Kitabı oku: «Velasco y la prensa 1968-1975», sayfa 2
El informe proponía numerosos cambios sustantivos y novedosos en la educación, pero recogemos ahora solo los que afectarían más adelante a los medios masivos de información, como por ejemplo la extensión educativa, que fue definida como «acciones, dentro y fuera del ámbito escolar, que impulsan el proceso de educación permanente de la población nacional, a nivel de concientización, actualización de los conocimientos y enriquecimiento de los recursos estimativos y expresivos. Dichas acciones de apoyo provienen, entre otros, de los siguientes sectores: cultural, cooperativo, familiar, laboral, religioso, deportivo, etc.».
Leamos parcialmente la sección titulada «Comunicación educativa y medios de comunicación colectiva»:
Dentro de los múltiples elementos que deben ser utilizados para las acciones de extensión educativa, adquieren especial importancia todos los medios de comunicación colectiva y entre ellos particularmente la radio y la televisión, que tienen un poder persuasivo extraordinario, tal vez mayor del que corresponde al periodismo escrito y con un alcance no limitado al sector alfabetizado.
La conciencia de este poder y la necesidad de usarlo cautelando el interés social son causas de que en casi todos los países del mundo la radio y la televisión sean actividades no operadas como empresas comerciales ordinarias.
En los países subdesarrollados es aún más importante que en los países desarrollados el cautelar el empleo de estos medios de comunicación colectiva con finalidad social, porque son los que más pueden influir en forma decisiva en la capacitación de los recursos humanos y, por tanto, en la aceleración del desarrollo.
Luego, el informe señala que en el Perú los medios operan con fines de lucro, con poca participación estatal en los contenidos. Finalmente, el informe propone acciones:
Para lograr la eficacia de las acciones de la extensión educativa es indispensable asegurar el buen uso de los medios de comunicación colectiva, o sea que no basta tener acceso a ellos a través de unos cuantos espacios cedidos por las emisoras comerciales en horarios más o menos convenientes. Es absolutamente necesario tener poder de decisión en lo que se refiere a contenidos, a fin de que los medios de comunicación colectiva no destruyan lo que pretende construir el nuevo sistema educativo.
[…]
La convicción de que el sistema educativo es factor fundamental del desarrollo nacional e instrumento de desalienación de nuestro pueblo debe orientar el contenido de los programas de actividades educativas, tanto de aquella que se llevan a cabo en los centros educativos propiamente dichos, como de aquellos que se realizan a través de los medios masivos de comunicación. En ambos casos debe realizarse una adecuada labor de concientización2.
Propusieron, además, fundar un instituto nacional de extensión educativa y cultura para desarrollar programas de «concientización, cultura y actualización de conocimientos».
Este proyecto, como se sabe, fue aplicado por la ley general de telecomunicaciones, mediante la cual el gobierno intervino las empresas de televisión de Lima y las emisoras de radio que consideraron importantes para sus fines, según veremos adelante. Pero no tocaron a la prensa, que todavía para entonces seguía en discusión.
La controvertida ley general de educación, de marzo de 1972, incluyó también el tema de la extensión educativa, pero dado que las telecomunicaciones habían sido ya intervenidas, no abundó en los detalles del informe. Citó como objetivos suscitar en cada miembro de la comunidad peruana un espíritu crítico que permita su desarrollo persona, promover la cultura nacional, etcétera. Y en el artículo 239 de la ley expresó, cautamente: «Para sus acciones propias, la extensión educativa dispondrá del apoyo adecuado de los medios de comunicación colectiva, particularmente la televisión, la radio, el cine, el teatro y la prensa, de conformidad con las disposiciones legales vigentes».
Hubo todavía más indicios cuando se divulgó como libro el Plan Nacional de Desarrollo 1971-1975, en el que se lee, en la parte de Transportes y Comunicaciones, que se considera: «Reforzar e incrementar la participación del Estado en la presentación de servicios de radio y televisión dirigidos básicamente a los fines educacionales, culturales y artísticos» y agrega «reservar para uso exclusivo del Estado determinadas frecuencias de radiodifusión y canales de televisión» (Instituto Nacional de Planificación, 1971-1972).
La televisión y la radio
En el último semestre de 1971, el diario Expreso, ya en manos de sus trabajadores, acompañado de La Crónica, acentuó su crítica a la televisión, acusándola de alienante y reclamando su control.
La respuesta la asumió La Prensa, que al acercarse la fecha prevista hizo por lo menos veinte notas en su página editorial, destacando la que alertaba sobre el presunto futuro monopolio:
¿Qué razón puede justificar el monopolio por el Gobierno de todos los medios de radio y televisión? El Estado tiene todos los recursos dentro del sistema hoy existente para hacer respetar en los programas los principios de patriotismo, moralidad y los demás valores de interés social, sin necesidad de implantar monopolio alguno para tal fin. El Estado cuenta con emisoras propias de televisión y radio. Nada impide que Canal 7 de Televisión se convierta en una gran emisora y que realice los debates sobre los grandes problemas nacionales, o cualesquiera otras clases de programas que se considere necesarios. ¿Qué necesidad hay entonces de establecer un monopolio?3
En octubre, la nueva de que pronto la televisión sería intervenida era nuevamente un secreto a voces, a tal punto que solo dos días antes el ministro de Educación, general Alfredo Carpio Becerra, declaró a los periodistas que la ley de telecomunicaciones «saldrá cuando menos piensen […] porque en todas partes debe haber educación, y para que haya educación fuera de los ámbitos de la escuela necesitamos medios de comunicación adecuados». Y el ministro de Guerra, general Montagne, puntualizó que «estará lista posiblemente el próximo martes»4.
El día 9, ya conociendo seguramente hasta detalles de la ley, el presidente de la Asociación Nacional de Radioemisoras del Perú (ANRAD) publicó en varios diarios un gran aviso titulado «Radio y TV rechazan calumnias de Expreso y reafirman confianza en gobierno», planteando sus puntos de vista ante lo que creían sería un monopolio de la radiodifusión y expresando confianza en que el Gobierno no caería en el error de intervenir los medios, afirmando que «la radiodifusión es íntegramente peruana desde su nacimiento y rechazamos airadamente los infundios y bajezas que pretenden suponernos al servicio de intereses extranacionales»5.
Finalmente, aquella noche del 9 de noviembre de 1971 la Policía Fiscal ingresó sin problemas a locales de empresas de radio y televisión de Lima para cumplir con los decretos supremos que expropiaban la mayoría de sus acciones, decisión que acompañaba a la promulgación de la nueva ley general de telecomunicaciones.
El decreto 026-71-TC expropió el 51% de Teledós (Canal 2), Panamericana Televisión (Canal 5), Compañía Peruana de Radiodifusión (Canal 4), Bego Televisión (Canal 11) y Radio Continental, de Arequipa.
El otro Decreto, 025-71-TC, expropió solamente el 25% de Radiodifusora Victoria, Radiodifusora Reloj, Empresa Difusora Radio Tele, Radio Disco, Empresa Radiodifusora Excelsior, Radio Atalaya, Promotora Siglo XX Radio El Sol, Emisoras Populares, Emisoras Nacionales, advirtiendo en el mismo decreto que se podría extender la expropiación hasta el 100%. Un año más tarde, mediante el decreto 026.72-TC, se ordenó la expropiación del 100% de las acciones de Radio Atahualpa (Cajamarca), Radio Andina (Huancayo), Radio Juliaca (Juliaca) y Radio La Voz del Altiplano (Puno).
Al anunciar la nueva ley que regiría a su sector, el ministro de Transportes y Telecomunicaciones, general Aníbal Meza Cuadra, hizo una severa crítica al sistema que ahora se pretendía regular:
La Ley de Telecomunicaciones pone al alcance del Perú el servicio y la importancia de los medios modernos de comunicación masiva, destinados a cumplir un rol social y no de privilegio particular. Medios que deben contribuir al proceso de desarrollo del país y no a frenarlo en beneficio de unos pocos.
Respondiendo a las críticas sobre monopolios y recorte de la libertad de expresión que habían precedido la decisión, el ministro dijo en su discurso:
Si estos son, en último análisis, los fines que persigue la ley de telecomunicaciones, ¿por qué la preocupación y las angustias de quienes hasta ayer fueron los únicos dueños de estos medios? Si su funcionamiento ha sido correcto, si todos los peruanos tenemos como único ideal servir a nuestra patria ¿cuál es el temor o la preocupación de que el Estado se asocie con ellos? ¿Acaso las empresas no buscan al Estado para asociársele, ya que es conocido que su presencia es aval, respaldo económico y garantía de pago? ¿Por qué tanta agitación cuando el Estado ha decidido colaborar en la tarea de educación que dicen vienen cumpliendo, y en la cultura del pueblo peruano?
Luego de citar cifras que probaban la fuerte concentración de radioemisoras en pocas manos, agregó en su extenso discurso: «El contenido de los programas de radiodifusión propalados por esos grupos de poder ha tenido un sentido domesticador y manipulador de la opinión pública, en valores, actitudes y marcos de referencia […], desarrollando para ello una programación deformadora e interesada que empleaba en muchos casos procedimientos incompatibles con el respeto que merece la ciudadanía»6.
La nueva ley también atendió al problema de la participación laboral, que se había iniciado por las disposiciones de la también nueva ley de industrias, que veremos más adelante.
En uno de los varios comunicados que publicó el gobierno, luego de listar las empresas parcialmente expropiadas, señaló que en cada una se había nombrado un personero y «en cuanto a los radioyentes y televidentes, deberán tener la confianza de seguir manteniendo su obvio derecho a escoger, que se determina por la calidad de la programación […]. La ley, en definitiva, garantiza, en forma real, la libertad de expresión de las ideas y el respeto por la dignidad de las personas»7 .
Prácticamente desde el día siguiente fue claro que la puesta en acción no iba paralela a la intención y el interesante nuevo discurso teórico. En la radio y la televisión las exigencias de las disposiciones de la OCI respecto a contenidos y limitaciones a la publicidad considerada alienante tropezaron con fuerte resistencia de los técnicos primero y de los clientes, después. Las inversiones en publicidad sufrieron una fuerte retracción. Y, como se sabe, la radio y la televisión dependen totalmente de la publicidad en un contexto clásico capitalista como el Perú de entonces y de hoy; no es el caso de los diarios, que eventualmente podrían obtener ingresos por la venta de ejemplares. En esos dos medios de comunicación no hay ingresos sin publicidad.
De cualquier modo, el Estado se percató pronto de que no bastaba, en el caso de la televisión, con poseer el 51% de las acciones de los canales para controlar los contenidos, y especialmente de los programas elaborados en el país. Para conseguirlo se creó «Telecentro», organización que asumió la producción de programas nacionales, incluyendo los noticieros, con directivos nombrados directamente por el gobierno.
Pero Telecentro nació con una frágil estructura legal y con una todavía más endeble situación económica, y pese a que pudo producir programas, tropezó con la administración de los canales en manos privadas y un cierto boicot de anunciadores, además de un sinnúmero de problemas legales, incluyendo juicios interminables con los antiguos propietarios de los medios. El hecho es que casi desde su fundación se sumió en una crisis económica prácticamente insalvable que la puso al borde de la quiebra.
Respecto a los contenidos de los programas, el Ministerio de Educación fue encargado originalmente de su vigilancia por medio de la Dirección de Extensión Educativa. Se llegó inclusive al control de los avisos comerciales, y los anunciadores debían recabar autorización especial antes de lanzar sus campañas. Pero poco tiempo después, tal responsabilidad fue trasladada al Sistema Nacional de Información para más tarde ser olvidada.
Un bloque de emisoras fue trasladado al control de ENRAD-PERU y otras semiexpropiadas continuaron trabajando como si nada hubiera pasado. Pronto, los administradores descubrirían que les sería fácil burlar las disposiciones de control sin irritar a la Oficina Central de Información, base del sistema. Citemos solo un ejemplo: había quedado estipulado que debía propalarse un alto porcentaje de música nacional, sin avanzar más allá en la caracterización de aquella música. Y entonces se comenzaron a trasmitir ritmos extranjeros... grabados por músicos nacionales.
Como el gobierno se desentendió, la música peruana prácticamente volvió a desaparecer de las programaciones luego de una breve primavera nacionalista. Tanto en la radio como en la televisión, la incapacidad local de producir suficientes programas como para completar las horas de transmisión obligó a seguir contratando programación extranjera, y es así como la televisión no cambió nunca de rostro. Citemos otro ejemplo de contradicción respecto a este medio: el Instituto Nacional de Teleducación (INTE) fue encargado de producir programas infantiles, pero como la televisión era semiprivada, las producciones debían pagar por los espacios que utilizaban. Debió primero entonces aceptar horarios baratos y clamorosamente inadecuados; y más tarde se vio obligado a retirar los programas, quedándose solo con el canal estatal.
SINAMOS
En junio de 1971, por decreto ley 18896, el gobierno creó el Sistema Nacional de Apoyo a la Movilización Social (SINAMOS), que tenía como objetivo principal, según enunciaban en las primeras líneas de creación del sistema, «la efectiva participación de la población nacional en las tareas que demande el desarrollo del país».
Al reunir una serie de oficinas burocráticas, pronto se convirtió en un organismo de gran relevancia en la política, y su generoso presupuesto le permitió reclutar a buen número de académicos y políticos. Si bien estaba a cargo del general Leonidas Rodríguez, nombraron como director general al antropólogo Carlos Delgado, quien más tarde sería personaje de influencia en numerosos episodios de la Primera Fase del gobierno militar.
Una decisión significativa fue la edición de la revista Participación, en la que miembros destacados de SINAMOS planteaban temas revolucionarios, comentaban decisiones, etcétera, lo que la volvió rápidamente indispensable para quienes seguían con atención las decisiones gubernamentales. Si un tema estaba en Participación era porque había pasado por la aprobación revolucionaria.
Por esto convocó la mayor atención un extenso texto del sociólogo e historiador Hugo Neira, destacado funcionario de SINAMOS, referido a la problemática de los medios de comunicación. En la segunda edición de Participación, de febrero de 1972, suscribió el artículo «El poder de informar».
Fueron veintidós páginas, incluyendo numerosas ilustraciones, en las que Neira expuso con detalle la situación de los medios informativos, basándose en varias investigaciones académicas y enfatizando que la revolución todavía no había alcanzado a los medios de comunicación de masas: «Diversas voces han señalado el peligro de una activa supervivencia de una radio y televisión comercializada, una prensa reaccionaria, una publicidad alienante que alimentan la permanente contrarrevolución, desde las capas de subprivilegiados […]. Diversas voces han señalado este peligro. En efecto, la revolución peruana no puede desatenderse de los medios de comunicación».
Luego de una crítica detallada de los malos resultados de la expropiación de los medios audiovisuales avanzó hacia las advertencias: «Sería un error considerar que el equipo revolucionario que comanda el proceso político no ha reparado en la situación de los mass-media peruanos». Luego se extiende sobre la posibilidad de una prensa social: «Ciertamente, deberá haber una prensa para el Estado. Pero deberá haber, también, una prensa al servicio de sus lectores hecha por los periodistas mismos. Una prensa de la sociedad y no del “establecimiento” (aunque este sea revolucionario). El equilibrio entre ambas necesidades requiere de órganos complementarios pero distintos».
La reacción de los periodistas
Los periodistas recibieron mal la noticia del golpe militar de 1968, pero no hubo unanimidad en el rechazo porque se dividieron de inmediato. Solo una facción protestó formalmente, acompañando a los propietarios de los medios; la otra guardó silencio, porque sus empleadores saludaron las primeras acciones de la Revolución.
La histórica división de los profesionales de la prensa en el Perú no solo se confirmó entonces, sino que se agudizó al surgir como tercera posición el sindicalismo crítico, que asumió una decidida crítica y reprobación de la vieja y empresarial definición de la libertad de prensa.
Nos referimos a las posturas que asumieron la Federación de Periodistas del Perú y la Asociación Nacional de Periodistas, las organizaciones principales por su presencia en las capitales de provincias. Surgiría después el movimiento sindical comprometido, que daría origen a la creación de una fracción de la federación.
Los periodistas peruanos han visto nacer y liquidar por lo menos tres clases de proyectos de instituciones que les pedían adhesión. Las empresariales, impulsadas por razones de interés económico o político de los editores; las gremiales, restringidas a la promoción de la ética y la libertad de prensa; y las sindicales, que pretendían avanzar hacia reivindicaciones de tipo laboral.
La pionera, empresarial a todas luces, fue la Asociación de Prensa, promovida por los dueños y codirectores de El Comercio en 18918. Luis Carranza y José Antonio Miró Quesada, civilistas, se enfrentaban al militarismo liderado por el general Andrés Avelino Cáceres, aunque en el contexto era presidente el general Remigio Morales Bermúdez.
Para combatirlo y evitar que se aplique un amenazante «reglamento de moralidad pública», convocaron a los editores de periódicos para fundar una institución que señalaba en su estatuto que uno de los fines de la asociación era «enaltecer la profesión de periodista». Eran tiempos en que se confundían las funciones de periodistas y editores, y en la lista de fundadores figuran más dueños que profesionales de la información.
Morales Bermúdez murió en 1894 en ejercicio de la presidencia, y lo reemplazó Cáceres, quien fue derrocado al año siguiente por Nicolás de Piérola. Así, la Asociación de Periodistas perdió razón de ser y fue abandonada por El Comercio9.
El siguiente intento también fue político empresarial. Un círculo de periodistas fue promovido en 1908 por políticos ligados al diario La Prensa, adversarios del entonces presidente Augusto B. Leguía. La diferencia con el anterior estaba en que contaba con la presencia de algunos periodistas, pero no tuvo relevancia gremial alguna.
La organización de periodistas más importante de la época fue sin duda el Círculo de Cronistas de 1915, en el que no había un solo editor o dueño: todos eran periodistas profesionales. Se destaca la presencia de los jóvenes Abraham Valdelomar, César Falcón, José Carlos Mariátegui, José Gálvez y otros que estuvieron de acuerdo en agremiarse para avanzar hacia reclamos legítimos de mejores condiciones de trabajo. Fueron muy activos, pero el famoso incidente del baile de Norka Rouskaya en el cementerio en noviembre de 1917 los dividió y provocó la renuncia de sus directivos y su desaparición posterior (Stein, 1989).
En 1921, bajo la presidencia de Leguía y con ocasión de celebrarse el centenario de la Declaración de la Independencia, el gobierno gestionó con periodistas amigos la organización de una institución que permitiera cubrir apariencias. Poco antes de la llegada de los invitados convocaron a un Círculo de Periodistas que ofreció algunos agasajos, pero luego desaparecieron. Pocos años después se repitió la farsa cuando se fundó un Círculo de la Prensa que participó en la celebración del Centenario de la Batalla de Ayacucho.
En 1928 se fundó la Asociación Nacional de Periodistas, que todavía funciona con vigor gremial. En el acta de fundación leemos: «La ANP queda instituida en la República por los periodistas y auxiliares del periodismo como dibujantes, reporteros, gráficos y correctores de pruebas […] será una institución de carácter puramente gremial. Quiere ser un órgano de cooperación mutua y de defensa de los derechos e intereses de sus miembros. La ANP declara de modo expreso que no intervendrá en cuestiones religiosas ni en actividades políticas de ningún género».
La fundó un nutrido grupo de periodistas destacados, que tuvieron que enfrentar el rechazo de los propietarios de El Comercio, que dijeron que debía llamarse Asociación Nacional de Empleados de Periódicos, pero que debió retroceder ante los sólidos argumentos de la flamante organización, que recurrió incluso a organizaciones extranjeras y a la Academia de la Lengua para las definiciones.
El año 1950 fue un año importante para la historia de los periodistas nacionales. Una nueva generación de periodistas había llegado a los diarios para reemplazar a una vieja guardia que alternaba el oficio con otras tareas. Esta vez ya estaban las redacciones con jóvenes a tiempo completo, muchos recién egresados de las escuelas de periodismo de la Pontificia Universidad Católica o de la Universidad de San Marcos.
El dueño de La Prensa, Pedro Beltrán, muy cercano a la práctica y novedades del periodismo norteamericano, pugnó por modernizar el viejo diario y consintió el lanzamiento del exitoso vespertino Última Hora, lo que obligó a los demás diarios a renovarse, pues hasta ese año los dos diarios principales cubrían con avisos sus primeras páginas.
Ese año fue fundada la Federación de Periodistas del Perú (FPP), luego de un intento fallido de un grupo de asociados que deseaban sacudirse de la influencia de El Comercio. Fue una batalla electoral en la que los periodistas debieron tomar partido y un importante sector, que en el contexto podríamos calificar de liberal, abandonaron la ANP y marcharon, bajo el liderazgo de Genaro Carnero Checa, hacia la fundación de la nueva entidad.
Allí se encontraron periodistas de La Prensa, del Partido Aprista, jóvenes de La Crónica y de muchas revistas. Fueron un centenar los fundadores de la nueva institución, que muy rápido encontró eco en provincias por su contraste con el conservadurismo y quietud de la Asociación.
«La ANP —dice un crítico del proceso político en relato testimonial— se redujo a ser coto, hasta hoy, de El Comercio, ya que después de 1950 este diario le dio todo su apoyo. La totalidad de los redactores fueron obligados a inscribirse en sus registros, así como sus corresponsales en provincias, determinando que los periodistas que trabajaban en otros órganos de expresión dejaran la entidad para afiliarse a la Federación». Y agregó que «como puede apreciarse, ciertos procedimientos de proselitismo y para el manejo de las instituciones se parecen, aunque las ideologías que los sustentan aparentan ser diferentes» (Chávez Costa, 1978)10.
Luego de varios años sería posible identificar a la FPP con La Prensa y a la ANP con El Comercio, adversarios en lo ideológico, lo político y lo empresarial. Pedro Beltrán era un empecinado partidario del libre mercado, enemigo de la intervención estatal, en especial del control de cambios; los Miró Quesada insistían en su nacionalismo y no reprobaban que el Estado participara en algunas actividades, como el caso del petróleo entregado a empresas norteamericanas. Beltrán tenía ambiciones políticas personales apoyado por los terratenientes agrupados en la Sociedad Nacional Agraria, y sus periodistas principales lo acompañaban fielmente, militando en la Federación.
Ambos diarios, igual que Expreso, eran miembros distinguidos de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), organización de propietarios que tendría más adelante fuerte presencia en el debate por su capacidad de articular opinión internacional.
Reacción periodística al golpe del 68
Como dijimos antes, El Comercio justificó el movimiento militar en editorial del día siguiente, el 4 de octubre, titulado «El pronunciamiento de la Fuerza Armada»:
En menos de veinticuatro horas la vida política del país ha dado un viraje por muchos sectores temido, ante la inexplicable acumulación de circunstancias que, poco a poco, distanciaron al gobierno del presidente Belaunde de sus dos tradicionales columnas de respaldo: la opinión pública y la Fuerza Armada.
[…]
El lema de batalla «la conquista del Perú por los peruanos», no pudo resistir ni al empacho ni a la voracidad de empresas que no quieren actuar en el Perú como socias de nuestro esfuerzo sino como dueñas de lo que no les pertenece, porque es patrimonio de doce millones de personas.
Despreciada la opinión pública a la que se trató de complacer con simbolismos, se ignoró, también, la opinión del Ejército, que en uso de los deberes que la Constitución le asigna para defender las fuentes naturales de riqueza, opuso severas objeciones, de forma y de fondo, a la llamada «solución de las cuestiones pendientes de la Brea y Pariñas».
[…]
La Patria nuestra y la Patria de nuestros hijos hay que reedificarla con sacrificio y desinterés para que el Perú sepa siempre vivir con honor y dignidad.
Y luego de la toma militar de los yacimientos petrolíferos del norte, El Comercio editorializó con entusiasmo el 10 de aquel octubre:
La República está de pie. En muchos edificios públicos, en los hogares de ricos y pobres, pero, sobre todo, en el corazón de todos los peruanos, hay una bandera roja y blanca que lanza sus pliegues al viento y una voz de optimismo que expresa la majestad solemne de esta hora, suprema, que significa no solo la identidad de un país por el vínculo indisoluble del amor a la Patria, sino la noble y generosa reparación de los abusos cometidos contra la nación.
Editoriales así ahondaron severamente las diferencias con La Prensa, que resultaron al final coyunturales. Leamos las primeras líneas del editorial del diario de Pedro Beltrán del viernes 4 de octubre, el día siguiente del golpe militar:
Protestamos por la Violación del Orden Constitucional
El nuevo rompimiento del orden constitucional por un acto de fuerza, que ha depuesto al presidente Fernando Belaunde Terry y lo ha enviado al exilio, y que ha clausurado el Parlamento, suscita la protesta enérgica de quienes, más allá de toda discrepancia política, defendemos el sistema democrático que solo puede sustentarse en el respeto a la ley y a los mandatos legítimamente emanados del voto popular.
El proceso de afianzamiento de la institucionalidad, que se inicia en 1956 y que —tras la interrupción de un año por otro golpe de fuerza— se reanuda en 1963, ha sufrido, una vez más, un doloroso retroceso.
Al día siguiente y en fechas sucesivas, editorializaron sobre la libertad de prensa, llamándola «garantía que no admite limitaciones»:
Al preguntársele si el régimen que encabeza va a respetar la libertad de prensa, el Presidente de la Junta Militar, General Velasco, respondió: «Depende… depende», agregando que cuando un periódico o una radio hable sin tener fundamento, sin tener base, «habrá limitaciones». Tal afirmación reviste una gravedad que no es posible pasar por alto.
Una «libertad de prensa» que se deje sujeta al criterio de lo que los gobernantes consideren que tiene fundamento o tiene base, simplemente no es libertad de prensa, ya que el derecho ciudadano a la libre expresión queda limitado por juicios subjetivos que, por ser subjetivos, resultan arbitrarios.
El grupo beltranista de La Prensa se unió a la reprobación con un comunicado suscrito por el secretario general del Sindicato de Periodistas del diario, Jorge Castro de los Ríos: «El sindicato hace pública su más enérgica protesta por el golpe militar que, desconociendo los principios democráticos y constitucionales que regían al país, ha depuesto a un Gobierno que era la expresión fiel de la mayoría ciudadana»11.
Lo mismo hizo el Comité Ejecutivo Nacional de la Federación de Periodistas del Perú: «Hacemos saber a la opinión pública [nuestra] posición de protesta y rechazo al golpe militar que ha depuesto al Gobierno Constitucional»12.
La última unidad del gremio
El entusiasmo de El Comercio comenzó a declinar cuando los militares acentuaron la presión sobre Expreso y detuvieron a su dueño, Manuel Ulloa. Fueron solo un par de días que lo atemorizaron y le hicieron decidir por el autoexilio en el local de su diario, donde se instaló en el salón del directorio, hasta viajar después a Buenos Aires.
El primer día de noviembre, el gobierno clausuró Expreso, Extra y la revista Caretas. Detuvieron al director de esta última, Enrique Zileri, en la primera acción de una crónica y abusiva persecución que duraría hasta el fin del gobierno militar.
Tampoco reaccionó la Asociación de Periodistas cuando la FPP convocó a una huelga de periodistas de 24 horas para una semana después, el día 4. Ese día los diarios no circularon, a excepción de El Comercio, cuyo personal no se sumó al paro.
En la noche de aquel día, un importante grupo de miembros de la Federación se reunió en la Plaza San Martín para protestar, pero la policía les cerró el paso agresivamente. Entonces, luego de una breve negociación, los periodistas fueron autorizados por la policía a caminar, pero en silencio y sin carteles, desde la Plaza San Martín hasta su local de entonces en la amplia avenida La Colmena, a pocos metros de la avenida Tacna.
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