Kitabı oku: «Daguerrotipos», sayfa 6

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—¡Uy! ¿Tú naciste en ese barrio, Alejandro?

—No, yo nací en San Juan de Dios, en un hospital que era “catrín” por ahí, en aquellos tiempos, frente a la antigua plaza de toros El Progreso.

—¿Por ahí, por donde estaba el hospital Sánchez Arroyo?

—Creo que sí, ¡en el Sánchez Arroyo!, ahí nací.

—Era el hospital al que iba también mi familia, frente a la antigua Plaza de Toros, sí.

—Nosotros crecimos en el barrio del Pilar, y después, porque era una casa tan vieja que se estaba cayendo, nos cambiamos a las Nueve Esquinas, que a mí me pareció mágico. Fíjate, Yolanda, mucha gente tiene la idea de que yo no quiero a Guadalajara, pero no es cierto. Yo amo a Guadalajara, está llena de tantos recuerdos, es tanta la magia que hay aquí, que la gente no se da cuenta, pero ése es otro boleto.

—Así es, desgraciadamente la ciudad es un poco difícil para el artista.

—Pero qué bueno qué sea difícil, no es cuestión de queja. Yo les tengo mucho que agradecer a los tapatíos que sean tan difíciles, porque lo he mencionado alguna vez, que es como un gimnasio, uno se hace más fuerte.

—Cuando estuve nuevamente visitando la exposición me tocó ver un montón de muchachitos, jóvenes, algunos adolescentes, que sacaban su celular y tomaban la fotografía del cuadro, cosa que no se permite en otros museos, y lo comentaban entre ellos con mucho entusiasmo. A mí esto me encantó, porque no hay uso de flash, es solamente la fotografía, y no se van a hacer ricos por una sola foto de celular, pero se llevan un “cacho de Colunga”, ¿qué opinas de esto?

—Eso es algo que me hace muy feliz, porque llega a un momento en que se está cumpliendo el fin para el que fueron hechos los cuadros. Cuando yo observé, en un día que fui, a dos muchachas jóvenes que estaban intentando tomar una foto sin flash, y que uno de los guardias fue y se los prohibió, yo le dije: “Perdóneme, pero ésta es mi exposición y aquí sí se permiten fotos y se permite todo”.

—Con razón estaban los guardias muy accesibles, decían: “No hay problema, no hay problema, tome usted la foto si quiere”. No, pues encantados. Hasta yo tomé la fotografía de “La pesadilla del principito”.

—La verdad no entiendo por qué no dejan tomar fotos incluso sin flash, siento que a la obra no le va a hacer ningún daño, pero, en fin.

—Qué maravilla, Alejandro, el que de pronto los años tengan su ventaja y mire uno para atrás y diga: “¡Bien, ha valido la pena!”, valorando aquel remolino, aquel vértigo que uno traía de joven. Debes de sentirte muy satisfecho.

—Sí, cuando trabajas la conciencia y trabajas el estar aquí, trabajas el para qué estás aquí, yo pienso que es cuando uno madura y el mundo se vuelve más agradable, y uno se vuelve más generoso, e igual recibes generosidad, porque no podemos seguir viviendo así en medio de esta deshumanización tan grande. La tecnología no nos ha demostrado ningún adelanto, no vivimos un mundo mejor.

—Tienes razón, ¿a qué es llamado el ser humano, desde tu punto de vista?

—El ser humano está llamado a crecer, a evolucionar y a despertar de veras en el amor al prójimo; que palabra tan difícil, parece que a nadie le interesa, y yo no quiero ser una persona que se le eche encima a otra con el coche, o que le haga mal a alguien que te pide un cinco en una esquina. No se trata de eso. Primero hay que ser humanos con nosotros mismos, si no es imposible serlo con los demás. Hay una frase muy bonita de un sabio que la dijo en inglés: “Be kind with yourself”, o sea sé amable, amoroso, contigo mismo, y lo que va a surgir de ti va a ser eso, amor, y así puedes cambiar a tu alrededor. Yo tengo mucha fe, tengo muchos años practicándolo, y creo que sí funciona.

—Sí, llevarte bien contigo, y después, en consecuencia, con los demás. Alejandro, ¿qué le dirías a la sociedad jalisciense, a los tapatíos, a la gente de Guadalajara en relación con el arte?

—Que no tengan miedo, que no se van a enfrentar al chamuco ni a un cambio de religión. El arte es un aspecto necesario para la vida del ser humano, el arte, la cultura, la civilización. Todas las grandes civilizaciones nos lo han demostrado desde muchos milenios atrás, que el ser humano sin la cultura no podrá vivir, y que las grandes obras, de los grandes artistas han sido dedicadas a Dios, entonces ¿a qué le tienen miedo?

—Alejandro, he dejado para el final esta última consideración. Yo quisiera seguir conversando contigo toda la mañana, pero el tiempo corre. Percibo al “niño” en toda tu obra. Por ejemplo, el niño del volantín, de madera estofada y policromada, que es una belleza, y aparece el niño jugando en toda la obra. Pero también, de pronto, encuentro en tus piezas artísticas a Nietzsche; él hablaba de las transformaciones, primero el camello cargado con toda el peso social, luego el león, que se sacude la carga y decide no llevarla más, y finalmente el niño, que representa al artista. Yo encuentro al niño en toda tu obra, ¿ser niño para siempre sería una aspiración tuya?

—Es una aspiración, sí, y trabajo en ello diariamente. No lo veo en el sentido de refugiarme en el niño, sino en el sentido de contactar al niño que comparte la paleta, el dulce, el chocolate con el compañerito de al lado; el niño compartidor, amoroso, porque eso me dieron mi madre y mis hermanos.

—El niño no disfraza sus emociones, están ahí presentes.

—Claro. No hay por qué temerle a las emociones, el niño es muy importante llevarlo siempre, porque así se disfruta más la vida. Se trata de disfrutar la vida, a pesar de la tragedia.

Efectivamente, Alejandro Colunga transforma lo solemne, lo oscuro, en una categoría estética.

—¿Algo que desees añadir, Alejandro?

—Pues que me vuelvas a invitar, Yolanda, porque es muy bonito estar en contacto con tu gente y con mi gente, y que verdaderamente les mando todo mi cariño a los que me aguantaron, incluyéndote, toda esta hora. Y sí, espero que me vuelvas a invitar otra vez.

—Estás invitado. Es tu casa, Alejandro.

—Gracias, va a haber novedades, ya les avisaré.

—Es tu casa, lo subrayo. Además, les recuerdo que aquí en el Sistema Jalisciense de Radio y Televisión tenemos dos símbolos en la parte exterior. Precisamente dos esculturas de Alejandro Colunga: la radio y la televisión.

—Vengan a verlas, y a sentarse e interactuar con ellas.

Así llegamos al final de la entrevista. En un momento cité a Nietzsche, y justamente el filósofo habló de que el arte es eso sin lo cual la vida sería insoportable. Nietzsche escribió: “El arte existe para que la vida sea más disfrutable”, y creo que todos estamos de acuerdo.

GILDA CRUZ ROMO


Fue en el teatro Degollado, cuando vino Pepita Embil con su compañía de zarzuela a Guadalajara, que al final de Las Leandras invitaron a corear al público. Yo lo hice también, y mi voz sobresalió, y pasé al escenario por el pasillo central del Degollado. Así me inicié en el canto.

Entrevista realizada en las oficinas de xejb, ubicadas en Jesús García 720, durante la visita de la soprano a Guadalajara, en 1974.


La conversación con la soprano Gilda Cruz Romo fue, debo decirlo, una de mis primeras entrevistas en el marco de mi incipiente oficio de periodista cultural. Invitada por el profesor Cándido Galván, director de Prensa y Difusión, yo producía entonces el primer noticiero cultural del cuadrante: Panorama cultural, un espacio radiofónico de sólo quince minutos que se transmitía tres veces al día a través de las dos frecuencias de xejb, am y fm.

Yo era al mismo tiempo productora, reportera, entrevistadora, traductora, conductora y casi, por momentos, operadora técnica, si no fuese por el entregado trabajo de Charly García, quien, entre cigarro y cigarro, operaba los audios con gran profesionalismo. El noticiero salía regularmente, contra viento y marea, tanto que empezó a colocarse decididamente en el gusto del público. Poco a poco también el medio artístico empezó a solicitar la atención de nuestro modesto Panorama cultural para difundir sus actividades. Me entusiasmaba muchísimo el enfoque que había tomado mi vocación de comunicadora y le encontraba un claro sentido a mi trabajo en beneficio de la comunidad tapatía.

Gilda había venido a Guadalajara a cantar Turandot, de Giacomo Puccini, al teatro Degollado, ópera que reunió a los amantes del género quienes acudieron expectantes a escuchar a la soprano tapatía que, de acuerdo con la crítica especializada, había cautivado con su voz de bello timbre en el Metropolitan Opera House de Nueva York.

Y ahí estuvo, en primer plano del escenario del Degollado —durante el ensayo general me tocó verla—, Gilda Cruz Romo, en medio de una gran producción, como la legendaria princesa de hielo, Turandot, ataviada con un alto tocado oriental y túnica de brocado oro y plata, rodeada de las voces corales de su pueblo. “¡Gira la cote! ¡Gira la cote!”, grita la multitud. Las manos de Gilda, de largas uñas doradas, se movían expresivamente mientras ella narraba con voz poderosa y bien colocada la doliente consigna heredada de la abuela contra aquellos que tenían la osadía de aspirar a su mano: ¡Amor o muerte!

Un día antes de la representación, por la mañana, Gilda visitó nuestra estación. Llegó imponente y espléndida como ella era: muy blanca, alta y corpulenta —la imagen misma de una soprano consagrada, cuya caja toráxica no tenía nada que envidiarle a cualquier cantante wagneriana—, impecablemente vestida, elegante y discreta, con un fino conjunto de hilo. Llevaba el cabello negrísimo levantado en un chongo, a la moda de los años setenta. Su maquillaje decidido, pero también moderado, hacía resaltar sus ojos muy expresivos y sus cejas cuidadosamente delineadas. Desbordaba Gilda un gran carisma y fuerza, especialmente a través de sus manos, que acentuaban, con una gracia especial, sus respuestas, como si tuvieran vida propia.

Nos instalamos en la cabina de xejb frente a unos micrófonos muy delgados, rústicos y un tanto obsoletos —señal de que nuestros presupuestos no eran del todo boyantes en ese momento.

Debo decir que me había preparado para aquella entrevista y estaba emocionada porque me gustaba mucho la ópera, gracias a las largas y maravillosas sesiones que disfruté de niña junto a mi padre, quien me hacía escuchar pasajes como “Un bel di”, de Madama Butterfly, “Che gelida manina”, de La Boheme, “Vesti la giuba” de Payasos, “Bella figlia de l’amore” de Rigoletto o “La ci darem la mano” de Don Giovanni. Pero estas vivencias infantiles distaban mucho de darme la preparación suficiente para realizar una, no digamos buena, sino medianamente adecuada entrevista. Pero cuando uno es joven no mide riesgos y como quien no lo intenta no llega a Roma, me decidí a intentar estas primeras entrevistas, apoyándome en algún misterioso daimon, que solía acompañarme llevando a buen término mis audacias.

Y como Dios protege a los principiantes, mientras el carrete abierto giraba grabando la entrevista en nuestro rudimentario equipo, la conversación fluyó de una manera deliciosa. ¡Por supuesto, gracias a Gilda! Ella se encargó de narrar su vida de principio a fin; de contarme que nació en Guadalajara en 1940; de compartirme que, desde niña, cantaba con gran alegría y de cómo fue que un día, durante una función de la Compañía de Zarzuela de Pepita Embil en el teatro Degollado, al final de la audición el público empezó a corear el aria de “Los Nardos” de la zarzuela Las Leandras, y ella también lo hizo con mucha gracia y entusiasmo y su voz destacó entre todas las demás. Cuenta Gilda que se puso de pie y avanzó por el pasillo central del teatro Degollado. El resultado fue que la invitaron a subir a escena y ello significó el principio de su carrera. Me habló de sus estudios en el Conservatorio de la Ciudad de México, con Ángel Esquivel, y de su debut en la capital mexicana en 1962 como Orlinda en Las Walkirias, y más tarde, en 1969, su debut en Nueva York como la Margarita de Mefistófeles. Compartió su experiencia afortunada en papeles dramáticos del repertorio italiano. De manera particular destacó su gusto especial por Puccini: “Porque es un compositor que entiende lo femenino”, me dijo. Luego hablamos de actuaciones sobresalientes en su carrera, en los papeles de Aída y Tosca, para ella entrañables, porque “hablan de mujeres fuertes, dispuestas a todo”.

Gilda me tenía fascinada por su fuerte y segura personalidad. No podía dejar de observarla con admiración: cómo soltaba cada palabra con perfecta dicción; cómo se reía, casi cantando, en una sola nota como campana de cristal; cómo movía sus manos de uñas cuidadas y cómo, de cuando en cuando, jugaba con gestos exagerados de su boca y sus mejillas —como si estuviera chupando limón— formando sofisticados movimientos. Pero lo que más me maravilló en aquella primera ocasión en que la entrevisté fue su vitalidad y su sencillez.

De ello hace ya varias décadas. Pero de esa primera entrevista surgió una amistad que se renovó en varias charlas y entrevistas posteriores. Cada que venía Gilda a Guadalajara me buscaba, ella o sus representantes, y acudía a mis programas.

Años más tarde, ya en el noveno piso de la Torre de Educación, en donde se ubicaron las Radiodifusoras Culturales del Gobierno de Jalisco, tuve oportunidad una vez más de entrevistarla. En aquella ocasión coincidieron en cabina Gilda Cruz Romo y el guitarrista e intérprete argentino Carlos Díaz “Caíto”. El resultado fue extraordinario.

Fue —digo un tanto en broma— un efímero amor a primera vista entre Caíto y Gilda. Puedo recordarlos como si hubiese sido ayer. Caíto, quien fuera guitarrista del compositor y cantante Alfredo Zitarrosa y extraordinario intérprete de canciones como “El colibrí”, “Tu risa” y “Pasaba por aquí”, decía no saber ni una palabra de ópera. Gilda, por su parte, consagrada soprano tapatía de fama internacional, ignoraba todo sobre la nueva canción latinoamericana. Pero ello no fue impedimento para una inmediata identificación entre los dos artistas. Uno a otro se quitaban la palabra, luego se la cedían, se miraban y admiraban mutuamente y lo expresaban, se reían y conversaban como si hubiesen sido amigos de toda la vida. Yo observaba, consciente de la magia del encuentro, dejándolo fluir, sin interrupción.

Caíto me expresó, en una visita posterior a Guadalajara, que recordaba con especial disfrute aquel famoso día en que conversaron él y Gilda Cruz Romo en el programa A las nueve con usted.... Fue uno de esos momentos prodigiosos que suelen ocurrir sólo de vez en vez, cuando “se convoca al duende”, dicen los andaluces.

Gilda tiene ese don de gentes, esa atracción que consiste en develar su alma a la primera provocación y hacerlo de una manera sencilla y espontánea.

Si todo esto fuera poco, todavía quedaba por ahí otro filón sin descubrir de Gilda Cruz Romo, y fue su sentido del humor, no exento de fina y aguda picardía. Fue años después, en los noventa, durante nuestro programa sabatino Una taza de café, que se transmitía por Radio Juventud a control remoto desde la tristemente desaparecida Peña Cuicacalli —ubicada en la convergencia de las avenidas Niños Héroes y Chapultepec—, cuando Gilda nos visitó. La artista había llegado a la ciudad para una presentación de atril de El amor brujo, de Manuel de Falla —en la que ella ofreció una espléndida actuación en esa canción del amor dolido: “¡Ay. Yo no sé qué siento/ ni sé qué me pasa/ cuando este mardito gitano me farta!” En esa ocasión se nos reveló una nueva faceta en Gilda. Desde los saludos hasta que el programa terminó estuvo bromeando con anécdotas cómicas, blancas, rosas, verdes y no tan verdes, e hizo alarde de un ingenio y un humor que logró que las risas del público presente se escucharan hasta el monumento mismo de los Niños Héroes.

En esa ocasión nuestro caballero anfitrión fue el cantautor Enrique Ortiz, a quien ella saludó alargando su mano, dedos juntos, palmas hacia abajo, como toda una diva. Recuerdo muy bien que Enrique, un poco sorprendido, pero adoptando al vuelo el papel que se esperaba de él, besó gentilmente la mano de Gilda. Enrique Ortiz aún recuerda con especial deleite que “Gilda hablaba cantando”. Cualquier palabra que decía era como si hiciera gorgoritos de belcanto, y era muy sensible a los elogios que sobre ella expresaba el público presente durante la entrevista.

Entre espacio y espacio comercial ella nos contaba chistes. La sesión radiofónica fue divertidísima y, al término del programa, Gilda, al despedirse, me dijo en tono confidencial: “Yolanda, no vayas a platicar que conté chistes colorados, ¿eh?”

Gilda volvió en marzo de 1999 a Guadalajara para un recital de despedida en el Club de Industriales. Se retiraba de la ópera. No ha vuelto desde entonces, cuando menos a cantar. Conservo su amistad y la fotografía de esa primera entrevista, en 1974, gracias a don Ramoncito, decano y pilar de la fotografía periodística documental en el ámbito cultural de esos años.

He querido incluir a Gilda Cruz Romo en este trabajo de recuperación de encuentros significativos por ser una mujer jalisciense que alcanzó, con su expresión operística, una talla internacional, pero especialmente como el testimonio de una mujer que pone en alto el valor incomparable del encuentro humano y la alegría del vivir. ¡Libiam né lieti calici, che la belleza infiora...!

JOSÉ LUIS CUEVAS


Mi mejor dibujo soy yo. Quise convertirme en el provocador número uno de México.

Entrevista realizada en la Ciudad de México en 1995, en la casa del artista, durante la grabación de un programa de televisión de la serie Perfiles para C7.


“José Luis Cuevas y sus obsesiones” podría muy bien ser el título de este capítulo, dedicado a una de las figuras más importantes de la llamada Generación de la Ruptura —con el muralismo mexicano—: el pintor José Luis Cuevas.

En tres o cuatro ocasiones tuve la oportunidad de entrevistar a Cuevas y siempre me llamó la atención el hecho de que, en medio de la narración de recuerdos y anécdotas, el artista confesaba sus angustias existenciales, reflejadas en temores: “A la noche; a ser presa de los nervios; a la mala crítica; a no terminar un cuadro; a perder sus facultades físicas o mentales; a no poder crear; a envejecer; a perder su vitalidad y su erotismo; ... a morir”.

Mi primer encuentro con el pintor tuvo lugar en el año 1984. Iniciaba A las nueve con usted... en las Radiodifusoras Culturales del Gobierno del Estado. Cuevas había sido invitado por el Ayuntamiento de Zapopan para dar una conferencia en la Casa de la Cultura de ese municipio. Llegó a Guadalajara un día antes de la fecha de la conferencia y fue invitado por la escritora Linda Palacios de Chapuy a comer con su familia. Linda me invitó y me dijo: “¡Aprovecha y trae tu grabadora para que lo entrevistes!” Así lo hice.

Luego de compartir el pan y la sal pasamos a la sala a disfrutar del café. José Luis no tomaba café, en cambio, pidió un té de azahar. “Es para los nervios”, me dijo en tono de confidencia. Conversamos un largo rato mientras registraba sus palabras en mi grabadora. Fue ésta la primera entrevista que le hice, la cual fue transmitida por la radio y publicada en prensa con el título “Un té de azahar con José Luis Cuevas”.

Al día siguiente tuvo lugar la conferencia en Zapopan, con un lleno total. Todo el mundo quería escuchar al polémico artista, una de las figuras más relevantes de la plástica nacional, cuya vida y obra se entrelazaba con la noticia y la polémica. “El último de los herejes”, lo llamó el ensayista Manuel Alfonso Muñoz. Al término de la conferencia ocurrió algo que me sorprendió: Cuevas se despidió del público con un comentario sobre mi trabajo en la radio: “Tienen ustedes en Jalisco a una gran periodista...”. Pido perdón por la falta de modestia en que incurro al citar este episodio, pero lo hago porque recuerdo con gratitud esas palabras: fueron épocas difíciles para mí, profesionalmente hablando, en las que la lucha a contracorriente y la reafirmación constante de la autoestima ante la descalificación y la misoginia que se vivía entonces en Guadalajara eran el pan nuestro de cada día. El inesperado comentario de Cuevas fue un bálsamo que estimuló mi quehacer periodístico.

No volví a verlo sino hasta mucho tiempo después. Diez años, para ser exacta, habrían de pasar para nuestra segunda entrevista. Fue en el año 1995 cuando, gracias a la mediación del dealer Alexandro Gallo, amigo y representante de José Luis Cuevas, el artista aceptó recibirnos en su casa con cámaras y micrófonos para grabar un programa de la serie Perfiles.

En la Ciudad de México, en el barrio de San Ángel, entre sus calles retorcidas y empedradas, se encuentra la casa–estudio de Cuevas, que es “una realidad aparte”. Un equipo de cinco personas de c7 tocamos a su puerta.

Un barroquismo apabullante nos recibe apenas subir la escalera de madera que nos conduce a la exuberancia de un mundo cuidadosamente elaborado, pieza a pieza. Los libros en los estantes se agrupan por temas. Sobresale la pintura mexicana: Rivera, Tamayo, Orozco, Velasco, Goitia, Siqueiros, Soriano, Corzas. Escultura de Zúñiga, tapices, santería, cajitas, fotografía, carteles; una cálida aunque gastada sala de piel color marrón, una cama de latón con baldaquín de terciopelo rojo; espejos, una mecedora, fotografías desde las que nos miran personajes reconocidos de la intelectualidad mexicana: Octavio Paz, Diego Rivera, Fernando Benítez, Carlos Fuentes, Frida Kahlo... ¡ah! y el rostro del artista, que se repite en todo el estudio, en diferentes formas: dibujos, tintas, autorretratos, óleos, impresiones... El rostro que se repite como en un caleidoscopio: José Luis Cuevas. Así, sin mayores preparativos, iniciamos nuestra charla:

—El objetivo de este programa es que nuestros amigos televidentes conozcan la otra cara de José Luis Cuevas. Es difícil pensar en esa pregunta inédita, ¡has hecho tantísimas entrevistas en tu vida, José Luis! Pero quizás nos permitas hurgar un poco en el ser humano, en el hombre, en tus valores, en los aspectos más profundos de tu vida.

—Muy bien, Yolanda, me parece verdaderamente espléndido. Efectivamente, lo que decías es cierto. Yo creo que tengo una especie de campeonato mundial de entrevistas, tanto para televisión como para radio. Incluso, ahora estoy entregando al Museo José Luis Cuevas una videoteca verdaderamente impresionante de no todas, pero de casi todas las entrevistas que me han hecho. Espero que ésta que vamos a hacer hoy la incorporemos a la videoteca del museo.

—Esperemos que resulte interesante... ¿Dónde naciste, José Luis?

—Nací en una familia de la clase media. Mi abuelo era el gerente de una fábrica de papel y de lápices. ¡Tengo tantos recuerdos de esa casa, que todavía existe, en el Callejón del Triunfo! Porque mi abuelo era ya un hombre muy anciano. Lo recuerdo con unos grandes bigotes blancos y una extraordinaria bondad. Mi padre ya volaba aviones, todavía vive, puedo decir que es piloto, aunque ya retirado. Y antes de que se casara él con mi mamá, que había nacido en Yucatán, pero su madre era cubana, de Sagua La Grande —que es donde nació el gran pintor cubano Wifredo Lam. Mi abuela había nacido allá, de origen catalán. Mi madre, cuando se casó con mi padre, que fue la boda en Mérida, quedó muy sorprendida, y yo imagino bastante deprimida, cuando vio a qué barrio terrible la llevaban a vivir, a este barrio bravo, donde estaba el callejón. Entonces, lo que para mí fue extraordinariamente estimulante desde mi infancia, fue haber vivido en ese sitio de obreros, y por otro lado, también, de indigentes, que caminaban por el Callejón del Triunfo, y que, como te digo, no los dibujaba yo en aquel entonces porque era yo demasiado pequeño para poderme dar cuenta de esos horrores, pero se me quedaron de alguna manera muy grabados esos personajes. Después los iría yo a buscar, a reencontrarme con ellos ya en mi adolescencia, para dibujarlos.

En efecto, Cuevas se reencuentra con cada uno de esos personajes de su infancia y va a reproducirlos, una y otra vez, a lo largo de su vida. Personajes que toman forma y nos miran desde sus dibujos entre la ironía, la burla o el sarcasmo. Es el lápiz de Cuevas, que delinea y recrea, a capricho. Continúo la charla invitándolo a conversar sobre sus estudios de pintura.

—Yo fui un alumno irregular de la Escuela de Pintura y Escultura de La Esmeralda. Tenía yo diez años de edad cuando fui llevado por mi mamá a inscribirme. Mi madre vio con simpatía esa vocación mía artística que se había manifestado a una edad tan temprana, porque ya desde cuando vivía en el Callejón del Triunfo dibujaba, porque además disponía yo de los papeles que ahí se fabricaban. Vivía rodeado de papeles y de lápices, y quizá eso fue lo que me empujó a empezar a dibujar. Dibujaba cosas extrañas. Fíjate que esos recuerdos ya muy antiguos, de cuando empiezo a dibujar, han desaparecido, pero mi mamá sí me contaba que desde muy pequeño, antes de que yo pudiera hablar, cuando quería comunicarme con la familia, prefería hacerlo a través de una serie de dibujos; dibujaba objetos y cosas de esas, ¿verdad? Incluso si tenía hambre dibujaba yo lo que quería comer. Pero en aquella época era necesario, para poder ingresar a esta escuela de arte, el certificado de primaria y tener al menos catorce años de edad, y yo tenía diez, y estaba cursando apenas el quinto año de primaria en una escuela de gobierno, la Benito Juárez, que está en la colonia Roma. Entonces, ahí tienes que el director de la escuela, un pintor muy notable, uno de los grandes artistas que merecerían un amplio reconocimiento y que en su momento no tuvo la fama que merecía, porque todos los reflectores estaban dirigidos a los tres grandes del muralismo, a los que años después combatiría yo: don Antonio Ruiz “el Corzo” era el director de La Esmeralda. Así le decían, “el Corzo”. Y lo recuerdo como un hombre mayor, de pelo blanco, que tenía más aspecto de músico que de pintor, porque traía una gran melena, y era un hombre muy bondadoso, pues dijo: “Vamos a hacerte un examen, a ver qué tal dibujas”. Creo yo que dibujé con una extraordinaria habilidad, demostré una enorme vocación y una gran facilidad, porque dijo don Antonio: “Pues vamos a admitirlo como alumno irregular, que venga en las tardes”, porque en la mañanas asistía yo a la primaria. Me dijo: “Vas a venir a dibujar”. No seguía yo toda la carrera, todas las materias, sino que asistía a la clase de dibujo. Me acuerdo que asistía también a la clase de acuarela y a la clase de pintura al óleo, cosa que no me interesó mucho, realmente. La clase que me interesaba más era la de dibujo. Quiero decirte que se dibujaba extraordinariamente bien en La Esmeralda.

—¿Recuerdas los nombres de tus maestros, José Luis?

—No recuerdo los nombres de los maestros, aunque sí recuerdo, por ejemplo, haber visto entrar a Diego Rivera en varias ocasiones; aparecía ahí, en la nómina de los maestros, aunque no fue mi maestro ni mucho menos, sino simplemente lo veía. Estuve durante dos años en La Esmeralda, y creo que fueron de enorme importancia para mí esas clases de pintura y de dibujo porque los profesores eran unos magníficos maestros de dibujo. Y a mí me asombran esos primeros dibujos míos, dibujos de aquella época —los pocos que quedaron, desgraciadamente, porque ya te contaré cómo fue que se destruyeron casi todos esos dibujos míos, esos estudios académicos, pero eso te lo cuento un poquito más adelante—. Te hablo de cuando tenía yo doce años de edad. Y a los catorce años instalé mi primer estudio en una vecindad miserable, en la calle de Donceles, que fue donde tuve mi primer estudio. Y como tantas veces lo he relatado en las muchas autobiografías a las que soy tan afecto, ahí conocí a la que fue mi primera amante, cuando tenía yo catorce años y ella tendría unos 34 años. O sea, me llevaba ella unos veinte años. Había llegado como modelo. Yo era un niño que no tenía dinero, un niño de catorce años, casi un adolescente, y entonces, pues al hacerla mi amante ya no tenía yo que pagarle sus largas sesiones de dibujo.

José Luis continúa conversando con nosotros ante las cámaras. Nos comparte cómo, luego de su estancia como alumno irregular en La Esmeralda, toma clases de grabado en el Mexico City College, y abre su estudio en la calle de Donceles. El joven e inquieto José Luis Cuevas empieza a reunirse con muchachos de su edad, estudiantes de filosofía en lo que llamaban entonces Seminario Axiológico. Esto en 1948. José Luis continúa compartiendo sus recuerdos:

—En ese lugar, en el Seminario Axiológico, fue donde presenté por primera vez mis obras. Se imprimió tan sólo una tarjeta, un cartoncillo corriente que yo mismo redacté, y recuerdo que dije: “Primera exposición de una futura gran figura del arte nacional: José Luis Cuevas”. Entonces esa exposición pasó sin pena ni gloria, asistieron sólo los estudiantes. Y di yo mi primera conferencia. Yo he sido muy afecto a las conferencias, he dado cientos de conferencias, muchas de ellas organizadas por mi gran amigo Enrique Cortázar, el gran poeta que está aquí presente, que está precisamente aquí viéndonos, durante la grabación de este programa. Di una conferencia sobre “La prehistoria del cine”. Aunque no la debí de haber llamado así, sino que era más que nada una conferencia sobre las primeras películas, sobre las películas mudas, sobre un cine que ya me interesaba profundamente y que ejerció también una gran influencia sobre mi obra de pintor. Eran las viejas comedias de los grandes cómicos como Buster Keaton o Charley Chase, menos conocido, o Harry Langdon, y que yo veía en un cine que se llamaba Cinelandia que pasaba películas mudas y que estaba en la avenida de San Juan de Letrán. Creo que fue la primera conferencia que he dado yo leída, porque la escribí, y durante algún tiempo conservé esa conferencia encuadernada, porque me sentí orgulloso de haberla dado. Eso fue durante la exposición que tenía yo abierta. Y sucedió algo muy triste que me sumió en una profunda depresión: Yo no tenía dinero, con mucho trabajo había logrado imprimir ese cartoncillo que anunciaba mi exposición. Eran acuarelas, y había incluso muchos retratos de Mireya, mi primera modelo y amante, y entonces las había yo simplemente sujetado a la pared con chinches, con tachuelas. Era época de lluvias en México. Las obras se desprendieron y cayeron al suelo y nadie lo advirtió. Las gentes que ahí llegaban, los del Seminario Axiológico, no se dieron cuenta de que mis obras se habían desprendido y habían caído, y el agua entraba. Y un día llegué y recibí la terrible sorpresa de encontrar todos esos papeles, por mí pintados, en los charcos, pisoteados por los que entraban. Las obras las destruí por completo. Y eso me sumió en un estado de depresión, y durante un tiempo no pude dibujar más.

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432 s. 38 illüstrasyon
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9786077426417
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