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El fin del siglo XIX y los comienzos del siglo XX
El Caribe, frontera imperial a fines del siglo XIX
El Caribe fue, casi desde el Descubrimiento, escenario de confrontaciones imperiales. El control de los espacios geográficos formaba (y forma) parte, junto con la población, de la concepción global del poderío. Desde fines del siglo XV hasta fines del siglo XX (a comienzos del siglo XXI quizá tal concepción exigiría precisiones adicionales) la consolidación del dominio geográfico estuvo en función de la potencia política, económica y militar. Ello presentaba un talón de Aquiles: la necesidad de una presencia poblacional estable y creciente y de una correlativa capacidad militar defensiva y ofensiva. Se consideraba que sin tal presencia y sin tal capacidad el imperium no sería real, sino solo aparente, o estaría condenado a ser efímero.
Así, no resulta una simplificación deformadora de la realidad histórica señalar que de la presencia trisecular de España en América solo el siglo XVI se vio tipificado por su hegemonía indiscutida e indiscutible en el mar Caribe, en el mar de las Antillas (cfr. Parry, 1980, vol. III, p. 384). El siglo XVII mostró el reflejo caribeño del declive hispánico en el orden eurocéntrico; y el siglo XVIII, además de ser el siglo que exhibió la madurez institucional en el trasplante americano del viejo orden jurídico-político castellano-leonés, resultó también, sin duda, el marco temporal de una confrontación.6 Tal confrontación puso en evidencia diferentes matrices culturales según las metrópolis rectoras, y aún siendo equilibrada, reflejó en su momento, en la realidad insular caribeña, los avances y las necesidades, los logros y las crisis, las novedades y los interrogantes del mundo europeo.
Durante tres siglos, pues, la percepción prevaleciente del Caribe fue la de las potencias europeas. Algunas de ellas buscaban en la subregión consolidar y aumentar su poder en términos globales; otras, sin pretender primariamente tal cosa, querían, sobre todo, dañar al adversario principal, que era (para todos los demás) España. Unos y otros pensaron siempre en actuar al menor costo y con el mayor provecho (cfr. Parry, 1980).
En el siglo XIX, la complejidad en la percepción del Caribe aumentó. Además de los factores preexistentes, apareció, por primera vez, la incidencia regional de concepciones estratégicas de poderes emergentes de carácter continental. En el proceso de la emancipación hispanoamericana la visión estratégica de mayor relieve fue la de Bolívar. El fracaso del Congreso Anfictiónico de Panamá (1826) mostró la quiebra histórica de una visión estratégica de globalidad política, que suponía la unidad operativa conjunta de la América antes española. Mostrado como imposible el sueño de Bolívar, quedó como único poder emergente hemisférico, de influencia y capacidad de negociación continental y extracontinental, la expresión histórica de la primera de las revoluciones de la modernidad: los Estados Unidos de Norteamérica. A lo largo del siglo XIX y durante el primer tercio del siglo XX su visión geopolítica y su línea estratégica, tanto en el orden político como en el militar (respecto de toda América Latina, pero singular-mente respecto del Caribe y la América Central), aparecieron caracterizados por dos notas de larga resonancia pasional en el imaginario colectivo de nuestros pueblos mestizos: el racismo y el antihispanismo.7
La afirmación precedente no es una simplificación. De Thomas Jefferson (1743-1826) a Theodore Roosevelt (1858-1919) la continuidad de la política de los Estados Unidos hacia el Caribe —más allá de lo que formalmente señalara la Doctrina Monroe— vino dada por el debilitamiento (primero) y la eliminación (después) de la presencia de España en el área. La Doctrina Monroe no sirvió (ni interesó, en realidad) contra el Reino Unido, Francia, Holanda y Dinamarca. Más allá de la retórica, fue, históricamente, un instrumento contra España y el mundo hispanoamericano. Vistos los resultados, no es una exageración decir que fue una doctrina diseñada por John Quincy Adams (1767-1848), para frenar el sueño de Bolívar. Además, el Destino Manifiesto8 y su plasmación político-diplomática en el llamado corolario de Roosevelt justificaron la injerencia estadounidense en América Latina. El Caribe latino, tanto insular como continental, no fue una excepción.
Así, la presencia de las antiguas metrópolis coloniales europeas en el Caribe resultó no superada sino complementada, desde fines del siglo XIX, por la presencia estadounidense. Ella sustituyó, con una agresiva dinámica políticomilitar, el ya gastado papel de España. Sin exageración, desde comienzos del siglo XX, los Estados Unidos pudieron hablar del Caribe como mare nostrum.
Hacia la hegemonía de los Estados Unidos
La segunda mitad del siglo XIX se caracteriza por el creciente papel protagónico, hasta adquirir el rango de factor hegemónico en áreas como el Caribe y América Central, por parte de los Estados Unidos.
Se ha llegado a decir que, cuando en la década de 1940 las fronteras entre los Estados Unidos y México quedaron fijadas y la nación estadounidense fue adquiriendo el predominio en el Caribe, “el lago español quedó transformado en parte de las aguas costaneras de los Estados Unidos”.9
Los hechos de mayor relevancia lucen vinculados a la construcción de un canal interoceánico en la América Central y la guerra entre los Estados Unidos y España. Aunque tuviese sus propios objetivos, los Estados Unidos actuaron con planificada cooperación con el Reino Unido. Mediante mutuas concesiones aspiraban a llegar, en definitiva, a la respectiva consolidación de áreas de dominio e influencia. Esto parece estar fuera de discusión en lo relativo al canal interoceánico.10
La guerra contra España (1898) resultó el colofón de una larga definición de ambiciones imperiales estadounidenses, en el Pacífico y en el Caribe, a lo largo de todo el siglo XIX. En el Caribe, la pieza central que deslumbraba y atraía era Cuba. A Jefferson le fascinó la grandeza de la isla y su envidiable posición geoestratégica. Así, sin mayores complicaciones, pensó que Cuba debería ser parte de los Estados Unidos.11
John Quincy Adams (1767-1848), secretario de Estado de James Monroe (1758-1831) (a quien sucedería luego, como sexto presidente de los Estados Unidos), dejó expresos testimonios de que los Estados Unidos consideraban “desfavorable a los intereses de la Unión” cualquier eventual cesión de Cuba a otra potencia. Adams era abiertamente anexionista. En 1847, proclamó que “Cuba caerá en manos de los Estados Unidos como fruta madura que se desprende del árbol”. En carta al embajador estadounidense en Madrid advertía contra la posibilidad de la cesión de Cuba al Reino Unido en caso de una guerra. La relación especial de los Estados Unidos con el Reino Unido no llegaba, pues, al extremo de deponer la ambición estadounidense respecto de la isla (cfr. Chidsey, 1973, p. 10). Por su parte, James Buchanan (1791-1868), secretario de Estado del presidente James K. Polk (1795-1849), dijo al embajador en Madrid que averiguara sobre la posibilidad de compra del territorio insular cubano. Tal proposición obtuvo la siguiente respuesta de la Cancillería del Palacio Santa Cruz de Madrid: “España no es un país de mercaderes” (cfr. Chidsey, 1973 p. 11).
Uno de los más radicales imperialistas, Henry Cabot Lodge (1850-1924), sostuvo que la prioridad estratégica estadounidense estaba en el Caribe y no en el Pacífico. Dando prioridad a Cuba sobre Filipinas (y siempre con la constante de una posible entente con el Reino Unido) argumentaba en términos directos: “Nosotros debemos tomar todo el grupo en su conjunto como indemnización de guerra, y ceder todas las Islas [Filipinas] menos Luzón a Inglaterra, a cambio de Bahamas, Jamaica y las Islas Danesas [Islas Vírgenes]”.12
El Manifiesto de Ostende
En 1854, tres destacados diplomáticos estadounidenses (uno de ellos llegaría a ser presidente de la Unión) suscribieron el llamado Manifiesto de Ostende, que vino a ser como el grito de guerra de los anexionistas.13
Ese Manifiesto recogió las conclusiones de las reuniones celebradas entre James Buchanan (1791-1868) —quien luego de ser secretario de Estado llegaría a ser presidente de los Estados Unidos—, Pierre Soulé (1801-1870), entonces embajador estadounidense en Madrid y John Young Mason (1799-1859), embajador estadounidense en París. El trío se reunió del 9 al 11 de octubre de 1854 en Ostende (Bélgica), y del 11 al 15 del mismo mes y año en Aix-La-Chapelle (Prusia).
En el Manifiesto se decía que los Estados Unidos debían hacer un esfuerzo “inmediato y diligente para comprar Cuba a España”. Y si España no estaba dispuesta a venderla, se debería, entonces, tomarla por la fuerza.
Según los autores del documento, los Estados Unidos no podían detenerse ante los posibles costos materiales y las consecuencias políticas de tal acción. Porque —razonaban—
no cumpliríamos nuestro deber, ni seríamos merecedores de nuestros bizarros antepasados, traicionándonos ante la posteridad, si permitiésemos que Cuba se africanice y se convierta en un segundo Santo Domingo, con todos sus horrores para la raza blanca; y que sus llamas se extendiesen a nuestras costas vecinas, poniendo en serio peligro, o consumiendo, la blanca textura de nuestra unión. (cfr. Chidsey, 1973 pp. 13 y 138).
Estaciones carboneras y racismo
Posteriormente, el presidente Ulysses S. Grant (1822-1885), preocupado por la modernización de la Armada, ante el auge de la navegación de vapor, trató de adquirir enclaves para la instalación de estaciones carboneras que sirvieran a los buques estadounidenses. Se interesó más en Santo Domingo que en Cuba, con la pretensión de comprar derechos para tales instalaciones en la bahía de Samaná. También hizo negociaciones secretas con Dinamarca con la aspiración de comprar las islas Vírgenes, pues deseaba tener una estación carbonera en Saint Thomas.
El Congreso estadounidense rechazó ambas tentativas por criterios racistas. Consideró, en efecto, que
podía haber el riesgo de que si se tomaban Santo Domingo y las Islas Vírgenes, con poblaciones predominantemente negras, esos territorios con el tiempo se convirtieran en otros estados sureños, o en su equivalente político; y muchos senadores, como Carl Schurz (1829-1906), eran de la opinión de que con un solo Sur tenían suficiente. (cfr. Chidsey, 1973, p. 172)
La guerra buscada: el Memorandum Breckenridge
El belicismo fue una vía escogida con toda frialdad y anticipación por parte de los Estados Unidos. En la campaña para las elecciones presidenciales de 1896 en los Estados Unidos el candidato republicano, que resultaría vencedor, William McKinley (1843-1901), ofreció a los electores la anexión de Hawái, la compra de las Islas Occidentales Danesas (islas Vírgenes) y la construcción de un canal interoceánico en América Central (cfr. Schmidt-Nowara, 1998, p. 66). Ese mismo año, su predecesor, aún en el cargo, Grover Cleveland (1837-1908), justificó una posible intervención en Cuba en nombre de la “política correcta” y “el interés de las naciones”. Cleveland dijo a su sucesor McKinley (quien tomaría posesión a comienzos de 1897): “Siento profundamente, Sr. Presidente, dejarle la herencia de una guerra con España, que llegará antes de que transcurran dos años”.
La clara intención imperialista y racista de la guerra de 1898 queda en evidencia en el llamado Memorandum Breckenridge, mediante el cual el subsecretario de guerra de los Estados Unidos, Joseph Cabell Breckinridge (1842-1920), transmitía instrucciones al teniente general Nelson A. Miles (1839-1925), quien sería comandante en jefe del Ejército Americano en campaña. El Memorandum contradice, en su fondo y en su forma, la posterior Joint Resolution del Congreso estadounidense (20 de abril de 1898), por la cual los Estados Unidos, por la Enmienda Teller (llamada así por Henry Moore Teller [1830-1914], senador republicano por Colorado), se comprometían, respecto de Cuba, a renunciar “a toda intención o propósito de ejercer soberanía, jurisdicción o dominio” sobre la isla (cfr. Duarte Oropesa, 1974, vol. II, p. 19).
Merece ser citado ampliamente, sin comentario. Su texto resulta suficientemente claro. Muestra a las claras cómo la guerra estaba decidida con relativa anterioridad en las instancias políticas, económicas y militares de los Estados Unidos; cómo la expansión hacia el Caribe pretendía, para el racismo estadounidense, la obtención de espacios insulares hacia los cuales “orientar” la migración de la población de color existente en los Estados de la Unión norteña; cómo el maquiavelismo más descarado podía retóricamente hacerse coincidir con un moralismo de dudosa estirpe evangélica.
Este es su texto completo:
Departamento de Guerra
Oficina del Sub-Secretario
Washington.
Diciembre, 24 de 1897
Este Departamento, de acuerdo con los Departamentos del Comercio Exterior y de la Marina, se siente en la necesidad, para finalizar las instrucciones relativas a la organización militar de la próxima campaña en las Antillas, de formular ciertas observaciones respecto la misión política que corresponderá a Ud., como General a cargo del Comando nuestras tropas. Hasta ahora, la anexión de territorios a nuestra República ha sido de extensas, pero escasamente pobladas, regiones; y tal anexión ha sido siempre precedida por el asentamiento pacífico de nuestros inmigrantes, de modo que la absorción de la población existente ha sido simple y rápida.
Respecto a las Islas Hawaianas, el problema es más complejo y peligroso, dada la diversidad de razas y dado el hecho que los intereses japoneses allí son similares a los nuestros. Pero tomando en cuenta su pequeña población, la afluencia de nuestros inmigrantes hará esos problemas ilusorios.
El problema de las Antillas tiene dos aspectos: uno se relaciona con la isla de Cuba y el otro con Puerto Rico. Nuestras aspiraciones y políticas se diferencian en cada caso.
Puerto Rico es una isla muy fértil, ubicada estratégicamente al extremo este de las Antillas, y colocará al alcance de la nación que la posea, el control de las más importantes rutas de comunicaciones en el Golfo de México, el día que culmine (que no tardará, gracias a nosotros) la apertura que se está haciendo en el Itsmo de Darién. Debemos realizar esta adquisición y preservarla será fácil para nosotros, porque, a mi entender, ella [Puerto Rico] tiene más que ganar que perder cambiando su soberanía, puesto que su interés es más cosmopolita que peninsular.
La conquista requerirá solamente medidas relativamente suaves. Nuestra ocupación del territorio se debe realizar con extremo cuidado y respeto de todas las leyes existentes entre las naciones civilizadas y cristianas, recurriendo solamente en casos extremos al bombardeo seguro de sus plazas fuertes.
Para evitar conflicto, las tropas de desembarco se establecerán en puntos deshabitados en la costa sur. Los habitantes amantes de la paz y sus propiedades deberán ser rigurosamente respetados.
Recomiendo particularmente que usted intente ganar la simpatía de la raza de color, con un doble objetivo: en primer lugar, obtener su ayuda para el plebiscito de la anexión; y, en segundo lugar, fomentar el motivo y la meta principales de la extensión de Estados Unidos en las Antillas, cual es la búsqueda de una solución eficiente y rápida a nuestro conflicto interno de razas, un conflicto que se está extendiendo diariamente debido al crecimiento de la población negra. Dadas las ventajas bien conocidas que existen para la raza de color en las islas occidentales, no hay duda que una vez que éstas caigan en nuestras manos se verán inundadas por un desbordamiento de inmigrantes negros.
La isla de Cuba posee un territorio más grande y tiene una mayor densidad demográfica que Puerto Rico, aunque se distribuye irregularmente. Su población está compuesta de blancos, negros, de asiáticos y de la gente que es una mezcla de estas razas. Los habitantes son, por lo general, indolentes y apáticos. En cuanto a su instrucción, van de lo más refinado a lo más vulgar y despreciable. Su gente es indiferente a la religión, y la mayoría es, por lo tanto, inmoral; y tiene simultáneamente pasiones fuertes y es muy sensual. Puesto que dicha población posee sólo una noción vaga de lo correcto e incorrecto, la gente tiende a buscar placer no a través del trabajo, sino de la violencia. Como consecuencia lógica de esta carencia de moralidad, hay una gran indiferencia por la vida.
Es obvio que la anexión inmediata, en tan grandes cantidades, de estos elementos que ya ocasionan disturbio en nuestra propia Federación, sería una tremenda locura. Por ello, antes de la anexión, tenemos que limpiar el país, aunque hubiera que apelar a los mismos medios que empleó la Divina Providencia en Sodoma y Gomorra
Debemos destruir todo lo que caiga al alcance del fuego de nuestros cañones. Debemos imponer un bloqueo severo, de modo que el hambre y su compañera constante, la enfermedad, minen la población pacífica y diezmen al Ejército Cubano. El Ejército aliado debe ser empleado constantemente en acciones de reconocimiento y colocado siempre en la vanguardia. Así, el Ejército Cubano, atrapado entre dos frentes, se verá obligado, sin remedio, a emprender acciones peligrosas y desesperadas.
La base más conveniente de operaciones será la ciudad de Santiago de Cuba y la Provincia de Oriente. Desde allí será posible realizar la invasión lenta de Camagüey, ocupando lo más rápidamente posible los puertos necesarios para el refugio de nuestras escuadrillas navales en la estación ciclónica. Simultáneamente, o una vez que estos planes estén completamente realizados, se enviará un ejército grande a la Provincia de Pinar del Río, con el objetivo de culminar por tierra el bloqueo naval de La Habana y provocar su rendición. Pero su misión verdadera será evitar que el enemigo consolide su ocupación con el despliegue de sus columnas operativas interiores contra el ejército invasor del este. Dado el carácter inexpugnable de La Habana, se considera, por tanto, insustancial exponerse a pérdidas dolorosas atacando dicha plaza.
Las tropas en el oeste utilizarán los mismos métodos que en el este.
Una vez que las tropas regulares españolas sean dominadas y se hayan retirado, comenzará una fase de duración indeterminada, de pacificación parcial, en la cual debe continuarse la ocupación militar del país, usando nuestras bayonetas para asistir al gobierno independiente que se constituya, a pesar de su carácter informal, mientras que siga siendo una minoría en el país. El temor a sus enemigos, por una parte, y sus propios intereses, por la otra, obligarán a la minoría a hacerse más fuerte y balancear sus fuerzas, haciendo una minoría de los autonomistas y de los españoles que permanecen en el país.
Cuando llegue este momento, debemos crear conflictos al gobierno independiente. El gobierno deberá encontrarse ante estas dificultades, y, además, carecer de medios para resolver nuestras demandas y las acciones hechas por nosotros, justificadas por la guerra y la necesidad de organizar un país nuevo. Estas dificultades deben coincidir con el malestar y la violencia entre los elementos ya mencionados, a los cuales debemos dar nuestro respaldo.
Resumiendo, nuestra política debe siempre ser apoyar el más débil contra el más fuerte, hasta que hayamos obtenido la exterminación ambas partes, en orden a la anexión de la Perla de las Antillas.
La fecha probable de nuestra campaña será el octubre próximo [1898], pero debemos ultimar hasta los detalles más pequeños para estar listos, en caso de que nos encontremos en la necesidad de precipitar los acontecimientos para acabar el desarrollo del movimiento autonomista que podría aniquilar el movimiento separatista. Aunque la mayor parte de estas instrucciones se basa en las diversas reuniones que hemos celebrado, cualquier observación que su experiencia considere apropiada y que la acción adecuada pudiera aconsejar como corrección será bienvenida, siempre, por supuesto, dentro de las líneas convenidas y en el tiempo oportuno.
Sinceramente,
J.C. Breckenridge.
Cuando se habla, pues, de un pasado de imperialismo y de racismo, no es adjetivismo, emotividad latina. Es la dura huella de la realidad histórica.
La guerra hispano-estadounidense
Desde fines del siglo XIX, con la guerra de los Estados Unidos contra España (pérdida para España de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam), la presencia político-militar estadounidense sustituyó agresivamente el papel ya gastado de España. El año 1898 es un hito. Un hito doloroso para España y América Latina. No tanto por lo que suponía el evidente declive de la madre patria como poder colonial, sino por el poder imperial que la sustituía. Sin hipérbole, desde los comienzos del siglo XX, los Estados Unidos pueden hablar del Caribe como mare nostrum. Algún autor estadounidense ha llegado a decir que “el lago español quedó transformado en parte de las aguas costaneras de los Estados Unidos”.14
El ultimátum de los Estados Unidos en el que se exigía a España una formal renuncia de su soberanía sobre Cuba es del 20 de abril de 1898. Al no acceder España, el Congreso declaró la guerra. El presidente McKinley no se opuso.
La confrontación buscada por los Estados Unidos se decidió rápidamente en escenarios navales. La flota estadounidense había aumentado desde 1890 hasta convertirse para 1898 en la tercera del mundo (cfr. Grimberg, 1973, p. 229). La española era inferior en cantidad y calidad de unidades. Los buques americanos zarparon en dirección a Filipinas y Cuba. Las débiles unidades de la Armada española fueron hundidas en Cavite15 y Santiago de Cuba.16 En el Caribe, las fuerzas militares de los Estados Unidos, al mando del teniente general Nelson A. Miles, obtuvieron una pronta victoria. El estéril hundimiento de la Escuadra Española en Santiago de Cuba selló el destino de la guerra en Cuba. En Puerto Rico, San Juan fue bombardeado el 10 de mayo por las unidades navales al mando del almirante William Thomas Sampson (1840-1902). El general Miles desembarcó en Guánica el 25 de julio, y tomó de inmediato Ponce y otras ciudades. El 12 de agosto cesaron las hostilidades.
Así se decidió —dice Carl Grimberg— una guerra fácil, inmoral, breve y victoriosa para los Estados Unidos, y en la que muy poco lucharon sus soldados, pese a la propaganda en torno al Coronel Teodoro Roosevelt, y sus hazañas en suelo cubano, al frente de voluntarios que en su mayor parte eran rough riders o vaqueros. (Grimberg, 1973, p. 229)
Sobre el final diplomático de la contienda, Grimberg no vacila en señalar:
Las negociaciones de paz iniciadas en París fueron más sensacionales que la guerra misma. Interpretando a su manera la tan traída y llevada doctrina de Monroe, los Estados Unidos aparecieron de súbito como potencia conquistadora e imperialista. Obligaron a España a cederles las Filipinas a cambio de una mezquina indemnización, se anexionaron la isla de Puerto Rico y, de paso, el archipiélago de Hawai, hasta entonces estado independiente, e impusieron la independencia de Cuba con intervención estadounidense. Los Estados Unidos se convirtieron en una gran potencia en Extremo Oriente e iniciaron sus pasos por una senda de la que era imposible dar marcha atrás y que puede ser, con el tiempo, uno de los gérmenes que contribuirá a su decadencia. (Grimberg, 1973, p. 229)
La única discrepancia con el texto citado es que el afán conquistador e imperialista no fue un fenómeno de repentina aparición (aparecieron de súbito…) y de ello queda suficiente base documental.
El inicio de la vida de Cuba independiente de la madre patria quedó, lamentablemente, marcado por una incumplida Resolución Conjunta del Congreso de los Estados Unidos (Joint Resolution del 20 de abril de 1898), por el trágicamente acatado Memorandum Breckenridge17 y por la tristemente famosa Enmienda Platt (1901), que conservó rango constitucional hasta el régimen de Gerardo Machado, en 1934.18
The Splendid Little War
El Tratado de París (10 de diciembre de 1898) liquidó la existencia de una España ultramarina. España perdió las Filipinas, y aunque quedó de momento con la posesión de los archipiélagos de las Marianas (menos Guam, que pasó a ser posesión estadounidense), las Carolinas y Palaos, se vio forzada a ceder luego esos territorios insulares a Alemania por 25 millones de marcos (con la única condición de que se respetara a los misioneros españoles). Además, las islas Sibutú y Cagayán de Joló, situadas entre las Filipinas y Borneo, fueron cedidas el 7 de noviembre de 1900 a los Estados Unidos por US$100 000.19
La política estadounidense en el Caribe tiene, después de la guerra hispano-estadounidense de 1898 — The Splendid Little War, la pequeña espléndida guerra o la espléndida guerrita, según la conocida expresión epistolar de John Milton Hay (1838-1905)20— la marca de Theodore Roosevelt (1858-1919). Siendo vicepresidente, llegó a ser presidente de los Estados Unidos en 1901 por el asesinato del presidente William McKinley.21 Ganó luego las elecciones de 1904 y permaneció en la presidencia hasta 1908. La doctrina de Roosevelt respecto del Caribe fue, para decirlo con sus propios términos, la del gran garrote (big stick).22 Además de ser un adherente a la tesis racista de la superioridad del hombre blanco, actuaba guiado por una simple distinción entre naciones superiormente civilizadas y naciones bastardas.
El corolario de Roosevelt
Theodore Roosevelt adicionó a la Doctrina Monroe (que, hipotéticamente, seguía siendo la base de las relaciones hemisféricas de los Estados Unidos) el llamado corolario de Roosevelt, de 1904. Según él, los Estados Unidos se atribuían el derecho de intervención en los asuntos internos de las repúblicas americanas. De hecho, tuvo aplicación en las Grandes Antillas y en la América Central (cfr. Duroselle, 1972, pp. 116-117).
La declaración conocida como el corolario de Roosevelt figuró en el texto del mensaje anual del presidente al Congreso, el 6 de diciembre de 1904, en pleno acuerdo con su secretario de Estado Elihu Root (1845-1937). Véanse, a continuación, los segmentos más llamativos de esa declaración:
Los Estados Unidos no tienen el menor deseo de engrandecimiento territorial a expensas de ninguno de sus vecinos y no tomará la Doctrina Monroe como excusa para tal engrandecimiento. No piensa respecto a los demás países del Hemisferio Occidental, sino en función del bienestar de ellos. Nuestro único deseo es que nuestros vecinos sean estables, ordenados, y prósperos. Cualquier país cuya gente se comporte bien puede contar en nuestra amistad. Si una nación muestra que sabe actuar con eficiencia y decencia razonable en cuanto a los asuntos sociales y políticos, si mantiene el orden y paga sus obligaciones, no debe temer ninguna intervención de los Estados Unidos. El mal crónico (“chronic wrongdoing”), o una impotencia que genere un aflojamiento general de los lazos de la sociedad civilizada, puede, tanto en América como en otros lugares, provocar finalmente la intervención de una nación civilizada; y en el Hemisferio Occidental la adherencia de los Estados Unidos a la Doctrina Monroe puede forzar a los Estados Unidos (aunque no tengamos ganas de hacerlo), en casos flagrantes de dicho mal comportamiento o impotencia, a ejercer un poder internacional de policía. Si cada país que se encuentra en el Mar Caribe mostrara el progreso en cuanto a la civilización estable y justa que, con la ayuda de la Enmienda Platt, Cuba ha mostrado desde que nuestras tropas han salido de la isla, y que tantas de las Repúblicas en las dos Américas demuestran constante y brillantemente, no habría ninguna necesidad de interferencia por parte de esta nación [Estados Unidos] en sus asuntos. Nuestros intereses y los de nuestros vecinos del sur son, en realidad, los mismos… Mientras ellos obedezcan las leyes principales de la sociedad civilizada pueden estar seguros que nosotros les trataremos con simpatía y cordialidad. Interferiremos solamente si no hubiera otro remedio; y, entonces, solamente si llegare a ser evidente que su incapacidad o desgana por cumplir con la justicia, en su país o en el extranjero, o había violado los derechos de los Estados Unidos o había invitado la agresión extranjera en detrimento de todo el cuerpo de las naciones americanas. Es verdad que cada nación, en América o en cualquier otro lugar, que desee mantener su libertad, su independencia, debe darse cuenta, finalmente, que el derecho a tal independencia no puede separarse de la responsabilidad de usarla bien. Al afirmar la Doctrina Monroe, al dar los pasos que nosotros hemos dado en Cuba, Venezuela, y Panamá, y al tratar de prevenir la guerra en el Oriente, y mantener una puerta abierta en China, no hemos actuado sino en función de nuestro propio interés, así como en el interés de toda la humanidad. Hay, sin embargo, algunos casos en los cuales, aún cuando no estén afectados directamente nuestros propios intereses, a nosotros otra gente nos pide comprensión y ayuda… En casos extremos se puede justificar la acción. Qué forma tomará la acción dependerá de las circunstancias del caso; es decir, dependerá del nivel de la atrocidad cometida y de nuestra capacidad de remediarla. Los casos donde podemos intervenir por la fuerza militar, como hicimos en Cuba para poner fin a condiciones intolerables, son necesariamente muy pocos.
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