Kitabı oku: «Desde el suelo», sayfa 3
VI
—Capu, nos hemos alejado mucho hoy. ¡Estamos casi al final de la calle Princesa! Vamos a regresar, porque son casi las ocho y no vaya a ser que…, ya sabes, ¡que nos dejen limpios!
De vuelta Galindo no habló nada, solo pensaba y recordaba…
Marie Anne nunca lo visitó ni recibió noticias de ella; aunque él le escribió en varias ocasiones, jamás tuvo respuesta. Antes del enlace matrimonial, él no fue bien recibido en el seno de aquella familia, de modo que los padres, al conocer la noticia de su estado, consideraron que qué mejor momento para hacerle ver a su hija que nunca debería haberse casado. Él era todo lo contrario a ser un buen marido, era un ser indeseable y tachado de criminal. El acoso que Marie Anne pudo sufrir, siendo ella una persona incapaz de soportar tanta presión, hizo que quizá pensara que lo mejor para el pequeño Philippe sería volver a su hogar paterno, donde podría rehacer su vida y, tal vez con el tiempo, olvidar el pasado. Solo recibió la visita de Eulogio, su hermano menor, y quizá fue porque en aquel tiempo se encontraba estudiando en Madrid. El resto de su familia lo ignoró completamente.
Durante aquellos años de miseria y soledad, privado de su libertad y palabra, ignorado del resto de la humanidad, rodeado de malicia y sinsabores, su deseo de vivir y subir a la superficie después de tocar fondo fue lo que encendió de nuevo la luz que le alumbró y que surgió de la pequeña llama que aún existía en lo más profundo de su alma.
El potente poder de su imaginación lo transportó a lugares infinitamente distantes, al margen de todo lo real. Creó y edificó en su mente un mundo mágico y lleno de fantasía. Pudo obtener papel y lápiz, y con esos dos sencillos y admirables objetos comenzó a escribir…
Cuando Galindo dio su primer paso fuera de aquella terrible prisión, se encontró desamparado, sin rumbo, solo y perdido. La posibilidad de poder retomar un nuevo sistema de vida borrando el pasado sería muy difícil, o casi imposible. Llamó a muchas puertas y todo eran rechazos y portazos cuando descubrían dónde había pasado los últimos años de su vida. Aunque no perdía la esperanza, comenzaba a desechar la idea de poder integrarse nuevamente en el mundo laboral y social. Nunca quiso regresar a su pueblo natal ni pedir ayuda, estaba seguro de que se la hubiesen negado.
El tiempo pasaba y sus fuerzas se agotaban. Los pocos objetos de valor que poseía los empeñó y pudo subsistir un poco más. Decidió recitar sus poemas y versos, pero ¿dónde?, ¿quién le escucharía? Sus escenarios fueron las esquinas, plazoletas, par-ques, jardines y otros tantos lugares donde quizá hoy alguien lo recordará. La colecta al fin del día la empleaba en un plato de comida y una cama en un albergue caritativo.
Llegó a conocer Madrid muy bien, paso a paso, calle por calle, barriada por barriada, y fue en la de Vallecas donde encontró a Capulino. Ya por aquel tiempo, el tono y el timbre de su voz habían mermado considerablemente, siendo su declamación suave y delicada.
—Capulino, hemos llegado y, como verás, todo está en orden. Se ve que la «brigadilla» hoy pasa más tarde, mejor así. Voy a ver qué podemos recabar hoy, porque la despensa está vacía. Quédate aquí que vuelvo enseguida.
Aquel veintiséis de diciembre, la normalmente transitada esquina estuvo muy tranquila y pocas personas fueron las que pasaron por allí, de modo que la recaudación fue pobre.
Fueron muchos los grados bajo cero que el termómetro registró aquella madrugada navideña, tantos que el frágil y débil cuerpo de Galindo al despertar la mañana no pudo alzarse como siempre. Permanecía tendido, con fiebre altísima. Capulino, sentado a su lado, temblaba y movía su cola sin cesar.
La señora anciana, a la que tantas veces Galindo agradeció su ayuda cuando depositaba algo en su gorrilla, caminaba hacia aquella zona. Deseaba hablar con Jacobo, porque desde el día que él le dijo cuáles eran sus apellidos no dejó de pensar: «¿Dónde los he oído yo antes?».
Le llamó la atención ver a un grupo de gente que rodeaba la esquina, se acercó y fue informada de lo que sucedía. Los del riego fueron los que avisaron a Urgencias cuando quisieron regar la esquina. Una ambulancia de la Cruz Roja acababa de llegar.
—¿Hacia dónde lo llevan? —preguntó la señora.
—Al centro médico cristiano en calle Doctor Esquerdo —le respondió el doctor de la ambulancia.
—¿Y el perro?
—La Sociedad Protectora de Animales lo recogerá y lo llevarán a una guardería. ¿Conoce usted a este hombre?
—Sí, bastante.
—Si desea hacerse cargo del chucho, esta es la dirección donde puede ir y allí le informarán, ¿de acuerdo?
—Sí, señor. Gracias.
Cumplimentó los documentos necesarios y le acompañaron a casa en unión de aquel noble y fiel animal, llena de satisfacción. No deseaba que fuese a parar a manos de alguien que no le cuidase. Llegó a pensar que Capulino le sería de una gran compañía y tendría una vida digna junto a ella, pero antes de hacerse ilusiones era su deber consultarlo con Galindo y decidió visitarlo.
Cuando Galindo abrió los ojos, después de veinticuatro horas de haber sido ingresado en aquel centro de salud, lo primero que vio fue a aquella señora anciana sentada a su lado.
—¿Dónde estoy?, ¿qué es lo que me ha pasado? Usted es…
—Sí, sí, soy yo, ¿me reconoce? Me llamo Amelia Ruiz del Campo.
—Claro… ¿Y dónde está mi perro?
La señora comenzó a explicarle todo lo que había sucedido y le sugirió que se calmase y no se preocupara, cuando de pronto hizo su entrada en la habitación un doctor acompañado de una enfermera monja.
—¿Es usted familiar de este señor? —preguntó el doctor.
—No, señor, no, pero le conozco muy bien y sé que está solo. Por eso estoy aquí, para hacerle compañía. ¿Me puede decir qué es lo que le sucede?
—Cuando lo reconozca, lo sabré. Ahora, si es tan amable, déjenos solos con él y esta tarde podrá recoger el informe en recepción.
La señora Amelia no quiso regresar aquella tarde, decidió hacerlo al día siguiente, así Galindo podría descansar y recuperar un poco más su estado de ánimo.
Rozaban las once de la mañana cuando la señora Amelia entró de nuevo en aquel recinto del hospital. Galindo dormía y ella con sigilo, sin apenas hacer ruido, se sentó esperando su despertar, junto a la cama.
La puerta de la habitación se abrió bruscamente y una enfermera depositó en la mesita una bandeja con algún alimento y una bebida caliente. Este ruido hizo que Galindo se despertara.
—¿Cómo se encuentra esta mañana? —preguntó la enfermera.
—Creo que mejor, mucho mejor.
—Me alegro. Pues, ande, tómese esto que le sentará muy bien.
—¿Usted aquí de nuevo? —preguntó Galindo al ver sentada a la señora Amelia junto a él.
—Pues sí, ya ve. ¿Le molesto?
—En absoluto, justo lo contrario, me alegra muchísimo verle. Ayer le pregunté por mi Capulino y me dijo que se encontraba muy bien, que no me preocupase, pero después no supe nada más porque usted no regresó para seguir contándome. ¿Sabe dónde está ahora?
—En mi casa, pero no está solo. Hay alguien con él mientras yo estoy aquí con usted, ¿qué le parece?
—Pues muy bien, pero yo deseo que vuelva a mí, ¿lo comprende?
—Claro, por supuesto. Déjeme que termine de explicarle lo que sucedió, ¿sí?
Al cabo de tres días de haber sido ingresado Galindo en aquel centro hospitalario, el doctor decidió darle el alta. Aquella misma tarde, como había hecho durante todos los días que estuvo Galindo encamado, la señora Amelia estaba junto a él.
—¿Adónde piensa dirigirse? —le preguntó ella.
—¿Adónde cree usted? Al mismo sitio, ¿dónde voy a ir?
—Volver a mendigar en el estado que se encuentra sería una torpeza, se expondría a sufrir una recaída que podría causarle mucho daño y graves consecuencias… Según me ha informado el doctor, ha estado muy cerca de padecer una neumonía, ¿lo comprende? ¿Qué le parece si reposa unos días en mi casa?
—Señora, yo no puedo pagar ningún alquiler, no puedo permitírmelo. Usted sabe mejor que nadie quién soy y dónde me conoció.
—Dónde le conocí, sí, pero quién es aún no lo sé. ¿Recuerda cuando me dijo su nombre y apellidos?
—Sí, creo recordarlo.
—Pues bien, estuve haciendo memoria y pude dar con lo que buscaba, que era un pequeño libro donde yo escribía los nombres, apellidos y direcciones de las personas que alquilaban por temporada una habitación con derecho a cocina en mi casa. Normalmente eran estudiantes que, procedentes de otras ciudades o pueblos, venían a Madrid a cursar sus estudios. ¿Y sabe lo que encontré? Un nombre: Eulogio Galindo del Tejar. ¿Es ese su hermano?
Galindo guardó unos segundos de silencio, dudó, pero le respondió afirmativamente.
—Sí, lo es. Estuvo aquí en esta ciudad durante un periodo de tiempo cursando unos estudios. Él fue la única persona que… Bueno, es que yo…
—¿Ha pensado en volver a su hogar?
—¿De qué hogar me habla?
—Su familia vive en Fuenmayor, ¿no?
—Sí, pero ese no es mi hogar. Mi hogar era otro, lejos de aquí. Creo que nunca lo recuperaré, han pasado tantas cosas que…
—Creo que debemos irnos ya, necesitan la habitación. Cuéntemelo todo más tarde. Veo que le queda bastante bien la ropa que le he conseguido, ¿eh? Las monjas me dijeron que la suya la iban a destruir, pero como verá sus pertenencias están a salvo, que, por cierto, debo confesar que las he ojeado. Espero que no se moleste.
La señora Amelia le indicó al taxista que los llevara a calle Minas, 3.
La reunión de nuevo con su perro Capulino fue de lo más enternecedora. Galindo, arrodillado, lo abrazó y acarició suavemente, mientras la señora Amelia, unida a su estimado vecino, observaba de pie aquel maravilloso reencuentro.
—Venga, le voy a mostrar su habitación. Si lo desea puede asearse y después cenaremos todos, incluido mi amigo y vecino Vicente, al que acabo de presentarle, para celebrar este día tan especial.
A la mañana siguiente y después del desayuno, la señora Amelia quiso dar un paseo por los alrededores como de costumbre lo hacía, y esta vez con más razón, pues Capulino necesitaba salir. Caminaron durante un buen rato y de vuelta, sentados en un banco público situado en una plaza cercana a calle San Bernardo, Galindo comenzó a narrar el curso de su vida. Lo hizo sin omitir detalles, sabía que la señora Amelia lo escuchaba muy atenta y él creyó oportuno hacerlo en los primeros momentos de su estancia en aquella casa. Significaba mucho deshacerse de esa pesada carga que arrastró durante años y a medida que iba hablando, sentía una sensación de libertad y sosiego. No podía saber la reacción de la señora una vez terminado su relato, pero cuando la miraba a los ojos percibía paz y tranquilidad, y esa sensación de ternura solo la recordaba en la mirada de su madre.
—¿Es todo cuanto tiene que decirme? —preguntó la señora Amelia.
—Todo.
—Voy a considerarte como un miembro de mi familia, y así me encuentro más cómoda para hablarte, ¿te parece?
—Lo agradezco mucho, lo necesito.
—¿Nunca regresaste a tu hogar paterno por temor o por honor?
—Quizá por ambas cosas.
—Pienso que ha llegado el momento de hacerlo y cuanto antes, mejor. Tú no puedes seguir deambulando por estas calles mendigando y perdiendo tu salud. Además, creo firmemente que eres una persona que tiene mucho que decir y contar. Lo digo porque, como sabes, estuve leyendo algo de lo que has escrito; tus versos, tus poemas son exquisitos, de una gran sensibilidad… Me encantaría oír uno de ellos. Me parece…
—Ya los recité, en plazas como estas y en diferentes lugares, pero no sirvió de nada. Bueno, para sustentarme día a día.
—Olvida esa época. Ya has pagado demasiado cara tu falta o error.
Galindo calló y, acariciando a Capulino, bajó la cabeza para evitar que la señora Amelia viera rodar alguna lágrima por su rostro.
Pasaron los días y meses, y nadie notó la ausencia de aquella pareja inseparable por aquel lugar. Incluso en el bar de Basilio tampoco echaron de menos al pedigüeño de Galindo. Tal vez, alguien algún día preguntaría: «Oye, hace tiempo que no vemos a aquel tímido y bien educado mendigo que andaba por aquí con su perro, ¿verdad? Sabe Dios dónde estarán…».
La señora Amelia, desde que Galindo se marchó, no volvió a pisar la esquina de Flor Alta. Recibió una carta en la que él agradecía toda la ayuda y el calor que recibió cuando cruzaba los peores momentos de su existencia.
Mi estimada señora Amelia:
Cuando me alejé de su casa, creí que mis fuerzas iban a fallarme, pero me armé de valor y de alguna forma sus palabras fueron mi guía. Con mi ligero equipaje, caminé hasta el punto donde iba a comenzar mi viaje hacia Fuenmayor. Presté atención a lo que me dijo cuando me entregó aquella carta cerrada: «Ábrela cuando estés viajando y fuera de Madrid, antes no». Respetando su deseo, así lo hice. Mi memoria siempre retuvo aquellas maravillosas frases, las que dieron tanto empuje a mi falta de fe. Hoy en esta las escribo, deseo que las recuerde:
«A ti…
La debilidad y el aburrimiento no son buenos compañeros de viaje, deséchalos, no ocultes la felicidad y alegría que tienes escondidas. Lo sé, la falta de confianza arraigada en tu alma, en tu profundo e inquieto espíritu, te frena subir al lugar que te pertenece y deseas estar. Despierta, dale paso a la convivencia, lealtad, amistad y bienestar. Agradece cuanto te rodee y palpes, no cierres los ojos, abre tu puerta de par en par y que la luz penetre iluminando todo tu ser».
¡Cuánta verdad encierran sus palabras! La deuda que tengo con usted creo que siempre quedará pendiente, no tiene precio, y no me refiero a lo económico (que, de paso sea dicho, fue muy espléndida), sino al haber conseguido iluminar el sendero que tan distante y oscuro estaba, el que me ha llevado a recuperar mi dignidad.
Siento la ausencia de Capulino, pero sé que está en las mejores manos posibles. Hoy he recordado muchas escenas vividas con él… Cuando me sugirió que lo dejase con usted, tuve mis dudas, pero creo que mi decisión fue la correcta y estoy convencido de ello.
Mi presencia en este lugar, sin haber avisado previamente de mi llegada, causó un impacto de sorpresa y no precisamente de júbilo y alegría, más bien lo contrario, sobre todo por parte de mis hermanos, con los cuales la unión y amistad familiar, al día de hoy, son muy distantes. Mi madre apenas me reconoció; su memoria, lamentablemente, sigue muy deteriorada.Yo, por el contrario, me encuentro lúcido. Mi pasado se difumina poco a poco y estoy satisfecho de todo cuanto he logrado este año que toca a su fin. Por cierto, le tengo preparada una sorpresa. Creo que será de su agrado.
Salude a su amable vecino y a usted le envío todo mi cariño, de corazón.Y a Capulino dele unas palmaditas en el lomo y acaríciele, eso a él le gusta mucho.
Un fuerte abrazo,
Jacobo Galindo
La señora Amelia, cómodamente sentada en su mecedora, sonriente y satisfecha, después de leerla, la guardó. A sus pies, tendido y adormentado, se encontraba Capulino, que aunque estaba perfectamente atendido y bien alimentado, no volvió nunca a ser juguetón y saltarín. Quizá la tristeza en sus ojos era muestra de que el ser que le dio tanto calor y cariño no estaba a su lado. Le faltaba oír la voz, las historias… En su nuevo hogar todo era silencio y orden.
VII
La convicción de que superaría todos los obstáculos cuando hiciese presencia en su pueblo natal fue el resultado de las palabras tan sinceras y el camino a seguir que la estimada señora Amelia forjó en la mente de Galindo durante todos los días que residió en su casa, así como el escrito que tantas veces había leído durante el viaje. El eco en su memoria de todo cuanto ella le aconsejó fueron las armas que utilizó para superar el muro tan despiadado y negativo con el que se topó, aunque nunca le contó en sus cartas los detalles.
Cuando la puerta de la casa paterna se abrió, apareció su hermano Cristóbal.
—Sí, ¿qué desea?
—¿No me reconoces?
—Pues… ahora no caigo. Tú eres… ¡Jacobo!
—El mismo. ¿Tanto he cambiado?
—Ha pasado mucho tiempo. Nunca recibimos noticias tuyas y créeme, nosotros…
—Vosotros, vosotros… ¿Te dijo Eulogio que me visitó en la prisión de Carabanchel en Madrid?
—Sí, pero… ¿Quieres pasar?
—¿Sigue siendo mi casa, no?
—Por supuesto.
—¿Y madre cómo está?
—Ven, está en el salón. Quizá no te reconozca. Su memoria, ¿sabes?, no anda muy bien. Tendrás muchas cosas que contarnos, ¿no?
—Más bien preguntaros, y sobre todo a ti.
Galindo besó la frente de su madre y se sentó a su lado.
—¿Por dónde anda Eulogio?
—En la bodega. Desde que faltó padre, él se ocupa de todo o casi todo. Ya sabrías que en Madrid cursó unos estudios…
—Sí, sí, lo supe cuando vino a visitarme. ¿Sabes por qué he vuelto? Aunque ya es demasiado tarde para reproches y acusaciones, una cosa sí desearía saber: ¿fuiste tú quien me delató cuando me detuvieron en la frontera camino de mi hogar? Sé sincero, tu respuesta no va a cambiar nada, ni yo te juzgaré. Conocías mi pasado, pero no vas a conocer mi futuro. Dejo que sea tu conciencia quien te juzgue y te haga pensar durante el resto de tu vida el daño que me has causado. Ni siquiera me has reconocido cuando he aparecido delante de tus ojos. ¿Y qué significa eso? Que soy lo que siempre fui para ti y para otros tantos, un extraño, un fracasado, un pobre diablo soñador, un iluso, ¿verdad?
Cristóbal no respondió, solo se alzó de su asiento y quiso abrazarlo, pero Galindo con delicadeza, respetando la presencia de su madre, lo rechazó anteponiendo su mano cuando se acercó a él.
—Recuerdo haber estado aquí hace años, rodeado de gente hipócrita y falta de sensibilidad, y hoy percibo la misma sensación. No necesito compasión, ni he vuelto para quedarme, pero era muy importante para mí finalizar o continuar siendo parte de esta familia, y ahora con tu silencio creo que has respondido a mi pregunta. Madre creo que ni siquiera se ha dado cuenta de que estoy aquí, y eso en parte me satisface, porque no desearía que sufriera al saber que quizá sea esta la última vez que nos veamos. No estaré muy lejos de vosotros. La casita de Las Molineras, la que recibí en herencia, será mi pequeño refugio. Pero, por favor, no os acerquéis a ella.
Galindo, con una sonrisa en los labios, besó de nuevo a su madre, Herminia, y ante la mirada de su hermano cruzó el salón sin mediar palabra, se dirigió a la puerta de salida y al cerrarla tras de sí supo que cerraba también para siempre el volumen de un pasado de infelicidad. Contuvo sus lágrimas y su tristeza, y lentamente comenzó a caminar por el sendero que le conduciría a su casita, situada a quinientos metros de distancia.
Al abrir la puerta de aquella casa, la cual había estado deshabitada durante años, lo primero que hizo Galindo fue conseguir leña y depositándola en la chimenea le prendió fuego. Junto a ella, frotándose las manos, poco a poco entró en calor. No quiso reinstalar el servicio de suministro eléctrico y el agua que consumía procedía de un pozo del jardín. Consiguió ordenar los pocos y usados muebles que allí se amontonaban y convirtió aquel inhóspito espacio en su pequeño hogar. Al fin del día, cuando la noche se acercaba, las velas encendidas iluminaban el recinto donde instaló su pequeño dormitorio y el camastro donde dormía le parecía un delicado y mullido colchón de plumas. El huerto le proporcionaba algún fruto y algo de verduras, pero no lo suficiente para poder tener una alimentación nutriente. Decidió ir al pueblo a comprar algunas provisiones y lo hizo solo dos veces a muy temprana hora de la mañana, pues no quería ser visto ni ver a nadie. Pasado algún tiempo, recuperó fuerzas y su mente lúcida y serena se armó de valor y ánimo para continuar escribiendo la historia que en su día comenzó estando cumpliendo condena en aquella prisión madrileña.
A principios del mes de abril de aquel año, Galindo finalizó su obra y lo que más le ilusionaba era conseguir que fuese publicada, pero ¿cómo hacerlo si no contaba con fondos suficientes para afrontar los gastos de la editorial?
Después de pensarlo detenidamente, decidió poner en venta aquella vivienda. Con lo que recaudase, tendría suficiente para lograr hacer realidad su sueño; al fin y al cabo, él no deseaba vivir en aquel lugar, tenía otros proyectos en su mente.
Se dirigió a Logroño y gestionó el asunto sin problema alguno. Fijó el precio en una cantidad muy por debajo de los precios que el mercado inmobiliario en aquellos días marcaba para propiedades similares a la suya y en la misma calle del Laurel firmó el contrato de compra-venta.
Corría el mes de mayo cuando recibió la buena noticia de que alguien estaba interesado en la compra. Galindo, sin esperar a la fecha convenida para la firma de la escritura, una vez que recibió la señal como adelanto, decidió marcharse a Madrid y fueron los abogados de la inmobiliaria los que se encargaron de conseguir toda la documentación necesaria con el poder que él les facilitó.
Solicitó una entrevista en una editorial situada en calle Fernando VI, llegaron a un acuerdo y prometieron publicar su historia antes de finalizar el año. Se alojó en una pensión en la calle de Hortaleza y cerca de allí abrió una cuenta corriente en una entidad bancaria.
La idea de visitar a la señora Amelia y a Capulino le rondaba a Galindo por la cabeza desde hacía mucho tiempo, de modo que, sin previo aviso, se presentó una mañana en su casa.
La sorpresa fue mutua. Se saludaron efusivamente y Capulino comenzó a ladrar apoyando sus patas en las piernas de Galindo. Este le acarició sin cesar, hasta que logró calmarlo. Eran tantas las anécdotas y detalles que ambos tenían en mente para contarlos que decidieron dar un paseo.
Sentados en una cafetería en la plaza del Dos de Mayo, conversaron durante mucho rato, observados siempre por Capulino.
—Me decías en tu carta que tenías una sorpresa, ¿verdad?
—Sí, la tengo, pero tendrá que tener paciencia.
—Claro que la tengo, mucha. Siento que no hayas podido reconciliarte con tu familia, como así lo deseabas.
—Créame, lo intenté, pero han pasado tantas cosas y he sabido otras tantas que…
—No tienes que explicarme nada más de cuanto acabas de decirme, creo que lo puedo entender casi todo.
—Por cierto, ¿cómo se encuentra su vecino Vicente?
—Tuvo que marcharse a su pueblo por motivos familiares. Regresa, según me dijo, para las Navidades, pero nunca estoy sola, ¡Capulino es mi gran compañía!
Las temperaturas durante los meses de verano en la ciudad madrileña son siempre muy altas y, como consecuencia de ello, la mayoría de sus habitantes se desplazan a lugares costeros para disfrutar de un clima más fresco junto al mar. Galindo conocía muy bien esos cambios tan bruscos de temperatura, lo había vivido y padecido en su cuerpo durante años.
Galindo visitó a la señora Amelia casi todas las semanas en esa época del año, y no fueron pocos los días en que a la caída de la tarde, cuando el sol dejaba de abrasar de forma violenta, Galindo en compañía de Capulino recorrían lugares donde él anduvo solo. La señora Amelia comprendía perfectamente la necesidad de que estuvieran unidos y en alguna ocasión eran los tres los que disfrutaban de largos paseos.
Una de aquellas tardes, cruzando por la Puerta de Alcalá quiso entrar en el parque del Buen Retiro.
—¿Sabes, Capu? Aquí he pasado muchas noches en soledad y este lugar es muy especial para mí. Fíjate qué hermosa arboleda y cuántas flores. ¿Y el estanque, eh?, ¿qué te parece? Es enorme y es muy placentero dar una vuelta en barca; yo nunca lo hice, pero quizá algún día. Ven, voy a sentarme y tú si quieres husmea alrededor, pero no te alejes.
Galindo lo observaba, era consciente del cambio que habían experimentado los dos. Su perro ya no era el mismo que jugueteaba, corría y saltaba. El modo de vida había cambiado notablemente para ambos, estaban más cómodos y limpios, mejor alimentados y bien vistos dentro de la sociedad; eran miembros de la comunidad que les rodeaba. Pero el verdadero cariño, unión, afecto y calor lo habían perdido, dejó de existir. Nada volvería a ser igual.
El centro de la capital madrileña era un hervidero de gentío. La Navidad estaba encima y, otro año más, los preparativos para celebrar fechas tan señaladas eran el motivo de tanto ruido y alboroto. Los establecimientos, almacenes, tiendas y restaurantes trabajaban sin descanso. Transitar por las calles era a veces difícil de hacerlo de modo pausado y con calma; al contrario, todo eran prisas y empujones. Aun así, la señora Amelia se armó de valor y en la mañana del veinticuatro de diciembre decidió salir acompañada de Capulino y, por primera vez después de tanto tiempo, caminaron juntos dirigiéndose hacia la Gran Vía por calle San Bernardo.
No pudo evitar acercarse a la esquina de Flor Alta. Allí estuvo unos instantes y por su mente desfilaron imágenes de antaño. Sujetaba a Capulino por temor a que él se lanzara hacia aquella puerta, en caso de que con su olfato tan fino percibiera algún olor, pero la posibilidad de que esto sucediera era muy remota o imposible, simplemente porque ahora existía un negocio de lencería abierto al público. Continuaron caminando subiendo a plaza del Callao y se dirigieron por calle Preciados hacia la Puerta del Sol. Antes de entrar en dicha plaza, la señora Amelia se detuvo en el escaparate de unos almacenes, donde se exhibían las últimas novedades en libros, y cuál fue su sorpresa y admiración al ver que uno de ellos estaba firmado por Jacobo Galindo del Tejar. Quiso entrar en el establecimiento, pero era tal el bullicio y tan alta la música que sonaba que decidió regresar en otro momento. Pensó hacerlo después de fin de año. Era poco lo que ella hablaba con Capulino, pero esta vez no pudo contenerse y en voz baja le susurró:
—¿Sabes que tu dueño ha escrito un libro? Cuando lo compre, lo voy a leer en voz alta para que tú lo escuches, ¿qué te parece?
Siendo Nochebuena, la señora Amelia tenía dispuesto todos los preparativos para celebrarla con su entrañable amigo y vecino Vicente, recién llegado de Motilla del Palancar, precioso pueblo de la provincia de Cuenca, y unidos disfrutaron de una velada llena de paz y armonía. Capulino también gozó de una suculenta cena.
Aunque la señora Amelia insistió en que Galindo disfrutara el día de Navidad con ellos en casa, él rechazó la invitación cortésmente, ya que estaba ocupado haciendo los preparativos para iniciar un viaje y, por añadidura, a sabiendas de que la unión con Capulino se distanciaba a medida que pasaba el tiempo, prefirió ir haciéndose a la idea de que pronto dejaría de verlo, quizá por mucho tiempo. No obstante, como bien prometió, la deuda de la sorpresa estaba pendiente. De modo que, en la mañana del veintiséis de diciembre, justo un año después de aquel día inolvidable en el que conoció a la señora Amelia, Galindo se presentó en su casa, como de costumbre sin avisar, elegantemente vestido, con un pequeño paquete bajo el brazo y un viejo paraguas en su mano.
—¡Qué alegría verte de nuevo por aquí! ¡Y qué porte más distinguido!
Galindo sonrió y abrazó a la señora.
—Recordará que le dije que tenía una sorpresa para usted, ¿verdad? Pues lo prometido es deuda. Le traigo algo que deseo sea de su agrado. Lo he escrito en momentos difíciles, días que nunca olvidaré, pero descubrí algo muy dentro de mi alma que ignoraba poseer y esa fuerza me empujó desde un fondo oscuro a subir a la superficie y respirar de nuevo el aire de la libertad, una libertad por la que pagué un alto precio. Bien recuerdo sus palabras cuando me dijo: «Tu error está saldado».
—Así es —respondió la señora Amelia—. Debo confesarte que hace dos días vi tu libro en un escaparate y me entusiasmé muchísimo. Quise entrar para comprarlo, pero era tal la multitud y el ruido dentro del establecimiento que deseché la idea y decidí volver pasadas las fiestas.
—Pues ahora ya lo ve, aquí se lo traigo. Me he adelantado.
—Gracias, seguro que me encantará. ¿Te quedas a comer con nosotros?
—No, debo ultimar unos asuntos antes de partir.
—¿Te marchas?
—Sí, pienso que ha llegado el momento de reunirme con mi esposa e hijo, mi familia; ese es mi mayor deseo. Tengo algunas dudas sobre si seré bien recibido, pero la única forma de averiguarlo es presentándome ante ellos, y ahora creo estar preparado para afrontar ese encuentro.
—Estoy segura de que serás muy bien recibido. Desecha cualquier duda y recuerda que formas parte de esta pequeña familia, Capulino y yo, y que estamos aquí para lo que necesites. Nunca te olvidaremos. Y cuando puedas nos escribes, ¿sí?
Galindo, al despedirse, hizo un esfuerzo enorme tratando que no desapareciese la sonrisa de su boca cuando besaba a la señora Amelia. No quiso acariciar a su querido Capu. Había sido —junto a él— protagonista y testigo de innumerables actos en inolvidables escenarios durante el largo periodo de su difícil existencia, todos ellos con una inmensa asistencia de público, un público que nunca se detuvo a escucharlos y al que siempre le dieron las gracias.
A poca distancia de la calle de las Minas, se encuentra el bar del señor Basilio y allí se dirigió Galindo. Entró, se sentó en uno de los taburetes de la barra y fue atendido educadamente. Quizá por su elegante y distinguido porte, el camarero se excedió un poco inclinando su cabeza ligeramente al servirle.
Nadie le reconoció, ni él tampoco se hizo dar a conocer, al igual que en tiempos pasados. La diferencia era que ahora él aportaba para consumir y antes recibía las sobras sin aportar.
Estuvo un buen rato sentado recorriendo con su mirada cada rincón de aquel lugar. Era la primera vez que lo visitaba como cliente y deseaba grabarlo en su memoria para nunca olvidarlo.
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