Kitabı oku: «Un abismo sin música ni luz», sayfa 3

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Un hombre sale de su casa. Es temprano. Cierra la reja con llave. Da una última mirada como para comprobar que todo ha quedado en orden. Mira su reloj y se da cuenta que está en la hora correcta. Llegará veinte minutos antes a su trabajo. El tiempo necesario. Sólo debe caminar ocho cuadras para llegar al viejo edificio que alberga al Servicio Médico Legal. Está nervioso. Lleva años realizando autopsias, pero el último cuerpo que revisó anteayer lo dejó preocupado. Ayer por la mañana recibió la visita de un sujeto, quien le sugirió lo que debe decir su informe acerca del último cuerpo. No ha podido dormir. No conocía al sujeto, sólo se presentó como un «amigo». Nunca lo había visto. Había oído que a veces ocurrían irregularidades, pero nunca había vivido algo así. El tipo sólo le dijo que por el bien del país y de su familia, y en esa parte nombraba a cada uno de sus hijos, se limitara a escribir los siguientes renglones. Le entregó un papel en el que aparecían un par de renglones: «causa de muerte: traumatismo encéfalo craneano por presunta caída, ya que la occisa muestra altos niveles de alcohol en la sangre». Después de eso podía continuar su vida en paz. Solamente debía decir que la joven había muerto de un golpe provocado con una piedra. Nada más. La gente se cae, quizás estaba un poco bebida. La juventud ha perdido los valores. Tal vez estaba con algún amigo que la empujó o la golpeó con una piedra. Le insisto: la juventud ha perdido sus valores.

Había pensado escribir el verdadero informe, pero prefirió esperar. Todo estaba en su cabeza y en una pequeña grabadora que había dejado en su casa. Sólo había escrito el que le habían pedido. No era muy complicado el trámite. Lo llevaba en el bolsillo interior de su chaqueta. Era un crimen vulgar. Una joven asesinada y su cuerpo arrojado sobre las piedras del río. Todos los años tenían que levantar varios cuerpos desde ese lugar. Al llegar a una esquina un tipo se paró a su lado. Se quedaron los dos paralizados por un instante.

–Doctor Cifuentes.

–Dígame, ¿qué quiere?

–Necesito hablar con usted.

–Ya hice lo que me pidieron.

–Creo que usted se confunde. Soy el inspector Gutiérrez de Investigaciones. Necesito hablar con usted. Acá a la vuelta hay un café. Lo invito.

Los hombres caminaron en silencio la media cuadra de distancia. El doctor Cifuentes sintió que se hundía en un pozo negro. La imagen de la joven sobre su mesón no la podía quitar de su cabeza. Y no porque se hubiese espantado con la muerte, sino que las heridas que ella presentaba le habían anunciado un camino oscuro.

Se sentaron a una mesa junto a una ventana.

–Ya le dije que soy el inspector Gutiérrez. Estoy a cargo del caso de la chica que encontramos el sábado en la mañana en el lecho del río.

–Conozco el caso. Gladys Spencer. Ya hice el informe y en un rato más pretendo presentarlo. Ahí está todo. No tiene de qué preocuparse.

–¿Por qué lo dice así? ¿Está nervioso?

–No, sólo estoy apurado. Además no tomo café.

–Doctor, usted sabe los tiempos que estamos viviendo.

–No sé a qué se refiere.

–Necesito saber qué vio en el cuerpo.

–Puede leer el informe –Cifuentes sacó de su bolsillo interior un sobre y se lo entregó–, está todo ahí. Preferí poner que alguien le había pegado en la cabeza, es más creíble con las evidencias del cuerpo.

–¿De qué está hablando?

–No se haga el astuto conmigo. Me quedó claro después de la visita de su amigo. Lea el informe, está como me lo pidieron.

–Mire, no haga esto más difícil. Usted se confunde. Si alguien ya lo visitó para pedirle que adulterara su informe quiere decir que las cosas están más difíciles de lo que pensé –Gutiérrez tomó el sobre, lo abrió y leyó el documento– ¿Esto es lo que va a entregar?

–Es lo que me pidieron.

–No sé bien de lo que trata todo esto, pero yo vi el cadáver de Gladys. Le puedo contar que por lo poco que he averiguado, esta chica salió la noche del viernes a una fiesta.

–Muy propio de los jóvenes.

–Era una fiesta donde los milicos. Así me lo confirmó una amiga de ella. Pero los milicos dicen que esa joven nunca llegó al lugar de la fiesta, que era el casino de oficiales del regimiento. Es raro. Alguien vio un vehículo del ejército por el camino que lleva al río. Quizás a las tres o cuatro de la mañana.

–¿Qué quiere que le diga? Todo está en el informe.

–Lo que vio en el cuerpo. Sé que puede estar presionado, pero confíe en mí.

–Una víctima de asesinato siempre me tensiona.

–Le repito una vez más: necesito saber qué vio en el cuerpo. Usted sabe que es difícil que llegue a poner por escrito lo que sus ojos vieron. Imagino que recibió un mensaje para escribir un informe que no levante sospechas. No me extraña. Entienda, yo no estoy con esa gente. No lo culpo por sentir miedo.

–¿Me está diciendo que soy corrupto?

–No se confunda. Usted sabe lo que le estoy diciendo. Conozco su carrera y sé que es un tipo apegado a las normas de su profesión, pero si las cosas se complican como se están complicando tenemos que actuar coordinadamente. Puedo asegurarle protección, pero tenemos que movernos rápido.

Los hombres se quedaron en silencio, mirándose. Gutiérrez bebió su café. Cifuentes se arregló los lentes y el nudo de la corbata. Revolvió lentamente la taza de café y tomó un largo trago. El café le pareció más malo que nunca.

–Necesito que saquen a mi mujer y a mis tres hijos hoy mismo. Yo la llamaré y le diré que usted irá por ellos.

–Me tiene que dar unos días. Debo mover gran cantidad de medios.

–Hasta mañana. No puedo demorar más este asunto. A más tardar mañana debo presentar el informe.

–¿Lo tiene listo?

–Sí, tengo dos informes listos.

–¿Dos?

–Sí. Dos. El que usted acaba de leer y otro que tengo en mi cabeza y al parecer nunca podré escribir. ¿Cómo sé que puedo confiar en usted?

–Estamos iguales. Usted no tiene más alternativas que creer en lo que puedo ofrecer y yo también debo creer en sus palabras. Nada me asegura que una vez que nos despidamos usted vaya a hablar con otras personas.

Nuevamente se produjo un silencio incómodo entre ambos.

–¿Cuántos días tengo que esperar?

–A lo más tres. Debo coordinar todo. Mi jefe ya me autorizó.

–Entonces hasta ese día hablamos.

–Necesito que me dé algo más. No sólo su palabra.

–Es muy riesgoso.

–¿Qué me puede adelantar?

–Gladys recibió un fuerte golpe en la cabeza, pero además tiene marcas de arma cortopunzante. Específicamente corvo. Sus ropas están rasgadas y tiene diversas marcas en brazos, espalda y piernas, específicamente en la parte superior interna de los muslos.

–O sea que están los milicos hasta el cuello.

–No sé. Esa parte del trabajo ya es asunto suyo.

–Los milicos son los únicos que manejan corvos.

–También alguien puede haber robado alguno. Esas cosas suceden.

–No es necesario que los defienda. Se defienden solos. Demore todo lo que pueda la entrega del informe y mantenga su rutina normal. No le cuente nada a sus hijos ni a su mujer.

–Debo preparar mis cosas.

–Olvídelo. Siga su vida normal. Antes de tres días lo pasaremos a buscar. No haga nada extraño. Nada que genere sospechas. No retire plata del banco. Siga su vida normal.

–¿Está seguro que puede protegerme?

–Es parte de mi trabajo. Si alguien le pregunta qué conversaba conmigo, dígale que hablábamos sobre el colegio de los niños.

–¿Qué cosa?

–Sus hijos y mi hija van al mismo colegio. Diga que hablábamos de los problemas del colegio. Usted ya sabe: las cuotas muy altas o algo así. El informe verdadero envíelo por algún medio a mi dirección, asegúrese que tenga todos los timbres correspondientes y su firma. Sea lo más claro y preciso para describir las heridas. No coloque su nombre al sobre. Sé que es obvio, pero prefiero prevenirlo en caso de que las cosas se nos compliquen y tenga la seguridad que se van a complicar. No vaya al correo, trate de enviarlo con alguien del servicio, que parezca uno de los tantos trámites que hay que realizar día a día. No hable con nadie del tema. Que todo parezca como un crimen vulgar. Yo estaré atento. Apenas tenga los medios disponibles voy por usted y su familia –Gutiérrez anotó en una servilleta sus datos. Cifuentes tomó la servilleta, leyó la dirección y devolvió la servilleta a Gutiérrez.

–Me basta con memorizarla. Un papel nos puede comprometer.

Los dos hombres se quedaron en silencio. Cifuentes se levantó y se fue. Mientras caminaba quiso volver la cabeza y mirar a Gutiérrez, pero se contuvo.

Gutiérrez pidió otro café y pensó que Cifuentes era un tipo valiente. Lo vio perderse por la calle a paso rápido. Deseó que ojalá el Prefecto en Santiago autorizara el movimiento que pensaba realizar.

6

Abel la llevaba abrazada de la cintura. Antes de entrar al salón, le pidió que la soltara. Abel se hizo el desentendido. Delia caminaba un par de pasos adelante. No le gustaba ese afán de Abel de mostrarse ante los demás como si fuera su dueño, apenas habían salido una vez antes. Se habían conocido en una fiesta de una ex compañera del liceo. Él la siguió al patio. Ella necesitaba un poco de aire. Se dio cuenta de las miradas que le lanzaba, pero ni siquiera quiso mirarlo. Lo encontró feo y ordinario. No supo en qué momento él ya estaba a su lado y le contaba sobre los viajes que hacía por sus negocios y ella como tonta escuchándolo. Ahí se olvidó que no le gustaba. Él le ofreció un pito de marihuana y ella que nunca había probado le dijo que bueno, que no le vendría mal. El humo espeso la hizo llorar y toser y luego cada palabra de Abel tenía un sonido distinto. Le cayó bien Abel, aunque parecía un tipo un poco exaltado, un poco bruto. Esa vez él le quiso dar un beso, pero ella se escabulló, volvió a la fiesta y luego se perdió entre la música de los Bee Gees. ¿Por qué no la seguía un tipo así? ¿Por qué era tan difícil encontrar a alguien como Barry Gib?, alguien con esa piel, con ese pelo, con esa sonrisa y ese cuerpo.

La segunda vez se encontraron en la plaza. Ella volvía desde la casa de una amiga. La invitó a dar una vuelta en auto. Ella quedó sorprendida. Abel le mostró un auto reluciente, le dijo que él mismo se lo había comprado con sus negocios. Seguramente es prestado, pensó ella, pero no le dijo nada. Era mejor vivir una fantasía. Dieron unas vueltas por las calles, mientras él le hablaba de sus próximos negocios, pero ella no lo oía, se sentía tan bien así, era como ser libre. Le preguntó si tenía algo de música, Abel abrió la guantera y sacó un casete de Commodors. «Easy» comenzó a sonar. Le encantaba esa canción, aunque no tenía idea lo que decía, pero por cómo cantaba ese hombre, de seguro era una canción de amor. Un hombre que le cantaba su amor a la mujer de su vida y era como estar en otro sitio, con otra persona, incluso ella misma llegó a pensar que era otra. No le importó que salieran de Copiapó, quizás irían un rato a una de las playas. Abel no dejaba de hablar y ella prefería que su vista se perdiera en la oscuridad. Le gustaba ver el mar en la noche, le gustaba quedarse tirada en la arena escuchando las olas y mirando hacia el cielo. Era una forma de perderse, una forma de olvidarse de ella y de los demás. No supo cuánto rato anduvieron arriba del auto.

Fueron hasta el lugar que llamaban el museo del viento. Se bajaron y miraron las extrañas formas que las rocas proyectaban. Sólo ahí se dio cuenta de lo lejos que estaba de su casa. Se asustó un poco, pero le gustó sentirse lejos y sin nadie que la estuviera controlando. Caminaron un poco y ahí, entre ese paisaje marciano, comenzaron a besarse. Él solo le dio unos besos un poco desabridos; ella simplemente le ofreció su boca sin mucho entusiasmo. Ni siquiera lo abrazó. Abel continuó besándola y a los segundos le metió la mano bajo su falda. Luego la tomó en brazos y la llevó bajo una de las grandes rocas de forma extraña. Ella volvió a asustarse un poco, pero también tenía ganas de besar a un hombre, de perderse bajo su cuerpo. Las manos gruesas de Abel se metieron entre sus calzones y entonces ella lo empujó hacia atrás con toda su fuerza. Abel se golpeó con la roca en la cabeza. Fue sólo un segundo. La cara de Abel cambió, se vino sobre ella y le apretó el cuello. Ella lo quiso empujar, pero no tenía fuerza, sus brazos se agitaban en el aire, mientras él le sostenía la cabeza contra el suelo. Escuchó el ruido del cierre del pantalón de Abel y luego algo gordo y blando que le acercaba a la cara.

–¡Chupa! –le gritó y después sintió unos golpes en la cabeza y la presión sobre su rostro y otra vez ¡chupa!, hasta que las luces de un auto asustaron a Abel. Hubiese querido gritar, llorar, salir corriendo, pero en vez de eso se quedó al lado de Abel. Más miedo le dio que algún conocido la hubiese visto. El auto se acercó donde Abel había dejado estacionado el suyo. Eran los pacos. Abel se arregló el pantalón y fue donde ellos, ella lo siguió asustada. Los pacos se habían bajado de su furgón y caminaban con precaución hacia el auto de Abel. Fue en ese momento que Abel habló.

–Hola mi cabo, es mi auto.

–Hola Abel, nos llamó la atención que estuviera solo el auto acá, pensamos que a lo mejor alguien te lo había robado.

–Andaba por acá con una amiga.

–Mire el picarón, tengan cuidado, de repente por acá andan algunos giles mirones, no son peligrosos, aunque nunca se sabe. Tengan cuidado.

–Prefiero devolverme –dijo ella, aprovechando el momento–, me esperan en la casa

–Es mejor que se vayan –aconsejo uno de los pacos–, a veces acá es un poco inseguro.

Pensó que nunca más volvería a salir con Abel. No le gustaba su olor, ni que siempre estuviera sudado, ni que fuera tan caliente. Tampoco le gustaba que fuera violento, así no le gusta a nadie, además que ni se le paraba. Nunca más iba a salir con él. Aunque tuviera auto, no valía la pena enredarse con un tipo así. Esos hombres son sólo problemas.

7

–¿Supongo que tiene algo importante que decirme?

–Tenía razón: los milicos algo saben.

–¿Qué averiguó?

–No mucho, por lo mismo creo que deberíamos seguir esa línea.

–Hable claro. No tengo ánimo para adivinanzas.

–Como suponíamos, a los milicos nadie los saca de su silencio. Dicen que nunca llegó esta joven a la fiesta. Las personas invitadas a la fiesta dicen lo mismo, pero se nota que saben más. No hablan mucho, en realidad no dicen nada. Sólo he logrado establecer que hubo una fiesta y, según ellos, la víctima nunca estuvo con ellos.

–¿Qué cresta está pasando?

–Puede que sea el peor escenario.

–¿Me llamó sólo para decirme una posibilidad?

–No, mi Prefecto. Hay algo más.

–Hable claro.

–Empadronamos el lugar del hallazgo del cuerpo. ¿Ubica Copiapó? En la ribera norte del río. No es difícil llegar hasta ahí.

–Evítese los comentarios y vaya al grano.

–Un vecino que vive a unos tres kilómetros del regimiento en dirección al río, vio pasar un auto a eso de las tres de la mañana de hace dos días.

–¿Qué cosa le parece rara?

–El vehículo pasó de vuelta quizás una media hora más tarde.

–¿Y?

–Hay un testimonio de una vecina del regimiento, que por esas cosas de la vida vio un vehículo oscuro salir del regimiento. La hora coincide.

–¿Es muy especial el vehículo?

–No, pero se ve raro.

–Investigue y llámeme si tiene algo concreto. Voy a ver cómo lo puedo ayudar desde acá. Sea cuidadoso, no queremos que todo se vaya a la mierda. Y no se entusiasme porque hasta el momento no tiene nada. Una vieja que ve un auto en la noche no es gran cosa. ¿Qué hay de la fiesta de los milicos?

–Nadie dice nada. Por lo que han expresados algunas invitadas, era una fiesta bastante fome y nadie recuerda haber visto a la víctima.

–¿Usted qué cree?

–Que están cagados de susto.

–Mientras usted no se cague está todo bien.

–¿Usted cree que sirva de algo?

–Manténgame informado.

8

Trevor se bajó del taxi afuera de la unidad. Miró el nuevo edificio y no pudo evitar recordar el primer día que llegó destinado a ese lugar. También en esa ocasión se había quedado mirando el aspecto del edificio. En ese momento cuando llegó, diez años atrás, era sólo una casa mal tenida que mostraba la insignia de la institución afuera y él era un tipo acabado. En los dos años que estuvo en el lugar no se hizo ningún arreglo a la sede.

Ahora sus negocios particulares lo habían traído de regreso. Muchas veces había pensado en ese momento y se había prometido no volver a cruzar las puertas. No le gustaba aparecer como el típico viejo que no tiene nada que hacer y va a molestar con su nostalgia y recuerdos, pero ahí estaba. Entró y se acercó a la puerta. En ese momento se cruzó con Sánchez, que venía saliendo.

–¡Sánchez! ¿Eres tú?

–Inspector, ¿qué hace por acá? –Sánchez lo saludó efusivamente.

–Sólo andaba de paseo y pensé en pasar a saludar.

–Qué gusto de verlo, supe que está dedicado a los negocios. Yo pensé que iba continuar en el rubro. Usted sabe, asesor en seguridad o privado. ¿Qué es de su vida?

–Lo de los negocios resultó por casualidad y fíjate que me ha ido bien. Vendemos a restaurantes y hoteles. No me quejó y tú, ¿todavía por acá?

–Sí, pero ahora soy yo el inspector y como usted ve, hoy tenemos más personal, bueno, también hay más crímenes.

–Me gustaría hablar contigo unos minutos. ¿Tienes tiempo?

–Para usted, jefe, siempre tengo tiempo.

Entraron a la unidad y Sánchez lo condujo a una oficina que antes no existía. Trevor contó seis personas trabajando. Se sentaron frente a frente en el escritorio de Sánchez. Trevor se fijó en una foto en la que Sánchez aparecía abrazado junto a una mujer y a un niño de meses, con el mar atrás. No pudo evitar relacionarla con la foto de Iris y sus padres.

–Veo que te casaste.

–Ya era hora. Cuénteme qué lo trae por estos rincones tan apartados.

–Sólo negocios. Esto de ser exportador de productos de mar me hace moverme por Chile. Recorro la costa, conozco gente y he aprendido cosas que nunca pensé que podrían interesarme. Tengo un cliente interesado por los ostiones. No es un gran pedido, pero pensé que era una buena excusa para venir a darme una vuelta. Estaré apenas unos días.

–En eso tiene razón, jefe. Me gustaría que se hiciera un tiempo para que venga a comer con mi familia, yo a mi esposa le he hablado mucho de usted. Sería genial que la pudiera conocer.

–Encantado, hoy en la noche tengo tiempo.

–Me parece, yo lo paso a buscar. ¿Está en uno de los hoteles?

–Vengo llegando, aún no veo esa parte.

–Entonces véngase a mi casa. Ahí puede estar tranquilo.

–No, preferiría un hotel, así no molesto a nadie y tengo…

–No me diga más. Usted no molesta, pero si quiere estar solo no hay problema, la noche ahora es mucho más movida que antes.

–Resulta que no tenía muchas intenciones de pasar a la unidad, tú sabes que me fui en un mal momento para mí. Pero pasé por esa casa de dos pisos.

–¿Cuál casa?

–Esa casa azul donde ocurrió el crimen de la Kempes, ¿recuerdas?

–Claro que sí. Fue el último caso grande que vimos antes que… perdón, jefe.

–Antes de que me pasaran a retiro. No te preocupes, lo tengo muy asumido. ¿Supiste si pasó algo con ese caso?

–Nada, quedó tal cual usted lo dejó. Al poco tiempo lo cerraron.

–Siempre me quedó dando vueltas. Nunca entendí esa llamada que hubo avisando del suceso. Me pareció como si hubiese alguien detrás moviendo los hilos y viendo nuestros movimientos. ¿Tienes el expediente aún?

–Jefe, usted sabe que no puedo pasarle ningún documento oficial. Ese caso se cerró, no hubo ni siquiera sospechosos. Después que usted se fue llegó Andrade, ¿lo ubica? Él terminó de investigar y a los pocos meses le pusieron la lápida. Yo no supe mucho, ya que en esos meses me enviaron a hacer un curso. Cuando regresé Andrade ya no estaba y el caso estaba sepultado.

–Por eso mismo me gustaría darle un vistazo, no creo que alguien esté interesado en este asunto. Me gustaría ver si pasamos algo de largo, si no vimos algo que estaba frente a nuestros ojos. Es sólo curiosidad de un viejo rati.

–Jefe, no insista. Usted sabe que las reglas son estrictas. Lo espero en mi casa a eso de las ocho. Vivo en la misma casa, sólo que ahora la arreglé un poco. ¿Usted se va a quedar frente a la plaza?

–Sí, creo que es el mejor lugar. Tú sabes que no soy muy exigente.

Salieron de la unidad en silencio y caminaron en dirección a la plaza. Después Sánchez comenzó a contarle algunas de las últimas novedades y la suerte de algunos conocidos. Trevor lo escuchaba, sabía que no debía insistir con el expediente, pero también sabía que esa era su oportunidad y que si la dejaba pasar cerraría él mismo la puerta. Se despidieron en la esquina cerca de la plaza. Sánchez recordó la invitación para las ocho. Luego le dio un abrazo y partió a paso rápido en dirección contraria.

Durante la tarde, Trevor recorrió Caldera. Fue a consultar el precio de los ostiones, hizo presupuestos. Se hizo ver en los lugares adecuados. Conversó con gente ligada al negocio. Repartió su tarjeta. Entró a un bar y se quedó un largo rato mirando sus apuntes. Sabía que Sánchez chequearía sus movimientos uno a uno. Luego se fue a su hotel y se quedó un largo rato pensando en Iris. El sueño lo venció.

A eso de las ocho y treinta llegó a la casa de Sánchez. Fue presentado a la esposa, una muchacha de aspecto frágil. Durante la comida Sánchez no dejó de hablar, narrando una a una cada anécdota que recordaba de su antiguo jefe. Le contaba a su esposa que Trevor era conocido en la institución por haber descubierto varios culpables en crímenes extraños. Sánchez hablaba y hablaba y a Trevor le pareció que Sánchez había estado leyendo acerca de él. La joven esposa sonreía y preguntaba de vez en cuando. Trevor sólo sonreía incómodo. A eso de las doce de la noche, Trevor se despidió. Sánchez se ofreció para acompañarlo hasta el hotel. Después de un inútil tira y afloja, Trevor aceptó.

La noche estaba fresca. No había mucho movimiento. En realidad las calles estaban desiertas. Era un día miércoles.

Sánchez se acercó a su auto.

–Preferiría ir caminando, sólo son unas pocas cuadras –dijo Trevor.

–No se preocupe, jefe –Sánchez sacó del auto una bolsa de supermercado–: esto es un regalo, mejor dicho un préstamo. Trevor miró la bolsa y supo de lo que trataba.

–¿Seguro que esto no te causará problemas?

–Supongo que no. Pero preferiría que no me lo devuelva en la oficina. Yo mañana enviaré a alguien a buscarlo.

–Como quieras. Veo que eres un tipo precavido

–Usted mejor que nadie sabe cómo es este trabajo.

Una vez en su habitación, Trevor revisó el expediente. Era una carpeta delgada. Evidentemente, mucha de la información reunida en su momento había desaparecido. Estaba su informe, fotografías, informes de los peritos del laboratorio. Leyó una vez más todos los papeles. A medida que avanzaba fue recordando ese día y los siguientes. Los informes no estaban bien escritos.

Se vio entrando por la puerta trasera de la casa. Vio una vez más el cadáver de la mujer. La mancha de sangre. Recordó las entrevistas que hizo a los vecinos. Nadie sabía nada, nadie dijo nada. Sólo unos niños afirmaron haber visto a un tipo salir de la casa momentos antes. Un tipo común y corriente. Ni chico ni grande, ni gordo ni flaco. Lo único especial era que llevaba lentes oscuros y aparentemente un moretón en la boca.

Leyó el informe que él mismo había preparado sobre la víctima. No era muy completo. Le pareció que quedaban muchas cosas en el aire.

Comprendió que había buscado en el lugar equivocado. El crimen siempre quiso parecer como el resultado de un robo, pero también estaba la llamada. Los niños que jugaban en la calle ese día dijeron que habían visto al tipo. En el informe nada había sobre eso. Pensó que sería bueno volver a conversar con los niños y también buscar en el lugar adecuado. Ocho años atrás no sabía lo que ahora conocía.