Kitabı oku: «Colombia desde la pluma de Juan Gossain», sayfa 2

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Temible fiebre amarilla

En esas andábamos cuando, en el año de 1729, se presentaron los primeros brotes de fiebre amarilla que atacaban no solo en el campo, sino también en sectores urbanos y en las zonas calientes del país.

Una vez más, la peste empezó en Cartagena. Un mosquito transmitía las infecciones, provocando hemorragias, hasta causar la muerte a la mitad de los contagiados. La llamaron así porque la picadura ponía pálida a la gente.

Relata el investigador Roberto Franco que esa fue la primera epidemia de fiebre amarilla que hubo en Colombia. Iba y venía. Se escondía y volvía a aparecer. Así duró 183 años, nada menos, hasta 1912, cuando se presentaron los últimos casos.

Y fue también la primera vez que el gran río Magdalena, que recorre el país de sur a norte, sirvió para llevar la desgracia. De ahí que la hayan bautizado como “fiebre del Magdalena”. Llegó, incluso, a regiones tan lejanas del interior como Ambalema, Honda, Guaduas, Girardot y Espinal.

También fue la primera vez que el río Magdalena, que recorre el país de sur a norte, sirvió para llevar la desgracia. De ahí que la hayan bautizado como “fiebre del Magdalena

Los tiempos del cólera

Pasa más de un siglo durante el cual Colombia no se salva de pestes menores. Con decirles que durante ese período en la sola ciudad de Bogotá fueron detectadas veintidós epidemias diferentes, entre ellas once de viruela.

En esas andábamos cuando, en el año de 1849, Cartagena es nuevamente atacada por el cólera. Esa fue la época que Gabriel García Márquez recogió en su novela El amor en los tiempos del cólera, en la cual campean las calles históricas de Cartagena y un viaje interminable por el río Magdalena. Poco después de la peste, José María Lisboa, un periodista y navegante portugués afincado en el Brasil, hizo un viaje por Colombia, Venezuela y Ecuador y escribió un libro en el que relata la devastación que se vivía en la ciudad.

Cuenta, por ejemplo, que él tuvo oportunidad de visitar el hospital que el gobierno español había construido en el caserío de Caño de Loro, a la orilla del mar, a finales del siglo diecisiete.

Aquella edificación de color amarillo todavía se puede ver hoy, desde el mar, cuando uno pasa navegando por la bahía de Cartagena. Era un leprocomio colonial. Y desde entonces la gente le sigue diciendo “el lazareto”.

La reconquista

Antes de seguir adelante, pido permiso para echarle marcha atrás a la manivela del tiempo y contarles lo que ocurrió en 1815, cuando Cartagena apenas tenía cuatro años de haberse declarado independiente.

Resulta que ese mismo año la ciudad, en la que había 18.000 habitantes, fue atacada por una nueva peste de cólera. Y en agosto la ataca también otra peste tenebrosa: el ejército de la reconquista española, comandado por el brigadier general Pablo Morillo. No se sabe cuál de las dos plagas fue peor.

Los cartageneros que no se morían enfermos se morían de fusilamiento o de hambre, porque los invasores no permitían la entrada de alimentos.

La gente no se rindió ni a la peste ni a los españoles. Por eso fue que desde entonces la llamaron ‘Ciudad Heroica’.

Seis meses después, a finales de 1815, terminaron el asedio y la epidemia. Llegaron juntos y se fueron juntos. Y a la ciudad solo le quedaban 8.000 personas. Había perdido, en apenas cinco meses, más de la mitad de sus pobladores.

Llega la peste negra

Ya estamos en el siglo veinte. Van progresando los medios de transporte y los viajes entre poblaciones y, entonces, por ello mismo, las epidemias se expanden más rápido.

Una nueva enfermedad sorprendió al Caribe colombiano en 1913. Hacía daño en los ojos, los pulmones y los ganglios sexuales, hasta ocasionar la muerte. Era la peste bubónica, que la gente identificaba como “peste negra”.

Una cuidadosa investigación dirigida por el historiador Jorge Márquez Valderrama, de la Universidad Nacional de Bogotá, pudo establecer que los primeros casos fueron registrados en varias poblaciones del Atlántico: Usiacurí, Isabel López, Baranoa. De allí saltó a Santa Marta y Aracataca. Y de allí, a Cartagena y Calamar, en Bolívar.

Gripa española

Y así fue como llegamos a la tristemente famosa gripa española de 1918. Hizo estragos en Colombia. Entró por los puertos de Santa Marta y Cartagena, pero, para asombro de todo el país, sus peores estragos los causó en una región insospechada: las montañas de Boyacá, tan lejos del mar.

Una investigación muy cuidadosa del Museo de Historia de la Medicina, de Tunja, estableció que el virus les llegó por el camino que venía de Bogotá.

Se demostró, además, que en proporción a su tamaño y su población, fue Boyacá el lugar de Colombia más afectado, ya que murieron 2.800 personas en una región que tenía 58.600 habitantes. Imagínese: el cinco por ciento del total.

Los científicos concluyeron que esa tragedia fue posible por los efectos devastadores que causan sobre una gripa el frío y las alturas montañosas de Boyacá, a más de 2.000 metros sobre el nivel del mar.

Epílogo

Y así llegamos al día de hoy y al coronavirus. No quiero terminar sin mencionarles otras epidemias que han golpeado a Colombia.

De algunas de ellas todavía podrán acordarse los lectores de más edad, porque son las pestes más recientes, ocurridas en el siglo veinte y en lo que va corrido del veintiuno.

He logrado rastrear entre ellas las siguientes: la gripa asiática de 1958, la gripa de Hong Kong en 1968, el ébola que brotó en 1976 y reapareció en el 2018.

Siguen el sida de 1981, el síndrome respiratorio del 2002, la gripa aviar del 2003 y la nueva gripa porcina del 2009.

No puedo despedirme de ustedes sin mencionar la peor epidemia que está destrozando a este país, la que ataca no solo a nuestro cuerpo sino a todas las defensas de nuestra alma, la que contagió a la justicia, la temible peste que acaba con lo que le pongan y para la que no hemos querido o podido encontrar vacuna ni remedio.

Me refiero, naturalmente, a la corrupción.

Un testigo lo confirma: en Plato sí se volvió un hombre caimán

Voy a empezar mi relato con alegría y con afán, que en la población de Plato se volvió un hombre caimán...

JOSÉ MARÍA PEÑARANDA, SE VA EL CAIMÁN

Ya no me queda ni una duda: Colombia es la tierra de las cosas singulares.

Como lo recuerda cualquier colombiano mayor de cincuenta años, la historia cuenta que en inmediaciones de una localidad hermosa que se llama Plato, en el departamento del Magdalena, y a orillas del río que lleva el mismo nombre, merodea un hombre que se transformó en caimán por andar echándoles el ojo a las mujeres hermosas que lavan ropa o se bañan en los playones.

Perdónenme un momentico, antes de seguir adelante: al comenzar el párrafo anterior dije que, en resumidas cuentas, eso es lo que dice la historia. ¿O será la leyenda? Como cualquier colombiano, siempre tuve la seguridad absoluta de que eso no era más que otra hermosa leyenda inventada por la imaginación popular.

Pero, para que lo sepan, ahora, cuando ya ha transcurrido casi un siglo, aparece la declaración escrita de un testigo presencial. Tengo en mis manos una copia de su testimonio. Entiendo lo que usted está sintiendo en estos momentos porque yo tampoco podía creerlo.

Un abogado italiano

Vamos al grano, que el tiempo apremia y la curiosidad también.

Corría el año de 1940. El mundo estaba en medio de la Segunda Guerra Mundial. En la población de Plato vivía un abogado descendiente de italianos, llamado Virgilio Di Filippo, nacido en el Cerro de San Antonio, otra localidad del Magdalena, en la que Simón Bolívar vivió unos días durante la guerra de independencia.

En Plato, Di Filippo llegó a ser secretario del juzgado municipal, profesor, sacristán, periodista, escritor de la vida cotidiana del pueblo y compositor musical que, además, tocaba el órgano en la iglesia parroquial.

Fue entonces cuando pasó lo que pasó. A la dirección del periódico El Heraldo, de Barranquilla, llegó una extraña carta, que parecía una novela o una crónica muy bien escrita, y provenía de Plato. Para perplejidad de los lectores, apareció publicada el 5 de julio de 1940, hace ahora 81 años exactos.

Se desmaya el primero

El asombroso testimonio, escrito por Di Filippo en tiempo presente y en una de las viejas máquinas de aquellos tiempos, en papel de carta, comienza diciendo que todo empezó seis días antes, el 29 de junio.

“Como a las tres de la tarde –comienza el relato–, cundió la noticia de que en el campamento petrolero de la Andian, que dista del poblado un kilómetro, más o menos, había saltado un animal que presentaba formas de hombre y caimán al mismo tiempo”.

En esa carta queda constancia de que, el primero que vio semejante aparición, fue el celador del puerto. “Salió despedido, como alma que lleva el diablo, a darle la noticia al jefe del campamento y cayó desmayado. El animal, con un cuerpo enorme, yacía sobre la playa del río”.

En vista del inmenso pavor que se vivía entre el gentío congregado en el puerto, el jefe dispuso que le dispararan. “Pero el animal hizo ademán de súplica y se desistió del intento de matarlo. Como se advirtiera que con la mano derecha hacía señales de pedir alimentos, se le largó un pedazo de carne cruda, pero el saurio no lo cogió”.

El animal, con un cuerpo enorme, yacía sobre la playa del río.

Entonces, a una distancia prudente, le pusieron comida cocida y la devoró en el acto. Di Filippo revela que esos primeros testimonios los obtuvo de Alfonso Camargo Maestre y Luis Arrieta, testigos presenciales.

Y agrega: “De acuerdo con la descripción que ellos nos han hecho del animal, hemos confeccionado el dibujo que le acompañamos, y que, como usted verá, tiene brazos de hombre y media cabeza humana”.

Los vecinos de Plato tomaron aquel primer episodio “como una broma o un chascarrillo”. Lo atribuyeron a la imaginación popular. Pero, cuando apenas habían transcurrido unas cuantas horas de lo sucedido en la petrolera, la cosa comenzó a ponerse seria. La gente también.

Habla la mamá del caimán

“Al día siguiente”, prosigue Di Filippo, “fuimos avisados de que en casa de la señora Ana Leonor Rivera se había hospedado una señora, de nombre Manuela Aguilar, procedente de El Yucal, que se decía madre del caimán humano”.

Como era natural, el pueblo entero salió corriendo para allá, entre ellos el propio Di Filippo.

“Encontramos una anciana de 73 años, muy acongojada. Le preguntamos qué era lo que había pasado y nos dijo: “Voy a referirles todo. Mi hijo no es el diablo, como ha inventado la gente del Cerro de San Antonio; él era un hombre como cualquiera de ustedes, pero la fatalidad es así. El año pasado, en el mes de marzo, mi hijo trabajaba quemando los rastrojos de una roza en El Yucal, y de pronto le cayó encima una llovizna que le produjo tos”.

(Debo aclarar que en el lenguaje de los campesinos caribes, una roza es un sembrado de frutos comestibles, granos y cereales).

“Así pasaron seis meses”, prosigue la madre, “y lo curaba el señor Blas Contreras con bebidas de calahuala mezcladas con frutas maduras y cáscaras de guayacán con sal rociada por el sereno de la noche”.

El caimán se llama Saúl

La señora Manuela se detuvo un momento, según el escrito de Di Filippo, y exclamó que su hijo se llamaba Saúl Montenegro. (¿O se llama todavía? ¿Será que, en medio de tantos prodigios, aún anda por ahí, llorando su tragedia en los playones?)

“Como no conseguíamos su mejoría”, dice entonces la señora, “resolvimos, por insinuación de un vendedor de hamacas, mandarlo para donde los brujos de La Guajira. En mayo de este año regresó perfectamente bueno. Pero en la casa todos ignorábamos que poseía un secreto para volverse caimán cuando se lanzaba al agua”.

Aquí es donde empieza lo bueno.

La propia madre cuenta que, en el pueblo de El Yucal, antes de echarse al agua, Saúl le entregaba a un compañero un frasco que contenía un extraño líquido de color azufrado.

“Así que, cuando quería recobrar la figura de hombre, se acercaba a la orilla y se echaba otras goticas de ese líquido y volvía a quedar convertido en hombre. Cuando supe eso, le rogué a Saúl que dejara esos embolismos, pues yo ya estaba muy nerviosa”.

(Embolismo es palabra castiza y pura. En el español antiguo significaba enredo, confusión, chisme, embuste).

Cuando quería recobrar la figura de hombre, se acercaba a la orilla y se echaba otras goticas de ese líquido… y llegó la tragedia.

La mamá del caimán continuó así su historia: “Una mañana, mientras yo me dedicaba a hacer unos bollos, salió Sergio con José Manuel Arenilla, ‘El Cojo’, que nunca lo había visto hacer la prueba”.

De manera que, cuando Saúl regresó vuelto caimán, después de disfrutar la desnudez de las mujeres en el río, fue tan grande la impresión de El Cojo que, en vez de rociarle unas gotas en la cabeza, le arrojó desde lejos el frasco tapado, que se hundió en el río, y salió corriendo. En la corriente se perdió el remedio mágico de la hechicería.

Así fue como Saúl Montenegro, hace ochenta años, se volvió caimán para siempre. Su madre terminó aquella reunión en Plato, según el testigo Di Filippo, pidiendo a los presentes que hicieran correr la noticia de que ese caimán humano era su hijo, “y que no me lo vayan a matar mientras yo hago traer desde La Guajira esa misma agua milagrosa que compone el cacique Mantaura”.

Como ustedes se imaginarán, aquello se regó por todos los pueblos de la orilla del río. La gente no hablaba de otra cosa. Hubo testigos que juraban haber visto al caimán humano pidiendo un poquito de arroz o una yuca, por el amor de Dios. Es más, en Plato crearon una comisión encargada de conseguirle comida.

La noche del espanto

Hasta que pasó lo que pasó aquella noche de 1940. Dejemos que lo relate el testigo Di Filippo: “Aquí, en Plato, el señor Juan García vive en la plaza adyacente al mercado. El día 3 del presente, como a las 11 de la noche, al terminar amena charla con sus amigos, el señor García se dispuso a dormir, pero antes fue a la tienda vecina, la del señor Miguel Tejada, donde compró unos plátanos maduros y un pedazo de queso”.

De repente, al volver a su casa, vio que por la calle se iba acercando a él “un enorme monstruo en forma de reptil, que se arrastraba pausadamente. El buen anciano dio un grito de espanto que alarmó al vecindario. Acudieron los policías, los guardas de rentas, las mujeres en ropa de dormir; aquello fue una verdadera babilonia”.

El pueblo entero corría hacia allá junto con las sombras de la noche. “Entre los gritos de los muchachos y el llanto de las mujeres que clamaban ‘misericordia, Señor’, solo el señor García recobró la serenidad y permanecía con la vista fija en el saurio. De pronto le arrojó los plátanos y el queso, que el animal devoró con famélica ansiedad”.

(Con razón el canto de Peñaranda diría que “la historia de ese caimán es digna de admiración, come queso y come pan, y bebe tragos de ron”).

El señor García, entonces, le ordenó: “Saúl, vuelve al agua”. Y, agrega Di Filippo, “en voz baja le rezó el Magnificat y el Credo al revés. El caimán emitió un enorme ronquido y se echó al caño con un estruendo que hundió varias canoas bajo un oleaje de diez metros de altura”.

Epílogo

Desde entonces, el hombre caimán va y viene, recorriendo todo el curso el río, hasta llegar a su desembocadura, en las afueras de Barranquilla, donde a veces lo siguen viendo.

El episodio llegó a oídos de José María Peñaranda, el popular músico barranquillero que creaba canciones picarescas, y compuso la historia de Se va el caimán. Ese canto se volvió célebre en toda América y luego en el mundo entero.

Dejo constancia escrita de que esto no es lo que ahora llaman ‘realismo mágico’, sino algo mucho más importante: es la realidad mágica que se vive a diario en el Caribe. Para que después no digan que esas son vainas de García Márquez.

Una joya: las cartas del joven Gabo cuando tenía veinte años

La señora Vivian, que es tan cariñosa, me llama para decirme que tiene en su poder unos papeles muy importantes que me mandaron de Cali. Son tan valiosos que ni siquiera se arriesga a decirme por teléfono de qué se trata ni a mandármelos con algún mensajero.

Como si yo fuera el protagonista de una misteriosa novela de detectives, me voy calladamente para su casa, caminando por la sombra, intrigado, cuidando cada paso. Miro a ambos lados de la calle, a ver si hay algún extraño que me esté siguiendo o un sospechoso parado en una esquina.

Por fin llego. Ahora tengo los papeles entre mis manos. Son las cartas que el joven Gabriel García Márquez, que entonces tenía un poco más de veinte años, le escribió a un amigo mientras trabajaba como periodista en el diario El Heraldo de Barranquilla.

Es mejor que empecemos por el principio, con el cuento completo, para que podamos entendernos. García Márquez, que se retiró de estudiar abogacía en la Universidad de Cartagena, a finales de los años cuarenta fue contratado como reportero y columnista en el periódico El Universal. Poco después se trasladó a Barranquilla con el mismo trabajo, al que él llamaba “el oficio más bello del mundo”. Ya estaba iniciándose la década de los cincuenta.

García Márquez tenía un amigo de la infancia, llamado Francisco Padilla García, al que sus compañeros de travesuras le decían Chin, que era un diminutivo de Pachín, que a su vez era un diminutivo de Pacho, que a su vez era un diminutivo de Francisco. Perdonen ustedes, pero Macondo es Macondo.

De modo, pues, que la vida los convirtió en amigos entrañables, aunque Gabito, que nació en Aracataca, en el departamento del Magdalena, se fue a estudiar en Zipaquirá, después en Bogotá, luego en Cartagena y ahora estaba trabajando en Barranquilla. Chin, por su lado, nació y se quedó en Magangué, la próspera ciudad llena de comercio y canoas, a orillas del río Magdalena, en el departamento de Bolívar.

Las primeras cartas

Son cuatro las cartas de García Márquez que han llegado a mis manos. Solo una de ellas está escrita en papel de bloc, que antes se llamaba “papel de cartas”, y las otras tres en papel de teletipo de periódicos, amarillo y grueso. Todas están impresas con la tipografía inconfundible de las máquinas de escribir que en aquella época resonaban en las salas de redacción.

La primera está fechada en abril 14, pero no dice el año. Es allí donde García Márquez habla de su primera obra, La hojarasca, que estaba a punto de ser publicada. En el tercer párrafo revela el conflicto que se le presentó con la famosa Editorial Losada de Buenos Aires.

“Te informo que no hay Hojarasca en la Losada”, le cuenta García Márquez a Chin. “La empresa editorial, con su prestigio y todo, fue enviada al diablo porque se permitió el abuso de insinuarme algunas modificaciones. Actualmente me estoy moviendo con el objeto de publicarla por mi cuenta, lo cual, al tiempo que no le hace perder mercado, constituirá para mí una entrada superior a la que podría proporcionarme la edición de Losada”.

Confesiones amorosas

Y luego el gran escritor, que apenas estaba dando sus primeros pasitos, le confía a su amigo los quebrantos personales que está padeciendo por cuenta del amor. “Se me ha perdido de vista”, dice, sin mencionar el nombre de la dama. “La tengo aquí, atravesada como un venablo en la bomba circulatoria, en una terrible cosa entre tiempo y espacio, viento y marea, que no sé si sea amor o muerte. De todos modos, es algo tan tenebroso que no habrá más remedio que disolverlo en una buena pócima matrimonial, con cucharaditas suministradas tres veces al día, hasta la hora de la muerte, amén”.

Y finaliza sus confesiones íntimas con estas palabras: “Un día de estos que vengas por acá –pues yo, en mi condición de jefe de información de El Heraldo, en donde estoy a tus órdenes, no puedo moverme ni un instante– te contaré a fondo todas las pesadillas de que ha estado circundada esta sangrienta aventura de amor. Recibe el entrañable abrazo de tu amigo de siempre, gabito”.

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