Kitabı oku: «La prodigiosa vida del libro en papel», sayfa 2

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I. La información no es formación

El paraíso digital puede esperar

EN OCTUBRE DE 2008, EN LA FERIA DEL LIBRO DE FRÁNCfort, en Alemania, los expertos vaticinaron que, en diez años, el libro electrónico acabaría con el libro físico. Ya transcurrió esa década y es obvio que los adivinos deberían buscar otra profesión, cualquier otra, menos la de profetas. El libro en papel no sólo no ha desaparecido, sino que recobra fuerza frente al e-book, cuya producción mundial oscila hoy entre un 3 y un 30%; este máximo, únicamente en Estados Unidos, frente a porcentajes marginales en el resto del mundo, porque, como ha señalado Carmen Ospina, de Penguin Random House (El País, 14/10/2018), “el e-book no ha mejorado la experiencia lectora, no ha aportado nada más allá de la compra inmediata”.

En el Informe mundial de libros electrónicos 2017, Estados Unidos ocupa el primer lugar con 30% del total de su mercado, y le siguen China, con 17%; Alemania, con 8%; Japón, con 5%; Reino Unido, con 4%, y Francia, con 3%. España no llega siquiera al 3%, y en América Latina es tan insignificante que México, por ejemplo, no alcanza ni el uno por ciento. Hay que decir, además, que, en general, en todo el mundo, el crecimiento del libro digital es más bien lento, y en los países donde tenía más impulso, éste se ha estancado, siendo el caso paradigmático el estadunidense en donde no ha conseguido pasar de su techo del 30%.

Sin satanizar a las tecnologías de información y comunicación es necesario decir la verdad en relación con ellas, luego de que se han ido extendiendo y adentrando en el mundo acompañadas del discurso del mayor beneficio intelectual y cultural y el menor daño para el planeta. Pasada la euforia, y asentados en la realidad, podemos saber hoy que los libros en papel son menos contaminantes, más durables y más fácilmente reciclables que los dispositivos digitales, en particular, e internet en su conjunto. Que todavía los gobiernos y las empresas (en muchas ocasiones con auxilio de la academia y de los intelectuales) se jacten en mantener en su discurso la cualidad “inocua” de las TIC tiene que ver más con negocio, con dinero y con ideología que con ciencia y con conciencia.

Quienes no leen sino lo que se escribe hoy y, además, ni siquiera en los libros, sino tan solo en las pantallas, muy probablemente ignoren lo que escribió Thorstein Veblen en su Teoría de la clase ociosa, libro publicado en el penúltimo año del siglo XIX:

Las instituciones –es decir, los hábitos mentales– bajo la guía de las cuales viven los hombres, se reciben transmitidas desde un pasado remoto; más o menos remoto, pero en cualquier caso han sido elaboradas y transmitidas por el pasado. Las instituciones son producto de los procesos pasados, están adaptadas a las circunstancias pasadas y, por tanto, no están de pleno acuerdo con las exigencias del presente. Por su propia naturaleza este proceso de adaptación selectiva no puede alcanzar nunca a la situación progresivamente cambiante en que se encuentra la comunidad en cualquier momento dado, ya que el medio, la situación, las exigencias de la vida que imponen la adaptación y realizan la selección, cambian de día en día; y cada situación sucesiva de la comunidad tiende, a su vez, a quedar en desuso tan pronto como se ha producido.

He ahí el antecedente de lo que más tarde Zygmunt Bauman denominará “las ambivalencias de la modernidad” y, más exactamente, “la vida líquida”, inestable, volátil, que cambia velocidad, comodidad y utilidad por solidaridad y acompañamiento; una modernidad que nos seduce porque resuelve rápidamente nuestros deseos, pero con el alto costo de ser una productora de desechos, de residuos, de excedentes incluso humanos: esos desperdicios de la vida o esas “vidas desperdiciadas” que ocasiona “el diseño social”, pues, como bien advierte Bauman, ahí donde haya diseño siempre habrá desperdicio (lo residual, lo sobrante, lo fuera de lugar, lo indeseable, lo no apto, lo obsoleto y, en general, las escorias, las virutas, las rebabas, después del “refinado” y el “acabado”), y todo ello en función de la economía, la política, el consumo y, particularmente, el consumismo, piedra angular de una sociedad que, en tanto mayor desarrollo alcanza, más desperdicios genera.

Especialmente hoy, la tecnología del progreso engendra sus paradojas, unas veces ridículas y otras muy peligrosas. Es necesario llamar la atención sobre dos aspectos de los hiperconectados: uno de ellos es la basura electrónica con la que están llenando el mundo, sin la menor conciencia de esto, y otro es ese sentimiento de inutilidad, invalidez, impotencia, que los asalta cuando les falla la conectividad. En el primer caso se trata de una consecuencia del consumismo: cambiar, a cada momento, de dispositivo digital porque ha salido al mercado una nueva versión, aunque el que se desecha todavía funcione. El segundo caso delata la casi incapacidad de estar en el mundo si no se tiene conexión, evidenciando una robotización que muchas veces raya en el ridículo.

En su Cronología del progreso, Gabriel Zaid reflexiona sobre lo siguiente:

Los homínidos rebasaron las culturas animales cuando inventaron utensilios: piedras afiladas como hachas o cuchillos que se llevan cargando para usos repetidos (a diferencia de la vara que se abandona después del uso ocasional improvisado). Se han encontrado algunas de hace 3.4 millones de años. Para tal progreso fue esencial que apareciera la mano prensil: con el pulgar opuesto a los otros dedos (hace 50 millones de años) y la posición erecta (hace 3.8). Andar de pie sirvió para tener las manos libres, y para que se volvieran inteligentes y creadoras.

No deja de ser lamentablemente cómico que esa posición erecta haya devenido en una postura encorvada, con el propósito de mirar únicamente lo que se lleva en las manos, que han dejado de estar libres, ocupadas ahora con un dispositivo digital o un teléfono inteligente que, con frecuencia, resulta más inteligente que su usuario que, por tener ocupadas las manos y la vista, y por no mirar el camino, choca con un poste, cae en una fuente, rueda por unas escaleras o es atropellado por un automóvil. Accidentarse o perder la vida por una situación así, no parece nada inteligente.

En su libro Pape Satán aleppe, Umberto Eco dice: “No sé si los chicos de hoy tendrán aún la posibilidad de convertirse en adultos, [pero] los adultos, con los ojos pegados al móvil, ya están perdidos para siempre”. Eco nos recuerda, al igual que Zaid, “cuánto han contribuido a la evolución de la especie dos manos con pulgares prensiles” que ahora sólo sirven (¡y justamente los pulgares!) para teclear frenéticamente, en su dispositivo digital, o para conversar mientras se camina por la calle como si ésta y los peatones no fueran reales, como si todo perteneciera a la realidad virtual.

Y Eco, con maligno regocijo, cuenta en su libro la siguiente anécdota:

Caminaba por la acera y vi que en dirección contraria venía una señora con la oreja pegada al teléfono, y que por tanto no miraba al frente. Si no me apartaba, chocaríamos. Como en el fondo soy malo, me detuve bruscamente y me volví hacia el otro lado, como si estuviera mirando el final de la calle; de este modo la señora se estrelló contra mi espalda. Yo había tensado el cuerpo preparándome para el impacto y aguanté bien, ella se quedó descompuesta, se le cayó el teléfono, se dio cuenta de que había chocado con alguien que no podía verla y que era ella la que debía haberlo esquivado. Farfulló unas excusas, mientras yo le decía con humildad: ‘No se preocupe, son cosas que pasan’. Sólo espero que el teléfono se le rompiera al caer al suelo, y aconsejo a quien se encuentre en una situación parecida que haga lo mismo que yo. Desde luego, a los adictos al teléfono móvil habría que matarlos de pequeños, pero como no es fácil encontrar todos los días a un Herodes, es bueno castigarlos de mayores, aunque nunca entenderán en qué abismo han caído, y perseverarán.

Como afirma Bauman en sus Vidas desperdiciadas, “la novedad de hoy es la que torna obsoleta y abocada al vertedero la novedad de ayer”, porque el hoy reniega del pasado (mucho más hoy que antes) desdeñando incluso lo que no conoce. Pero esto que ya había enunciado Marx, en el Manifiesto, con una prodigiosa imagen (“todo lo sólido se desvanece en el aire”), lo explicó Veblen con mucha precisión. Dijo:

Cuando se ha dado un paso en el desarrollo, ese paso constituye por sí mismo un cambio de situación que exige una nueva adaptación; se convierte en punto de partida de un nuevo paso en el ajuste, y así sucesivamente. Hay que notar también, aunque pueda ser una perogrullada monótona, que las instituciones de hoy –el esquema general de vida aceptado en el presente– no se adaptan enteramente a la situación de hoy. A la vez, los actuales hábitos mentales de los hombres tienden a persistir indefinidamente, a menos que las circunstancias impongan un cambio. [...] La estructura social sólo cambia, se desarrolla y se adapta a una situación modificada, mediante un cambio en los hábitos mentales de las diversas clases de la comunidad; o, en último análisis, mediante un cambio en los hábitos mentales de los individuos que constituyen la comunidad. La evolución de la sociedad es sustancialmente un proceso de adaptación mental de los individuos, bajo la presión de las circunstancias, que no toleran por más tiempo hábitos mentales formados en el pasado.

Todo esto, en abstracto, ni es bueno ni es malo; únicamente es real. Lo bueno o lo dañino se juzga más bien, de manera ulterior, de acuerdo con la ética y la lógica de las conciencias que deseen examinar las formas de vida a la luz de la moral. Y es inmoral, sin duda, que millones de toneladas de basura electrónica se envíen a los vertederos de los países pobres, contaminándolos. Sólo para tener un dato de esta inmoralidad, podemos informarnos, en internet, por cierto, de que “el peso de todos los cargadores para teléfonos móviles, laptops, tabletas, etcétera, que se producen cada año se estima en un millón de toneladas”.

Gozamos de los lujos y la comodidad que nos ofrece la modernidad, porque tampoco podemos renunciar a ellos, a menos que nos volvamos ermitaños (a veces lo deseo, si se me permite esta confesión) que es otra forma de irresponsabilidad frente a los riesgos de la vida. Lo que ocurre es que en esta modernidad es muy fácil asumir convicciones justificadoras. Lo que sea con tal de no meternos en las complicaciones de la autocrítica. Así, algunos defensores a ultranza de las tecnologías de información y comunicación, convencidos discípulos de Negroponte, llegan a afirmar que las obsoletas tecnologías del libro en papel son muy contaminantes y que, por ello, ha llegado la hora final del libro en papel que exige talar árboles, para obtener celulosa, lo cual, además de deforestar el planeta, contamina los ríos y los mares. A partir de este supuesto, se concluye que no hay nada mejor que internet para relevar a la vieja y contaminante tecnología del libro impreso.

Pero les tenemos noticias. La mayor parte de los dispositivos móviles (incluidos la tableta y el eReader) pueden llegar a ser más contaminantes que la producción del libro tradicional en papel. El editor español Manuel Gil, que de esto sabe enormidades, publicó a principios de 2018 el revelador ensayo “Ecología del papel versus ecología digital”, y ahí afirma:

“Ni el papel ni lo digital ni internet son tecnologías limpias ni verdes ni inocuas. Pero dicho esto, en la comparación con una edición en papel más limpia, lo digital e internet pierden ahora mismo por goleada. [...] Soy un defensor del mundo digital, pero las tecnologías que sustentan internet no son limpias”. Y bastan cinco simples datos para probarlo:

El consumo de energía de los buscadores en cuanto a huella digital es enorme. Google: mil millones de búsquedas al día, 365 mil millones al año. Traducido a huella ecológica: emite lo mismo que 40 mil 515 coches. Los centros de computación son responsables de más CO2 que países como Argentina u Holanda. Las empresas de tecnología representan el 2% de todas las emisiones globales de carbono, más o menos lo mismo que el sector de la aviación. En 2017 las TIC consumieron el 8% de la energía mundial.

El colofón de Manuel Gil debería llevarnos a reflexionar sobre este punto y a replantear el irracional optimismo que prácticamente todos los sistemas educativos en el mundo suelen mostrar (en contubernio con las empresas de la industria electrónica):

Cada año, en los países desarrollados, se producen hasta 50 millones de toneladas de residuos electrónicos, el 75% de los cuales desaparece de los circuitos oficiales de reciclaje. Su destino habitual son vertederos africanos o asiáticos donde contaminan el agua, la tierra y el aire, y envenenan a miles de personas.

Saber esto es importante, especialmente para no repetir, con irresponsabilidad (la irresponsabilidad que da la ignorancia), los falsos diagnósticos y las optimistas conclusiones de una industria (la electrónica) que ha conseguido marear (¿o maicear?) a los espíritus supuestamente siempre alertas y críticos en las instituciones de enseñanza superior. Ni satanizar a las TIC ni angelizar al libro en papel, pero sí reflexionar sobre la parte de responsabilidad que nos toca en estos usos. El ámbito de la academia tiene la influencia de la autoridad intelectual capaz de oponerse, en alguna medida (al menos, para crear conciencia) a la algarabía de la ideología de internet por motivos puramente económicos. Sabemos cuán útiles son las tecnologías digitales, pero evitemos el optimismo irresponsable, y digamos algo, más allá de nuestra comodidad digital, sobre la importancia que aún tiene lo analógico. Alberto Manguel lo ha hecho en muchas ocasiones, y la claridad con que expone sus argumentos, en el ensayo Cómo Pinocho aprendió a leer, es inobjetable:

El presupuesto asignado a la educación es el primero que se reduce; la mayoría de nuestros gobernantes apenas saben leer; nuestros valores nacionales son puramente económicos. Se elogia de la boca para afuera el concepto de alfabetización y los libros se celebran en actos oficiales, pero, de hecho, en las escuelas y en las universidades, por ejemplo, la ayuda financiera de la que se dispone es altamente insuficiente. Además, en la mayor parte de los casos, ésta se invierte más en equipos electrónicos (gracias a una feroz presión de la industria) que, en la letra impresa, con la excusa voluntariamente errónea de que el soporte electrónico es más barato y más perdurable que el papel y la tinta. Como consecuencia, las bibliotecas de nuestros centros de estudio están perdiendo rápido un terreno esencial. Nuestras leyes económicas favorecen el continente en lugar del contenido, ya que aquél puede comercializarse de una manera más productiva y parece más seductor. Para vender tecnología electrónica, nuestras sociedades publicitan sus dos características principales: rapidez e inmediatez.

La modernidad digital, desde los intereses económicos, nos ha impuesto estas dos características como ideales en una sociedad que todavía vive tensionada por dicha presión. Sí deseamos rapidez, pero no a cualquier costo. Jordi Nadal, en Libros o velocidad, pone un poco de mesura en nuestras ambiciones contradictorias y nos avisa sobre lo siguiente:

Cuanta más velocidad, cuanta más superficie se cubre, menos profundo. La velocidad pero también la lentitud son precisas a este mundo. Las cosas buenas, sólidas, solventes, son intemporales. Y hablan, siempre, de nosotros. [...] El mejor pensamiento no es siempre sólo el más veloz, sino el más hábil, profundo, capaz de ver más y mejor, más matices y detalles.

Hay que añadir que la obesidad de la información no es mejor que la dieta balanceada. De hecho, el exceso de información conduce, casi siempre, a la desinformación: es tal la masa informativa que resulta imposible detenerse para examinar siquiera un fragmento. A esto se refería José Saramago con la siguiente ironía:

Si una persona recibiera en su casa, cada día, quinientos periódicos del mundo entero y si esto se supiera, probablemente diríamos que está loca. Y sería cierto. Porque, ¿quién, si no un loco, puede proponerse leer quinientos periódicos por día? Algunos olvidan esta evidencia cuando bullen de satisfacción al anunciarnos que, de ahora en más, gracias a la revolución digital, podemos recibir quinientos canales de televisión. El feliz abonado a los quinientos canales será inevitablemente presa de una impaciencia febril, que ninguna imagen podrá saciar. Se perderá sin límite de tiempo en el laberinto vertiginoso de un zapping permanente. Consumirá imágenes, pero no se informará.

Si trasladamos esta ejemplar ironía al libro, y a la biblioteca personal, resulta claro que almacenar un millar de libros en un dispositivo digital no es, precisamente, tener una biblioteca, sino una simple acumulación disponible de materiales bibliográficos, en tanto éstos no estén relacionados entre sí con un criterio lector o con una propuesta sólida de lectura. La biblioteca personal, la biblioteca que cada cual hace, se forma, a lo largo de los años, de acuerdo con los intereses de lectura de cada época y de cada circunstancia que se vive. Para decirlo con las irrebatibles palabras de Alberto Manguel, toda biblioteca personal es un autorretrato pleno de claroscuros, pues, a lo largo de la vida, nuestra opinión cambia: “Un texto que es fundamental hoy no lo es mañana. A veces, uno puede ruborizarse al ver lo que le gustaba [...]”. Pero, exactamente así, es como se hace una biblioteca; lo otro es simple acumulación de títulos, de archivos, de cosas que están ahí porque vienen al caso hoy, pero que, después, habrá que sustituir por las novedades que, también, caducarán casi inmediatamente.

Disponer de un millar de libros, o de un millar de piezas musicales, alojados en un dispositivo, de la noche a la mañana, sirve únicamente, para el eterno zapeo insustancial: leer un párrafo de éste y otro de aquél, escuchar un fragmentito de ésta y otro de aquélla. A menos que, milagrosamente, el retacero se detenga y se concentre en una totalidad unitaria, y hasta regrese a ella, una y otra vez, releyendo, o volviendo a escuchar, el libro, la pieza; pero, entonces, la mayor parte de los cientos de libros y piezas musicales está de más en el dispositivo, y sólo satura el espacio virtual porque su obesidad es tremenda y a ello le queremos llamar virtud.

En cuanto a la biblioteca pública hay que decir también algo al respecto. En El culto a la información: El folklore de los ordenadores y el verdadero arte de pensar, Theodore Roszak (1933-2011) denominó a la biblioteca pública “el eslabón perdido de la Edad de la Información”, dicho esto sin ironía ninguna, pues pensando en las bibliotecas estadunidenses, que, con un sentido idealista, funcionan como la más eficaz y eficiente red de servicios de consulta y lectura, que “viene ofreciendo sustento intelectual desde los tiempos de Benjamin Franklin”, auguró que su solidez institucional permitiría en ellas la perfecta convivencia de libros impresos y computadoras, pero también pronosticó que esa misma solidez impediría que se convirtieran únicamente en centros de tecnología digital. Los intereses económicos del culto a la información chocaron con un obstáculo muy difícil, al grado de que prefirieron ocuparse en otros ámbitos.

Los pronósticos de Roszak partieron de un análisis cuyas conclusiones se han cumplido sobradamente más de tres décadas después. Sentenció:

Quizá los entusiastas de los ordenadores tengan otras razones para prescindir de la biblioteca con tanta frecuencia. La motivación comercial más importante que hay detrás del culto a la información es vender ordenadores. Las ventas a bibliotecas cuentan muy poco en comparación con la perspectiva de colocar un microordenador de propiedad privada en todos los hogares. De hecho, si en las bibliotecas hubiera ordenadores a disposición de todo el mundo, sin tener que pagar nada, quizás algunos clientes en potencia desistirían de adquirir uno.

Hoy sabemos que son muchísimos los hogares en los cuales hay más de un dispositivo digital, más de una computadora, más de un smartphone, independientemente de que también haya hogares, en las zonas rurales más pobres del mundo, en donde jamás se haya visto un aparato de éstos. Conozco a más de una persona que carga no uno ni dos, sino tres aparatos móviles al mismo tiempo. No les basta con uno, a pesar de que uno es más que suficiente.

Soy de los que creen que la escritura y la lectura, que la cultura escrita en general que heredamos del pasado, pueden convivir por muchísimo tiempo (como ocurrió con los mamíferos y los dinosaurios) con las tecnologías digitales, pero no sin el apoyo de la educación y, especialmente, de las bibliotecas y de la educación superior. Con las computadoras y con la tecnología digital se desarrolla un tipo de lectura y escritura distinta a la tradicional (a tal grado distinta, que Manguel ha sugerido denominarla de otro modo), pero no la cultura escrita de la que somos herederos desde la oralidad miles de años antes de Cristo hasta la profesionalización de la industria editorial en los siglos XIX y XX y el surgimiento del e-book en el siglo XXI, pasando, por supuesto por la invención de la imprenta de Gutenberg a mediados del siglo XV. Lo cierto es que nada de esto hubiese sido posible sin las bibliotecas y sin la invención del papel, anteriores a la era cristiana, y sin las universidades del mundo occidental desde hace aproximadamente mil años, como las de Bolonia, Oxford y París. La cultura escrita que heredamos está íntimamente asociada a estos hechos y forma parte de nuestro ADN cultural.

En Una historia de la lectura, Manguel argumenta que los voceros de la industria que se afana y se ufana en cavar la tumba del libro tradicional, y luego sepultarlo para siempre, parten de un error:

Quieren hacernos creer que el libro –esa herramienta ideal para la lectura, tan perfecto como la rueda o el cuchillo, capaz de contener nuestra memoria y experiencia, y de ser en nuestras manos verdaderamente interactivo, permitiéndonos empezar y acabar en cualquier punto del texto, anotarlo en los márgenes, darle el ritmo que queramos– ha de ser reemplazado por otra herramienta de lectura cuyas virtudes son opuestas a las que la lectura requiere.

Pongámoslo del siguiente modo: Si algunas generaciones fueron hijas de la bombilla eléctrica y del teléfono fijo a finales del siglo XIX, es obvio que las generaciones del siglo XXI son hijas del teléfono inteligente y de las plataformas informáticas móviles. La bombilla eléctrica modificó los hábitos: entre otras cosas, facilitó la lectura de libros hasta altas horas de la noche: no era lo mismo leer, dificultosamente, bajo la pálida luz de una vela, que leer bajo el resplandor de la lámpara eléctrica. El teléfono fijo logró que la gente pudiera comunicarse verbalmente por medio de lo que se llamó, en un principio, el “telégrafo parlante”.

Pero las plataformas informáticas móviles y el teléfono inteligente hacen que el teléfono fijo se convierta en una antigualla, en una pieza de museo, y, además, trastoca el sentido de la comunicación: es un teléfono, pero ya no sirve únicamente para hablar y escuchar, sino sobre todo para “mensajear”, esto es para escribir y leer textos telegráficos, incluso con códigos sólo comprensibles para quienes comparten dicho argot. Es una evolución y una revolución en las comunicaciones, sin duda, pero al mismo tiempo es un retorno, simbólico, a la clave Morse de las primeras décadas del siglo XIX y a la telegrafía sin hilos, de Tesla y Marconi, de principios del siglo XX.

Esto prueba que toda tecnología está asentada sobre una anterior; que, generalmente, en su evolución, facilita la vida cotidiana, crea y modifica hábitos, pero hay una cosa que nunca resuelve: la angustia del ser humano. Lo mismo en los siglos anteriores a la era cristiana que en los dos milenios después de Cristo, y ahora en la era tecnológica de la informática, los seres humanos seguimos padeciendo, metafísicamente, de lo mismo, la angustia, ¡y nada mejor para comprobarlo que las redes sociales de internet!, que se han convertido en el nuevo confesionario, sólo que ahora al margen de la intimidad y no en la privacidad con el sacerdote o con el terapeuta.

Nadie podría negar que, pese a nuestro progreso renombrado, más de una vez (sobre todo si frecuentamos mucho internet) hemos estado dispuestos a darle, punto por punto, al mil por ciento, la razón a Macbeth: “La vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y de furia, y sin ningún significado”. Y esta angustia no la curan ni los libros ni internet, pero internet, con su rapidez e inmediatez la amplifica y multiplica en su más maligna banalidad.

Los hábitos cambian, se adoptan otros que pronto adquieren la sanción social y se convierten en aceptables y aceptados, a pesar de la tensión social y contra las presiones conservadoras. Pero los seres humanos seguimos siendo los mismos, con la única diferencia de que la exposición social se ha amplificado y que el ideal del éxito y la fama ha alcanzado grados de facilismo justamente por la eficacia de internet.

En todo tiempo ha habido quienes han asesinado con saña a su madre, a su padre, a sus hijos; en todo tiempo hay quienes, contraviniendo la moral de la época, han practicado el exhibicionismo, el narcisismo y hasta el canibalismo. La diferencia es que hoy cualquiera puede hacerse famoso de la noche a la mañana (siendo esto justamente lo que persigue) por matar a su madre, destazar a su hijo, meterse un preservativo por la nariz y sacarlo por la boca, exhibir su pene o sus implantes y difundir la forma en que se comió al vecino y guardó lo demás en el refrigerador. Todo ello gracias a internet.

Y, sin embargo, no podemos vivir quejándonos de la realidad nada más porque ésta no se adapta a nuestros deseos. Lo que sí podemos hacer es contribuir a que esa realidad sea menos triste y menos dañina, incluso, si es preciso, auxiliándonos con el paradójico consuelo que nos brinda John Stuart Mill: “Es preferible ser Sócrates insatisfecho que un necio satisfecho” que, parafraseado por Carlos Fuentes, se resuelve en la siguiente síntesis coloquial: “Es preferible estar triste que estar tonto”. Esto es, justamente, lo que nos corresponde a quienes todavía confiamos en los poderes redentores del libro y la cultura escrita, independientemente del soporte en que se encuentren. La realidad real siempre estará por encima de la realidad virtual. Un día el libro fue piedra o tablilla de arcilla, luego fue papiro y pergamino, después papel y ahora pantalla. Después, quién sabe qué será.

Los lectores también hemos cambiado, adaptándonos a las tecnologías, pero nuestra humanidad es la misma, a pesar de lo que se diga en relación con las mutaciones tecnológicas. En sentido opuesto, existen los que, corriendo sus riesgos, jamás se suben a la plataforma del progreso. Si Paul Auster no tiene computadora ni teléfono móvil, si primero escribe a mano y luego pasa el manuscrito a la hoja de la máquina mecánica que ha tenido por décadas y a la cual llama “mi vieja amiga”, la Olympia de la que habla en su libro La historia de mi máquina de escribir, queda del todo probado que ningún gran escritor necesita computadora, pues tampoco la necesitaron Juan Rulfo ni Borges, aunque sí García Márquez y Vargas Llosa, y, para decirlo con un obvio anacronismo, así como ni Sócrates ni Cristo tuvieron biblioteca, ni Dante ni Shakespeare ni Cervantes ni Balzac ni Tolstói ni Chéjov ni Dostoievski ni Kafka ni Flaubert necesitaron computadoras.

Las computadoras las necesitamos nosotros, no los escritores grandiosos ni los genios: las necesitamos los peatones de la cultura para tratar de hacer llegar la grandeza cultural, científica, artística e intelectual a quienes viven hoy, a causa de internet, inmersos en la banalidad, la frivolidad y, no pocas veces, en la estupidez y en la locura virtual a las que se refiere Umberto Eco. No estoy diciendo nada que no sea cierto. Las computadoras facilitan las tareas de un escritor, que ahora puede escribir y publicar más páginas y más libros, porque, además, internet le brinda mucha información, pero no le transmite talento ni mucho menos genio. Lo que es, lo es en mayor cantidad y con más velocidad, pero nada añade a la calidad o a la falta de ella.

En una entrevista para el diario argentino La Nación (Verónica Dema, 29 de abril de 2014), Auster afirmó:

Toda la gente quiere hacer grandes reclamos en favor de las nuevas tecnologías, pero si nosotros pensamos lo que pasó desde la Revolución Industrial vemos que primero decían que el tren iba a cambiar el alma humana y simplemente hizo que la gente se moviera más rápido; después, que los aviones iban a liberar tiempo y espacio y que las computadoras iban a alterarnos el cerebro. Pero de lo que la gente se olvida es de que nosotros tenemos cuerpos, que somos nacidos del cuerpo de una mujer y que tenemos dolores, emociones, que amamos, odiamos, nos enojamos y después nos morimos. Y las computadoras no nos van a salvar del tiempo. Entonces, realmente no sé cómo la vida es tan distinta con computadoras.

En conclusión, seamos sensatos, seamos razonables, en vez de querer tener –neciamente– la razón. No regresaremos a las cavernas, porque no dudo ni un instante que aquel que se exilie en las cavernas, más por exhibicionismo que por hartazgo social, querrá llevarse consigo su smartphone. Hay mucha gente que no sabe que hay vida más allá de internet. Avisémosle, aunque no por ello vamos a evitar noticias como la que leímos el sábado 22 de septiembre de 2018: “Agotan en horas nuevos modelos del iPhone en la capital del país. Mexicanos se formaron desde el jueves en una tienda de Santa Fe”. La santa fe de la gente está depositada hoy en el iPhone.

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192 s. 4 illüstrasyon
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9786073048354
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