.
Dirigiéndome al agente Ardana directamente, le pregunté:
―Ardana, es tu primera reunión de investigación con este equipo. ¿Alguna cuestión al respecto?
Todavía le debía escocer la reprimenda del día anterior por citar a la madre de Barbosa en mi despacho sin avisarme siquiera, así que en parte yo quería ponerlo a prueba. Parecía un muchacho con cualidades, y si verdaderamente las tenía, mi deber era sacarlas a relucir y explotarlas al máximo.
―No, inspector, todo claro ―respondió.
―Y bien, ¿cuál es tu teoría, entonces? ―lo sondeé.
―Pues que ese hombre saltó desde uno de los riscos al río, se dio un golpe en la cabeza y falleció ahogado. No hay más ―resolvió, con un cierto aire sobrado.
―Ibas muy bien hasta el «no hay más», Ardana. Cuando una persona se quita la vida, o se la arrebatan, siempre hay algo más ―maticé, severo.
Ardana asintió con gesto serio ante mi pequeña corrección y yo me dirigí, a continuación, a la mujer que se sentaba junto a él.
―Señorita Ríos, creo que todos tenemos perfectamente claro su informe, por lo que puede retirarse si así lo desea.
La joven, una escultural chica rubia de ojos claros, se levantó y se despidió con unas breves palabras y una amigable sonrisa, dedicándome una última mirada durante los dos largos segundos que se demoró en cerrar la puerta tras de sí. Pensé por un momento en qué pasaría si le pagara a Gonzalo Salvatierra con su misma moneda, arrebatándole de los brazos a su joven y atractiva ayudante. Fantaseé durante un segundo con la idea, y no solo por el hecho de que conquistar a la señorita Ríos constituyese para mí la venganza soñada contra el jefe del equipo forense.
―Bien ―tomé de nuevo la palabra―, tal y como apunta Ardana, todo parece indicar que nos encontramos ante un suicidio. Sin embargo, como es habitual en este tipo de casos, nos vemos obligados a investigar a fondo el entorno de la víctima para descartar de forma certera cualquier otra hipótesis. Hablaremos con sus familiares más cercanos, amigos más íntimos, compañeros de trabajo… Nuestra obligación es intentar dilucidar qué pasaba por la cabeza de Barbosa antes de saltar al vacío. Para ello, nos dividiremos en dos grupos que seguirán dos líneas de trabajo diferentes.
―¿Qué hay del teléfono? ―interrumpió la siempre atenta Pulido.
―No se hallaba con el cuerpo, y la última señal móvil la tenemos cuatro kilómetros más arriba, cerca de un bonito mirador que Morrison y yo tuvimos la suerte de visitar ayer mismo ―respondí―. Mucho me temo que el aparato se encuentra en algún lugar a lo largo de esos cuatro kilómetros de agua entre un punto y el otro. Será casi imposible que demos con él, pero, ya que lo mencionas, Pulido, ve pidiendo a la compañía telefónica el registro de llamadas, mensajes y, en definitiva, toda la información al respecto que nos pueda proporcionar.
―Eso está hecho.
―Ayer la madre de Barbosa vino a hablar conmigo ―proseguí, lanzando una mirada de reojo a Ardana― y, como es natural, piensa que su hijo no se ha suicidado. Morrison y yo iremos a hablar nuevamente con ella y a echar un vistazo a la casa del difunto. También nos ocuparemos del pescador amateur que encontró el cuerpo. Por otra vía, vosotros dos, Pulido y Ardana, iréis al trabajo de Barbosa y os entrevistaréis con los jefes y compañeros que consideréis conveniente. Si hoy a última hora traemos los deberes hechos, puede que incluso podamos disfrutar de un buen merecido fin de semana.
Los tres asintieron, y Ardana y Pulido salieron de la sala de reuniones con la motivación extra de tener por delante un trabajo, en teoría fácil, para dar carpetazo al caso y cerrar de paso así la semana laboral.
Morrison mantenía la vista en la presentación que se proyectaba a mis espaldas, atusándose el bigote entrecano, tal y como solía hacer cuando reflexionaba.
―¿Qué sucede, Morrison?
―Nada ―me contestó, cerrando el expediente que sostenía entre sus manos, abstraído.
―Entonces, pongámonos en marcha. El tiempo es oro ―zanjé
* * *
Sofía Malmierca vivía en Monachil, un pequeño y tranquilo pueblo del extrarradio. Tras dejar atrás la siempre espectacular y monumental Granada, subimos por las sinuosas callejuelas de la localidad hasta llegar a una calle residencial empedrada de coquetas casitas adosadas a cada lado. Desde ese lugar, a una altura considerable, podíamos ver al oeste la bella ciudad nazarí, con la Alhambra y sus espectaculares jardines del Generalife esparcidos en la loma que se situaba en su costado izquierdo. Morrison había conducido en silencio todo el trayecto, algo bastante inusual en él, por lo que intuí que sin duda seguía molesto por mi comportamiento de la noche anterior.
Parecía que de las calles de Monachil, a diferencia de la siempre bulliciosa Granada, emanaba una profunda tristeza. Tal vez fuese porque apenas nos cruzamos con viandantes, o quizá por las pronunciadas cuestas; incluso puede que fuese por el propio estado anímico que desprendía mi compañero, pero no pude evitar que una ligera sensación de melancolía me invadiese mientras aparcamos nuestro vehículo frente al domicilio de Sofía Malmierca.
No nos hizo falta llamar a la puerta, ya que el ruido del motor en la tranquila calle alertó a la madre de Rodrigo Barbosa de nuestra presencia. Pese a que esa misma tarde enterraba a su hijo, ella había sido la primera que había insistido en vernos cuanto antes.
Apenas un minuto después de los saludos y presentaciones oportunos, nos vimos en el interior de un abarrotado salón estilo rococó, con Sofía Malmierca frente a nosotros, mirándonos alternativamente a uno y otro con la misma cara de pena que lucía en nuestro primer encuentro.
―¿Y bien? ―nos preguntó, expectante.
No sabía cómo decirle que la principal y prácticamente única hipótesis sobre la muerte de su hijo era la del suicido. Por tanto, con el mayor aplomo que pude reunir, se lo trasladé tal cual, sin tapujos:
―Señora Malmierca, según el informe forense y las pruebas de las que disponemos, todo parece indicar que su hijo se lanzó por ese barranco de forma voluntaria.
―Noooooooooooooooo ―gritó de pronto, mientras daba un brinco sorprendentemente ágil desde su asiento y ponía los ojos como platos―. ¡Eso es imposible! ¡Lo han matado! ―voceó acalorada, como si le hubieran dado una puñalada en el corazón.
―Cálmese, señora Malmierca, precisamente por eso estamos aquí, para valorar otras posibles hipótesis antes de descartarlas por completo ―contesté suavemente, levantándome también e invitándola con la mano a que se sentara de nuevo.
―Lo han empujado. Alguien lo ha empujado. Él jamás haría algo así ―jadeó atropelladamente.
―Puede ser. Le digo que eso es lo que trataremos de averiguar, pero para que podamos charlar es imprescindible que se calme ―insistí, lo más amablemente que pude.
Me era imposible reconducir la conversación hacia donde quería llevarla, pero tras mis últimas palabras, Sofía Malmierca pareció comprender que con esa actitud no nos estaba ayudando. Morrison contemplaba la escena a mi lado, en silencio, manteniéndose en un discreto segundo plano.
―Hablemos de su hijo ―propuse―. Si le parece, yo le haré una serie de preguntas rápidas a las que usted podrá responder fácilmente, ¿está de acuerdo?
Ella asintió levemente y, sin darle tiempo casi ni a tomar aire, comencé a disparar.
―¿Quién era la persona más cercana a su hijo después de usted?
―No sé, supongo que serían sus dos amigos de toda la vida. El Tony y el Charlie.
―¿Es una broma, señora? ¿El Tony y el Charlie? ―pregunté, sorprendido por aquellos nombres en versión spanglish cutre.
―No sé de qué se extraña. Usted tiene pinta de ser de por aquí, ¿no?
―Bueno, más o menos ―respondí vagamente.
―Pues entonces sabrá que la gente de esta zona se pone motes a edad temprana con mucha facilidad. A mi hijo lo conocían como «el Rodri».
―Muy bien, conversaremos con los dos ―respondí, sin darle más importancia al asunto―. ¿Sabe si se veían con mucha frecuencia?
―Se trata de sus amigos de siempre y ambos viven aquí, en Monachil, pero los dos se casaron jóvenes y tienen críos ya adolescentes. Creo que se veían para tomar una cerveza o ver el fútbol, pero ya solo muy de vez en cuando.
―Bien, tomamos nota ―dije mirando a Morrison, que, libreta en mano, se esforzaba en hacer la mejor letra posible sobre el papel, algo que le tenía que recordar a menudo, dada su horrible e ininteligible caligrafía.
―Además de pescar, ¿tenía alguna otra afición o interés particular? Música, deporte… No sé, incluso los tatuajes, como el que tenía cerca de la cintura.
―¿Qué tatuaje? ―preguntó.
Ahora ella era la que parecía sorprendida.
―Pues uno al costado con una especie de dibujo que parece una lanza. Su hijo estaba tatuado, señora Malmierca. Imagino que si usted no era consciente de ello, no pudo apreciarlo, dada su ubicación, cuando fue ayer a identificarlo.
―Mi hijo detestaba los tatuajes, siempre criticaba a la gente que los llevaba. Es imposible que se haya hecho uno, y menos ya a su edad ―afirmó, totalmente convencida.
―Pudo hacerlo y ocultárselo, como parece que ha sucedido. Quizás alguien le hizo cambiar de idea recientemente. Tal vez un amigo, una amante…
―No creo, mi hijo no era de esos que se deja convencer por una mujer así como así, y menos aún sobre un tema del que siempre ha hablado mal abiertamente.
―Entiendo.
Crucé la mirada con la del subinspector y, tras un par de preguntas más sobre el trabajo de Barbosa en la fábrica de cartonaje y algunas otras cuestiones meramente intrascendentes, salimos de allí sin demora. Nos íbamos haciendo una primera idea de la personalidad del difunto, y a medida que íbamos indagando en su persona, cada vez teníamos más indicios para pensar que las cosas podían no ser tan sencillas como pintaban en un principio.
Con todo, la casa del propio Barbosa tendría que esperar. Si quería salir de dudas cuanto antes, me urgía mucho más una visita a un viejo amigo.
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Paré el motor y bajé del coche. Lo vi acercándose a lo lejos: portaba sombrero de fieltro gris de medio pelo y, como de costumbre, acentuaba a propósito su leve cojera. Cada dos o tres pasos, hacía el gesto de sujetar sus enormes gafas, como si temiera que, a pesar de la raída cuerdecilla que las mantenía enganchabas a su cuello, se le fuesen a caer de un momento a otro.
―Julio Diego Velázquez… Mediocre policía granadino con nombre de ilustre pintor sevillano, ¿qué le trae por aquí? ―me saludó, a pocos metros ya.
Viniendo de él, me pareció todo un cumplido. En una de nuestras primeras charlas, cometí el error garrafal de revelarle mi segundo nombre y, claro, ahora tenía que lidiar con ello. He de confesar que de vez en cuando solía relacionarme con personas de la más baja estofa, gente de mal vivir y chusma de la peor calaña en general que se movían por el entorno granadino y circundante. Era la única manera de poder enterarme de los trapicheos y trapos sucios que se agitaban alrededor de la capital. En ese aspecto, no me salía del perfil clásico de investigador: tenía mi pequeño círculo de cuatro o cinco confidentes, llamémoslo así, que, dicho sea de paso, mucho sudor y más de una lágrima me había costado ganar. Yo no los molestaba mucho con pequeñeces y, a cambio, ellos no me solían tocar demasiado las narices y no armaban más escándalo del justo y necesario.
El Abuelo fue el primero de ellos y también la persona que me introdujo entre las malas hierbas más pujantes de la ciudad nazarí. Inicialmente chatarrero, tenía un historial delictivo tan largo como para empapelar todo el Vaticano; sin embargo, nunca había cometido delito alguno de sangre, a pesar de verse involucrado en reyertas con relativa frecuencia. El Abuelo siempre hería, pero no mataba, y quizá por eso mismo la gente lo respetaba incluso más. La profundidad del tajo dependía del grado de cabreo que tuviese con el fulano o fulana en cuestión. A punto de entrar en la edad en la que se suponía que iba dar un paso al lado y disfrutar de un dorado retiro, acababa de abrir un pequeño desguace, probablemente como futura tapadera masiva para cuando decidiera pasar definitivamente a un segundo plano y los cuatro o cinco chorizos que trabajaban para él tuvieran que encargarse de hacer todo el trabajo sucio para seguir manteniendo a flote el chiringuito. Me constaba que el Abuelo me apreciaba a su manera; por azares del destino, libré casi sin querer a su hija de un buen lío unos cuantos años atrás y, gracias a eso y al paso del tiempo, me había ido ganando su confianza. Como es de suponer, yo hacía la vista gorda a la mayoría de sus tejemanejes, y solo cuando se disponía a cruzar una línea cuya tonalidad se volvía demasiado rojiza, un servidor le daba un toque de atención para que se mantuviese un poco más comedido.
Esbocé una ligera sonrisa y le estreché la mano.
―Abuelo… ¿Ahora en la vejez vas a despiezar coches? ―le respondí yo, también a modo de saludo.
―¿Qué diferencia hay con despiezar cualquier otra cosa? ―replicó, risueño―. Pase a mi despacho, hablaremos más tranquilos.
Me hizo un rápido ademán con la mano para que lo siguiera.
Nos encontrábamos junto a las puertas del desguace y me condujo por un embarrado pasillo, rodeado de una hilera de coches aplastados unos sobre otros, hasta que al fin llegamos a una casetilla de bloques de cemento y chapa metálica desde la que podía verse, a no demasiada distancia, la A-44, la autovía de Sierra Nevada. Un par de perros de tamaño considerable, cuya raza no supe identificar, para mi suerte bien atados, me recibieron a ladrido limpio justo antes de pasar a su lado y cruzar el umbral.
El despacho lucía tan cochambroso como su propio dueño, e incómodo como me sentía por verme allí expuesto a que algún avispado conocido me sorprendiera en aquellos menesteres, decidí ir directo al grano.
―¿Tienes algo nuevo para mí? Hemos encontrado a un tipo ahogado en el río, Rodrigo Barbosa, natural de Monachil. Se despeñó por un risco cercano a la zona de Las Lomas hace un par de días.
―La gente muere, inspector, ya lo sabe ―contestó, impasible, echando mano al cajetín de tabaco que tenía encima de la mesa y sacando un cigarrillo que no tardó en encender.
El Abuelo seguía tratándome de usted. Creo que era su peculiar forma de seguir aparentando que aún guardaba cierta distancia conmigo; a fin de cuentas, para los de su gremio yo solo era un picoleto más.
―Ya…, pero no le habrá dado alguno de tus empleados o amigos un empujoncito, ¿verdad? No estaría metido nuestro amigo Rodrigo en nada raro que aún no sepamos, ¿no? ―pregunté, irónico, a la par que declinaba con un gesto su ofrecimiento para que lo acompañara en su ejercicio de inhalación y exhalación de humo.
―Diantres, no. ¿Por quién me toma?
Callé para no tener que responder a eso. Parecía bastante sorprendido por mi suposición y el Abuelo no era de los que solían fingir ese tipo de cosas. Era más bien de los de «primero disparo, luego pregunto y, por supuesto, si puedo lo aireo a los cuatro vientos». Al poco añadió:
―Ese no es mi estilo, ni tampoco el de mi gente, lo sabe bien. No conozco al tipo ni a nadie con quien pueda relacionarlo. Esta vez tendrá que buscar la miel en otra colmena ―resolvió.
Había hablado en presente: «conozco». Era buena señal, dado que ni siquiera parecía haber tomado conciencia de que Rodrigo Barbosa estaba ya muerto.
―Bien, entonces no tengo nada más que hacer aquí. Huelga decir que si te enteras de lo más mínimo...
―Claro, descuide, inspector. Igual que hará usted si sabe de algo que pueda perjudicar mis pequeños negocios ―manifestó con una ligera sonrisa, mostrando una ennegrecida dentadura a la que faltaban más de la mitad de sus efectivos.
Me repugnaba bastante el Abuelo, pero, dentro de lo malo, podría decirse que no era lo peor. Me di la vuelta y con un ligero gesto de la mano salí de allí. Los perros de la entrada me despidieron del mismo modo que me habían recibido, ladrando a más no poder y con los ojos inyectados en sangre, sin dejar de dar fuertes tirones a las gruesas cuerdas que los sujetaban.
Subí al coche y, antes de arrancar, llamé a Pulido.
―¿Tenéis algo?
―Nada… Los de la fábrica de cartón son todos unos sosainas. Barbosa parecía un tío relativamente normal, con sus pequeñas taras, como todo el mundo. He apretado a uno de ellos, a su compañero de sección. Poco ha faltado para que se haga pis en los pantalones. Al menos, al final hemos tenido nuestra recompensa y ha confesado que de vez en cuando se iban juntos al club Don Pepa a pegarse un homenaje. Luego me ha suplicado que, por favor, no se lo cuente a su mujer. Y poco más que rascar… Todos coinciden en que era un tipo más bien reservado al que no se le conocían más vicios. También le gustaban el cine y especialmente la pesca, aunque nadie sabe si estaba en algún club o asociación, o si solía ir solo o acompañado.
―Cuarentón solitario, soltero y, ocasionalmente, putero. Eso no nos aporta ningún dato especialmente relevante que pueda servirnos. ¿Su jefe qué cuenta?
―Trabajador ejemplar. Siempre llegaba quince minutos antes a su puesto, no daba problemas y era de los más eficientes. Coincide en que era muy reservado, eso sí.
―Buen trabajo, Pulido. Preguntad si alguien conocía lo de su tatuaje con forma de lanza o lo que sea eso, porque la madre no sabía nada y nos ha dicho que su hijo, en teoría, los detestaba. Yo creo que poco más vais a poder averiguar allí, así que id en cuanto terminéis, por favor, a hacer la visita de rigor a los dos amigos más cercanos, el Tony y el Charlie. Hace un rato te pasé un email con los datos que nos ha facilitado la madre. Morrison y yo iremos a ver al pescador que lo encontró; ese hombre y el tema tatuaje son los únicos puntos negros que nos quedan por aclarar.
―¡Oído, cocina! ¡Ya huele a fin de semana! ―exclamó la subinspectora a modo de despedida, contenta ante la perspectiva que se presentaba.
Poco después, recogía a Morrison en un cercano bar en el que lo había dejado media hora antes. Yo no quería mezclarlo con el Abuelo ni con el turbio ambiente en el que a veces me sumergía, y siempre ponía cualquier excusa para escabullirme en solitario un rato. En cualquier caso, el subinspector era un tipo demasiado íntegro: él jamás habría aceptado que su superior hiciera la vista gorda ocasionalmente para que el Abuelo y algunos otros granujillas de poca monta hicieran de las suyas a cambio de un poco de información de vez en cuando.
―¿Todo en orden? ―me interrogó con la mirada.
―Todo en orden. Vamos a hacerle una visita a nuestro amigo, el supuesto pescador. Pulido y Ardana van a entrevistarse con los dos amigos más íntimos de Barbosa. Si todo va bien y conseguimos unas explicaciones razonables, puede que al final incluso tengamos un plácido fin de semana libre.
Me bajé para que condujera Morrison y, expeditos, nos dirigimos a la dirección que nos había facilitado el hombre que encontró el cuerpo de Barbosa. Lo hicimos sin avisar, como me gustaba particularmente a mí, pues estaba convencido de que esa era la mejor forma de analizar de un modo eficaz las primeras reacciones de los testigos.
Llegamos a un barrio entre los pueblos de La Zubia y Gójar y aparcamos el coche a los pies de la casita que se suponía pertenecía a nuestro hombre. Llamamos a la puerta varias veces con firmeza, sin conseguir que nadie respondiese. Ante la ausencia de señales de vida en el interior, puse el altavoz y marqué el número de teléfono de contacto que nos había facilitado. La repuesta fue una conocida locución: «El móvil al que llama está apagado o fuera de servicio».
Llamé a Rodríguez, quien me confirmó al instante que, efectivamente, ese era el lugar en el que lo habían dejado la mañana que apareció el cuerpo de Barbosa.
―Vaya… A nuestro amigo el pescador parece que también se lo han tragado las aguas ―comentó Morrison.
Mi teléfono vino a sonar nada más escuchar esa frase.
―Velázquez, ¿dónde coño está el informe diario que le pedí sobre la desaparición de Barbosa?
Ana Figueroa estaba enfadada. Y mucho. La comisaria no era de esas personas que solían decir tacos, excepto cuando traspasaba su umbral de cabreo máximo permitido.
―Comisaria, iba a dejarle por escrito el informe final con la proposición del cierre del caso a última hora de esta misma tarde… ―respondí, intentando excusarme, a sabiendas de que yo había evitado por todos los medios pasar por su despacho la noche anterior a darle el mínimo avance sobre nuestras pesquisas.
―Velázquez, cuando yo le pida una cosa, hágame el favor y cúmplala ―sentenció, en su línea y tono implacables―. Y ahora salgan cagando leches estén donde estén; ha aparecido otro hombre ahogado en el pantano de Canales, en Güéjar Sierra. Quiero que vayan allí de inmediato ―ordenó, sin dejar el tono encrespado con el que me había llamado.
―¿Cómo que ahogado? ―pregunté, ya con cierto malestar por tan inesperada bronca.
―El coche que conducía se despeñó y cayó al pantano. Desconocemos si hay más personas implicadas; un equipo especial de buzos de la Marina está de camino. Aunque todo parece indicar que se trata de un accidente de tráfico, tenemos muchos ahogados últimamente y, ya que me vas conociendo, Velázquez, sabrás que no me gustan ni las sorpresas ni las coincidencias.
La comisaria colgó sin más. Yo vi una nueva bofetada venir. Mi mente ya visualizaba la escena, y a pesar de no disponer de ningún tipo de dato sobre el accidente, sin saber bien por qué, intuí que algo podría tener que ver el hombre cuya supuesta casa vacía se erguía delante de nuestras narices.
―Morrison, un coche se ha despeñado y se ha caído al pantano de Canales. Vamos ―le insté, apurado.
Preferí que Pulido y Ardana siguieran con la rutina planeada. La científica y otros agentes ya estarían en el lugar de los hechos para cuando llegásemos, y para la inspección ocular me fiaba mucho más de Morrison que de cualquier otro. Prefería que ellos se entrevistaran con los famosos Tony y Charlie para dar carpetazo definitivo al asunto de Rodrigo Barbosa, cosa que me comenzaba a dar en la nariz que podía no ser tan fácil. Ya le estaba diciendo adiós por lo bajini a ese fin de semana dorado, ese en el que pretendía hacer un maratón de sofing y beberme de vez en cuando una cerveza de manera despreocupada en la tumbona de mi terraza.
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