Kitabı oku: «Narrativa completa. Juan Godoy», sayfa 6
II
Hogueras de musgo seco erizaban su fuego en las crestas de los cerros cercanos. La pata de la espesa sombra, escamosa de estrellas, blandía la luna, espuela de azulosa plata.
A la hora de la fresca, el viento arrancó el cabello al sol, dejándolo calvo y mondo, buscando a un hombre dentro de sí mismo, tiritando. El horizonte irguió más tarde, rojiza frontera de rescoldo. Escupió la pajita de su ojo, y quedó limpio el cielo, llenándose de un rebaño de tinieblas ramoneando.
El sargento Ovalle salió borracho del reñidero.
–¡Déjame besar tus pensamientos! –dijo, y besó en la frente al futre Matías. Besó una copa azulosa de plata bocona.
Matías llevaba el volante en sus manos delgadas y finas. Pálidas. Los árboles bostezaban esparrancándose en las sombras, y escuchaban la voz mellada y filuda del sargento Ovalle:
Todos me dicen no seas leso;
búscate novia y te casas ya,
y a mí estas cosas me dan vergüenza
por una corta genialidad.
En los cajones venían los gallos muertos. Deshechos. Los picos espesos de coágulos.
El bruto picoteaba la alfombra persa. Cantó con extraña alegría. Y escarbaba.
Trincado y Monardes, el futre Matías, Augusto y Abelardo, iban todos a casa del sargento. Se comerían al gallo bruto, y también los gallos muertos. Nadie pensó enterrarlos si vivían en su historia. El sargento había pasado noches en vela cuando el Condorito, pollón aún, estuvo enfermo de muerte. Ahora se lo comería simplemente. Vivía en su alma. Era en él.
–¡Ah, todos somos desgraciados, Matías, porque venimos de vientre de mujer. Los huachos que no conocen madre, como no saben de dónde salieron, entran en todas partes, sí, Matías!
Para el sargento sería un huacho especialmente don Juan.
El pavimento escurre río de luces.
Vistosos, luminosos, como peces pintados, guiñan los anuncios al viandante, en la ciudad silenciosa, conventual. Graniza; rutila el arbolado denso sobre los cauces. En el fondo de una tumba se divierten los hombres con sus entrañas. Los rieles retuercen sus piececitos azules y fríos. Rojizas las sombras de los parques, chamuscadas de besos, de sexos, de bocas. En el cerro Blanco, hay rebaño de cabritas. En el Oriente, gruta de carne derrama su piel musgosa y blanca.
* *
–¡Menche, hija, me rompí el alma! –gimió el sargento caído de bruces en el vano de la puerta.
Amarillaba de luz el cuarto. Luz de lámpara.
En el brasero hervían ollas limpias, saltadas, azules. Wanda se tejía una bufanda verde de seda partida; caería en cascadas sobre su pecho. Gaviotas pescando en el mar. Eulogio repasaba su música. Y Mercedes, la mujer del sargento Ovalle, menuda, bonita, ajada, cruza la habitación despavorida, con ágiles piernas bajo el vestido suelto, rameado.
–¡Pedro! –exclama temblando.
–¡Ay, hija, me rompí el alma!
Mercedes y el futre Matías ayudaron a ponerse de pie al sargento. El sargento gira sus ojos en las órbitas. Mira a su mujer y al futre Matías. Matías ríe con su diente de oro tenebroso.
Entran los galleros con sus cajones cuajados de estrellas y sus cajones de mimbre. Sacan los gallos muertos y los arrojan sobre la mesa de la cocina. Ovalle coge su gallo bruto, describiendo con él un arco de fuego en el aire.
–Para mí, bisteques de la molleja y de la cresta. Venga también para mí la morita de la sangre.
Abrió su cortaplumas y le entregó el gallo a Abelardo, quien le cruzó las alas, y maniató las patas, de las espuelas. Eulogio trajo un azafate con un puñadito de sal. La hoja de acero brillaba lamida de luz helada y delgada. El sargento cogió de la cabeza al gallo. Apartó las plumas de la golilla, y comenzó a degollarlo pausadamente. Chorro de sangre espesa y caliente caía en el esmalte blanco y frío del azafate. El corazón del gallo palpitaba con violencia. Abelardo quiso sentir, su mano puesta en el pecho del gallo, como escapaba la vida; pero tuvo miedo, no lo quiso sentir. Ahora goteaba concho de sangre negra. El gallo se agitó apenas. Luego quedó lacio y sin vida. El ano suelto ensució de excrementos al gallero flaquito.
Con cuidado extremo Ovalle cortó la cabeza del gallo, le arrancó el buche y dejó limpio el cuero del cogote, para llenarlo de sangre. Para su morita.
Augusto fue por un chuico de vino.
* *
–¡Menche, esposa mía! –acariciaba el sargento a su mujer, llevándola a sus rodillas–, tócame la guitarra, cántame aquella canción con que me anudaste a tu pie, como a un esclavo.
Mercedes se estremeció; sabía lo que le esperaba. Ovalle se había casado con ella para taparle su falta. Wanda era sólo hijastra del sargento. Y ahora la muchacha estaba grande y linda. Eulogio sí que era hijo suyo. El sargento Ovalle amaba a Mercedes, y era cruel en sus celos, celos imposibles. No estaba colmada la apetencia de aquel hombre. Y aquella mujer le engañaba siempre en su pasado. Y la odiaba a ella horriblemente. Se pensaba humillado él, un hombre fuerte.
Sentados en rueda los galleros bebían y charlaban. Mercedes templaba la guitarra española, sin adornos, de caja amarilla, de limón. Su rasgueo era pausado, armónico. Las voces de los hombres se apagaron.
Mercedes tenía una voz ronquita y bella, acariciante.
–Guarda esta flor, Metiche, y piensa que es mi vida. Esa es la canción –apuntó el sargento
Ella cantaba:
¿Que no te puedo amar?
eso es mentira;
sólo tu imagen ocupa mi memoria.
Yo sin tu amor no quiero ni la gloria;
quiero la muerte si te pierdo a ti.
Una araña de copas de vino –poto colorado-– movió las patas viscosas hacia la mujer. Ella no bebía. Se negaba con firmeza a beber. El sargento la miró sañudo:
–¡Bebe! –le dijo con voz áspera–. Te lo mando –ella humedeció sus labios en la copa que el sargento le tendía. Miró a los ojos a su marido. Y salió de la pieza disparada y nerviosa, hacia la cocina donde Wanda y Eulogio pelaban los gallos con agua hirviendo. Enrojecidos, llorosos, los ojos azules. Húmeda la boca roja y carnuda. Sus cabellos rubios, de miel recién cortada, trenzados en alta moña.
–Estoy alegre, mis amigos, estoy alegre. En posesión de todas mis fuerzas. Bebamos –el sargento contaba cómo salía con Valdebenito, un compañero de armas, arrastrando el sable, por la cañada de Maule abajo, y cómo dejaba a los pacos azules de taco en las acequias.
«–El huaso Moraga sí que era hombre. Zarco, rojizo, de grandes manazas. Amansador de caballos en el regimiento, aturdía a una mula de una bofetada.
«–Guarde, mi sargento, que yo lo mato, me decía el hombronazo, y rifamos la primera guantada. Ganó el zarco.
«–¡Aguántese, mi sargento!, me dijo, con su voz lenta. Era reposado como los hombres de gran fuerza; ño Caliche le decían al huaso. Pescaba a un hombre de los muslos, le daba una vuelta en el aire, y lo dejaba después colgando de cualquier litre.
«Lo esperé. Vi venir la bofetada que me pasó por la oreja derecha y arrancó una ventana de la cuadra, con marco y todo. Me agarré de sus hombros; me empiné, y cuatro horas más tarde despertó Moraga en la enfermería, medio aturdido aún de mi cabezazo.
«–¿Qué hubo? –le decía la tropa–. ¡No se enoje, mi cabo, que llamo a mi sargento Ovalle!».
Los galleros rieron a carcajadas. ¡Vaya con la historia del sargento!
–Salud, entonces, pues –exclamó Abelardo. Reía dudoso el vino en las copas.
El sargento trepó las escaleras a la siga de Wanda. En el dormitorio la cogió. Llevola de una mano a un rincón del cuarto.
–Mira –le dijo golpeando con el pie la tabla del guardapolvo–, eso que está ahí es tuyo. A ti te quiero yo no más. Eulogio será un canalla como yo –y estrujaba en sus manos los pechos duros de la muchacha. Wanda lanzó un gemido y bajó la escala, despeinada, tiritándole el corazón como un pájaro herido. Crujieron las escaleras. Atrás venía el sargento. Un vacío inmenso desolaba su alma. Se bebió dos copas al seco, y sus ojos se quebraron de lágrimas.
–Los hombres que lloramos muy pronto somos todos unos canallas –dijo Ovalle, dejándose caer en una silla, la cabeza hundida sobre el pecho. Augusto lo miró fijamente, y sin decir palabra se salió de la casa y penetró en la noche. Su frente bañose de un frescor de plata que venía de las estrellas. Croaban las ranas en las acequias dormidas bajo la yerba. Un chuncho goteaba su canto en la poza fría del cielo.
Apestante humareda de cigarros. Olor de suelo mojado y barrido. Los labios salivosos de las copas.
Los espíritus de los galleros habían creado, por sobre sus cabezas, fundiéndose, un alma colectiva. Y hablaba cada cual con la intimidad de un yo con su alma. Embriagándose de palabras.
Abelardo contaba la historia de su gallina.
–«Vaya pues. Compré unos huevitos para cría bruta. De esa parvada salió la gallina. Era negra, delgada, parecía fina. Como me estuviera picoteando la hortaliza, la eché en el gallinero de las inglesas.
«–¿Qué tienen las gallinas, que arman tanto alboroto? –me preguntó la mujer. Curioso, fui a ver lo que pasaba: la gallina negra tenía a seis gallinas aturdidas en el suelo, y estaba moliendo a la última que le quedaba. Me interesó la gallina. La eché a pelear con otras, y con gallos de su peso a cacho forrado. Ninguno le aguantaba mucho. Sería de cruza con faisán. O de pato, hijo de gallina.
«En aquel tiempo yo era joven, tendría veinte años. Le llevé la gallina a don Santos de la Cristala, que tenía reñidero en la calle Ñuble».
Los galleros se quedaron silenciosos. Un hombre mediano y gordo, de tez morena y bruñida, descendió en medio de ellos y, sentado como un buda hindú, quedose, en medio, contemplándoles.
«Entonces se peleaba al peso y porte. Se amarraban los gallos al cerco del ruedo. Había que ser ducho pa sacar ventaja. Si no se atrevía uno levantaba su gallo y cedía el lugar a otro gallero. Eso era todo.
«Le gustó la gallina a El.
«Esta gallina no te la llevas –me dijo–. Puedes llevarte, sí, esa castellana con estacas, con sus doce pollos.
«Fui muchas veces por mi gallina. Siempre me traía algún pollo; pero nunca la gallina.
«El ganó muchas peleas con mi negra. Gallinas o gallos con cacho forrado, era igual. Pero no había caso de crías. La negra no se entregaba a ningún gallo.
«Muchos galleros estaban envidiosos de mi gallina. Una noche se metieron en el gallinero de don Santos, y echaron en una java a mi gallina negra, a un pollón muy rico que tenía El y a un gallo probado. Don Santos les habría quitado la vida a esos miserables. Todas las mañanas El iba, apenas levantado, a ver a la negra. Esa vez la encontró que le faltaba un ojo, el oído, la mitad de la cara a la negra. Una pata quebrada. El gallo probado estaba tendido en la tierra, cegado, sin quijada. Entre la gallina y el gallo mataron al pollón.
«Ustedes. recordarán lo hábil que era él para operar a las aves.
«Le cortó la pata a mi gallina. Y le puso una muleta. Así pudo entregarse la negra.
«Vaya, pues. Hermano de la negra era mi gallito que Uds. me conocieron, que era de 3-15. También era fino. Se crió huachito. Yo no le quise cortar la cresta ni las mollejas, ni la golilla. Lo llamaba yo a mi gallo y extendía mi brazo izquierdo. El gallito trepaba a mi brazo como un lorito, y cantaba. Pero un día ¿No me lo ojiaron? Se murió de mal de ojo».
Irresistiblemente Trincado soltó la carcajada. Rieron también Monardes y Matías. Aprovechando la coyuntura, el sargento Ovalle salió al patio a orinar; escalofrío del humo gira en el cuarto. Cerrada la puerta sin ruido. Bruscamente se aislaron los galleros en discordancias, y discutían.
Matías acariciaba en sus rodillas la rubia morbidez de la guitarra. Su estremecimiento se acalló en notas, vino a hacerse música. Hoja helada y delgada penetró en las almas con un silencio de muerte. Se sintieron los gritos de Mercedes, la pobre mujer, a quien pegaba el sargento Ovalle, por haber bebido vino.
De pronto saltó la puerta con marco y todo, y apareció, en medio de las tablas, entre las astillas rotas, la cabeza del sargento.
–¡Un trago, un trago! –bramó riendo a carcajadas. Los galleros, espantados, no atinaron a complacerle. Sacó el sargento su cabeza de entre las maderas, bebió, y un deseo irresistible de pegarles a todos lo invadió entero. Quiso cerrar las puertas para que ninguno se le escapara. En este mismo momento, un cansancio mortal lo desplomó sobre una silla. Miró a todos, atontado, y se quedó profundamente dormido. Todo quedó silencioso. En la calle, los galleros oirían siempre su ronquido enorme.
Olmo, olmo, olmo
I
Edmundo no supo cómo se halló tendido en la cama, boca arriba, los ojos abiertos, oprimidos y denegridos por los piececitos humosos de las negras sombras de su cuarto. Quedaba tras de él vacío de silencio, de vida. El dormía allí. No reconstituía nada. Un miedo absurdo le invadía entero como si navegara su yo por ignorados abismos. Prendió luz. Era su cama justamente. En el estante se le ofrecían sus libros. En el techo, las vigas de su cuarto tocadas de hollín. ¿Y si no fuera él? Porque en circunstancias extrañas y macolladas espigas posibles retornaría su ser reminiscente. ¿Cuál de sus yos en los mundos infinitos? Si alguien entrara en su pieza en este instante, como al espejo donde se miraba para rasurarse, le incrustaría su imagen sobre la tierra. Y le dirían: «Edmundo, ¿cómo te va?». Y él miraría a los lados, buscando, y dentro de sí mismo. Tenía ganas de que lo llamaran por su nombre. Se reiría, sujetando en las sábanas el chorro de su risa.
Sombra blanda, sedosa, en ángulo de tinieblas –fósforo verdoso de los ojos–, desenvaina la garra retráctil, rasca las tablas del piso. Sin tierra ni ceniza ni hojas para tapar sus huellas, lento, metódico, rasca. «Decididamente los gatos y los chinos pertenecen a una civilización muy antigua… ¡Oh, que no se me olvide esta intuición maravillosa del sueño y su licor! Los gatos como los chinos pertenecen a una civilización muy antigua. La luna se adelgaza en sus gargantas. ¡Ved su música!».
Rasca la garra retráctil, tapando sus huellas.
Abrió ojos desmesurados. Mana de vaca negra, de las ubres de las sombras, como si le mordieran un pezón al misterio, claridad lechosa, donde posa su pie el mundo de las imágenes. Rostro de mujer, gris perla, muslo derramado. Grupa de ola, bañando de carne falo espolón de roca. La imagen la sostiene él, y la expulsa como en un juego. Pero una se le queda fija y le oprime y opaca su ojo abierto y desnudo, como si la luna se cayera de pronto muerta en la pupila del cielo. Tiene miedo y se estremece y grita. Su voz es su voz. Le dañan las objetivaciones. Las objetivaciones quieren un altar. Imponen ellas y son tiranas. Se nutren del que las crió. A expensas de él. Agostándolo.
Despertó cansado, dolorido. «Todo me es igual». Era él simplemente un mediocre desquiciado. Pero ¿la comprensión no supera a la realidad? ¡Ah, si él no se hubiese planteado a sí mismo como problema! ¡Ahora no había para él sitio sobre la tierra. A veces, rebalsado de goces cenestésicos, descubría en sí mismo algo muy bello y profundo que criaba él dentro de su alma! «¡Vivid en peligro!». Esta frase dicha por un atormentado le quitó la firmeza sobre la tierra. Creyó ver en esas palabras un amor inmenso para la vida, para la tierra, para el cieno semillero. Y anduvo como un niño; pero no era él un niño. Pendía de la tierra que lo sustentaba con lo religioso. Y le había dejado de pronto sólo. Y se llenó de angustia. Tenía ya un alma de suicida.
Un hombre no puede ser un héroe amputándose; no es el héroe algo individual sino colectivo con un hombre fundamento. Aquí estaba el error del gringo Nietzsche. El héroe huye del arco tenso de sangre disparado por el alma colectiva; por ello deshumanizado, deificado. El error fue confundir al niño pagano, animador de la tierra, con el adolescente religioso, que ya no puede ser niño y que depende de la tierra porque tiene un Dios.
Se aburrió de tales problemas.
La red de sus pensamientos había cazado varios mosquitos. Dio un manotazo en el aire. Lo disipó todo.
De debajo del colchón sacó sus pantalones, planchados con la plancha de su cuerpo. Se vistió rápidamente y salió a la calle. Tenía aún cuarenta pesos de unas clases que hiciera. Y quería beber, emborracharse.
No obstante sus ideas, era muy supersticioso; en sus lecturas nunca se detenía en la página trece, ni en la veinte, que era el número de sus años, ni en la cuarenta y dos. A veces un temor irresistible le impedía toda acción para que no fuera lo hecho lo último que hiciera. Pero de atrás lo cazaba la vida. Fuerza irresistible lo empujaba a abandonarse a las cosas, a su ser y destrucción.
La mañana volcada, luminosa y fría, había acercado la ola de la cordillera, chispeante de peñascos, los cerros bajos.
Serían las doce.
Por el camino venía el huacho Arturo con una botella de mesa llena de vino tinto. El Caballo Bayo dormía apoyado a un tronco de acacia. Sus canastos deshechos hedían a pescado. Desperezose, bostezando largo.
–¡Saquémosle el viento, huacho! –gritó el Bayo, cogiendo a Arturo de una manga.
–¡Si te la tomay de un trago!
–¡Güeno! ¡Pásala! –y se la empinó pulsándola.
Arturo lo contemplaba muy regocijado, esperando que se tomara el doble aquel hombre. La boca del Bayo estaba blanda, goteante de vino la barbilla; los ojos amarillos, enrojecidos. Cuando le quedaba el concho, algo horrible ocurrió en el estómago de aquel borracho: vomitó el vino espeso sobre la tierra sedienta.
Arturo le dijo con rabia:
–¡Te pasé el vino pa que te lo tomaray; no pa que lo botaray! –y cogió su botella.
El Bayo quedó boca arriba, entre sus canastos, horriblemente borracho, roncando.
Arturo miró el vino perdido; miró su botella. Y siguió su camino silbando.
Este acontecimiento llenó de loca alegría a Edmundo. Así serían los dioses. Se sentía ágil y fuerte.
Otro borrachín se quejaba más allá:
–¡Yo mismo la vi a la vinera, echándole agua al vino. Si hubiese estado esa agua siquiera a la sombra de una parra!
Entró en un bar. En la mesita, de esmalte descascarillado, había unas gotas de vino y dos zancudos muertos. Los cuerpos traslúcidos de los insectos lo entusiasmaron:
–¡Bah, esqueletos de nostalgias! –y rió estúpidamente de sí mismo–. Lo que hay es –dijo al fin, bebiéndose la primera cañita– que disfrutan demasiados héroes sobre la tierra, y quienes faltan en ella son hombres. La idea de la personalidad es la más estúpida que han creado los intelectuales. Y algunos imbéciles hablan de su cultivo. Hombre-dios. Hombre-dios. Hombre-dios. Nunca como hoy ha hecho más falta un hombre a nuestra alma, para dispararlo hacia las estrellas.
De un rincón del bar brotó una sonora carcajada:
–Perdone, joven –dijo Mika, hombrecillo magro, de piel de aceituna, que enterraba y desenterraba cadáveres en el Cementerio Católico–, he recordado un incidente y no he podido menos que reír e interrumpir a Ud. en sus pensamientos. Es algo curioso.
Edmundo se preguntaba por lo que podía ser curioso para aquel hombre de sarmentosas manos y que hallaba deleite hincando sus garras en el barro de las vísceras o cuando descubría que en los huesitos aún había carnecita pegada.
–Anoche he visto a tres pelusas –prosiguió Mika–. Estos pelusas se acercaban cautelosos a un altar de la virgen María. Se quitaron sus gorras, se hincaron delante de la imagen. Se codeaban unos a otros. El más pequeño estiró su manita y arrebató una vela a la santa. Apagó la vela, metiósela en el bolsillo del pantalón y salió despavorido. Lo siguieron los otros. El más grande lo cogió de la nuca, golpeándolo cruelmente. Lloraba el pequeño. Y los tres se llenaron de injurias. Luego siguieron su camino. Lo curioso es que a unos cuantos pasos de allí hay un paredón, negro de sebo de vela quemado, con cortina de velas encendidas, y no robaron de aquí ninguna vela. Es que esos rústicos santuarios que llamamos animitas, simbolizan las almas de lo más vivo que hay en el país. Existen en todos los caminos, porque en ellos dejaron su vida los chilenos rebelados de las encomiendas, los primeros bandidos o cualquiera de los rotos que despanzurran la tierra arrancándole sus riquezas. El roto, joven, tiene origen campesino; pero es un producto de selección. No es un hombre de cerco. ¡Ah, señor, cuando el roto empuje al huaso a sus designios! ¿Ha pensado Ud. que esto de las animitas marca el origen de la sociedad patriarcal? Esto del culto a los muertos nos viene por lo céltico que hay en la raza española. Y de los araucanos, que también veneraban a sus antepasados. Nosotros, a los bandidos, a los escritores, a los que se aventuran solos por los caminos. Nuestro país será grande cuando arroje sus cadenas. Me voy a mi empleo. Salud –y salió del bar guiñando
los ojos.
Edmundo había conseguido su naufragio, su verdad. Y como era su propia verdad, la tuvo que hallar muy extraña.