Kitabı oku: «Ecos del misterio», sayfa 6

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Día 6 de julio de 1967
SÁTIRA PRIMERA

La visión del hombre: Así quedé, abierto el estudio de Juvenal, con el título reclamando los escolios; pero no ha habido mucha facilidad para ejecutar la tarea. Temo, escribiendo de noche, despertar a un sacerdote alojado en el mismo pasillo; y este cuarto resuena de modo impresionante. Es muy posible que fuera no se oiga el ruido; pero no puedo excusar la sensación de la ajena molestia. En consecuencia, sólo puedo trabajar con la máquina desde las 7 de la mañana, y una hora larga por la tarde, en la postrera mitad del tiempo dedicado oficialmente a la siesta.

He encontrado la fórmula, tras muchos forcejeos, de cerrar el cuarto con llave; esto, sin más, me ha reconciliado con la suciedad y las incomodidades. Al fin, siempre he preferido un ambiente de pobreza real, y la pobreza –remito la expresión completa de mi pensamiento para cuando llegue el momento de glosar ciertas frases de Juvenal– insacula, inexorablemente, una cierta fealdad y multitud de molestias. Más o menos me he acostumbrado a la silenciosa y tímida presencia de las cucarachas, y uso de misericordia con ellas, aunque me culpo de haber aplastado alguna involuntariamente. Un periódico viejo, encontrado en una clase, me proporciona la posibilidad de vaciar, varias veces al día, el minúsculo cenicero, encerrando los restos en un trozo de papel, que luego tiro a una papelera del pasillo. Así me libro del espectáculo de montones de colillas, que me repugnan con su alusión cadavérica. He conseguido bajar la persiana lo bastante, para inutilizar cualquier intento de observación. Y poseo la manera de ordenar las ropas y los libros dentro de la vieja cartera, de forma que constituya un cojín aceptable, y me sitúe a la altura suficiente para escribir a máquina. Puede decirse que estoy bien instalado.

Los seminaristas vienen con frecuencia, pero como son pocos me dejan algunos ratos de soledad cada día. No he tenido una sola visita; salvo la de D. Xavier, cuya compañía es de las pocas que positivamente deseo. Si no he avanzado en el análisis del pensamiento de Juvenal, es porque, con esta manía de plenitud, que me señorea desde mis más tempranas empresas, me he arrojado al quehacer de traducirlo todo. ¡Y son 3.836 versos! Al mismo tiempo, estoy estudiando la prosodia y la métrica latinas con la gramática de R. de Miguel. Afortunadamente quedan raíces en mi memoria, de los lejanos estudios comillenses, y la materia tampoco es especialmente ardua para mi temperamento. Así, espero salir de esta bendita ciudad, con la capacidad de gustar, otra vez, el verso latino.

Quisiera hecer algunas observaciones sobre mi estilo, pero no tengo tiempo. He leído estos días “Las paradojas de Mr. Pond”, casualmente halladas en Pueyo, en una de mis rebuscas de clásicos latinos. Un libro en el estilo normal de Chesterton; es decir, un libro que me agrada profundamente. He comenzado la obra de Melo sobre la guerra de Cataluña... En este modo beligerante, que suele ser mi estilo personal, yo diría que prosigo la lucha en todos los frentes. E incluso que avanzo...

Ensayemos, por segunda vez, los comentarios de Juvenal. Me queda poco más de media hora, pero el desayuno se abre sobre otro rato libre. Espero poder escudriñar la I sátira.

SÁTIRA I

La visión del hombre: La idea central es la forzosidad de la indignación, ante el espectáculo de la vida romana:

Difficile est saturan non scribere; nas quis iniquae

tam patiens urbis, tam ferreus ut teneat se... (30-1)34.

Si natura negat, facit indignatio versus (79)35.

Las vacuas declamaciones de los poetas, mayores o menores, reiterando siempre los mismos temas; la mujer deportista, que lanza la jabalina con el pecho desnudo; la insultante riqueza del advenedizo, que atraviesa la calle ostentosamente despreciando al pueblo; la figura del delator, lisonjeado por todos en fuerza del miedo; el eunuco que se desposa; el que se enriquece entregándose a una vieja, cuya matriz es el mejor camino para alcanzar la cumbre de las ambiciones. La herencia está en proporción al vigor sexual. El que lleva a la prostitución a su despojado pupilo, y se pavonea arrollando a la multitud con su rebaño de clientes; la nuera corrompida por causa de su avaricia; las desposadas ya impuras; el adúltero presumido (Así, hemos encontrado sobre todo: vanidad en los literatos - lujuria, y mezclada con ella, la avaricia).

La mujer vestida de hombre; el amante que gasta sus dineros para deslumbrarla; el marido cornudo y alcahuete, que recibe los regalos del amigo de su mujer.

La avaricia se manifiesta en el juego, y en la tacañería de los patronos con sus clientes. Las cenas patentizan la gula de los ricos y el hambre de los pobres. Una triste visión es la muchedumbre que se aprersura para cobrar la espórtula; y allí mismo tiene preferencia el más rico, aunque sea un miserable liberto.

Hay la mujer que asesina a su marido, y alecciona a otras esposas, sus indoctas parientas. Hay quienes se burlan del castigo, y desterrados gozan de la vida alegremente. Y de todo esto nada conviene decir, pues puede el acusador tropezar con un Tigelino, que lo condene a la muerte pública en el circo. Mejor es hablar de los muertos.

En resumen: lujuria, (no aparece la homosexualidad), avaricia (muy ligada a la lujuria), gula, escarnio de la justicia; posibilidad de castigo para el mismo que intenta suscitarla.

Para Juvenal la maldad ha alcanzado su cumbre:

Et quando uberior vitiorum copia? quando

maior auaritiae patuit sinus?... (87-88)36.

Nil erit ulterior quod nostris moribus addat

posteritas, eadem facient cupientque minores,

omne in praecipiti vitium stetit (147-9)37.

El crimen es premiado; probitas laudatur et alget (cfr.73-76)38.

Algunos pensamientos capitales: La idea de jerarquía parece intensamente apreciada (109-110). A la muerte sólo se alude, o como fruto del crimen (la esposa envenenadora), o como sorpresa repentina, castigo –o mejor consecuencia– de la gula (141-45). No hay apenas alusiones religiosas, salvo para señalar que la riqueza aún no tiene templo como la Virtud, la Fe, la Paz... (110-115).

SÁTIRA II

La visión del hombre: Insinceridad, hipocresía de los fingidos virtuosos, que declaman contra los vicios que ellos mismos cometen; lujuria: afeminamiento, sodomía, hasta el extremo de las bodas entre hombres, celebradas ante amigos íntimos. El casado que abruma a su mujer de regalos, para que no proteste contra sus relaciones con el liberto; los hombres vestidos de mujeres, los perfumados, los que honran a la buena diosa con misteriosas orgías, de que están excluídas las mujeres. Los hombres están más corrompidos; no llegan a tales aberraciones ellas. El incesto del emperador, los abortos de su amante (¡y el mismo que promueve las leyes contra la lascivia!). El adulterio femenino. La corrupción es un contagio que cunde. Pronto se llegará a querer legalizar las uniones de los invertidos. Alusiones religiosas: culto a Cotito - culto lascivo; ofrendas al luperco, sacerdote de Fauno, para concebir; intervención de Lida; incredulidad respecto de la otra vida (149-58); degradación de los patricios: intervenciones en el circo. Corrupción de los prisioneros, los jóvenes se afeminan.

Los pensamientos acerca de la religión y de la muerte, ya están expresados; él, por decirlo así, no declara su mente sobre el asunto, salvo la invocación a Marte, en que expresa su admiración por la paciencia de éste, ante los males de Roma (125-8).

SÁTIRA III

Sigo el orden –o el desorden– de la exposición de Juvenal. Peligros de la ciudad (6-9); recitación poética vitanda (9); quejas de los impuestos (15); alusiones a los judíos (13-14); suntuosidad (20); negocios ilícitos (29-33); promoción del vulgo (34-38); culpa de la Fortuna que juega con los hombres (39-40); adulación (40-41); astrología y agüeros, que sirven para prometer herencias a los hijos, anunciando la muerte paterna (41-43); alcahueterías y adulterio (44); complicidad en el robo (46); sólo es amigo el que posee secretos vergonzosos (49-58); afectación grecizante (58-64): defectos de tales personas: traer postitutas - pinturas: “inteligencia vivaz, audacia desvergonzada, palabra fácil y más precipitada que las aguas del Iseo”. Sabe de todo, tiene todos los oficios: capacidad de adulación, de fingir interés por los demás; representan en el teatro papeles femeninos, de mujeres desnudas, y efectivamente, hembras parecen; “toda Grecia es comediante”. El antigrecismo de Juvenal es notabilísimo, ancho y enardecido (65-106); son lúbricos, y nada escapa de su lascivia, la virgen, la esposa, el esposo joven, el hijo mozo, la madre de familia, y a falta de cosa mejor, perseguirán a la abuela. Un estoico delator mató a su amigo y, ya viejo, sacrificó a su discípulo (109-118). No admiten que romano alguno comparta sus ventajas, ni sus placeres, soplones, siembran rencillas, y te apartan del patrono. Y ellos pagan grandes sumas por gozar, una o dos veces, a Calvina o Catiena, mientras tú vacilas para pedir a Quione que descienda de su sitial (107-136). Valoración del dinero en Roma: lo primero de todo se investiga la renta, el dinero poseído; y lo último la moralidad, y se piensa que el pobre no puede creer en los dioses, y que ni a ellos mismos les importa esto (137-146). La pobreza es objeto de burla; la toga gastada, el zapato remendado y abierto, mueven a risa. El pobre es expulsado de los banquetes, patentes a los plebeyos enriquecidos. Esta es la ley establecida por el necio Otón. Ningún pobre es bien acogido por yerno, o tomado como heredero, o admitido como consejero por los ediles (147-161). En todas partes las virtudes han de combatir las dificultades económicas; pero en Roma este esfuerzo es aún más duro. Resulta costosa una morada miserable, un criado, una cena frugal. En otros lugares de Italia se vive modestamente, y lo que en Roma parece indispensable, es allí lujo de días de fiesta (161-179). En Roma se vive con lujo superior a los propios posibles, y a veces se toma del arca ajena. Y esto es vicio común:

Commune id vitium est: hic vivimus ambitiosa

paupertate omnes, quid te moror? omnia Romae

cum pretio (182-4)39.

Hasta el saludo del amigo hay que pagarlo. Los clientes ven la casa llena, pueden tomar los pasteles, pero han de pagarlos, y contribuir al salario de refinados esclavos (185-89).

Vuelve el tema de la inseguridad: en Roma –lo que en provincias no acaece– puede suceder en cualquier momento la ruina de tu casa: un derrumbamiento, un incendio, que comienza por arriba y llega hasta el primer piso, o al contrario. Cuando el administrador ha tapado, de cualquier manera, una antigua resquebrajadura, ya dice que puedes dormir tranquilo (190-202). Y si la ruina ocurre a un pobre, que nada tenía, pero tenía esa nada, nadie le ayuda a reponerlo; si, en cambio, por ventura le acontece un incendio al rico, todos se apresuran a ofrecerle regalos, de modo que a la postre posee más que perdió, y ya podrían entrar sospechas, si no fue él mismo el autor de la quema (203-222). En algunas provincias se puede poseer una casa, por lo que cuesta en Roma alquilar un agujero durante un año. Vive en el trabajo del campo, regando las plantas, amante de la azada, y obteniendo frutos para abundantes cenas; en cualquier lugar es gran cosa ser dueño de algo:

Est aliquid, quocumque loco, quocumque recessu,

unius sese dominum fecisse lacertae (230-231)40.

En Roma la alimentación es mala, y el sueño difícil, por el estruendo de los carruajes y de las multitudes noctívagas. De ahí vienen muchas enfermedades (232-238). El rico es conducido en su litera, y dentro de ella, lee, escribe o duerme, y llega antes que el pobre peatón, que es oprimido, empujado, golpeado con la viga de uno, con el codo de otro, con el clavo del de más allá; ha de sufrir pisotones y llenarse de barro (239-249). Se produce un revuelo enorme con motivo de recibir la espórtula; los criados, dentro, se azacanean; fuera, los clientes van apresurados entre los apretones de las gentes; un carromato con un pino o abeto, amenaza, y si los bloques de mármol se derrumban sobre la multitud ¿qué quedará de los destrozados cuerpos? (250-267).

Otros peligros nocturnos: las tejas que caen de los techos, las vasijas rotas que arrojan desde las ventanas, muchas abiertas al acecho; ya puede uno desear que se contenten con verter agua sobre él. Se debe salir con el testamento hecho. Puede haber pésimos y peligrosos encuentros con algún rico que, al verte indigente, se cree con derecho a injuriarte y a golpearte incluso: y al pobre sólo le queda la libertad de aguantar y suplicar que le dejen volverse con los dientes que le quedan (268-301).

Y luego aún quedan los robos en las casas, el asesino que cae de súbito sobre tí puñal en mano. Toda Roma está fabricando instrumentos para sujetarlos, y la confección de cadenas hace temer que falten arados (302-15).

Esta es la marcha y estos son los temas de la sátira III; voy a pasar a realizar una labor pareja con la IV y con la V, y luego estudiaré, procurando una visión de conjunto, todo el libro primero.

SÁTIRA IV

Crispino es rico, muy rico, pero adúltero, afeminado y sacrílego, pues hace poco yació con una sacerdotisa de Vesta. Si otro fuera culpable deberían llevarle ante el juez de las costumbres; pero para Crispino todo esto es lo más natural (1-14). Compró un salmonete carísimo, no para obtener la herencia de un viejo sin hijos; ni para regalarlo a una encopetada amiga, sino por mero gusto propio (15-33).

Aquí cuenta la larga historia, que llena la sátira, del pez presentado al Emperador; voy recogiendo las alusiones más significativas a las costumbres.

Todo pertenece al fisco, todo lo que vale algo; los inspectores están alerta para descubrir cualquier hallazgo (45-56). Alusión a la adoración de Vesta (61). Poder de la adulación: palabras del pescador al sumo pontífice (Domiciano) al entregarle el rodaballo, y reacción de Domiciano: conclusión de Juvenal, de validez universal:

Nihil est quod credere de se

non possit cum laudatur dis aequa potestas (70-71)41.

Alusión al genio (66). Imposibilidad de prestar buen consejo al emperador (84-5). Absurdo de la reunión de los nobles, para estudiar el problema que plantea el rodaballo con su tamaño: no cabe en ninguna fuente de las sólitas. Crispo, anciano, es honrado y capaz de acertado consejo, pero no se atreve a desafíar a la muerte; igualmente Acilio, y el joven que le acompaña fue muerto por la crueldad del César. La pintura de los próceres es concisa y muy expresiva: Rubrio, culpable de una ofensa antigua, inconfesable, pero más desvergonzado que un pederasta que se mete a satírico. Sin embargo, entra intranquilo. Monta no tripudo; Crispino perfumado. Pompeyo, delator muy temible, Fusco, que vive en su quinta de mármol, ensayándose para la guerra; Catulo, el asesino, enardecido por el amor de una joven que desconoce, monstruo insensato, ciego y despiadado, digno de mendigar (75-129).

La escena: adulación. Catulo se admira del pez, y vuelto a la izquierda, habla de la guerra, de los cilicios, de los niños arrebatados hasta el velarium. Veyento ve un presagio de inmensa grandeza imperial. Montano dice que no debe despedazarse, sino hacer al punto una cazuela en que pueda servirse, y que en adelante, el emperador debe transportar consigo sus cocinas. Montano era muy entendido: distinguía, a la primera, el origen de las ostras o del erizo de mar. Aceptado el consejo, son despedidos los patricios. Así acaba la escena (119-145).

Así, para esta nadería son convocados y consultados los nobles –por otra parte odiados (73)– como si se tratase de urgentes negocios. Y ¡ojalá hubiese empleado su tiempo el emperador en tales necedades! Porque arrebató a Roma vidas ilustres y famosas, impunemente, sin que hallase vengador alguno. Al fin se enajenó la plebe, y esto le perdió, a él que chorreaba la sangre de los Lamias (146-154).

Día 9 de julio de 1967
SÁTIRA V

Escribo después del desayuno, con la perspectiva de una posible libertad de 90 minutos. Meramente posible, pues, muy fácilmente, puede presentarse cualquiera de los ejercitantes.

Estos días he ocupado el tiempo, sobre todo, en traducir la sátira sexta y en estudiar –no mucho en verdad– la prosodia latina. Espero poder salir de aquí, con una base suficiente que luego ha de perfeccionar el ejercicio.

La suciedad de la habitación, el mal estado de los enseres, me han sugerido, más vigorosamente que de ordinario, un pensamiento muchas veces aparecido en mi horizonte mental. Extravagante idea, ciertamente, para ser expresada actualmente. Concepto que el hombre, temporalmente aficionado a la limpieza material, no puede emitir, porque naturalmente le repugna; y que el más desapasionado de tales filigranas oculta vergonzosamente, pues lo estima un defecto. Voy a ensayar a expresarlo, antes de atacar la sátira 5ª.

Creo que, por influjo de los estudios médicos, y la consiguiente estima de la higiene, la limpieza material ha ganado terreno en el ánimo de los hombres civilizados. Pero ¿habría que decir: de los hombres cultos? Yo pienso que no. Toda época de decadencia ha observado escrupulosamente, por lo que puedo saber, estos refinamientos de la limpieza. Hay una cierta atracción de las cosas limpias, puras, que, probablemente, sufre casi toda persona normal; pero el genuinamente cultivado tiene conciencia de su limitación, y lleva el ansia de pureza a otros terrenos, contentándose con un mínimo de orden y una eliminación de la porquería, que, para las gentes ordinarias, es decir, vulgares, es ya sin más, declarada suciedad. Los santos no se han cuidado escesivamente de estas cosas; es verdad que los autores modernos procuran excusarlos como pueden, por los influjos de las incultas épocas en que vivieron, y se esfuerzan en resaltar esa tendencia real, pero tenue, que todos poseyeron. Pero no creo que sea esta la postura precisa. Más bien habría que decir que ellos obraron bien, y son los modernos quienes se equivocan. En uno de sus libros, Marañón apunta que quizás no andaban muy descaminados los reyes castellanos medievales, cuando prohibían los baños a sus guerreros. Quizás, como ellos pensaban, la frecuencia de los baños les hubiera afeminado. De hecho, toda época refinada en la atención a la exquisitez material produce, insoslayablemente, un acrecentamiento de la sodomía. Eras de profunda sensibilidad interior han sido plenamente insensibles a la suciedad física. Por ejemplo sirva la corte de Luis XIV, con Racine, Corneille y Molière, y una notable ausencia de sentido del baño. Se dice, como un elogio, que una casa parece una tacita de plata, pero la cabeza de la dueña suele parecer una jaula de grillos. Se alaba a quien no puede pensar en una habitación sucia, en una mesa polvorienta o manchada; pero eso no significa sino un vergonzoso dominio de lo sensible sobre lo espiritual, de la carne sobre el espíritu. Se responderá que la limpieza cuesta poco tiempo y que, actualmente, existen aparatos que solucionan el problema con pocos momentos y escaso esfuerzo; pero los aparatos se multiplican, y el hombre tiene que emplearse en producirlos, y luego en trabajos vulgares, que son naturalmente los mejor retribuídos, para poder comprarlos. La exigencia crece, y al paso aumenta la cantidad de tiempo empleado en bagatelas. La noble faena de pensar queda desamparada; el hombre medio vive esclavo de los sentidos, y la exaltación de los detergentes, y los instrumentos electrodomésticos, contribuye a ahogarlo completamente en la corriente de memez circundante. Las olas de esta corriente bañan al pobre diablo en la televisión, en el cine, en los periódicos... La rechoncha figura de Sancho, se ofrece naturalmente puerca, y Cervantes no economiza las muestras; pero ¿se piensa que la insigne persona de D. Quijote, alentado de esfuerzo y vestido de ensueño, tuviera mucho más inmaculadas sus ropas, impoluto su cuerpo? Claro, todo hombre tiende hacia unas ciertas abluciones, hacia la sensación pacificadora del agua clara, pero el varón no puede estar pendiente de eso; lo emplea cuando lo encuentra como una satisfacción más, pero no vive de eso. Sacrificar un libro por tener ropa limpia es, a mi juicio, un pecado contra el espíritu. Hay momentos para ello, en los cuales la mente trabaja sola, sin preocupación por lo que hace, alentando en los intereses cogitativos que acaba de dejar por unos instantes.

Se ve como una necesidad, una señal del progreso, que todas las casas modernas posean una ducha; pero la verdad es que ello ha ido unido, inexorablemente, a otra realidad, y es que las casas modernas son verdaderos cuchitriles para el espíritu. El pobre Leclercq, que es una mente no mal dotada, pero alelada por el ambiente, indicaba como un signo de los tiempos, que había que aprovechar, y que nos enviaba a no sé qué avances mentales, la construcción de los hogares hodiernos. En verdad, lo único que revelan es la ya estigmatizada sandez de la cabeza humana en nuestro tiempo. La incapacidad de diálogo familiar, y las horas de dura labor fuera de casa, para ganar dinero suficiente que ahorre horas de trabajo dentro. La diferencia es que la labor interior contribuye a la unión de la familia, y que una casa espaciosa es estrictamente necesaria, para una faena ideológica seria. No la limpieza, sino la soledad; y ambas cosas son de muy improbable conciliación, para el término medio humano. El individuo civilizado opta por la pureza material que se ve, porque el civilizado es, necesariamente, inculto. El hombre cultivado exige un apartamiento de ciertas impurezas extremas, y se entrega a sus goces interiores, y a la comunicación personal de tales alegrías.

Yo estimo, de forzosidad perentoria, una revalorización de la primacía de lo espiritual en todos sus aspectos; pero ello exige de los espirituales una bravura que raya en el heroísmo. Una exégesis de lugares comunes, como la de León Bloy, sería de extremo interés, pero desventuradamente, sería también de absoluta inutilidad.

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