Kitabı oku: «Isis modernista», sayfa 8
Nada, nada, que mi grande y buen amigo don Juan A. Mateos tiene razón.
—Este siglo, que nació convencional, acabará presbítero.
11 de agosto de 1896
“Noches macabras” 18
La facultad
Después de discurrir por mal alumbradas callejas del norte de la ciudad, ese México viejo adonde no llega aún la bienhechora acción del Ayuntamiento, llegamos a un gran zaguán que da acceso a una casa de vecindad. Un callejón interior, largo y angosto a más no poder, nos condujo a una vivienda del fondo. A la izquierda del callejón se abría una puerta que daba acceso a una amplia sala.
Del techo de ésta pendían gallardetes triangulares de papel de China picado.
En las paredes había infinidad de cromos, dibujos, repisas exornadas de heno sosteniendo muñecos, destacándose por lo extraño de sus colores, un pastel en que [un] pincel poco diestro intentó figurar la etérea imagen de una monja hecha de copos de luz láctea con tonalidades rojizas; una buena religiosa que andaba penando y se dignó manifestarse a los neófitos.
Había en todo el salón bancas paralelas que dejaban un estrecho pasadizo por donde entraban los fieles y vagaba la Facultad durante el sueño hipnótico, y en el fondo se levantaba una sencilla plataforma que sostenía un sillón (para el médium) y una mesita: ¡la clásica mesa!
A la derecha de la plataforma, [un] amplio tinaco lleno de agua “magnetizada”, abastecía a los fieles, que antes y después de la sesión acudían al misterioso líquido: panacea universal.
Recuerdo como detalles complementarios un plano en un rincón de la sala y una mesa pegada a uno de los muros laterales, encima de la cual hacía muecas una calavera, y se estiraba un termómetro destinado a medir la caliginosa temperatura de tantos organismos consumidos por el amor a lo maravilloso.
Como era domingo, la sesión estaba destinada a las manifestaciones físicas. Cuando llegamos aún no empezaba la sesión y tuvimos tiempo de recorrer la sala, examinando los macabros bibelots que la ornaban: entre ellos unos dibujos a lápiz de mediana corrección hechos directamente por los espíritus; por cierto que en uno de ellos una Peri se dejaba besar por un ángel con la mayor sans façon de la tierra.
Los fieles iban acudiendo: viejecitos de fisonomía dulce y de levita negra, charros, muchachas pobres, ancianas enlutadas, algunos enfermos, todos del pueblo y tal o cual chiquitín pegado a las faldas de su mamá. La gran mayoría de los asistentes estaba integrada por la clase humilde de nuestra capital, y todos dejaban ver a las claras el respeto que los poseía.
Tomé asiento en una banca, en el extremo que daba al pasadizo, para formar cadena con los fieles que ocupan sitios análogos y aguardé pacientemente el principio de la sesión.
A la hora reglamentaria empezó ésta.
Un señor que nos había recibido con sonrisa placentera, indio puro y de actitudes modestas, apagó la lámpara de petróleo que pretextaba alumbrar la pieza, encendió un velón, pronunció una plegaria y luego leyó una epístola de San Pablo a Timoteo, en la que el apóstol fija la conducta de los obispos, presbíteros y diáconos:
“No tenga el obispo más de una sola mujer”, etcétera.
El médium, un niño de ocho años, de mirada bobalicona, había llegado ya e instalándose en la silla, quedando a poco sumido en su sueño sonambúlico.
El momento solemne llegaba. El oficiante apagó la vela e incontinenti una lucecita azufrada, especie de vellón luminoso, empezó a bailar en las sombras, al tiempo que surgía de un rincón el bordoneo de una guitarra, al compás de la cual voces de devotas cantaban himnos adaptados a las tonadas de la Golondrina y de la Casada.
Yo formaba cadena con mi amigo y con un charro que afianzaba desesperadamente, con su mano de ordeñador, mi mano izquierda.
Instintivamente seguía con la cabeza el compás de las místicas coplas que con la música de la Casada se entonaban; y como todos las cantaban a coro, y el fervor es contagioso, acabé por cantar también; mas ignorando la letra nueva, me atuve a la vieja y me di cuerda con aquello de
Cómo quieres ingrata, perjura,
ver con calma mi duro quebranto…
La lucecita, en tanto, iba y venía con el médium, que, verdadero sonámbulo, no se daba punto de reposo, recorriendo el salón por donde podía; culebreaba en el aire, rubricaba las paredes y cuando se acercaba a alguna devota, ésta, juzgando, naturalmente, que era el alma de uno de los suyos, clamaba:
—Ven, chiquitito, ven, lindo de mi alma, precioso de mi vida…
Les aseguro a ustedes que aquello ponía el corazón como panocha revenida.
Cuando los himnos religiosos (vulgo la Casada y la Golondrina) cesaban, la Facultad, o sea, el médium, golpeaba con todo el furor de sus piernas sobre la tarima.
— ¿Qué quiere? —preguntaban desde su rincón las cantoras, y el intérprete oficiante respondía:
— Quiere más música.
Oído esto, la Casada volvía a la palestra.
Al fin, acabó la sesión; se hizo la luz, y la otra, la misteriosa, el copo lácteo que danzaba en el aire, desapareció.
Cuando salí a la calle, donde soplaba un vientecillo helado, interrogué a mi amigo:
— ¿Qué opinas de esto?
— Vengo muy desconsolado.
— ¿Por qué?
— Porque al pasar la luz cerca de mí le metí zancadilla…
— ¡Hombre...!
— Y tropezó la Facultad…
7 de diciembre de 1896
“Fotografía espírita” 19
Los espíritus tienen coqueterías de mujer, cosa que yo no hubiera creído si no me lo revelan ellos mismos, o mejor dicho, si no revela esas coqueterías un buen fotógrafo artista macabro que fija en su cámara oscura fisonomías ultraterrestres.
Este digno hijo de Daguerre, seguro de que los espíritus, como los microbios, pululan en todas partes, se dijo: “Hay que atraparlos”, y los atrapa por un medio muy sencillo.
Va usted a retratarse; le coloca a usted frente a la cámara y le dice:
— Evoque usted a algún espíritu.
Y usted evoca a su madre (conste que esta frase no es un insulto).
— Reconcentre usted su imaginación —añade el fotógrafo— para que la imagen no se borre un punto. ¡A la una! ¡A las dos! ¡A las tres!
Ya está usted retratado con todo y madre.
A los tres o cuatro días va usted por sus retratos; los observa: la fisonomía de usted se destaca perfectamente; y aquí entra lo maravilloso: sobre la cabeza de usted, en el lienzo que sirve de fondo, hay unos trazos vagos, esfumados casi; se advierte un rostro; lo considera usted bien, y acaba por distinguir sus facciones.
— ¿Son las de su madre?
— No —responde usted—, serán las de la suya.
— Las de la mía tampoco. Se trata de otro espíritu que andaba por ahí. Apenas tuvo tiempo de alisarse el pelo para no salir con la cabeza desgreñada. Si hubiera tenido tiempo, de seguro se pone una flor en la cabeza y sonríe.
¿Evoca usted a su padre?
Pues resulta un caballero anciano, con patillas luengas y ceño fruncido.
No es tampoco el papá de usted; es otro espíritu a quien atrapó el fotógrafo, al pasar, en la cámara oscura.
En el lienzo del fondo, de que he hablado, hay asimismo algunas manchas: ésos son los espíritus que usted evocó; andaban lejos, entretenidos, y no alcanzaron a salir; pero se adivina que son ellos; para eso sirven las intuiciones del cariño…
Paga usted un peso por cada retrato y se va tan contento a su casa; que si al fin y al cabo no salió su madre ni salió su padre, salieron otros, y lo mismo da; ¡qué sabe usted si aquel anciano de patillas fue algún tío suyo, y si aquella buena señora que apenas se alcanzó a rizar el pelo es su suegra, la suegra a quien tuvo usted la dicha de no conocer!
La fotografía por lo demás, es mala: las figuras se destacan de un fondo oscuro con tonos amarillentos; pero hay que advertir que esos tonos se deben a la luz de los nimbos que “usan los espíritus”. Y hay que perdonar los otros defectos. Qué, ¿quería usted salir bien, en fotografía bonita y con espíritu?
¡Vamos, no pida usted gollerías!
Mi hermanito en Allan Kardec no se preocupa mucho del arte; no es ésa su misión. Artista sobrenatural, se limita a atrapar espíritus. Hay que avisarles a éstos para que no los cojan en desahabillé.
2 de septiembre de 1895
“Los muertos” 20
En nombre de un ideal se ha pedido a los hombres que mueran, y ninguno ha vacilado en dar su vida.
A los defensores de Verdun se les ha llamado los voluntarios de la muerte.
El padre ha ofrecido a sus hijos, la esposa al esposo, la hermana al hermano.
Pero a medida que, segados por la mujer de la hoz, van cayendo en los removidos campos del frente racimos de vidas lozanas; a medida que el tiempo transcurre, mientras la catástrofe que se eterniza parece ser la pesadilla sin fin de que hablaba Galdós, una pregunta conmovedora, tierna, temblona asoma en todos los labios: “¿Hemos perdido para siempre a nuestros muertos? —interrogan las esposas viudas, las madres dolientes, los padres solitarios—. ¿Volveremos a ver a nuestros muertos?”.
Interrogación formidable a la que el mundo aún no puede responder…
Y en Francia, y en Inglaterra, no hay revista seria que no dedique a menudo páginas verdaderamente inquietantes a estas almas huérfanas y angustiadas, procurando contestar a su pregunta intensa.
Veamos, por ejemplo, The Nineteenth Century and After. Esta gran revista en todos sus números consagra capítulos interesantísimos a la cuestión suprema.
Los doctores en “ultratumberías” (que dijo Unamuno) intentan resolver la ecuación eterna con datos más o menos luminosos.
Uno de ellos, J. Arthur Hill, dice:
«En los terribles tiempos actuales en que la guerra lleva el luto por dondequiera, la cuestión de la posibilidad de la supervivencia individual tras la muerte del cuerpo se agudiza como nunca. Millares –digamos millones– de gentes preguntan sin cesar si esa valiente juventud, que ha hecho o hará el sacrificio de su vida, sobrevivirá al gran cambio.
»Los instructores religiosos, aunque bien intencionados y con anhelo de ayudar, en su mayor parte, no logran impartir auxilio alguno: “Nosotros –dicen- sólo tenemos nuestra fe; no podemos saber”. “En la casa de nuestro padre hay muchas moradas”, et sic de coeteris».
Todo ello está muy bien, pero es demasiado vago para confortarnos. La desolación quiere saber si este conocimiento es posible.
Otro escritor, Herbert Stephen dice:
“Una de las necesarias consecuencias de la tremenda y creciente guerra, en que un gran número de hombres que se encuentra en la segunda, tercera o cuarta década de la vida muere diariamente, muchos de ellos en plena fuerza y vitalidad, es la tendencia, ya normal en algunas gentes, de consultar y creer a los adivinos, a los videntes que miran en las esferas de cristal (cristal-gazers), a los que hacen mover las mesas, a los médiums en trance o automáticos; tendencia que se ha desarrollado y ha sido estimulada enormemente”.
Por su parte, el hondo y sugestivo H. F. Wyath escribe:
“Imaginemos, por ejemplo (ya que para muchos esta idea no podría ser concebida de otra manera), que, merced a alguna adaptación de las ondas de Marconi, a vibraciones del éter más sutiles que las hasta aquí descubiertas, nosotros, los crudos materialistas modernos, con nuestra insensibilidad medio salvaje para comprender las ideas espirituales, de pronto nos encontramos en plena comunicación con aquellos a quienes ya no podríamos llamar los muertos… ¡Cómo se transfiguraría el significado de toda la tierra y de todas las cuestiones terrestres!... Los problemas de la civilización irían transformándose; la verdadera naturaleza del hombre se modificaría rápidamente. El fin principal de la vida no sería ya la ganancia material, sino la salud espiritual. Al maestro que enseñase ésta se le estimaría más que al médico. El bien del cuerpo estaría subordinado al bien del alma. Los pobres serían consolados en su pobreza. Los ricos mirarían su opulencia como un depósito confiado sólo para nobles usos”.
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Uno de los signos de este revivir de la conciencia espiritual en Inglaterra es el éxito del último libro de Sir Oliver Lodge, el gran sabio.
Intitúlase este libro Raymond, or Life and Death, y ha sido inspirado por la muerte de Raimundo Lodge, el hijo de sir Oliver, que en plena juventud cayó recientemente en la guerra, y que –según su padre– no ha entrado en el silencio de la muerte. Su amor filial encontró la rendija misteriosa, el hilo mágico, el transmisor y el receptor necesarios para decir al viejo dolorido palabras de consuelo y de paz…
No olvidemos que sir Oliver Lodge pertenece a la única sociedad que existe en el mundo, científicamente organizada, para arrancar su secreto a la esfinge. Me refiero a The Society for Psychical Research, que lleva ya publicados más de cuarenta volúmenes de hechos, de puros hechos, todos comprobados.
El libro de sir Oliver envuelve tres proposiciones:
Primera: que los que han muerto continúan viviendo individualmente.
Segunda: que los que han muerto siguen interesándose por las personas y por la suerte de sus amigos ausentes.
Tercera: que los que han muerto ansían que se realicen las condiciones idóneas y necesarias para comunicar con nosotros.
Si sir Oliver Lodge prueba estas tres proposiciones, tocará decirlo a cada uno de los lectores de Raymond, or Life and Death. Yo sólo señalo la aparición de este libro como un síntoma, como un signo más de la angustia interrogativa de la Europa verdaderamente culta, que quiere rasgar, nerviosa, el velo de Isis, para saber si en este mar de sangre no podrá flotar la barca azul de una esperanza… para inquirir si es definitiva e irrevocable la ausencia de sus muertos.
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¡Cuánto se he hablado del silencio impenetrable, inexorable, de la esfinge!
Ya el gran Malherbe, en aquellos versos, llenos de austeridad y de melancolía, que todos conocemos, exclamaba:
La mort a des rigueurs à nulle autre pareilles,
On a beau la prier,
La cruelle qu’elle est se bouche les oreilles
Et nous laisse crier.
Pero ¿es cierto que la muerte se tapa los oídos? ¿Es cierto que despiadadamente nos deja gritar? ¿Es cierto lo de la impenetrabilidad de la esfinge?
¿No sucederá simplemente que no hemos encontrado aún el receptor indispensable para que las almas amantes y ansiosas que se agrupan del otro lado del muro negro nos puedan decir lo que continuamente quieren decirnos?
El delicadísimo Juan Maragall, en una página llena de emoción que consagra a los muertos, dice:
«Él (el muerto) está ahora tras esa obscuridad que nos rodea, que rodea nuestra claridad, que es el muro invisible de nuestra claridad, y que nos filtra sutilmente el espíritu, dejando sólo en la claridad la carne muerta.
»Y del otro lado del muro nada nos viene: ni una señal, ni un temblor, ni un suspiro: una inquietud espantosa.
»Sobre este muro la fe pone sus letras de fuego, que dicen: eternidad, lo cual ya es mucho, ya es todo, si se quiere, si puede… Pero a veces no se puede porque esto es sólo el qué, y el hombre está ávido del cómo y necesita pasto de éste. Dios le ha dicho “Serás conmigo o fuera de mí… felicidad o infelicidad eterna”. Pero el cuándo y el cómo feliz o infeliz eternamente, Dios no se lo ha dicho todavía: es la nueva luz reservada seguramente al otro lado del muro. Allí nos aguarda. Pero ¿por qué no nos dicen nada de ello los que ya la atravesaron? ¿Tan recio es y tan sordo? ¿Tan sutilmente se pasa de aquí [a] allá, que con una nada nos encontramos del otro lado: tan espeso de allá a acá, que no se nos devuelve ni una señal, ni un temblor, ni un suspiro?
»Y, sin embargo, hermanos nuestros sois los millones que lo habéis pasado: ayer eráis como nosotros mismos, y sabéis nuestro afán, que era el vuestro propio. Aquí nos habéis dejado golpeando el muro y queriendo ablandarlo con nuestras lágrimas para sentir algo a través, y nada contestáis. Aunque halláis sido aquí nuestro amor más fuerte y nosotros el vuestro, nada queréis decirnos. ¿No podéis? ¿Habrá del otro lado el mismo afán que de éste, igualmente doloroso e insatisfecho? Tal vez golpeáis también desesperadamente y nos llamáis a gritos y no podéis haceros oír de nosotros, o tal vez nos oímos y nos hablamos sin llegar a entendernos…»
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Cabe pensar, sin embargo, este pensamiento consolador: la muerte, por terrible que sea, por mucho que nos cambie, no nos deshumaniza, no puede deshumanizarnos. Seguimos perteneciendo a la especie. ¿Qué más da que seamos invisibles, si lo hemos sido en realidad siempre, si estamos formados de cosas invisibles?
Y si la muerte, como es evidente, no puede deshumanizarnos, del otro lado del muro habremos de amar, como hemos amado de éste, o quizá más pura y altamente de lo que aquí hemos amado.
Sólo que lo que hay de la otra parte del muro puede ser de tal naturaleza, que enajene todas nuestras potencias…
“Lo que el absoluto es –dice Ramakrishna en su evangelio– nadie puede decirlo. El que ha alcanzado el absoluto no puede dar informe alguno de él”.
Y refiere la siguiente parábola, que es una de las más inquietantes y misteriosas que hayan dicho los labios de un hombre:
«Cuatro viajeros descubrieron un lugar cercado por una alta pared, sin abertura en ninguna parte. Muchos deseos tenían de ver lo que había del otro lado. Uno de ellos subió encima de la pared, y al mirar hacia adentro, exclamó con asombro y con alegría: “¡Ah, ah, ah!...”, y sin dar ninguna explicación a sus compañeros saltó… Los otros hicieron lo mismo.
»Cualquiera que suba encima de la pared salta hacia adentro y nunca más vuelva a dar noticia de lo que ha hallado…
»Tal es el reino del absoluto. Las grandes almas que han realizado el absoluto no han regresado porque después de obtener el más alto conocimiento de Brahma, se pierde por completo la sensación del yo».
…Pero no todas son grandes almas.
La infinita mayoría de los que se han muerto, de los que han exclamado con sorpresa y alegría: “¡Ah, ah, ah!...”, son almas pequeñas como las nuestras, aun cuando la vanidad de la vida las haya vestido de pompa. Están, pues, muy cerca de nosotros por su nivel y por su modestia. Conocemos el poder de sus alas… No pueden haber ido muy lejos… Un gran vuelo las cansaría. La atmósfera espiritual que respiren no estará muy rarificada. Sabemos cuáles eran sus amores, sus odios, sus deseos, sus tristezas… La muerte no ha podido cambiar su esencia… ¿Por qué, pues, cuando les hablamos con tanta angustia, con tanta ternura, con tanta insistencia, callan?
¿Por qué todos esos héroes que han caído en el borde de las trincheras no saben cuchichear una palabra de alivio y de esperanza al oído de la madre, de la esposa, de la hija, desconsoladas?
Quizá, amigos míos, porque nosotros, materiales en todo, pedimos a nuestros muertos una manifestación exterior…
Y ellos hablan dentro de nosotros…
¿Habéis intentado, por ventura, con cuidadosa constancia, con perseverante empeño, producir el silencio y la paz en vuestro espíritu, en vuestra imaginación turbulenta?
Si lo habéis hecho con constancia, alguna vez lo habréis logrado, y entonces de las serenas mansiones del alma, de los senos profundos y quietos del espíritu habrá surgido un pensamiento que sentíais era distinto de vuestro propio pensamiento: vuestros muertos os hablan, y habrá en su lenguaje el mismo apasionado amor que os tuvieron en la vida.
En otra ocasión, al ir a realizar determinado acto, una repugnancia súbita, incomprensible, una aprensión repentina, os detuvo y paralizó vuestra voluntad: los muertos queridos en esta vez os salvaban de un peligro inminente con el mismo celo conmovedor de que tantas veces os dieron muestra en la existencia…
¿Sonreís? ¡Ah! Yo sé que los tristes, los que han amado a uno de esos ausentes definitivos (que acaso están más que nunca cerca de nosotros, pues que dentro de nosotros están) no han de sonreír. El dolor es el peldaño de la fe, la escalera de la esperanza.
Los que han sufrido mucho aprendieron, además, por virtud de su propio dolor, a enterarse de estas cosas sutiles.
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Un joven escritor hispanoamericano me escribía recientemente refiriéndome cosas extraordinarias que acontecían en su casa.
Los muertos (o cuando menos energías invisibles inteligentes) mostrábanse a él y a su familia en las más diversas y peregrinas formas. Muchos ilustres desaparecidos volvían de la otra rivera y conversaban, por medio de la famosa mesita o de la escritura automática, con él y con varios de los suyos. Me preguntaba mi opinión…
Yo siempre me he resistido a creer que las grandes almas estén a la merced de nuestra curiosidad. No sé si su conciencia sobrevive a ese profundo cambio de la muerte, o se abismará en el absoluto como quiere la filosofía Vedanta, o por lo menos se alejará de nosotros.
En el famoso y ya clásico libro de Myers, The Human Personality, hay un espíritu que por ministerio de un médium parlante, dice a sus amigos: “Aún me tenéis cerca; pero siento que cada día me alejo más de vosotros…”.
Se comprende este alejamiento. El alma humana está de tal suerte hecha para lo mejor que a ello se adapta en seguida y sufre después horriblemente con los descensos.
Quien ha logrado, por ejemplo, en el mundo ser admitido en un círculo selecto de hombres elevados, ¡con qué repugnancia, con qué asco sufre después las inevitables promiscuidades a que le somete su destino!
Pues así de psiquis, si de la hondura del morir salvó la conciencia.
¿Cómo presumirse que quien escapó –¡por fin!– a la obligatoria sociedad de tantos necios, de tantos pedantes, de tantas almas serviles o groseras que se encuentra uno en el camino, vuelva deliberadamente a divertir nuestros ocios por medio de una mesa?
Si no es el subconsciente el autor del fenómeno; si éste no se genera en las regiones obscuras de nuestro yo; si, en efecto, hay almas que acuden a llamamientos tan triviales, ¿no es lógico suponer que sean almas inferiores? De ahí lo vacuo, lo pueril, lo necio de algunas de sus respuestas…
Pero quién en la quietud cristalina de su espíritu, en la soledad religiosa, llama al ausente querido y le pide auxilio y amparo,
¡Si escucha bien en la noche
si tiene fina la oreja,
oirá palabras muy hondas
en medio de las tinieblas!
O como dice el poeta de Francia:
Les morts parlent; sa voix lointaine nous arrive.
Elle n’a pas le son de la nôtre: on dirait,
Triste comme un soupir, et doux comme un sécret,
Un chant mystérieux, qui vient d’une autre rive…
Esta voz es la que ha creído escuchar el noble autor de Raymond, or Life and Death. Esta voz es la que escuchan siempre los que aman, porque, oídlo bien, la esfinge que desespera al sabio, que cansa al filósofo, que calla hosca y fiera ante la investigación orgullosa, abre siempre sus brazos al amor; para el amor vuelve de terciopelo sus garras; el amor sólo permite que lea en sus fríos e insondables ojos el enigma divino de la vida y de la muerte, porque, como dijo Milton, “Jamás el amor ha pretendido una cosa en vano”…
1917
Joaquín Valadez Zamudio México
Se transcribe un fragmento del libro La historia de la Sociedad Teosófica en México, escrito por el profesor Joaquín Valadez Zamudio (M.S.T., esto es, miembro de la Sociedad Teosófica, una costumbre esta de añadir las iniciales de su membresía al nombre propio, que funcionaba desde los tiempos de Blavatsky). Con Valadez Zamudio se rompe la regla que domina en esta antología de que los autores fueran escritores reconocidos desde la literatura, pero creo que vale la pena hacer la excepción (en realidad, hay tres excepciones, como se irá viendo), si lo añadido enriquece el conocimiento de una época y de un ambiente, como ocurre aquí, en donde uno de los participantes en el desarrollo de la Sociedad Teosófica en México transmite sus más tempranos recuerdos sobre el asunto, va dando nombres y lugares, señalando fases diferentes (preparación, fundación, arranque, problemas, continuidad), para el período que en este libro más interesa, básicamente 1890-1930, todo esto para beneficio del lector.
Valadez menciona los antecedentes teosóficos en los medios espiritistas, sobre todo en la última década del XIX, las duras condiciones de divulgación durante el porfiriato, la realización de un congreso espiritista del que salió un grupo que fundó la primera logia teosófica en 1906, las alianzas estratégicas con personajes del medio espiritista, como Rogelio Fernández Güell y Francisco I. Madero (a los que volveremos luego), la caída de Porfirio Díaz pero también la de Madero, la presencia en esos años de notables figuras extranjeras: el francés Emilio Calvairac, los españoles Belén de Sárraga (que él escribe Zárraga, quizá por la versión del apellido en México, con zeta, como en el pintor duranguense Ángel Zárraga) y José Antonio Garro, padre de la importante escritora Elena Garro. También menciona a algunas figuras notables de la historia teosófica mexicana, como José Romano Muñoz y Consuelo Aldag, a los que luego se agregarán otros nombres (pero no en la parte transcrita) como Adolfo de la Peña Gil y Agustín Garza Galindo.
Llama la atención que en el recuento hecho por Valadez la figura de Krishnamurti casi no se menciona (apenas hay unas breves referencias más adelante), siendo que es el periodo de mayor presencia suya en el ámbito teosófico, una señal de que el texto se escribió en un momento posterior al rompimiento de K con la ST en 1929, y sobre todo de K con la ST en México en 1935, al final de su gira latinoamericana, cuando ya se hizo evidente el alejamiento entre ellos, tras la agria disputa entre De la Peña Gil, de un lado, y de Krishnamurti y Rajagopal, del otro, asunto que se tratará en la última parte de este libro. Valadez habla como representante de una teosofía poskrishnamurtiana, en pleno reflujo cultural, a mediados del siglo pasado.
El libro fue publicado en 1984 por la editorial Orión, surgida en los años cincuenta en México como un medio de promocionar los libros teosóficos y los de Krishnamurti. Junto con la editorial Kier, de Argentina, fue una de las dos editoriales que mantuvieron las ediciones de este tipo de temas en lengua española después de que los centros libreros españoles cayeran con el franquismo, lo que provocó este desplazamiento editorial hacia América Latina, que se mantuvo firme hasta la vuelta a la democracia en España, tras la muerte de Franco en 1975.
Llama la atención que en esa misma década de los ochenta, Orión publicara otros dos libros que recogían la experiencia teosófica y krishnamurtiana en América Latina: Impacto de Krishnamurti. Respuestas de España, Portugal e Iberoamérica, del español Salvador Sendra, en 1987, así como El cantor y la canción (memorias de una amistad), del costarricense Sidney Field Povedano, en 1988, sobre su relación con Krishnamurti desde muy temprana edad, dados sus propios antecedentes teosóficos de familia. Más adelante volveremos a este libro y hasta leeremos un fragmento. Fue una década en que dicha editorial mexicana, quizá presintiendo su posterior debilitamiento, publicó libros que dejaron plasmada, siquiera parcialmente, algo de la memoria regional hispanoamericana en sus temas privilegiados: teosofía y Krishnamurti.
Historia de la Sociedad Teosófica en México 21 [fragmentos]
Año 1900. La Teosofía en México
Existen fundadas razones para suponer que poco tiempo después de que nuestros reverenciados Hermanos Mayores, H. P. Blavatsky y el Coronel Henry S. Olcot en 1875 fundaron en Nueva York la Sociedad Teosófica, lanzando a la faz del mundo el trascendental mensaje de la Teosofía, la literatura teosófica ya había traspuesto las fronteras de nuestra patria, pues hay antecedentes de que al principio del presente siglo ya tomaban parte en eventos de carácter filosófico muy eruditos y avanzados estudiantes de Teosofía.
Mediaba la década de 1900 en que el ambiente nacional era poco o nada propicio a la divulgación de doctrinas o ideologías avanzadas; el país estaba gobernado por una dictadura paternalista que negaba a la ciudadanía libertad y el libre ejercicio de sus derechos cívicos; la religión entonces imperante se mostraba intransigente para admitir el establecimiento y libre expresión de otros credos y ejercía una influencia decisiva en la conciencia popular; apenas si medraban precariamente algunas logias masónicas y centros espíritas que eran tolerados, las logias masónicas porque a ellas pertenecían viejos caudillos de la época de la Reforma, compañeros de armas del Dictador, y los centros espíritas porque se les consideraba reuniones de gente ilusa e inofensiva; en la Metrópoli se guardaban las formas legales y se cubrían las apariencias administrativas, pero en la provincia la intolerancia religiosa se mostraba intransigente y agresiva, pues se hostilizaba a los creyentes de otras sectas, pero de manera particular a los cristianos protestantes, cuyos templos y escuelas frecuentemente eran lapidados por fanáticos romanistas, y como aquella intransigencia religiosa señalaba como hereje a quien no comulgaba con su credo, el ambiente nacional, como antes se apunta, era poco propicio al advenimiento de nuevas sectas e ideologías avanzadas.
1904-1905. Reunión de un Congreso Nacional Espírita, y fundación de la logia Aura de la S.T.
Sin embargo, a pesar de aquellas circunstancias adversas los centros espíritas se habían multiplicado, aun cuando muchos de ellos, desvirtuando la pureza de sus principios, habían caído también en el fanatismo, en la chocarrería, el engaño y aun en la especulación, por lo que algunos de los centros serios que se esforzaban por mantener íntegra la esencia de sus doctrinas, con el propósito de depurar esas doctrinas de groseras mistificaciones, convocaron a la reunión de un Congreso Nacional, el cual se llevó a efecto por los años de 1905 a 1906 y que se reunió en el edificio del exconvento de San Agustín ubicado en la esquina que forman las calles de Uruguay e Isabel la Católica. Para esa época ya existían contados estudiantes de Teosofía, quienes buscando asociaciones afines donde difundir sus conocimientos, se habían afiliado a algunos centros espíritas, y al reunirse el mencionado congreso algunos de ellos asistieron a él con el carácter de delegados.
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