Kitabı oku: «Desde el suelo», sayfa 2

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III

—Capu, ¿tienes hambre? Ven, vamos a colocar los cartones en la acera, que ya está seca. Mira, ahí viene esa señora, la que siempre nos da algo… Buenos días, muchas gracias y le deseo que mañana tenga suerte. ¿Juega Vd. a la lotería?

—No, yo nunca juego.

Y diciendo esto, acarició a Capulino y cruzó la Gran Vía.

—¡Capu, nos ha dejado cien pesetas! ¡Vamos a desayunar de lujo! ¿Tienes sed? Espera, te voy a dar agua. Voy a comprar una garrafa.

»Don Basilio, el del bar, nos ha dado una pringá que está riquísima. Espera, hombre, no te pongas nervioso que la voy a dividir. Aquí tienes. No comas tan rápido, ya sabes que después te sienta mal.

»Caballero, muchas gracias. ¿Has visto?, la gorrilla se está llenando. Voy a retirar un poco de dinero de ella, ya sabes, por si acaso… ¿Has terminado?

Capulino se relamía con gusto y siempre esperaba algo más, pero…

Como te iba contando, no sabía si alguien había notado mi ausencia durante el tiempo que estuve fuera de la taberna, porque el jaleo y la fiesta continuaban.

Bien entrada la noche, Carlos apenas podía hablar, aunque se reía muchísimo; creo que había consumido más alcohol de lo normal. Los flamencos se marcharon con más pena que gloria y solo un pequeño grupo estaba canturreando bajito. Lucas, el camarero, fue el único que me preguntó

—¿Qué tal?, ¿cómo está?, ¿le ha sentado bien un poco de aire fresco?

—Pues sí —le respondí.

El tabernero decidió que ya era hora de cerrar y entre algunos amigos y yo ayudamos a Carlos a llevarlo a su casa. Aunque estaba cerca, fue difícil conseguir subir los escalones hasta dejarlo en su habitación.

Lo que quedaba del resto de la noche lo pasé en vela. No pude conciliar el sueño, era imposible alejar de mi pensamiento aquellos momentos tan horribles y angustiosos.

El cuerpo de aquel hombre fue descubierto a la mañana siguiente y el diario de la tarde publicó con detalles su identidad. Era un constructor de obras nacido en el pueblo de Casabermeja, estaba casado y con hijos, y residía en Málaga desde hacía algún tiempo debido a que tenía en construcción varias obras por la zona de Olletas. No daba detalles de la forma en que supuestamente pudo haber sido asesinado, solo que el motivo aparente de su muerte fue debido a un fuerte golpe que recibió en la cabeza. También mencionaba que hubo un testigo que vio correr a una persona por aquel paraje apenas entrada la noche, aunque no pudo distinguir si era hombre o mujer.

Marcharme de Málaga fue lo primero que pensé. Creí que era lo más prudente y necesario por mi seguridad y mi paz. Sentí pánico y no me concentraba en nada de lo que hacía, lo pensaba una y otra vez… Dejar atrás todos mis proyectos, mis poetas, la alegría de la gente, mis sueños… era algo que me haría mucho daño, pero si Isabel decidiese delatarme, el daño sería aún mayor. ¿Cómo demostraría mi inocencia? La respuesta a mis dudas fue ausentarme, aunque no de una forma inmediata, porque pensé que quizá podría despertar sospechas, de modo que lo haría después de la boda de Carlos.

Una de las pocas cartas que escribí a mi madre fue para decirle que me marchaba de España, aunque no le di detalles del motivo; creo que hice lo mejor para evitarle un sufrimiento añadido. Ella era la persona que me enviaba por correo postal sin fallar ni un mes suficiente dinero para poder sobrevivir, y siempre creí que lo hizo a espaldas de mi padre, el cual nunca preguntó por mí.

Hoy es un día grande, se juega la lotería navideña, el gordo.

—Capu, ¿comemos algo? Cuando oyes la palabra comer te despiertas, ¿eh? Espera, que vuelvo enseguida.

»Según comentan, el gordo ha caído en un pueblo de Barcelona o Badalona… Bueno, nosotros a lo nuestro. ¡Anda, qué hueso te he traído! Yo tengo un bocadillo de atún.

»Hoy ha sido un día de buen recaudo. La gente ha sido muy espléndida con nosotros y he dado mil gracias a todos cuantos nos han ayudado a llenar la gorrilla. Todo es gozo y alegría en las calles madrileñas.

»Ya lo sé, Capu, ya lo sé. ¿Y si fueras tú quien tratara de contarme algo? Pero con alguien tengo que hablar, ¿no? Además, estoy convencido de que tú de alguna forma me entiendes, ¿verdad? Es que como me miras tan fijo pues creo que me escuchas, ¿sabes? Te sigo contando…

Faltaban casi dos semanas para la ceremonia y aunque no era mucho el tiempo de que disponía, pude averiguar, entre otras cosas, que una cooperativa agrícola necesitaba a jóvenes para realizar la recogida de la uva en la vendimia al sur de Francia. ¡Qué ironía! Verme mezclado en vinícolas, labor que tanto desprecié en mi propia tierra y familia. Pero no podía permitirme esperar a elegir algo que fuese de mi gusto, de modo que me alisté y me escogieron. El permiso de trabajo, así como el documento de salida del país, me lo proporcionó la cooperativa. Unido a otros jornaleros, cruzamos la frontera un dos de septiembre con destino a Burdeos.

Durante el largo y aburrido viaje fui recordando con detalles todo lo vivido en tan poco tiempo en esa preciosa ciudad de Málaga que nunca olvidaré, y en mi mente no cesaban de retumbar las palabras de Isabel que tanto dolor me causaron. Yo seguía muy enamorado de ella, pero debía irme haciendo a la idea de que nunca más la volvería a ver.

Uno de los eventos, como bien prometí a doña Rosalía, fue asistir a la boda de su hijo. Decidieron celebrarla a finales de agosto a las doce del mediodía en San Felipe Neri. Las varas de nardos, rosas, margaritas y claveles blancos adornaban el altar de la iglesia, depositados con gracia y gusto exquisito, y un olor agradable inundaba el recinto. Doña Rosalía, emocionada junto a su hijo, esperaba la venida de la novia.

El coro cantaba acompañado del armonioso sonido del órgano, ejecutado con dulzura por un amable y veterano músico de cierta reputación en los eventos religiosos.

Josefina no aparecía. El sacerdote discretamente se acercó al novio preguntándole dónde estaba la novia. ¿A qué se debía el retraso?

Alguien dio el aviso de que una mujer vestida de blanco con un ramo de flores en la mano se acercaba a paso ligero hacia la iglesia, acompañada de un caballero vestido de oscuro, y en la pendiente de calle Parras se divisaba un auto parado envuelto en una gran nube de humo negro.

Entre tanto desconcierto, pensé que era el momento oportuno de marcharme y, a sabiendas de que todos los vecinos de la casa de calle San Bartolomé se encontraban en la iglesia, aproveché la ocasión para poder recoger mis pocas pertenencias y desaparecer sin dar más explicaciones. Nunca supe si se casaron.

La vendimia duró apenas nueve días y, como era obvio, yo no regresaría a España con el resto de los compañeros, de modo que estuve planificando mi estancia en Francia. Durante ese tiempo, conocí a una persona que captó mis conocimientos en el vasto mundo de los vinos y me ofreció la posibilidad de poder representar vinos franceses en la región de Normandía. No era precisamente lo que deseaba hacer, pero era el comienzo de una nueva etapa de mi vida y no podía rechazarlo. De modo que después de pensarlo acepté la propuesta de trabajo, pero antes decidí visitar París. Rondaba en mi mente desde que pisé suelo francés y ahora tenía la oportunidad de hacerlo.

IV

—Capu, ¿sabes lo que nos ha regalado don Basilio, el del bar? ¡Un paraguas! Según me dijo, alguien lo dejó olvidado hace tiempo y nadie lo ha reclamado. ¡De modo que nos viene de maravillas!, porque hoy creo que va a llover muchísimo. Fíjate en el cielo, esas nubes amenazan agua. Bueno, nosotros ya tenemos cobijo.

»Ah, París, Capu, París. ¡Qué maravilla de ciudad, qué armonía! Sus puentes y su río, sus calles y fuentes, su famoso arco y su grandiosa torre… ¡Ah! Capu, ¿sabes?, allí conocí a Marie Anne Favre, linda y culta mujer de procedencia suiza, nacida en Arles…

Fue una tarde que coincidimos admirando pinturas en un café a orillas del Sena donde se celebraba una exposición. Ella estudió Arte y uno de los pintores por el que sentía gran admiración era Claude Monet. Me contó que sus padres se trasladaron a Francia al comienzo de la Segunda Guerra Mundial y, según me dijo, los motivos fueron puramente comerciales. Pensaron que sus actividades como marchantes en obras de arte serían más lucrativas en zona francesa.

Lo de representar vinos en Normandía se alejaba por momentos, porque mi relación con Marie era muy buena y comenzamos a vernos con regularidad. Yo no disponía de mucho capital para continuar en París sin hacer nada, y mi madre creo que pudo haber sido sorprendida por mi padre y dejé de recibir ayuda monetaria, así lo quise entender en su última carta.

Nunca pude leer a los poetas franceses. Bueno, creo que fue porque como Marie Anne hablaba un poco de español, pues no sentí la necesidad de aprender francés. Con ella era muy feliz. Nuestra estancia en París fue corta. Decidimos casarnos en Notre Dame y así lo hicimos, aunque siempre creí que sus padres no me aceptaron como el marido ideal para su única hija.

Claro, yo no poseía fortuna, y aunque les hubiese referido la posición de mis padres en España, no hubiera significado nada, porque yo estaba desheredado. Pero lo que unió más a la familia fue el nacimiento de nuestro hijo Philippe. El pequeño fortaleció los lazos entre nosotros e incluso el padre de Marie llegó a ofrecerme un puesto en su empresa, lo que yo rechacé.

—Capu, está anocheciendo. Vamos a ir a dar un paseo, que nos hace falta a los dos. Tengo las piernas entumecidas, todo el día tirado en esta esquina como un mendigo. Bueno, en realidad es lo que soy, ¿no? Tú conmigo no tienes porvenir, ¿sabes? Te lo digo por si quieres irte con otro amo, ¿sabes? ¿Quieres irte? Anda, corre.

Capulino sentado alzaba una oreja, la otra se le quedaba floja, y apoyado en sus patas traseras, con las delanteras comenzaba a golpear el vientre de Galindo.

—Bueno, bueno, ya sé que no te gusta que te hable así, pero tú eres libre, ¿lo sabes, no? Hoy vamos a caminar por calle San Bernardo. No queremos que nos miren mal por la Gran Vía y por aquí hay menos gente.

Capu en la esquina de calle Minas no pudo resistir las ganas de desalojar su vejiga.

De regreso, Galindo se detuvo en el bar de don Basilio y discretamente asomó la cabeza por la puerta. Capulino quedó sentado en la acera por orden de su amo. Uno de los dependientes del bar le acercó una bolsa. Galindo le dio las gracias y ambos continuaron su camino de regreso a la esquina.

—¿Sabes, Capu? Hoy estrenamos cartones. Como yo digo: ¡cambiamos de sábanas! Vamos a ver lo que nos han dado. ¡Mira!, trozos de pizza. Para ti los de jamón; yo me tomo los de atún.

»Como te decía, no acepté la oferta de mi suegro y nos marchamos a Normandía, pero como había pasado mucho tiempo desde que me ofrecieron el trabajo, cuando llegamos ya se lo habían adjudicado a otra persona. Marie Anne, como era tan prudente, no hizo ningún comentario responsabilizándome de mi poca seriedad. «Lo sé, lo sé, es mi culpa», le dije. «No te preocupes», me respondió.

»¡Capu, has manchado los cartones nuevos! No saques la comida de tu plato. Toma, bebe agua. Para Reyes me gustaría que estrenásemos nuevo portal. Podemos escoger, no tenemos problemas de avisar al propietario de que desalojamos la vivienda, ¿verdad? Hoy no ha sido un buen día de recaudación. Bueno, mañana Dios dirá.

—Capu, hoy es víspera de Nochebuena. Hay que estar a la altura del día, quiero decir, con esperanza y con fe, ¿comprendes? Bueno, como ya han pasado los del riego, voy a ir un momento a ver si me puedo asear; llevo varios días sin afeitarme y también el resto de mi cuerpo necesita una limpieza. Tú también necesitas un buen lavado. Sé que no te gusta mucho el agua y ahora en invierno menos, pero apenas entre la primavera, tendrás que darte un buen baño, ¿sabes? ¿Quieres venir conmigo? Sí, claro. Vamos. Espérame en esta boca de metro. ¡No te muevas, eh!

»Me siento mejor. ¿Qué te parece si desayunamos? Y hoy algo especial. Sé que te gustan mucho las porras, ¿verdad? Vamos a comprar algunas, yo también las comeré con un café.

Ambos se sentaron en un banco de la plaza del Callao.

—Capu, ¿ves a aquel pequeño andando cogido de la mano de su madre? Pues esa edad tendría nuestro hijo Philippe cuando lo vi por última vez. Hoy estará rozando los veintitrés, creo yo. Espero que esté bien y la vida le sonría. Estoy seguro que sí, porque la familia de Marie Anne gozaba de una buena posición económica. Y tú podrías preguntarme: ¿por qué abandonaste a tu familia y todo cuanto te rodeaba? Pues bien, yo te lo voy a explicar, pero antes vámonos de aquí, porque corre un vientecillo muy desagradable y, además, este lugar se está llenando de gente. Sabes que algunos nos miran como si les molestase que estemos sentados donde ellos creen que no deberíamos estar.

»¿Sabes?, mañana a la hora de cenar las familias se reúnen en casa a disfrutar de suculentos manjares, grandes comilonas, esperando la venida del niño Jesús, y al día siguiente, ¡Navidad! Casi siempre, como tradición, consumen lo que sobró de la noche anterior. Pero tú no te preocupes, porque seguro que el señor Basilio tendrá algún detalle con nosotros y nos dará algo especial para comer.

No eran muchos los que arrojaban alguna moneda en la gorrilla de Galindo, pero el gesto de hacerlo era suficiente para que él mostrara su gratitud y sonrisa. No era precisamente la mejor noche para obtener buenas propinas, y los que circulaban por allí cruzaban las calles a paso ligero, sin apenas fijarse en ellos; eran aquellos que dejan para última hora comprar regalos navideños.

Comenzó a nevar suavemente y Galindo abrió el paraguas.

—Como te iba diciendo, nuestra estancia en París fue corta…

No podíamos permitirnos el coste de vida tan alto en aquella encantadora ciudad, de modo que pensé regresar a Burdeos, donde ya tuve algún contacto y, aun a pesar mío, sería en el entorno del mundo del vino donde quizá pudiese obtener algún puesto de trabajo. Lo consulté con Marie Anne y ella accedió a acompañarme con nuestro hijo, que apenas había cumplido tres meses.

En la Rue du Bon Pasteur, número 13, cerca de la estación de metro Saint Charles, alquilamos un pequeño apartamento. Nuevamente, informé a mi madre de nuestra dirección.

Al cabo de algún tiempo, y después de sufrir las pruebas necesarias, me aceptaron como controlador en la planta de embotellado en una empresa cuyos vinos eran de calidad media. Consumía mis días de trabajo sin ninguna satisfacción ni alegría, pero ya sabes, había que aportar algo a casa, aunque debo decir que Marie Anne también me ayudó muchísimo. Fueron unos años difíciles, pero Philippe fue el centro de nuestra felicidad.

Cierto día recibí una carta de mi madre en la que me informaba de que mi padre no se encontraba muy bien y deseaba verme. Yo deduje, por la forma en que ella se expresaba, que algo grave sucedía. La idea de regresar a España rondaba en mi cabeza y no dejaba de pensar en ello. Tenía muchas dudas y preguntas sin respuesta, estaba confuso. ¿Qué debía hacer?

—Capu, nos hemos quedado dormidos. Claro, anoche te hablé tanto que me dormí tardísimo. Es casi mediodía, vamos a tomar algo, ¿sí?

La nieve cubría el suelo madrileño; eran pocas las personas que transitaban por aquellos alrededores. Con dificultad, Galindo se dirigió al bar en la calle San Bernardo y pudo conseguir un poco de comida y café caliente.

—Me ha dicho el dependiente del bar que me acerque después, que nos dará algo especial por ser Nochebuena. ¡Mira que si es pavo! Pues sí, querido Capu, me armé de valor y planifiqué el viaje a España…

Dejar atrás a mi familia no fue fácil, sobre todo sin saber cuándo podría regresar. A mi esposa, Marie Anne, siempre le oculté mi pasado, y aunque en ocasiones demostró su curiosidad por saberlo, yo evadía la respuesta con excusas. Su prudencia era el cobijo de mi silencio. Rebotaba en mi mente con frecuencia aquella noche inolvidable, aquel encuentro que tuve tan desgraciado, que fue el causante de toda mi tristeza y desconsuelo. Ella desconocía por completo el amor profundo que sentí por Isabel y que aún hoy, cuando la pienso, hace vibrar algo dentro de mi ser.

El miedo me acompañó desde el momento que pisé el vagón del tren que me conduciría a la frontera franco-española. La compañía que tuve durante la noche no fue de mi agrado y no quise conciliar el sueño. Al amanecer, nos comunicaron que faltaban treinta minutos para llegar a la frontera. El temor y la desconfianza que reinaban en mí se hicieron realidad con la aparición en la puerta del compartimento de dos policías bien armados.

—Documentación, por favor.

Esas palabras calaron en mí como punzones, me hirieron el alma. Conteniendo mis temblores, les mostré mi documento. Me miraron fijamente y me lo devolvieron sin mediar palabra. Recobré la serenidad y con mis manos sudorosas sujeté fuertemente mi pequeña maleta. Me acerqué a la puerta de salida del vagón y puse pie en el andén. Me sellaron el pasaporte y desde Behobia tomé un autobús que hacía la ruta Pamplona-Logroño.

Mi hermano Cristóbal me esperaba en la terminal de las líneas de autobuses. Desde allí pusimos rumbo a Fuenmayor.

—¿Cómo se encuentra padre?

—Mal, desea hablarnos a todos. Como sabes, él siempre te quiso más que a ninguno de nosotros y aunque tu rebeldía y ausencia le han causado mucho daño, nunca dejó de mencionar tu nombre en todo este tiempo que has estado fuera de casa.

—Tú me conoces bien, Cristóbal, ¿o no? Yo hubiese sido muy infeliz sometiéndome a la voluntad de padre. Puedo entenderlo, pero ¿él me entiende a mí? Mis dudas tengo. Tú eres el mayor, te imponías como obligación cuidar de todos los hermanos según nuestra enseñanza en el seno familiar y, aunque te esforzabas en captar mis sentimientos, creo que nunca llegaste a comprenderme. He experimentado muchas cosas solo, sin apoyo, decisiones temerarias, soledad y angustia, ¿sabes? Voy a contarte algo que quizá te abra un poco el corazón y sepas realmente quién soy y cómo deseo vivir, pero me prometerás que nunca lo comentarás en casa, ¿me lo prometes?

—Supongo que sí. ¿Tan grave es?

—Puede ser, aunque ha pasado algún tiempo desde que ocurrió, pero…

—Pues vamos, cuéntamelo.

Cuando terminé mi relato, con todo detalle, de lo que me sucedió en Málaga, mi hermano se quedó durante unos minutos sin reaccionar, sin comentarios.

—Y bien, ¿qué me dices? Aún no te he dicho que estoy casado y tengo un hijo, ¿verdad?

Cristóbal no daba crédito a lo que estaba escuchando, pero rompió su silencio.

—Creo, Jacobo, que madre y padre deberían saberlo.

V

—Capu, está anocheciendo y hace frío. ¡Estás temblando! Ven, escóndete debajo de la manta. Voy a acercarme al bar, deséame suerte, a ver qué nos dan.

»Lo siento, pero no hay pavo. Tenemos albóndigas, pero yo te he comprado una lata de carne de esas que tanto te gustan, ¡está riquísima! A ver, ¿cómo estás? Aún no has entrado en calor. Bueno, ¡vamos a cenar como reyes!

»Hablando de reyes, para esa fecha me gustaría que estuviésemos alojados en otro lugar. ¿Qué te parece si nos vamos hacia la plaza Mayor, eh? Allí hay muchos soportales y más resguardados estaremos, ¿verdad? Bueno, ya veremos.

Galindo retiró su gorrilla de la acera, donde en su interior había más nieve que monedas, y arropándose con la manta junto a Capulino, continuó su relato…

Es curioso, ¿sabes?, porque me acuerdo de casi todo lo que te cuento, con detalles, incluso las frases que pronuncié. Recuerdo que cuando mi hermano detuvo su auto a pocos metros de nuestra casa, le dije:

—De todo lo que te he contado, por favor, te ruego que guardes un silencio absoluto, ¿de acuerdo?

Él no me respondió.

Como había supuesto, toda mi familia se encontraba allí reunida. Hubo distanciamiento y frialdad por parte de algún miembro cuando hice acto de presencia, pero no me causó malestar ni tampoco disgusto. Al contrario, fijé mi mirada en cada uno de ellos y por vez primera tuve la convicción de que la pieza que me faltaba para despejar y asegurar mis dudas encajó magistralmente: yo no formaba parte de aquel ambicioso enjambre.

Mi padre, en sus últimas voluntades, dejó mi nombre escrito en la repartición de bienes y heredé una parcela de terreno donde existía una casa deteriorada pero con buenos cimientos, justo a dos kilómetros fuera del pueblo dirección Logroño; le llamaban Las Molineras.

Mi estancia en Fuenmayor fue corta, deseaba regresar a casa, a mi casa. Mi madre encontró el momento oportuno para hablarme y de la mejor forma en que ella se pudo expresar, trató de convencerme para que regresara.

—Tengo familia, madre, y mi hogar está lejos de aquí.

—Lo sé, hijo mío, pero podrías estar cerca de mí. Los años pasan rápido…, desearía muchísimo conocer a tu esposa e hijo, y ahora tienes vivienda, piénsalo.

—No fue fácil alejarme de aquel lugar. No, no fue fácil, Capu… Oye, ¿se te ha pasado el frío? A ver que te toque… Sí, estás mejor, mucho mejor. ¡Vamos a dar un paseo corto ahora que ha dejado de nevar!

Ambos con sumo cuidado caminaron calle de la Flor Alta hacia arriba. Pasaban desapercibidos e iban en la penumbra; Galindo evitaba la luz. Desembocaron en calle Libreros y desde allí se dirigieron a Tudescos.

—¡Fíjate qué maravilla de escaparate!

Se refería al famoso horno de la confitería del mismo nombre, donde las ensaimadas, dulces y tartas, agujas y milhojas eran expuestas de una forma exquisita.

—Vamos a regresar, Capu, porque se nos va a abrir el apetito y ya sabes, poco podemos hacer… Anda, vámonos antes de que arrecie más este aire que congela los huesos.

Día veinticinco de diciembre. Hermoso día, lucía el sol, aunque el frío era intenso.

«¡Feliz Navidad!» era la felicitación más oída aquella mañana en los alrededores de nuestra esquina y a nosotros también nos felicitaron en varias ocasiones. Tuvimos la suerte de recibir algún aguinaldo, que nos vino de maravillas, porque pudimos almorzar tan bien como en cualquier humilde hogar.

—Estaba pensando en dejarme la barba. ¿A ti qué te parece, Capu? Es que a veces me cuesta afeitarme, ¿sabes? A ti también te haría falta un recorte de pelo.

»Mira, ahora que estamos satisfechos de comida y luce el sol, vamos a dar un paseo. Visitemos nuestro próximo domicilio, ¿te parece? A ver si podemos encontrar un lugar agradable y sin mucha algarabía.

La plaza Mayor estaba casi desierta. Muchos restaurantes permanecían cerrados por ser Navidad, y eso nos favoreció, porque pudimos —sin ser observados con descaro— escoger un lugar discreto debajo de los soportales, cerca de calle Bordadores.

—¿Qué te parece este lugar, Capu? Creo que, como te dije, para Reyes podríamos mudarnos.

Capulino se orinó en una esquina.

Regresaron por calle Mayor y desde Puerta del Sol caminaron por Preciados hacia su residencia.

—Bueno, Capu, ¡de vuelta a nuestro hogar! No creo que te haya gustado mucho la idea de movernos, ¿no? ¿Has visto?, esa señora, la de siempre, me ha regalado unos pantalones, ¿qué te parece? Son buenos, espero que me estén bien. Esta noche me los probaré. Como te venía contando…

La despedida no fue nada fácil, al revés. Sobre todo alejarme de mi madre me causó dolor y tristeza, ¿quizá no volvería a verla? Mi hermano Cristóbal quiso acompañarme a la estación de autobuses y le agradecí su silencio. No mencionó en ningún momento nada de cuanto él sabía de lo ocurrido en Málaga.

El recorrido de vuelta hasta la frontera se me hizo muy largo. Cuando me disponía a subir al tren que me llevaría a Burdeos, alguien pronunció mi nombre y cuál fue mi sorpresa al girarme y ver ante mis ojos a un señor vestido de oscuro acompañado de otro de igual vestimenta, mostrándome una placa identificando su identidad y autoridad como agente del cuerpo de policía fronteriza. Brevemente me leyeron mis derechos, a los que podía responder o mantenerme en silencio —opté por lo segundo—, y acto seguido me invitaron a que les acompañase a una sala, aún dentro de territorio español. Allí me informaron del motivo de mi detención: homicidio.

Apenas pasadas veinticuatro horas, durante las que estuve recluido en una habitación de aquel edificio, me condujeron a la ciudad de Málaga. Mi pregunta era, y aún es, ¿quién me delató? Porque eso nunca lo supe. Sospeché de mi hermano y también de Isabel… Créeme, Capu, fueron los días más horribles de mi vida. Las primeras horas de mi encarcelamiento, después de celebrarse un juicio en la ciudad malagueña, aún las recuerdo como si de una pesadilla se tratara: perder mi libertad, despojarme de mis objetos personales, la falta de luz y, sobre todo, estar alejado de mi familia, de mi amado hijo y mi esposa. Me trasladaron a la Prisión Provincial de Madrid en el distrito de Carabanchel y fueron quince años a los que me condenaron, de los cuales cumplí solo nueve, y eso fue debido a mi excelente comportamiento.

Tuve un compañero de celda que era poco hablador, aunque pasado algún tiempo supe que tenía conocimiento de mi idioma. Fue un día cuando, estando de recreo en el patio de aquel recinto, me preguntó:

—¿Cuál es el motivo por el que estás en la cárcel? Porque no me parece que tengas pinta de malhechor.

—Pues yo… Bueno, es una historia que…

—Sí, sí, todos tenemos historias que contar, pero algunas inventadas.

—La mía no es inventada, es real.

—¿Has asesinado a alguien?

—No… Bueno…

—Ya, no me lo cuentes. Nada cambiaría, ¿verdad?

—No, pero creo que si hablamos este tiempo que pasamos unidos se hace más llevadero. Y no tenemos que decirnos lo que no queremos recordar porque estamos aquí, podemos hablar de otras cosas. Por ejemplo, yo soy poeta, ¿y tú?

—¿Yo? Yo abro cajas.

—¿Cajas? ¿Qué tipo de cajas?

—Pues hay muchos tipos: cajas de hierro, de acero, de madera… Ya sabes, ¿no?

—Hombre, por abrir cajas no creo que tengas que cumplir una condena en la cárcel.

—¿Eres tonto o qué? Ya, eres poeta y vives en un mundo lleno de fantasía, ¿no? Son cajas fuertes, blindadas en bancos, viviendas, donde se guardan objetos de valor, ¿comprendes?

—Sí, y tú las abres y…

—Oye, ¿tú cómo te llamas?

—Jacobo, ¿y tú?

—Yo me llamo Ángel de Día, pero me apodan el Búho.

—Supongo que puedo hacerte una pregunta y no te molestarás, ¿verdad?

—A ver, dime.

—Verás, para abrir esos tipos de cajas tendrás unas llaves especiales, ¿no?

—Muy especiales.

—Y digo yo: ¿no se te ha ocurrido abrir esta cerradura? La de nuestra celda, ¿sabes?

En aquel momento sonó un silbato, que significaba el final del recreo. El Búho prefirió no responder y solo dijo:

—Anda, vámonos que nos llaman.

Ambos caminaron juntos hacia el edificio y, después de un riguroso registro por parte del celador de guardia, entraron en la celda, cerrándose tras de ellos automáticamente.

—¡Capu, te has quedado dormido! Yo creo que también me voy a dormir, porque la noche está muy fría. ¡Ah!, antes voy a probarme los pantalones. Seguro que me quedarán bien.

A la mañana siguiente, Galindo se despertó muy temprano y Capulino seguía durmiendo. No quiso despertarlo, y con sigilo se alejó de su esquina sin hacer ruido. Se acercó al bar y regresó con algo de alimento.

—Capu, ya te has despertado, ¿eh? Pues vamos a desayunar. Hoy hace menos frío que ayer, creo que debemos de salir a pasear ahora. Vámonos antes de que pase, ya sabes, la «brigadilla recogelotodo». Además, las calles hoy están casi solitarias, hay poca gente que transite por ellas, ¿sabes por qué? ¡Porque es sábado y ayer fue día de Navidad!, ¿comprendes? No importa, yo tampoco lo entiendo mucho, pero es así.

Despacito comenzaron a bajar por la Gran Vía.

—¿Sabes, Capu? Nos hicimos amigos, aunque no fue fácil. Te hablo del compañero que tuve en la celda, del que te hablé anoche y no te enteraste…

No teníamos nada en común, discrepábamos en muchas cosas y era eso precisamente lo que nos ayudaba a no entrar en un estado triste y depresivo. Las discusiones eran grandes y escandalosas. Él me consideraba un soñador, aunque siempre creí que llegó a tenerme cierto respeto y aprecio, al menos así lo quise entender. Todas las malas experiencias que sufrió siendo joven, sobre todo ser huérfano y estar confinado en un correccional, lo marcaron mucho y tuvo la debilidad de escoger el camino equivocado. Sus dos maestros de las malas artes, apodados el Pecho Lobo y el Gallina, fueron los que le enseñaron que había fórmulas de poder vivir sin trabajar, y siguiendo unas reglas de aprendizaje era cuestión de tiempo el hacerse profesional dentro de aquel mundo, en el que era fácil de alcanzar todo cuanto quisiera, sin ser visto, en silencio y solitario. ¡Qué mal aconsejado estuvo!

¿Sabes, Capu? Me dijo que su primer éxito como «abrecajas» fue en un supermercado situado en un pequeño pueblo cerca de Salamanca, donde amenazó a la cajera y pudo obtener todo el dinero que había dentro de la registradora sin ningún problema. Fue fácil y rápido y eso le animó. Allí comenzó su carrera como delincuente, pero según me fue contando, después de ejecutar tantos y tantos atracos, y desvalijar cajas fuertes en viviendas privadas e incluso intentarlo en una entidad bancaria, he llegado a creer que él, sumido en su mundo, ese espacio fuera de la ley, nunca se detuvo a pensar las graves consecuencias que le podía acarrear.

Estuvimos unidos mucho tiempo en aquel inolvidable espacio donde tantas historias quedaron flotando entre paredes sordas y mudas, nuestras y quién sabe de cuántos otros. Historias que nadie nunca sabrá ni los muros podrán contar. Al Búho lo indultaron antes que a mí y me quedé solo durante el resto de mi condena; nadie más ocupó aquella celda.

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