Kitabı oku: «El fuego y el combustible», sayfa 3
Rincón de la Victoria (Málaga)
11 de julio de 2003 18:30 h.
—Aún tienes el BMW. Lo has pintado —comentó el teniente Azpilcueta mientras se sentaban en el cómodo salón.
—Sigues teniendo el ojo hábil. Pues sí. De ese burdeos que los alemanes llamaron Málaga. Me costó una pasta conseguir el tono original. Pero es muy apropiado, como ves.
—Bueno. Lo primero es lo primero. Vienes del médico, Erik. ¿Cómo estás?
—Estoy viejo y jodido. Tanto azúcar. Y el corazón, Jabo.
—La vida rea que has llevado, mira tú. ¿Aún pintas?
—Claro que pinto. Mucho —dijo entre los dientes de su sonrisa.
—A veces más de lo que debe —terció Nuria—. Tiene que pasear más y se le olvida. Lo tengo que obligar a dejar el taller y salir.
Así, sin más dilaciones, para no dar pie al rato vengativo de Nuria y su discurso sobre el niño grande del que ella cuidaba, Erik invitó a los dos guardias civiles a bajar con él. Era toda una huida, y más trayendo todavía las orejas calientes de su rato en las urgencias del Parque San Antonio.
—Ven, Jabo Aingeru. Te voy a enseñar lo que he hecho desde la última vez que estuviste aquí.
—Permíteme que te presente, Emilio, a Erik el Belga, nombre de guerra para René. Ha sido el más grande falsificador y traficante de arte de la historia de la península y de Europa, antes de la caída del muro —describió Azpilcueta sin tomar aliento, mientras el abuelo le daba una colleja.
—Un placer, sargento. Le ruego que me disculpe. Ya sé que este hombre es su superior, pero le puedo excusar de la obediencia debida mientras estén ustedes en mi casa. Yo le llamo Aingeru. Imagino que sabe usted que significa Ángel en euskera.
—El gusto es mío, señor Van den Berghe —dijo Amaya, encajando con elegancia el currículo del hombre sin pestañear, pronunciando con inusual esmero el apellido belga.
Preciso. Y maneja idiomas. Nuevas entradas en el registro de Azpilcueta.
Mientras, bajaban al sótano por la parte trasera de la casa, construida sobre un solar en declive que permitía a Amaya ver un taller iluminado por la luz natural de una gran cristalera, lleno de pinturas, acabadas o no, todas ocupando al completo el enorme lugar de trabajo del pintor. Al fondo, había un gran armario empotrado que mostraba lienzos acomodados en su interior de la manera más racional para dejar espacio a los siguientes. Abundaban las vírgenes y otros temas religiosos.
—Siempre has sido un meapilas, Erik.
—¿Por eso sigues sin querer que te llame por tu segundo nombre? Tú sabes que a mí me gusta. Aingeru. Suena bonito.
El abuelo reía con franqueza, arqueando el bigote de aquella manera tan cómica que había conquistado el corazón de muchos. De tantos como cuerpos policiales había en el Viejo Continente, a quienes había tenido detrás y delante en distintas épocas de su vida.
—Como ves, Emilio, se puede recorrer la historia del arte pictórico europeo con echar un vistazo alrededor. El arte religioso es su debilidad profesional, pues es un gran copiador. Siempre me ha gustado más lo que haces en contemporáneo, Erik.
Durante más tiempo que aquel del que disponían, según había protestado Azpilcueta al salir del cuartel, Amaya asistió a un reencuentro de viejos amigos, con sus chistes privados, sus reproches y su anecdotario, más la puesta al día. Tuvo que asomarse Nuria desde lo alto de la escalera para que Erik retomara el hilo.
—Bueno. Pasemos a lo que te trae por aquí, Jabo.
—No esperaba menos de mi abuelo Erik. Y te agradezco la eficiencia. Así no traicionas mis expectativas. Vamos a ello.
Azpilcueta abrió la misma carpeta de la que había sacado la foto de la casa de Erik. Sacó, esta vez, dos fotografías grandes, de doce pulgadas. La de color mostraba la imagen de una talla. La otra foto era en blanco y negro y se veía un retablo, según alcanzó a ver Amaya de soslayo.
—San Virila. Madera. Una pieza hermosa, se la mire como se la mire. Fíjate, Jabo. Es la que sostiene el pajarillo, un ruiseñor, con la mano derecha.
—San Virila —observaba Azpilcueta mirando con un guiño prolongado a Amaya.
—¿Dónde habéis encontrado esto, Jabo?
—Pues sobre eso vamos después. Déjame que te haga unas preguntas antes. ¿Qué sabes tú de esa figura, Erik?
Se mordió el labio y sonrió algo incómodo, pues los dos sabían que sabían. Hubo un corto pero elocuente silencio, mientras el abuelo parecía buscar las palabras. Buen hábito de quien gusta de la comunicación clara y sin descuidos.
—Cuando yo estaba en la cárcel de Soria, lo robaron de su templo de Leyre, en Navarra. Es una pieza de madera, no muy grande como ves, quizá unos setenta centímetros. Está policromada y bastante bien conservada.
—Seguro que no anduviste lejos de ella, Erik.
—Claro que la vi. Pero solo la vi, Jabo.
—¿Dónde y cuándo la viste?
El abuelo hizo memoria en silencio. Uno de aquellos silencios que Azpilcueta le había conocido cuando se puso delante de él por primera vez a principios de los noventa, acabando el siglo viejo.
—Sería… a finales de 1998. Alguien que me conocía me llamó para que mediara en la compraventa. Yo hablaba con el comprador. Un italiano. Quería que le ayudara a saber si era bueno o no. Y a tasarlo.
—¿Y es bueno, Erik?
—Claro que es bueno. Lo único que no sabemos es su datación verdadera. Pero puede ser de finales del siglo diecisiete. Podría ser más antiguo…
—¿Y?
—Bueno, ya sabes. La desamortización, papeles falsos, copias admitidas como buenas hace cientos de años, copias de buenas piezas que la misma Iglesia vendía… La historia de siempre, Jabo.
—¿Y cuánto lleva desaparecido? ¿Lo sabes?
—En esa época yo ya estaba bastante fuera del gremio, Jabo. Además, tú sabes que empezó a llegar gente nueva y más… desaprensiva.
—¿Qué gente, Erik?
—Ya sabes, Jabo. Empezaron a venir los rusos, los tipos del Este, los serbios, los croatas. Esos no tenían, ni tienen, respeto por el arte ni por nada. Esos solamente saben de dinero y de pegar tiros.
Azpilcueta miró zumbón al abuelo cuando hablaba de tiros y de dinero, consciente de las líneas en el currículo del belga, que hablaban de sus días como mercenario en África, en el descongole general de los setenta. Nuria no tardó en escuchar la tos de su marido y decidió bajar las escaleras con una infusión. Traía bebidas para la visita también.
—¿Y llegaste a tasarlo entonces?
—Sí. Creo que sí.
Azpilcueta posó la segunda foto sobre la mesa. El retablo que aparecía en la foto en blanco y negro le resultaba más familiar.
—Una figura como esta se lleva y se mueve más fácilmente. Eso ayuda a que el precio mejore sustancialmente. Lo del retablo es más difícil.
No escapó a Amaya una corta y rápida mirada del belga a Azpilcueta cuando se refirió al retablo. El abuelo bebió un sorbo largo de su taza bajo la escrutadora mirada de Nuria. Hablaba la abogada penalista, más que la mujer de un tasador.
—Teniente, si nos cuenta por qué ha venido, quizá terminemos antes.
El sargento Amaya alcanzó en ese momento a entender lo profundo del mar en el que nadaban su superior y el belga de cabellos blancos. Unas aguas exigentes para los hechos a la navegación. Corrientes por abajo y vientos en la superficie. Mala cosa, de todas formas, para quienes se quisieran aventurar sin haber pasado el examen. Malas aguas aunque se fuera filibustero o pirata. Azpilcueta mascó un par de palabras antes de abrir la boca y dejarlas salir.
—Nosotros tenemos el San Virila.
Erik se ahogó con su último sorbo y volvió a toser, mojando la camisa con un pequeño derrame. Sosteniendo la taza ante su boca abierta, miraba con atención al teniente.
—¿Que tenéis el San Virila? —reía ya abiertamente—. Así que tenéis un rehén. ¿Entonces vosotros sois el GAL?
Aunque predispuesto al deporte, Azpilcueta no aceptó bien el chiste de Erik. Por respeto a su abuelo, no dijo nada.
—Lo encontramos hace unos días. Fue por pura casualidad, Erik.
—Venga, Jabo. No le cuentes historias al abuelo. La casualidad y la búsqueda son hermanas y viven en la misma casa…
—Gente nuestra lo encontró en un accidente de tráfico, Erik. Sin bromas.
El belga no daba por terminada la sesión de risotadas. Al cabo, y después de un pequeño aparte personal de los dos guardias civiles, el viejo se desató, más que nada para ilustrar al sargento.
Empezó por contarles la trascendencia del San Virila entre los presos de ETA de la cárcel de Soria.
—Cuando yo estaba con ellos, solían mantener verdaderos debates ideológicos sobre la figura, porque siendo propiedad del monasterio de Leyre, en Navarra, no se lo podía considerar un bien intocable. Otros rebatían que, si se habían de mostrar rigurosos, Nafarroa y cualquier bien económico, cultural o humano que algún día podría formar parte de Euskadi unida, grande y libre se debía respetar. Había quienes, sin embargo, no daban un duro por ninguna cosa que tuviera que ver con la Iglesia y otros mostraban una ortodoxia total.
Amaya ya no ocultaba una cierta fascinación por el personaje que tenía delante. El abuelo rara vez se hacía consciente de que sus narraciones causaban ese efecto cinematográfico.
—Las chicas, Jabo, por lo visto, eran las más duras al respecto. Dentro de la cárcel hice mucha amistad con gente de ETA. Allí llegaron a ser como ciento cincuenta los presos de la organización en aquellos años. En Barcelona, después, también conocí a gente dura. Eran como los talibanes.
Nuria suspiró, impaciente, y decidió recoger las tazas. Subía las escaleras con la bandeja, mientras Erik la miraba con amor y ella callaba, torciendo el gesto y meneando la cabeza. Una vez ella desapareció de su vista, se mostró más relajado, cruzó las piernas y colocó las manos en el regazo. Estaba dispuesto a escuchar, decía su actitud. Azpilcueta no se planteó otra manera más que la única que sabía. La petición del día era simple, clara y concisa.
—Erik, queremos que nos digas cómo volver a poner esto en el mercado.
Petite Bayonne (Francia)
5 de junio de 1977
—Jabo, espera un segundo dentro del coche y por nada del mundo te bajes. ¿De acuerdo?
—Si me llamas Aingeru, ama. No quiero que me llames otra cosa.
—Pero tú sabes que aita quiere que te llames como él.
—Pues no me llamo Jabo. Yo soy Aingeru.
—Bueno, pues espera un momento en el coche. Anda, hazlo por mí. Ya eres mayor. Has cumplido seis ya, Jabo.
Hace un rato muy largo que se han bajado del coche. Seguro que sus padres se han olvidado ya de él. Ya se lo decía sor Fuencisla en el hospicio de Vitoria. Que si no hablaba mucho con sus padres nuevos lo iban a devolver; que tenía que ayudarlos y hacer siempre lo que le decían. Todo lo que le decían y cuando se lo decían.
Aingeru se cansa de esperar. Lleva toda la vida esperando. Esperando a que su madre vuelva, como le dijo. Y nunca volvió. Dentro del coche hace calor. Hace mucho calor y al final de la calle se ve un puente muy bonito. Seguro que allí se está fresquito. Y toda esa gente que va y viene por el puente parece pasarlo muy bien mirando al río. A él también le apetece ver el río. Le encantaba ver el río allá en Vitoria, cuando sor Fuencisla lo llevaba al médico y se paraban en el parque.
O los escaparates de por allí. En aquella calle hay muchas tiendas con unas cosas muy bonitas que mirar detrás de los cristales.
Se fijó en que sus padres habían entrado al bar Le Patio, en el centro de la calle, pero le han dicho que es mejor no entrar allá, porque van a ver a gente de Bilbao que no puede volver a su casa. No entiende por qué no pueden volver a sus casas.
Vuelve a mirar hacia adelante y ve un hombre ahí, sentado en un banco, que mira al coche y a él desde hace un buen rato. Eso lo pone nervioso. Unos minutos después son ya dos los hombres que hablan y señalan hacia el coche mientras hablan entre ellos… Hace calor y se está mal dentro, así que Aingeru quiere que su madre vuelva ya. Además, hay tantas cosas bonitas que mirar en aquella calle. Pero su madre le ha prometido un helado después de ese rato, si se porta bien.
Mientras dilucida si la recompensa vale la pena, se sienta, suspirando de calor y cansancio. Vuelve a ponerse de pie y cuando pisa la alfombra ve que asoma un montón de volantes y octavillas como las que su padre reparte en el bar. Tal vez si sale del coche y empieza a repartir octavillas, como ha visto a sus padres nuevos cientos de veces desde que vive en Atxuri con ellos, a su padre le guste. Por fin ve que los dos hombres que no han dejado de mirarlo se acercan y toman de sus manos uno de los papeles. Mientras sigue con el reparto, hace lo que su madre le ha enseñado: se acerca al final de la calle para leer la placa con el nombre. Es la rue Pannecau. Recuerda que le encanta leer, pero no entiende todavía lo que ponen los papeles que reparte por toda la calle. En grandes letras: «Amnistia. Herriak ez du barkatuko».
Ha repartido un buen montón de octavillas. Eso sí, de una en una, como le decían en el bar los amigos de su padre, batetik bestera. Casi las ha repartido todas.
Por fin ve a sus padres a lo lejos venir hacia el coche. Pero es su padre el que se adelanta. Mientras se acerca a grandes zancadas, el niño quiere ayudar a su padre, pues nunca ha tenido mucho interés por él en lo que lleva en esa casa nueva. Solo su madre parece quererlo. Así que se esfuerza en que todo el mundo coja un papel de aquellos. A su padre eso le gustará.
Su padre le grita desde la distancia. Jabo, deja eso. Métete en el coche. No hagas eso. ¡Jabo!
—Que dejes eso ya. Y vete al coche.
Mientras corre, su padre sigue gritando a voz en cuello que deje de hacer aquello.
—¡Yo no me llamo Jabo! ¡Soy Aingeru, aita!
Reparte a manos llenas los boletines hasta que su padre llega a su altura. Espera una felicitación.
Su padre lo detiene con una bofetada que lo derriba de cabeza al suelo y le quita las octavillas de un manotazo.
El Tintero, Málaga
11 de julio de 2003
22:00 h.
Bares y tascas son, en España, escenarios de reuniones que americanos o británicos sostienen en los pasillos de sus lugares de trabajo. Y los restaurantes, para nosotros, son lo que para ellos sus salas oficiales. No debimos —no deberíamos, dictaminaba Luis Valeiras, el comandante que los había citado en El Tintero para cenar tras la visita a la casa de Rincón— perder nuestro sentido de la civilización. Las ventajas, un ahorro de tiempo no siempre cuantificable, además de la gradación y atemperación de ánimos ligada a la mesa, al buen vino y al momento de refacción de fuerzas. Las desventajas, el ruido y, sin que de momento hayamos encontrado término medio, nuestro proverbialmente escaso sentido de la discreción.
El problema radica, para algunos, en que nunca se sabe en qué momento dejamos de estar en una reunión de trabajo para estar en una comida entre compañeros o cuándo ocurre lo contrario, que termina un excelente rato culinario para pasar a ser una mesa de conferencias. Afortunadamente, hay lugares en el mundo donde no hay fronteras. Bendita confusión.
—Bueno, y aquí un gitano, un vasco y un gallego para dar comienzo al chiste— rompió el hielo Amaya.
El comandante Valeiras ya conocía de los encantos personales de Amaya, luciendo un talento social que muchos atribuían a su condición étnica. Azpilcueta, que ya había comprobado la elegancia y el saber estar de Amaya, asentía, sonriendo. Pero Amaya sabía que quizá la sonrisa del vasco se debía más al éxito de la charla que habían terminado con Erik el Belga una hora antes en Rincón de la Victoria.
—¿Qué te apetece, Jabo? —hizo las veces de anfitrión el comandante—. Sabes que aquí podemos probar muchas cosas.
—En El Tintero ya he estado antes. Así que cualquier cosa que propongáis bien me parece.
Esa alteración de la sintaxis, tan vasca, le salió del alma al de Bilbao. Amaya estuvo a punto de terminar el chiste, pero administraba su talento con comedimiento. Un par de platos de rosada a la plancha, mejillones y unas verduras a la parrilla sirvieron de tapa para la conversación. La metedura de pata vino con el pulpo a la parrilla.
—Así que especialista en arte, Jabo. ¿Y en Fiscal de Bilbao?
—Sí. Pero creo que ahí tiene más que ver mi acento de Atxuri que mis conocimientos de arte.
—Ya. Pues fíjate que, aunque sin acento, este y yo también pasamos por allí —comentó Valeiras, ensombrecido—. Seis meses en Vergara. Yo era un pipiolo todavía, cuando lo del enterrador.
—Yo hice el curso del GAR —añadió Amaya, con sonrisa ladeada.
—Entonces estoy hablando con dos txakurras en lejía.
Hacía tiempo que no usaban la palabra. Que no la oían pronunciada con aquel acento euskaldún. En ese momento, Azpilcueta supo que les había enfriado la espalda a ambos. Que les había abierto el álbum de fotos por la página menos adecuada. El comandante Valeiras levantó la mirada hacia la barra para pedir uno de los platos al camarero que pasaba, al estilo de El Tintero, y Amaya se acomodó la servilleta en el regazo, elegante como un príncipe, el muy cabrón.
Y el vasco dio por sentado que les debía, como mínimo, una atención.
—Pues no os pienso distraer con mis historias, par de rositas.
Las aguas retornaron a su cauce y el vino, a su lugar de rigor. Tres copas vacías del tirón después, el sargento disparó su curiosidad sobre René, el personaje de esa tarde, a sabiendas de que Azpilcueta se lo debía.
—René Van den Berghe, Jabo.
—Así que has venido a ver a Erik el Belga —dio comienzo al interrogatorio el comandante—. Imagino que aquí nuestro joven sargento está al corriente del personaje.
—Lo estoy ahora, mi comandante. Vaya tarde ilustrada he pasado hoy.
—Pero creo que está retirado del todo, ¿no? Bueno, ya sé que me vas a decir que un tío así no se retira nunca…
—Así es, Luis. No lo está del todo. Ha hecho varias cosas con nosotros —explicó Azpilcueta.
—¿Sí? Cuenta.
—Bueno, ya sabes. Tasaciones, certificar piezas con ese ojo que el talento y la vida le han dado. Incluso ha colaborado en devoluciones. Hasta algún museo se ha cabreado con nosotros. Mucho. Por decir que tienen en sus catálogos alguna joyita más falsa que la falsa monea.
—¿Y tú en qué andas ahora con él?
La camarera bajó la bandeja hasta la mesa. Pesaban las botellas y la bisoñez. Con una amable sonrisa, pidió disculpas y retiró lo que ya no servía. Ese lapso dio aliento para retomar el asunto que les había enfriado la espalda un rato antes.
—Pues vengo a varias cosas. La primera es que quería mostrarle un par de fotos. Una es la imagen de un santo, de madera, muy venerado en Navarra. Desapareció del monasterio de Leyre hace unos cuantos años. A pedirle una opinión sobre su valor y su precio. Y a que la certifique, evidentemente. Ya podéis imaginar cómo se mueven las cosas en ese mundo, las verdaderas y las falsas.
—¿Y cómo te ha ido? ¿Lo esperado?
—Tengo que decirte que Erik nunca te decepciona.
—¿Lo has conseguido? Quiero decir, el valor y eso…
—Pues me ha dicho que tiene que hacer un par de llamadas y dará un veredicto dentro de unos días.
—Y, además, veo que no te has ido de vuelta a Bilbao esta noche. Imagino que tiene ya el ojo clínico algo viejo…
—No es eso, exactamente.
Amaya y el comandante miraron con curiosidad a Azpilcueta. Hubo un segundo de indecisión, pero prefirió considerar aquello como un pago compensatorio para sus dos colegas malagueños.
—El tema es que la cotización ha sufrido alteraciones últimamente. Desde el 11 de septiembre, ya sabéis.
—¿Hasta eso ha alterado Bin Laden? Joder.
—Lo que ha pasado es que, como sabéis, la administración Bush ha decidido incluir a ETA, a Herri Batasuna y a todo el entorno KAS dentro de la lista de los malos.
—Pues sí que han tardado, cojones.
—Tampoco vayas a pensar que nos ayudan mucho. Después del 11-S hubo gente nuestra por allá, en la sede de Langley en Virginia. Alucinaron con la escasa información que tenían de ETA. Nada comparada con la que tenían de Iraultza, unos iluminados que solo ponían bombas en intereses americanos. No sé si los recordaréis siquiera.
—Bueno, la verdad es que eso no es nada nuevo. Se ha dicho que fallaron estrepitosamente…
—Pues sí —admitía entre dientes Azpilcueta—. Tanto como los chismes de seguimiento de los misiles o de coches que usamos nosotros y que ellos nos prestan. Si no llega a ser por un subinspector de la nacional que los echó a andar sin tener ni puta idea de inglés… Y eso fue en el 99, mi comandante.
—Una dolorosa y negligente incompetencia.
—Pues eso, la decisión americana digo, ha hecho que se reduzcan las fuentes de recursos de la organización. Ahora es más difícil mover remesas, hay más controles. Todo se ha vuelto más arriesgado para ellos, así que andan algo escasos.
—¿Quieres decir que se están tirando a buscar otras fuentes de financiación? —aventuró el comandante.
—Así es, Luis. Y lo sorprendente es que ya no andan solamente a cobrar el impuesto revolucionario. Que, por cierto, ya no piden en exclusiva a empresarios o industriales. Ya van por todo tipo de empresas, los artistas incluidos, los cocineros de la tele, periodistas de éxito…
—No andarán también trapicheando por la calle…
—Pues eso es lo poco que les falta, amigos míos.
Dieron una batida con la mirada alrededor de la mesa, de manera casi simultánea los tres. Terminado el proceso automático del modo picoleto, Azpilcueta prosiguió:
—Hasta se han tirado al tráfico de drogas. La cocaína sigue siendo muy rentable. Y como ya están en la clandestinidad del gremio, no tienen problemas de intendencia. Y al tráfico de armas también.
—Y, por lo que nos insinúas, ¿al de piezas de arte también?
Aseveró con un par de movimientos de cabeza, mirando alternativamente a sus dos compañeros de mesa y cuerpo.
—Por lo que le has dicho, entiendo que la estatuilla está en poder de la Guardia Civil. ¿Entonces es cierto lo del accidente de tráfico?
—Sí y no. Cierto es que lo tenemos. Pero hay que confirmar alguna cosa todavía sobre lo del coche. Hace dos semanas, una tarde, nos llaman de Endarlatsa, que es un pueblecito de Navarra casi en la raya de Francia, para decirnos que habían encontrado la figura en un coche medio volcado en una ladera, después de salirse de una pista forestal. Matrículas dobladas y eso. Ya sabéis. Un Opel Corsa. Lo habían traído de Francia, robado. Las matrículas pertenecían a un chaval de Lesaka. Nada que ver, de momento, con el chaval, pero todo anda en averiguaciones todavía. Cuando abrieron el maletero encontraron una caja de madera, muy recia, pero barnizada y perfectamente limpia, envuelta en cartonaje para evitar rayaduras y raspones. Imaginad por un momento el canguelo… Entre que llamaron, llegaron los Tedax y vieron que no había explosivos y me llamaron a mí, casi ocho horas. El que fuera tuvo tiempo de fugarse a Rusia.
—No hay mucha gente de Patrimonio tan experta, supongo —comentó Valeiras.
—Pues no. Fuera quien fuera, esto de ahora es de película de Berlanga. Resulta que es un abuelo el que encontró el coche, mientras iba de caza con la escopeta. Nos dijo que el coche estaba solo, con el motor encendido. Así que imaginamos que el que conducía o se fue o se lo llevaron. El abuelo pasó por allí y se le ocurrió no moverse del sitio. Dijo que por si había un incendio. Al final, llamó y esperó hasta que llegaron los de la Policía Local… Eso es lo que hay, o es que el abuelo sabe más y nos miente. No sé. Tampoco podemos descartar nada, ni que el del coche supiera lo que iba transportando. Últimamente, los colaboradores de la cosa andan escasos de oficio.
—Es llamativo que el abuelo no quisiera moverse del sitio —observó Amaya—. Le podían haber dado dos tiros…
—Por ahí me da que pensar que el abuelo conocía al del coche y no quiso que siguiera. Imagínate un nieto descarriado y el abuelo tomando el toro por los cuernos. Yo qué sé. El asunto es que para no explicar demasiado a Erik me inventé lo del accidente.
—Pero bueno, como sabemos que Erik tiene amigos hasta en el infierno, nos va a iluminar con su arte.
—Tú lo has dicho, mi comandante. Erik tiene amigos etarras. De cuando la prisión de Soria y luego en Barcelona. No sería nada extraño que quisieran ponerse en contacto con él si las cosas están así ahora para la banda.
—Y tú has venido a averiguar eso también —completó Amaya—. Usando la segunda foto.
Azpilcueta no pudo evitar una mirada de admiración hacia el gitano.
—Pero si pareces un picoleto y todo, mi queridísimo Amaya. Supongo que te diste cuenta de que no dijo ni mu de la segunda foto. Ese es mi as en la manga. Los de ETA saben ya, o deben de saber, que la figura está quemada. Que la tenemos nosotros. Pero si es Erik el que la inserta otra vez en el torrente del tráfico, quizá quieran ponerse en contacto con él.
—¿Y qué pasa si no quiere meterse en líos con ellos?
—Para eso traigo la segunda foto. Por si el abuelo tuviera algún prejuicio. El retablo es una causa aún pendiente de Erik con la justicia española. No prescribe precisamente ahora por delitos relacionados con el terrorismo. La voz de la conciencia, que a veces viene de visita desde el pasado —remachó Azpilcueta con serenidad profesional, aunque con un tono amargo.
Mientras les duró la botella de vino —magia gallega con punto dulce y aguja—, terminaron de ver el álbum de fotos con las mejores instantáneas de cada uno, obviando alguna página de común y tácito acuerdo. El comandante y Amaya disputaron por pagar la cuenta. Azpilcueta terció diciendo que si todo iba bien ninguno iba a pagar. Iba a ser una amable invitación, como confirmó puntualmente el gerente de don René Alphonse Van den Berghe.