El hechizo de la misericordia

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El hechizo de la misericordia
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El hechizo de la misericordia

© Fundación José Rivera (www.jose-rivera.org)

© Ediciones Trébedes, 2018. Rda. Buenavista 24, bloque 6, 3º D. 45005, Toledo.

Portada: Ediciones Trébedes

Nihil obstat. Censor: Alfonso Fernández Benito.

Imprimatur.  Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo de Toledo, Primado de España. Toledo, 25 de marzo de 2018.

www.edicionestrebedes.com

info@edicionestrebedes.com

ISBN: 978-84-945948-6-1

ISBN del libro impreso: 978-84-945948-5-4

Edita: Ediciones Trébedes

Estos artículos han sido registrados como Propiedad Intelectual de sus autores, que autorizan la libre reproducción total o parcial de los textos, según la ley, siempre que se cite la fuente y se respete el contexto en que han sido publicados.

José Rivera Ramírez

El Hechizo de la misericordia

Predicaciones sobre la misericordia

Ediciones Trébedes


Introducción

“¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de conocimiento el de Dios!” (Rm 11,33)

La ocasión vino con el año santo de la misericordia. Extraer y poner al alcance de todos algún filón del rico tesoro de don José Rivera sobre la misericordia. El objetivo de estas palabras es sencillamente el de ayudarnos a entrar en la vivencia que tuvo don José de la misericordia como participación en la misericordia de Dios Padre1; ciñéndonos particularmente a su predicación. Lo que hemos hecho ha sido escuchar las grabaciones que se conservan de sus predicaciones, dedicadas a la misericordia, ya sea en alguna meditación de retiros, ejercicios u homilías, tanto a religiosas como a seglares o sacerdotes, y transcribirlas, aportando una sencilla subdivisión de cada meditación en una serie de apartados que faciliten su lectura y añadiendo una breve nota al inicio como presentación2.

Hay una frase de la Escritura, del apóstol san Pablo, que nos sitúa en la perspectiva adecuada, que nos centra la mirada al tratar este tema: “¡Qué abismo de generosidad (misericordia3), de sabiduría y de conocimiento el de Dios!” (Rm 11,33). Efectivamente, don José, nos da testimonio de vivir a partir de la fuente que es la misericordia divina, un verdadero abismo, que le hechizaba, pues vivía inmerso en ese inmenso derroche de amor del Padre. En verdad, la vida es cuestión de amor y el amor es cuestión de fuente. No se domina el amor con métodos, con ensayos o entrenamientos, como si se tratara de un deporte; porque es experiencia de participación (“como el Padre”, Jn 15,9).

Al leer y escuchar a Rivera uno se va dando cuenta de que hay al menos dos claves que siempre, o casi siempre, están presentes en sus charlas, a modo de sencilla estructura sobre las que se apoyan la mayor parte de sus consideraciones. En primer lugar, gracias a la centralidad de la Encarnación, las realidades sobrenaturales son al mismo tiempo misterios y dones; esto es, algo que nos excede y desborda por todos lados, pero que nos es ofrecido como un don. Inabarcable, pero a la vez concreto, palpable y desafiante, tanto en la vida ordinaria como en las enseñanzas de don José. En segundo lugar, de una u otra forma siempre aparecen las notas específicas de la revelación neotestamentaria: novedad- radicalidad-totalidad-alegría. ¡Cuántas veces le oímos hablar de ellas!

Lo propio de Jesucristo en su vida y enseñanza está marcado por la novedad: respetando una cierta continuidad con lo creado, en la historia, irrumpe con algo absolutamente nuevo. De hecho, hay dos realidades en las que se pone de manifiesto esta novedad: «que Cristo es el Hijo de Dios (por eso se rasga las vestiduras el sumo sacerdote), ¡eso es muy fuerte!; y que Dios es misericordioso, que el modo de amar Dios –misericordiosamente– como lo expresa Jesucristo, nadie se lo podía imaginar», ni los ángeles podían soñar un amor tan grande. Y esto desde una raíz –la radicalidad– que es nuestro arraigo o injerto en Cristo y por Él en la Trinidad; como un amor que tiende a la totalidad: lo llena todo, lo invade todo, lo transforma todo, lo vence todo (omnia vincit amor); que tiene como fruto, la alegría, profunda y serena de este don y misterio.

Más aún, uno se va dando cuenta de que las grandes verdades reveladas en la Biblia, transmitidas en la Tradición viva de la Iglesia y en su Magisterio sobre la misericordia, ciertamente están presentes en don José, pero asumidas en una profunda síntesis personal y acogidas con tal fortaleza que las vive y predica como sometidas al ímpetu de un huracán que apunta siempre “hasta el extremo” (Jn 13,1). Es verdadera y creativa fidelidad.

De hecho, quienes mejor nos pueden enseñar en qué consiste la realidad de esta participación en la misericordia de Dios Padre son los que la han vivido, los santos; al tiempo que interceden por nosotros para ayudarnos a vivirla. ¿Quieres saber en qué consiste la misericordia? Mira a un santo. Cualquiera de ellos (desde María Magdalena o Dimas hasta Teresa de Calcuta o Maximiliano Mª Kolbe, etc., etc.) nos muestra con su vida en qué consiste la misericordia en cuanto participación en la misericordia de Dios Padre. Y en este contexto podríamos preguntarnos si acaso no será también el Venerable José Rivera parte de este «lugar teológico» donde seguir recibiendo los modos divinos de amar misericordiosamente.

Ahora bien, ¿cómo es este «ser misericordioso como el Padre» según don José Rivera? Unos ejes para orientarnos en estas charlas: primero, la misericordia divina que «hechiza» a don José (se refiere a la novedad y radicalidad); segundo, la esencia de la entrañable misericordia de nuestro Dios (la totalidad); tercero, felicidad y misericordia (la alegría). Como muchas de estas charlas fueron pronunciadas en Cuaresma, también podemos relacionar con la oración, con el ayuno y con la limosna.

La misericordia del Padre no es para él una teoría, ni una idea hermosa, ni siquiera una expresión atractiva sin más, sino la vivencia que experimenta del Amor del Padre, del amor en su fuente: «Mi debilidad no me asusta porque me hechiza su misericordia»; «el estilo de Dios es permitir miserias para manifestar misericordias». Así me lo imagino, sumergido en este abismo de generosidad, es decir, de misericordia; y al mismo tiempo de sabiduría y de conocimiento, ¡el de Dios! (cf. Rm 11,33): sobrecogido, encandilado y hechizado por esta realidad «enorme» (fuera de toda norma), recibiendo y participando de ella. Vive clavado, envuelto y transformado en este abismo infinito de la misericordia divina.

En contraste con un mundo que se «des-vive» porque se «endurece» de corazón (la esclerocardía a la que se refiere Cristo en Mt 19,8), tanto por escasez de misericordia, como por confusión de lo que es verdadera misericordia (capaz de perdonar el pecado, pero no de hacer compatible lo que de suyo es incompatible). De hecho, es muy llamativa la contradicción que en este punto solemos vivir: por un lado, nuestro mundo es refractario a todo lo que parezca una presentación enérgica, fuerte y, en ese sentido, aparentemente «dura» de lo cristiano; pero, por otra, parece que cada vez estuviéramos más «endurecidos» de corazón y no sólo de cerviz. Don José, más bien, dada la conciencia del mal del mundo, se coloca “en la brecha” (Sal 106,23): ante Dios, por todos (en lugar de, a favor de); y, comparando el abismo que contempla –el de la misericordia de Dios– con las expresiones deformes de lo que se suele entender por misericordia, esto le mueve a estudiar y profundizar particularmente en esta realidad. “¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y conocimiento, el de Dios!” (Rm 11,33), es decir, en lo que se refiere a Dios, cuanta más generosidad y misericordia, más sabiduría y conocimiento; no hay que poner entre paréntesis el conocimiento para ser más generosos o para tener más misericordia. En don José, precisamente su conocimiento de Dios, por contemplación y estudio muy serio, le hizo abismal en su misericordia, «como» el Padre.

El Evangelio rezuma sabiduría en forma de paradoja4: Que Dios sea más humano de lo que creemos, ya es asombroso; pero que nosotros seamos más divinos de lo que pensamos, es algo que nos parece demasiado bonito para ser verdad, ¿cómo nos iba a amar Dios tanto como para querer hacernos partícipes de su misma naturaleza (cf. 2Pe 1,4)? ¡Qué abismo de generosidad! La novedad de Cristo siempre nos rompe esquemas; y así, cuanto más nos dejamos mover por el Espíritu de Dios, que es un “espíritu de energía y de fortaleza” (2Tim 1,7) más profundo y sorprendentemente «tierno» se vuelve nuestro corazón; o, de otro modo, cuánto más blandengue parece nuestro mundo, más se globaliza la indiferencia y sufre sus consecuencias. Decía él que «si un médico pincha a alguien en el pie lo hace para ver si tiene sensibilidad, si no se ha esclerotizado». Lo mismo que para la salud del cuerpo vale para el espíritu, y para la Iglesia en cuanto Cuerpo Místico: ¿Cómo revitalizar miembros anquilosados por falta de la verdadera misericordia? Conocer y dar a conocer, recibir y transmitir esta “entrañable misericordia de nuestro Dios” (Lc 1,78), ciertamente, le tenía hechizado.

Misericordia, dice Rivera, «es una manera de amar, la propia de un corazón (cor) que carga con o se hace cargo de la miseria (miser) de aquel a quien ama». Como Dios ama a todos, carga con la miseria de todos y cada uno; y, por tanto, se inclina, se vuelca, con firmeza viril y entrañas maternas, sobre toda miseria. «¡Y se complace en ello!» Dios no tiene que hacer una especie de esfuerzo para cargarse de nuestras miserias, o para perdonar. Nosotros, en cambio, solemos decir: “¡cómo me lo vuelvas a hacer, te vas a enterar!”, mientras que Cristo lo que nos dice es: “vete y no peque más” (Jn 8,11); es decir, derrocha misericordia complaciéndose en ello.

 

San Bernardo decía que “causa diligendi Deum, Deus est; modo, sine modo diligere”5 (la causa de amar a Dios, Dios mismo es; el modo, sin medida). Por eso, no hay manera de dominar o domesticar a Dios, ya que es semper maior; y por eso, siempre nuevo y sorprendente. El pueblo de Israel tendía a hacerse una imagen de Dios, un dios domesticable, llegó a fabricar –con la generosidad de todos– un becerro de oro, pero Moisés lo hizo polvo y se lo hizo tragar al pueblo disuelto en agua (cf. Éx 32,20). De alguna manera, fue ya un primer cáliz, el de beberse la idolatría, porque en sus moldes no cabe el Dios vivo y verdadero, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. Porque deformaba la verdad de la misericordia de Dios.

Don José vive en la misericordia de Dios, vive realmente de ella, y la recibe en actitud contemplativa. Sí, sin contemplación no hay participación. Como de la misericordia va a tratar en muchas charlas de Cuaresma, el nexo misericordia-oración, así como misericordia-ayuno/limosna, lo va a encontrar servido en la Liturgia, desde donde afrontará la predicación, el trato personal propio de la actividad pastoral.

Una imagen tomada del Nuevo Testamento, en concreto del Benedictus, nos ayuda a entenderlo mejor: “por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará el Sol que nace de lo alto” (Lc 1,78). Contemplar el sol es ya dejarse iluminar y tostar por él; contemplar a Dios es dejarse comunicar su amor. ¿Cómo si no entender lo que nos dice Cristo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos (…) Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,44-45.48)? Nosotros, si pudiéramos controlar el sol, seleccionaríamos a quiénes darles calor y a quiénes no. Por el pecado original tendemos a estrechar el amor (a este sí, a estos no…): «¿cómo voy a querer a esta gente, con lo que me han hecho? Estoy justificado porque llevo razón, es que…». Es que no les miro aún desde Dios. Pues la razón de la razón es el amor, sin medida. El logos y el ágape. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no dejan de darse, devolverse y recibirse el uno al otro eternamente. Ése es el abismo de generosidad. Don José no lo deja de contemplar, vive ahí. Lo dice muchas veces: «vivo en la generación eterna del Verbo», de donde arrancan todas las virtudes. Es más, la virtud que no arranca de aquí no puede pretender esta universalidad e intensidad sin excepciones, propias de Dios. Porque le faltaría fuerza. Depende de la fuerza del principio, que es la generación eterna del Verbo. Si quieres alcanzar tu fin has de vivir conforme a tu principio.

Si nos deja boquiabiertos ver cómo una madre quiere a su bebé, ¿cómo nos dejaría ver cómo el Padre está eternamente amando a su Hijo, dándose a Él, y el Hijo al Padre, en el Espíritu Santo? ¡Un abismo de generosidad! Nuestras reacciones carnales suelen ser: «es que no puedo perdonar», «setenta veces siete, me parece injusto», «es muy difícil, es imposible», etc. Claro, sin la Trinidad es imposible. Así es Dios con nosotros. Y cuánta falta nos hace contemplarlo. Cómo admiraba lo que había experimentado Santa Teresa de Jesús: “Con regalos castigabais mis delitos”6. Solo por participación en la misericordia del Padre somos capacitados para esta irradiación perfecta del amor: universal en cuanto a la extensión, extrema en cuanto a la intensidad. Ahí nos jugamos nuestro ser y vivir como hijos de Dios. Aunque sea un poco largo, merece la pena que leamos este texto de sus diarios:

“La fórmula de la absolución actual: Dios todopoderoso…: acción del Padre: todopoderoso, creador, misericordioso: su amor se vuelca sobre los inferiores, en cuanto creaturas, en cuanto pecadores. Con todo el interés –el amor– que se ha manifestado en la entrega de su Hijo al mundo. Y a mí me alcanza de lleno ese amor por hijo concreto, personal, individual, y por apóstol, por hombre, de cuya correspondencia, de cuya fidelidad a la gracia depende, de hecho, la salvación y santificación de muchísimos otros. Innegable la alteza a que me llama. No pone deseos que no quiera satisfacer. (…) Buena experiencia tengo acumulada de que el soplo del Espíritu arrebata de mi horizonte cualquier nube de deseos y pensamientos, sin esfuerzo ni dolor por mi parte, siempre que quiere hacerlo. Confianza. Porque lo que me ofrece este Padre omnipotente es su vida, su propia vida divina como perdón, es decir, como don reiterado. Los pecados pretéritos han ido construyendo en mí un vacío de energías, que debería haber recibido al acoger sucesivamente durante años y años las comunicaciones vitales ofrecidas; y han ido levantando hábitos, maneras naturales pecaminosas, que obstaculizan el ejercicio de la vida, que de todas maneras poseo. Pues bien, el perdón del Padre creador, omnipotente, consiste en crear ahora la gracia antes brindada y no admitida. Y a la par, en destruir esas edificaciones de apegos, levantadas trabajosamente por mí en tantos años. Cuanto más dispuesto acuda al confesionario, más pronto realizará el Padre su amorosa tarea. Notar que este perdón, por venir de Dios, «rico en misericordia», es decir, infinitamente misericordioso, se abate sobre «todos mis pecados», que no hay rincón de mi espíritu, de mi cuerpo, donde pueda quedar construcción alguna perniciosa; que no hay vacío que no alcance su obra plenificadora. Sí, muy enfermo, pero ante un médico omnisciente y todopoderoso.

Y la intervención de Cristo, del Esposo. Notar en mí mismo esta facilidad no ya para perdonar, sino para no pensar que perdono si alguien me ha dañado en algo. Notar mi estupefacción cuando ciertas personas me han pedido perdón algunas veces. Pues en realidad, yo no me siento ni siquiera devolviendo, puesto que mi amor ha quedado ofrecido, ellas no lo han acogido, ciertamente, pero yo no lo he retirado de su contorno. Permanece junto a ellas, como ofrenda que las penetrará en cuanto levanten la actitud obstructora… Y Él, el que me ama hasta la muerte, ¿cómo habría retirado su amor de mí?”7.

Que Dios “ve porque ama y ama a pesar de lo que ve”8, es una realidad sublime, fuente de verdadera vitalidad para el ser humano; y esto, a don José le venía al pelo. Cuanto peor fueran las circunstancias, como no deja de contemplar la intención y poder de la Trinidad, más ama, a pesar de lo que ve. Por tanto, no se trata de ser misericordiosos como a nosotros nos gusta, o como al mundo le gusta, o como al destinatario le gusta, sino como la fuente de misericordia es; y entonces, de lo que se trata es de arrimarse. ¡Arrímate! ¡Júntate a la fuente!, que te irá llenando, te contagiará. ¡Ponte bajo el sol! No cuesta tanto. ¿Cómo va a ser tan complicado esto de ser cristiano? ¡Es un gozo recibir! El gozo de dejarte envolver, inundar y transformar por la misericordia de Dios. Quienes así lo han vivido nos muestran que el sujeto agente de la santidad es la misericordia: «Si llego a santo, ¡qué ejemplo de la misericordia de Dios!».

Esta misericordia divina, y no una caricatura de ella, contemplada así, nutre la esperanza. De hecho, el que ora crece en esperanza, ve toda situación como realmente superable, “contra toda esperanza” (Rm 4,18); y “quien ora no pierde nunca la esperanza”9. Sin esperanza uno dice «¿para qué voy a rezar?». Es la única condición para recibir las maravillas de Dios:

“Las maravillas divinas no solamente no se desvanecen, sino que se multiplican. Mas la condición única, real, es la esperanza. La contemplación incesante, (…) nos arrebata hacia el Salvador que las realiza, y nutre la esperanza, (…) Pero apenas las contemplamos… Las empresas suyas… (…) La esperanza es ya maravilla en sí misma. (…) Cada persona es apenas lo bastante para fundamentar esperanza. Y por ello, resplandece de la hermosura misma de la esperanza, del amor divino que obra ya secretamente. Y que a nosotros nos ha sido dado adivinar, vislumbrar, y por ello gozar”10.

Es muy significativo lo que dice en uno de sus poemas: “Sálvalos tú solo, Señor, yo soy malo y los condeno”:

Señor, que los amas tanto

que has muerto en la cruz por ellos.

Sálvalos, Señor, Tú solo,

¡yo soy malo y los condeno!

No me pidas que te ayude,

que están mis brazos enfermos,

que está ronca mi garganta

y mis ojos están ciegos.

Que asfixian el alma mía

los ardores del infierno

de los hombres que podía

y no quise alzar al cielo.

Sálvalos entre tus brazos

fuertes de amoroso celo;

no cargues sobre mis hombros

de su dicha eterna el peso.

Sálvalos solo, que yo,

soy débil y me doblego11.

Desde esta luz enfoca la experiencia del propio límite, de la finitud, e incluso del pecado, que la solemos gestionar no desde un enfoque verdaderamente cristiano; pues si “Dios elige lo que no cuenta”12 (1Co 1,28), «¿por qué nos extrañamos de que nos haya elegido a nosotros? ¿por qué nos molesta que realmente no contemos?», decía él con frecuencia. Y en otras ocasiones: «Que a uno le moleste ser indigente es absurdo. El niño cuando no se deja ayudar es precisamente cuando va a hacer una travesura»13.

Frente a tantas críticas y prejuicios, qué bien vivía la expresión del Salmo: “pero yo confío en el Señor; tu misericordia sea mi gozo y mi alegría” (Sal 30,7-8). Y decía: «Que no me quieren, pues me da pena; pero no por mí, sino porque deberían quererme y, sobre todo, porque pudieran estar ofendiendo a Dios. A mí, el amor de Cristo me basta y me sobra, para dar y regalar». Tener prejuicios es como tener piojos, luego hay que «desprejuiciarse»… y ¡con la de cosas que hay que hacer!… Lo nuestro es “ser testigo, no más, de la ternura de Cristo”14, ser misericordioso como el Padre15.

Alejandro Holgado

1. Misericordia: Oración, limosna y ayuno

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Se trata de una meditación de un retiro de Cuaresma a sacerdotes, en marzo de 1988 [32-B]16. En esta charla, Rivera, nos ofrece unas claves y pautas de examen para ayudar a los sacerdotes a prepararse para vivir bien la Cuaresma, pues ellos son “cuaresmeros”, han de servir a los fieles el acceso a la intensificación de gracia propia de ese tiempo santo. La misericordia aparece como realidad fundamental en la vida cristiana (cf. 1Jn 4,16), a partir de la Bienaventuranza de los misericordiosos (cf. Mt 5,7), que se comunica y vive en las grandes actitudes a cuidar especialmente en la Cuaresma: la oración, la limosna y el ayuno, como se muestra en el Evangelio del mismo Miércoles de Ceniza (cf. Mt 6,1-18) y en la vida de los santos.

Concretando brevemente las actitudes de humildad y de esperanza, y contando con la contrición, contemplemos estas tres expresiones, que vamos a predicar esta Cuaresma abundantemente. Nos puede llevar a hacer un poco de examen: Examen del amor de Dios a nosotros y del amor nuestro a Dios.

Estas expresiones son: la oración, la limosna y el ayuno. Naturalmente, de lo que se trata es de recibir la misericordia de Dios. La recibimos no sólo cuando nosotros nos damos cuenta, cuando estamos en oración refleja, explícita, sino siempre que estamos en oración, aunque ni siquiera nos demos cuenta de que lo estamos, pero estamos atentos, conscientes de esta misericordia del Señor que viene sobre nosotros.