Kitabı oku: «Un abismo sin música ni luz», sayfa 4

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9

Había pasado todo el día pendiente de la puerta y del teléfono. No había querido llamar a la unidad para no aparecer como la esposa celosa. Es cierto que una noche y un día no era mucho tiempo de ausencia, pero conociéndolo a él, era más que suficiente. Él no la dejaría sola así como así. Ella sabía de otras mujeres cuyos maridos no llegaban durante días a la casa y cuando aparecían no aceptaban preguntas ni daban explicaciones. No había que escandalizarse por una noche que no estuviera en la casa. Quizás su marido sólo estaba en un asunto de trabajo. No había para qué pensar mal. La niña jugaba. De vez en cuando preguntaba por su padre y luego volvía a sus juegos. A ella le pareció que la casa estaba vacía y que comenzaba a habitar un mundo ajeno. Había intentando llenarse el día de pequeñas ocupaciones de forma de distraerse y olvidar la ausencia, pero ya no aguantaba más.

Estaba acostando a la niña cuando sonó el timbre. Le gustaba quedarse con ella mientras se acostaba y conversaban un rato, pero esa noche ambas estaban en silencio. El timbre rompió esa espera. Tontamente pensó que era su marido. Ella sabía que su marido no tocaba el timbre, sino que usaba sus llaves. Bajó corriendo al primer piso. Se arregló el cabello en un gesto inconsciente. Al abrir la puerta se encontró con un hombre mayor. Quizás de sesenta años. Su expresión la asustó. Dos metros atrás un sujeto joven de corbata y manos en la espalda. Más atrás alcanzó a distinguir la sombra de un vehículo. «Soy el Prefecto Núñez» dijo el hombre. Lo hizo pasar comprendiendo que portaba malas noticias.

Le ofreció un café, pero el tipo lo rechazó. A pesar de su fortaleza, se notaba nervioso. Tampoco quiso sentarse.

–¿Qué le pasó a mi marido?

–Por eso he venido. Me parece importante que usted tenga una explicación oficial. Aunque debo asegurarle desde el comienzo que esta no es una visita oficial. Conozco a su marido desde hace años. En realidad conocí a su padre cuando él ya era una leyenda en la Brigada de Homicidios. Estuve algunos años bajo su mando. Su marido es un muy buen policía y yo he querido cumplir con su padre. Por eso estoy acá.

–¿Qué sucedió? ¿Lo mataron? –escuchó su propia voz y se asustó con sus palabras.

–Nada de eso. Su marido fue destinado a una misión especial. No le puedo dar detalles.

–¿Por qué no me dijo nada?

–Son las condiciones, señora. También es por su propia seguridad. Lo mejor que usted puede hacer es irse de la ciudad por un tiempo. He dispuesto que mañana la pase a recoger uno de mis hombres –Núñez le hizo un gesto con la mano señalando hacia la calle.

–No entiendo. ¿Por qué no me puedo quedar?

–La operación en la que está trabajando su marido le llevará tiempo y es altamente peligrosa. Además la jefatura ha creado una situación que puede que no sea agradable para usted. De hecho no es agradable, pero era la forma de sumergirlo sin sospechas.

–No entiendo. –dijo la mujer y se sentó en la punta de un sillón. Estuvo a punto de llorar, pero se contuvo. En ese instante vio a su hija que miraba la escena desde el pasillo, apenas asomada a la luz del living. El hombre se mantenía de pie frente a ella.

–Es algo común en este tipo de procedimiento. En unos cuantos días comenzará a decirse que su marido huyó con una joven. De esa forma él puede trabajar más tranquilo.

–No entiendo. Él me lo habría dicho.

–No. No lo juzgue a él. Son órdenes. Su marido sólo las cumple como el buen inspector que es. Le vuelvo a repetir que usted debe estar tranquila. Tome sus cosas y no vuelva a este lugar. Él las ubicará después, cuando todo esto concluya. Créame.

–Preferiría esperarlo acá. Están nuestras cosas. La niña va al colegio.

–No hay tiempo. Lleve todo lo que pueda. Hágalo por usted y por su hija. Es lo que su marido hubiese querido. No es una situación normal. Sabemos que es una exigencia quizás desmedida a la familia, pero el deber nos impone rigores, nos impone sacrificios. Será sólo un tiempo. Pronto se acostumbrará.

–¿Por qué habla de él como si hubiese muerto?

–No. No se imagine cosas. Pero es una situación peligrosa. Hágame caso –el hombre sacó de su bolsillo un sobre y se lo extendió–: acá hay un poco de efectivo con el que podrá mantenerse un primer tiempo.

–¿A qué se refiere?

–Sólo acéptelo. No hay mucho tiempo.

–¿Cuánto va a demorar la misión de mi marido?

–No lo sé. Esas cosas pueden extenderse. Me imagino que usted comprenderá que la situación del país es complicada. Hay grupos que no entienden que lo que todos queremos es la paz, paz para trabajar, paz para nuestros hijos. La única forma de vencer al terrorismo es declarándole la guerra directamente. Su marido es un gran hombre y está dispuesto a realizar algunos sacrificios… y otra cosa.

–¿Qué cosa?

–Yo nunca he venido a visitarla. Si usted en algún momento sostiene frente a alguna autoridad o frente a algún tribunal que yo he estado acá, sepa que negaré tal afirmación. No espero que lo entienda, quizás con el tiempo pueda hacerlo. Mañana en la mañana un vehículo vendrá a buscarla. En Santiago trate de no visitar a sus parientes ni amistades comunes. Es sólo un consejo.

–Pero él me hubiese dicho algo. No entiendo este cambio tan repentino, él trabajaba en Homicidios y ahora resulta que lo llevan a la CNI. No entiendo.

–Nadie ha hablado de la CNI. Es una misión especial que la Jefatura Central ha dispuesto. No le puedo dar más detalles. Ahora me debo retirar. Recuerde: mañana a eso de las doce las pasará a recoger uno de mis hombres. Confíe en él y por ningún motivo se le ocurra ir a despedirse de conocidos o al colegio de su hija. La institución realizará los trámites correspondientes.

El tipo le dio la mano y se retiró. La mujer se quedó unos segundos bajo el umbral de la puerta viendo cómo el hombre se subía al vehículo y partía. Comprendió que estaba sola y que se abría bajo sus pies un abismo.

10

Ahora en el bus pensaba en las palabras del gordo, pensaba en su silla de ruedas y se sintió atado, amarrado como un animal peligroso al que poco a poco se lo deja sin fuerzas ni ganas para mirar el mundo, pero el gordo seguía siendo un animal de presa, la silla de ruedas no lo limitaba.

Llegué muy temprano a Copiapó. Tomé un café y comí un par de huevos revueltos en un local cerca del terminal de buses. En las noticias de la tele hablaban de fútbol. Hice tiempo en ese lugar hasta que el Sol comenzó a alumbrar con fuerza. Sin pensarlo más fui a la dirección que me había dado el gordo.

Se trataba de un local nocturno de dudosa categoría. Se llamaba «El Socavón». A esa hora de la mañana sólo se veía la cortina metálica cerrada y unas letras de neón apagadas. «El Socavón», un nombre horrible. Comprobé la dirección con la del papel que me había entregado el gordo. Coincidían.

Luego busqué un hotel. Encontré un lugar no muy caro y relativamente decente a un par de cuadras. Una vieja chica me atendió y me dio las llaves. Descansé por algunas horas. Si tenía suerte, el encargo podría llevarme algunas horas de trabajo. Quizás podría alcanzar a escaparme hasta Bahía Inglesa.

A media tarde volví a «El Socavón», pero permanecía cerrado. Un tipo que cuidaba autos se me acercó y me dijo que a eso de las ocho comenzaba el movimiento.

No estaba entre mis planes meterme en la vida nocturna de la ciudad. Siempre termino perdiendo plata y arrepintiéndome de cada una de mis palabras. Hice tiempo caminando por la ciudad, mirando las vitrinas, fumando en las plazas.

A eso de las once me encaminé nuevamente hacia el local. Pude distinguir sus luces encendidas. El sitio tenía una entrada estrecha, pero a los pocos metros se extendía en un espacio más amplio. Me acomodé en un rincón y me quedé mirando a las muchachas. Le pregunté al tipo que vendía los tragos dónde estaba Cameron. Me indicó a una morena que se movía en el escenario al ritmo de Bon Jovi. Una vez que terminó su show, le hice un gesto para que me acompañara.

–Me llamo Cameron. Ese es mi nombre artístico, me bauticé así cuando acá estaba lleno de periodistas gringos. Tú no eres de acá, ¿cierto?

–No, estoy de paso. ¿Tú eres de acá?

–No, yo soy de Valparaíso, vine para acá por lo de los mineros. Una amiga me dijo que esto se iba a llenar de gringos y plata y así nomás fue. A ellos les encantan las chilenas y lo mejor es que pagaban en dólares. ¿Tú también pagái en dólares?

–No, sólo en pesos chilenos. ¿Supongo que para los compatriotas hay una atención?

–Depende de lo que quieras y depende de cómo seas. ¿Estái trabajando en las minas? –me preguntó con un doble sentido no muy escondido.

–Algo así… en realidad te busco a ti.

–¡Qué misterioso y para qué sería? ¿Me invitái otra bebida?

–Necesito que me digas dónde puedo ubicar a Iris.

–¿Qué Iris? –me preguntó mientras se arreglaba el cabello.

–No tengo mucho tiempo, si quieres algo de plata dime cuánto necesitas.

–No sé de quién hablas. ¿Me vái a invitar otra bebida o sólo querí hablar? ¿Iris? No sé nada de ninguna Iris. Por acá pasan muchas minas, ¿quedaste enamorao?

–Me dijeron que hablara contigo –saqué uno de los billetes, lo enrollé y lo coloqué en su sostén, entre sus pechos.

–Voy a ver, no te prometo nada. Espérame un poco –Cameron se arregló el cabello, se acomodó su diminuto sostén, tomó el billete y dio un último trago a su vaso. Dio media vuelta y caminó hacia el fondo. La vi perderse por una estrecha escalera caracol.

Me quedé unos minutos observando a mi alrededor. La clientela era variada, se veían jóvenes y viejos. Algunos en grupos, otros solitarios como yo. La mayoría con un vaso en la mano, fumando y mirando con ganas a cualquiera de las chicas que bailaba sobre el pequeño escenario. Vi de improviso que Cameron bajaba la escalera. No traía un buen semblante. Antes de llegar a mí recuperó su sonrisa y saludó a un viejo chico, canoso. El viejo, que movía su mano derecha en la que le brillaban un par de anillos, le acariciaba las caderas. Cameron sonreía espontáneamente falsa. El viejo le hablaba, seguramente le iba a costar unos minutos desprenderse de sus garras. En el escenario apareció una flaca sin gracia que bailó con cara de asco. Pedí un whisky. El peor whisky al precio más caro. El barman me comentó sobre las virtudes amatorias de la flaca del escenario. La miraba y volvía a tomar un trago. «Es como una poseída». me dijo con la lengua traposa. Vi cómo Cameron subía nuevamente al segundo piso, seguida por el viejo chico. Pasaron algunos minutos. Subió otra tipa a bailar. Ésta sí era una artista. Y tenía genio, ya que un sujeto intentó subir junto a ella, pero lo mandó abajo del escenario con dos simples movimientos. Luego Cameron volvió a mí, parecía un poco nerviosa. Ya no estaba igual que antes. Traté de continuar la conversación, pero sólo me respondía con monosílabos y movimientos de cabeza. Parece que estaba ida. Así nadie puede.

–¿Qué hay de Iris?

–¿Qué?

–¿Supiste algo sobre ella?

–Hace tiempo que no viene por acá. ¿Seguro que era Iris?

–Seguro.

–Lo mejor es que no preguntes más. Olvídate de ella –Cameron quería largarse. La tomé de un brazo y ella gritó.

–Dime dónde la puedo encontrar –trató de soltarse y dio un pequeño grito.

En ese momento comprendí que todo se estaba yendo al despeñadero. Lo que pintaba para una buena noche se había transformado en una mierda. Entendí que no le sacaría ni media palabra a Cameron. No sé si fue el viejo chico u otro cliente quien trato de agarrarle las tetas, pero de pronto me vi empujando a un tipo y eso que yo no soy violento. Los golpes no tardaron en aparecer. No podría asegurarlo, pero el viejo chico me amenazó con algo que llevaba bajo su chaqueta. Todo se complicó un poco más. Volaron los pocos vasos y las bailarinas salieron gritando al segundo piso. A los minutos me vi expulsado del local. Creo que escuché algunos insultos dirigidos a mí. Volví casi arrastrándome al hotel. Me dolía la cara y la espalda. Desperté a eso del mediodía. Tenía los labios hinchados, un ojo levemente morado y sobre la ceja izquierda un corte pequeño. Nada que unas horas de reposo, quizás unos días, no pudiesen arreglar.

11

–Como siempre tan devoto, Abel.

–¡Mi comandante Carvacho! No esperaba que me sorprendiera acá.

–Toda la gente viene a ver al Padre Negro. Supongo que vienes a pedirle algo o vienes a pagarle.

–No haga bromas mi comandante, yo siempre vengo acá, me gusta este silencio y ver la imagen del padrecito me calma, me da tranquilidad.

–¿Tranquilidad? ¿Encuentras tranquilidad viniendo a este lugar?

–Un poco, usted sabe que la vida que lleva uno es algo desordenada y a veces me canso y busco este momento. ¿Usted también viene por lo mismo?

–No, pasaba justo frente a la gruta y te vi entrar y quería comentarte un par de cosas y aproveché la oportunidad.

–Lo escucho. Si se trata de negocios me vendría muy bien, porque las cosas no han andado de lo mejor.

–No, esta vez no son negocios. Supe que hay una tipa dando vueltas hace rato por la ciudad y haciendo preguntas molestas. ¿Has sabido algo de ella?

–Nada, no he oído nada parecido. ¿Preguntas? ¿Es de Investigaciones o una periodista? Esa gente siempre anda donde no le corresponde. Si quiere, puedo preguntar.

–No sé, me parece que es periodista. Supe que ha estado con la gente del valle y le ha preguntado por el asunto del agua y la sequía.

–Dicen que está muy seco el río, se comenta por todas partes. No sería extraño que la hubiesen enviado desde algún ministerio o quizás desde alguna de esas revistas de gente ecológica. Son raros, hay que tener cuidado con ellos.

–Eso me preocupa, pero también he escuchado que ha preguntado por otras cosas que sucedieron hace mucho tiempo.

–¿Qué cosas?

–¿Tienes mala memoria?

–Ah, se refiere a esas cosas... No creo que llegue a ninguna parte. Ha pasado mucho tiempo. ¿Cómo sabe que ha preguntado por ella?

–Es sólo una sospecha. No tengo ninguna certeza, pero quería advertirte para que te muevas con cuidado. Me han dicho que la han visto recorriendo lugares que no tienen mucho que ver con el asunto del agua, pero no hay nada concreto. Cualquiera podría caminar por una calle y recorrer ciertos lugares que no tienen mayor atractivo ni ninguna relación con lo que dice que está investigando.

–¿Por qué me cuenta estas cosas a mí? Usted sabe que yo soy un hombre de palabra.

–¿Un hombre de palabra? Por lo menos tienes una buena imagen de lo que eres. Yo creo que eres un simple oportunista y que has logrado hacerte de un espacio a costa de lo que sabes. No nos engañemos. Y si te cuento esto ahora es porque en una de esas esta mujer puede llegar a ti y sin querer puedes decir algo sobre lo que ocurrió esa noche y los días que siguieron.

–No tiene por qué preocuparse por mí, mi comandante Carvacho … yo siempre he sido muy leal a usted, aunque usted no lo crea. Reconozco que no soy un ejemplo, pero siempre he estado al lado suyo.

–Han pasado tantos años y ahora viene a aparecer. Es extraño.

–¿Quiere que la ubique y conversemos con ella?

–No. Quédate tranquilo. Sólo quería advertirte para que estés con los ojos bien abiertos y ojalá no te dejes llevar. Oye Abel, me han dicho que ahora tienes una nueva polola.

–Cómo corren los rumores.

–¿También trabaja en tu local?

–Lleva unas semanas. Se llama Cameron.

–Buen nombre, podrías llevarla una noche.

–Le aviso. Yo creo que el próximo viernes o el sábado.

–Me parece. Pensé que te estabas volviendo un gordo egoísta.

–Nunca con usted, mi comandante. Usted sabe que yo soy muy agradecido.

–Tienes razón, Abel. En este lugar uno se tranquiliza. Quizás este Padre Negro realmente tiene poderes.

12

Muy por la mañana Trevor visitó nuevamente los criaderos de ostiones. Conversó y estableció nuevos contactos. Apenas se desocupó fue a la casa azul donde había ocurrido el crimen. A una cuadra de distancia se detuvo, recordó aquella jornada de ocho años atrás y sólo se vio a sí mismo caminando apurado. A su alrededor el paisaje se mantenía básicamente igual a sus recuerdos, aunque ahora había más movimiento. Siguió avanzando hasta que se detuvo frente a la casa. Ahora estaba un poco cambiada, pero mantenía el color. Funcionaba un hostal. Entró y preguntó en un mesón por los precios. El lugar estaba totalmente remodelado en su interior. Algunos jóvenes extranjeros se paseaban mientras conversaban y miraban sus mapas. La joven que atendía le dijo que el hostal funcionaba hacía pocos años. No sabía nada respecto de la historia de la casa. Ella sólo era una empleada. El dueño era un tipo de Santiago que viajaba permanentemente. ¿Por qué le interesa la historia de la casa? le preguntó ella mientras revisaba su libro de registro. Antes de que pudiera inventar una respuesta creíble, escuchó que ella le decía: ¿Viene por el asunto del asesinato? Los únicos que se acuerdan de eso son los vecinos. Acá el lugar es tranquilo. No hay ruidos raros, ni puertas que se abren solas, ni nada de eso. No venía por eso. Venía por la mujer que fue asesinada. Busco saber un poco más de ella. Disculpe, no sé nada de ella. Siempre pensé que eran invenciones de la gente. Usted sabe, a la gente le gusta inventar. Pensé que sólo se trataba de una casa abandonada. ¿Nunca escuchó nada especial sobre esa mujer? Me refiero a la víctima. Nada, a nadie le gusta hablar mucho sobre ese asunto. Luego se hizo un silencio espeso entre ambos. Trevor le pasó una tarjeta y le anotó el número del hotel en el que se alojaba.

–Cualquier cosa que recuerde o que sepa sobre la casa, me puede avisar a ese número. Está mi celular y le acabo de anotar el número del hotel en que estoy.

–¿Usted es policía?

–¿Policía? ¿Qué le hace pensar eso?

–No sé, tantas preguntas que hace.

–Sólo curiosidad. Sólo trato de averiguar datos de la casa antes de que fuera un hostal.

–Entiendo que la casa era propiedad de la sucesión de los antiguos dueños. Ninguno vivía acá. Eso es todo lo que sé.

–Bueno, cualquier otra cosa que recuerde me puede llamar. Estaré en la zona algunos días. Quizás podamos hacer negocios.

Afuera el Sol lo hizo volver a sus preocupaciones. Recordó que uno de los niños con los que había conversado vivía en una de las casas de la cuadra, casi en la esquina. No tenía mayor opción. La casa del niño seguía siendo casa. Golpeó la puerta unas cuantas veces hasta que un joven de unos quince años le abrió. Trevor pensó que era su día de suerte.

–¿Si?

–Soy Trevor Ortiz. Hace ocho años investigué un crimen que ocurrió en esta cuadra. Fui detective.

–Claro que me acuerdo, en ese tiempo yo era chico.

–¿Tú eras uno de los niños que jugaba en la calle?

–No, ése era mi hermano mayor con sus amigos.

–¿Podría hablar con él? –el muchacho lo quedó mirando como si le hubiese hablado de los marcianos.

–Él no puede hablar.

–¿Qué?

–Sufrió un accidente. Hace muchos años. Meses después del crimen.

–¿En serio?

–Iba con sus amigos a un partido de fútbol a Copiapó. El auto en el que iban perdió el control y se dio vuelta.

–¿Y los demás niños?

–Todos sufrieron algunas heridas, pero mi hermano fue el más perjudicado –el joven se notaba incómodo–. ¿Pasa algo?

–No sé. Me parece tan extraño todo.

–¿A qué se refiere?

–No esperaba esto. Esperaba cualquier cosa, que ya no viviese acá, que no quisiera hablar, que fuese un tipo prepotente, pero esto no lo esperaba. ¿Le puedo hacer una pregunta? ¿Usted sabe si su hermano habló con algún detective antes del accidente?

–¿Por qué pregunta?

–Cuando sucedió el crimen yo estuve a cargo de la investigación los primeros días. Hablé con su hermano el mismo día que encontramos el cuerpo. Fue una entrevista breve, estaba entre mis planes poder conversar con él más profundamente, pero fui removido. Por eso me preguntaba si llegó a hablar con alguien.

–Creo que sí, pero no estoy muy seguro. Algo recuerdo acerca de un auto que los vino a buscar. Salió con mi madre. Ella nunca dijo nada al respecto y nunca le pregunté, ya que después del accidente ella quedó mal. Falleció hace unos años.

–¿Usted vive solo con su hermano?

–¿Qué quiere? Ya le dije todo lo que sabía.

–Hay cosas que no me cuadran. ¿Y los demás niños?

–Lo siento, yo no puedo ayudarlo. Los demás ya no viven acá. Se fueron a distintas partes. No tengo nada más que decirle. Hasta luego. Por favor no insista.

El joven lo quedó mirando un breve instante y luego cerró la puerta. Trevor se quedó pensando, mudo, confundido, tratando de salir del pozo en que sus palabras lo habían arrojado. Todos los caminos se cerraban. Demasiadas tragedias confluían al mismo cruce. Un nudo de casualidades cerraba todas las puertas. Era obvio que algo estaba mal. Las casualidades no existen.

Por lo que había investigado ocho años atrás, Iris llevaba tres meses moviéndose entre Copiapó, Caldera y sus alrededores. Estaba el asunto del agua, tema que le permitió moverse con mayor libertad, y también estaba el asesinato de su padre. Quizás debería comenzar por ahí. La imagen de Iris sobre el charco de sangre apareció ante sus ojos. Otra vez se sintió entrando en esa casa y nuevamente se sintió cansado. Vio a los niños que jugaban en la calle. En sus recuerdos alcanzó a distinguir a tres. Dejaron de jugar cuando él ingresó a la casa. Tendrían entre diez y trece años. No le costó imaginarlos aplastados entre los fierros retorcidos de un auto en medio del camino a Copiapó. No podía ser casualidad. Algo habían visto.

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