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Santiago de Cuba

28 de Abril de 1898

Fulgencio Colinas se había levantado muy temprano esa mañana. En el gran escritorio de su despacho, junto al ventanal que ya volcaba luz del este, miraba los planos de sus fincas y los secaderos de tabaco, para buscar la mejor ubicación de otros nuevos, más modernos. Sus comentarios de futuro sonaban como fantasías infantiles a oídos de Pedro Montederramo. Éste soltó ruidosamente la taza de café sobre la bandeja, y manchó los planos. Quería despertar de sus ensoñaciones a su amigo, con la guerra en marcha y la situación de la mayoría de ellos. Colinas se negaba.

—La Danila es una de las fincas más extensas de Santiago y también la envidia de mis compañeros. Tengo el río Cauto. Esta finca va a ser productiva y rentable ahora y después—repuso Fulgencio Colinas como si estuviera convenciéndose de ello a sí mismo.

—Y además, es mía. Mi familia lleva aquí más de cien años, Pedro.

—¡Yo ya no puedo seguir perdiendo dinero, Fulgencio!—dijo Pedro Montede­rramo. Y continuó amargamente:

—No puedo seguir perdiendo dinero. ¿Cómo le voy a contar a mi madre que somos capaces de seguir con todo esto, sin dinero, después de llevar aquí cuarenta años trabajando? Mira, Colinas, cuando descolgaba a mi padre en el secadero de tabaco fui el primero en leer su carta —se ensombreció el rostro de Montederramo.

—¡Por Dios! La tuve que sacar yo mismo del bolsillo de la camisa. Decía que renunciaba a seguir luchando por un proyecto que le era ya más ajeno que propio.

—¿Y qué vas a hacer? ¿Abandonar la cosecha y la finca?— preguntó Colinas.

—La carta iba dirigida a mí, Fulgencio. No a mi madre ni a la familia. Tenía mi nombre...

Pasaron unos minutos en los que Pedro Montederramo se liberó del nudo en la garganta.

—Sí. Me voy a ir —contestó Montederramo.

—Y tú, ¿qué vas a hacer, Fulgencio? Si ya ni debes saber qué hacer con tu propia vida... Sí, de acuerdo que eres criollo y que todo esto es tuyo, pero también eres capitán del ejército español, y ahora todo esto te tiene atenazado... Tienes que tomar parte ya de una vez, Colinas. Abandonar las fincas y las cosechas a su destino nos va a liberar de esta tortura. Mis vecinos han malvendido ya hace tiempo todo lo que tienen y han optado por la retirada. Nosotros no podremos ni tan siquiera malvender, Fulgencio. Ya no podemos creer en un final favorable de la guerra. Los yanquis pagan lo que les da la gana, cuando pagan. Esto es... América, Fulgencio. Tu país ya no es España. Esa España en la que tú tanto crees... te ha abandonado.

Fulgencio se hallaba esos días a la espera de instrucciones de sus superiores para incorporarse a su batallón en la guerra con Estados Unidos. En un arranque patrio, más dedicado a sí mismo que a su amigo, le espetó:

—¿Te atreves a pensar qué diría tu padre si te oyera hablar así?

—Mi padre ya ha mostrado con suficiente claridad su punto de vista, Fulgencio. Y todavía me cuesta creerlo. Pero voy a seguir su voluntad.

—La voluntad de tu padre era seguir adelante con la Sociedad de Cultivo y Producción.

—Esa es tu voluntad, Fulgencio, y ese empeño llevó a mi padre a la desespera­ción. Deja ya de jugar al héroe andante. Este es otro mundo, Colinas. No estamos hablando de estrategias de guerra que has aprendido en tu academia. Esta no es una guerra de bayonetas. Esto ya es otra cosa. El oro y el dinero: los dólares de Estados Unidos. Los campos de batalla son ahora de parqué, en Wall Street de Nueva York. Si no ven­demos a los americanos nuestra caña y nuestro tabaco, ¿a quién se lo vas a ven­der? ¿Es que todavía crees que los japoneses o los chinos te van a solucionar tus problemas? ¿Y que los americanos se van a cruzar de brazos, mirando como vendes tus producciones a los mercados orientales?

Hubo treinta segundos de silencio junto a la mirada de Fulgencio y Mon­tederramo. No había ruegos ni cansancio en ellas. Sólo había un deseo sordo y triste que se abría paso a duras penas como un arado roto en tierra seca. Acercándose al enorme ventanal, el capitán Fulgencio Colinas trataba de imaginar un futuro próximo y hablaba a su amigo.

—Tu padre pensaba que nuestra idea era viable, Pedro. Dos días antes de morir, yo mismo estuve hablando con él sobre el futuro del canal de Panamá. Tenía unos deseos de seguir avanzando y luchando, Pedro, que no veo en ti, siendo más joven y aventurero.

Pedro sabía lo que Colinas iba a decir a continuación. Y su ruego silen­cioso de discreción no tuvo respuesta. Fulgencio continuó.

—Tu padre había estado con la Trini esa noche, Pedro. He hablado con ella.

Montederramo se acercó a la ventana, hombro con hombro junto a Fulgencio, para no oír de frente el testimonio de las andanzas de su padre.

—Bastantes problemas causó ya esa Trini en mi casa, Colinas. No los agraves tú ahora —dijo en voz baja.

—Me contó que tu padre no había estado jamás tan impetuoso y animado. No era un hombre al borde de la desesperación. Era un muchacho con toda una vida por delante.

—Mi padre era un hombre cansado de luchar por lo mismo siempre, Ful­gencio—y aumentaba el tono de su voz a medida que pronunciaba el nombre de su amigo.

—Lo dejó escrito y firmado, Fulgencio.

—Él no pudo escribir esa nota. Le había escrito una carta a la Trini en la que le prometía ayudarla a empezar otra vida después de la guerra, cuando todo esto estuviera canalizado y funcionando. Un hombre derrotado no hace esas promesas, Pedro. Esa clase de promesa sólo la hace alguien que ve el futuro con ganas. La carta que ha escrito aparentemente tu padre dice que ... “aquí no hay futuro.” Que...

—¡Mi padre se ha suicidado, Fulgencio! Ya está—cortó secamente Monte­derramo—. No quiso seguir luchando... y añadió que el tiempo lo cura todo. Que no sufriéramos por él.

Sin haber terminado de decirlo, Montederramo sintió las manos de Fulgencio Colinas sujetándole los brazos y sacudiéndole para obligarle a escuchar.

—Tu padre no abandonó. A tu padre lo mataron. Y tú y yo lo sabemos —gritó casi al borde de desgañitarse. Y continuó, ya sin necesidad de comedirse ni mostrarse más tranquilo.

—Dos criados de tu finca ya me han dicho que vieron a un hombre alto y delgado salir de la casa con tu pa­dre hacia el secadero. Un cuarto de hora después vieron a ese hombre cabalgar como el demonio, Pedro... Y tú y yo sabemos que ese es LeBarón.

—¿Tú también con la fabulación del asesino?—cortó Montederramo, con un gesto de cansancio.

Montederramo se sacudió los brazos con toda la fuerza que pudo, como si en realidad estuviese peleando por soltarse de la sujeción poderosa y fantasmagórica de su padre siendo víctima de un asesino, y se apartó de Colinas. Unos minutos más tarde, cuando pareció calmarse, quiso explicar sus sentimientos a su amigo con paciencia. Una paciencia de la que parecía incapaz tan sólo unos segundos antes. Necesitaba convencer a Colinas de que su situación era absolutamente ridícula. La guerra estaba acabando a trompicones, con el ejército español en derrota virtual, no sólo por las campañas y las balas, sino también por la humedad de la manigua, el hambre y las enfermedades.

—¿Qué quieres que haga, Fulgencio? Ya he mandado a mi madre y a mis hermanas a Méjico. Estoy sólo en la casa... Y estoy empezando a hartarme. Voy a seguir su camino.

Pasaron el resto de la mañana hablando de los nuevos secaderos que pretendía instalar Colinas. Madera nueva para humos nuevos, decía Fulgencio. Almorzaron a pie de obra, con los trabajadores y en camisa, levantando las pesadas cerchas con las poleas, o tirando de las yuntas de percherones. Cuando dieron por terminada la jornada y se sentaron a la sombra del primer secadero finalizado, se dieron a la broma tirándose en la alberca de agua, mojando a los remolones.

En ese instante la voz del capataz interrumpió la conversación de los dos jóvenes. Al galope todavía, gritó desaforado:

—¡Patrón! ¡Patrón! ¡Fuego! El secadero del río está ardiendo, capitán!

Los hombres se apresuraron hacia los caballos. Aquella cabalgada les llevó en un santiamén a las acequias tres y cuatro. Sobre la marcha decidieron que si llegaban antes que el fuego, había esperanza para los secaderos grandes: si las anegaban lo suficientemente rápido servirían de cortafuegos. Y los obreros podrían tener agua muy a mano para apagar el incendio. Pero al llegar descubrieron que estaban secas. ¡No era posible! Las acequias uno y dos, siempre llenas, puesto que servían de conducción para toda la finca, sólo llevaban ahora sendos hilillos de agua. Alguien ya había cortado el agua desde el canal principal, más de una legua cañada arriba, lo cual indicaba que ni a todo galope llegarían con tiempo de hacer nada por los tabacales. Pero sí tuvieron tiempo de ver la silueta espigada del jinete que se encaramaba a lo alto del Cerro del Pobre. Allí, en el cielo del crepúsculo, cortábase su perfil perfecto. Descabalgó y tras levantar los brazos, les dirigió una muy gesticulada reverencia de sombrero.

—¿Sigues pensando que tu padre se ha suicidado? ¿O te hace falta alguna prueba más?— declaró Fulgencio al tiempo que clavaba las espuelas al caballo para salir tras él.

Pero la persecución fue infructuosa. Cuando Colinas llegó de vuelta a la casona de La Danila eran más de las dos de la mañana. Montederramo y el capataz se despidieron con pocas pala­bras, no sin antes trazar las líneas de lo que harían al día siguiente. Desensilló al fatigado caballo. Mientras lo acariciaba para calmarlo, pasaban por su mente las miles de ocasiones en que se había encontrado con el francés, y se arrepintió de las mil veces que pudo haberle matado en el acto. Y no haberlo hecho. Con sus propias manos.

En sus antiguas andanzas, el francés y Colinas se habían encontrado en algunas ocasiones. Como aquella en la que Fulgencio Colinas le había humi­llado delante de muchos en el lupanar de la Trini, una noche que LeBarón se estaba exce­diendo con una de las pupilas. A punta de sable, Colinas y otro joven alférez que le acompañaba habían obligado al francés a pedir excusas a la chica y a pagarle un extra para resarcirla del disgusto. Otros terratenientes presentes rieron la gracia del joven capitán y del alférez. Aunque muy pronto tuvieron que arrepentirse puesto que la venganza del marsellés no se hizo esperar y llegó en forma de campos quemados, casas destrozadas y criadas violadas sin la menor de las contemplaciones. LeBarón jamás se permitía dudar de que había que salvaguardar una fama arduamente ganada en Cuba.

Fulgencio subió las escaleras de la casona pesadamente, acusando un cansancio menos físico que de ánimo. Entró en el vestíbulo. La cabalgada detrás de la sombra de LeBarón había sido inútil. Tan inútil o más que la lucha que mantenía consigo mismo: dos mitades irreconciliables que estaban llegando al final de su relación. El cosechero cubano hasta el tuétano, contra el capitán del ejército gachupín. Y ya comenzaba a hacer mella en su ánimo, dinamitando las que ya empezaban a ser escasas fuerzas. Resonaban los ecos de la sentencia de Montederramo: “...esa España te ha abandonado...” No. Eso era imposible. Hay desconcierto, eso sí. Pero no nos han abandonado a nuestra suerte, pensaba. Había restos de ceniza por todo el salón y Colinas tuvo que sentarse unos segundos al pie de las escaleras para recuperar el resuello, en medio de un ataque de ira. Sentado sobre los peldaños de mármol, se sujetaba las sienes porque pensaba que estaban a apunto de estallar. Un minuto después, se levantó y observó de cerca un retrato de sus padres, sentados en dos grandes butacas de mimbre trenzado, en la era de la finca, con los secaderos al fondo. A la izquierda, aparecía Fulgencio con apenas dos años, en brazos de Ramona, el aya negra que le había cuidado hasta que marchó a España para asistir a la academia militar de Toledo. Y en el centro, entre sus dos padres, las dos hermanas mayores, Luisa y Caridad. Justo a la derecha del cuadro familiar, había otro en el que aparecía Fulgencio, con su traje de alférez, y el Alcázar de Toledo de fondo. Tenía Fulgencio varias fotos de su vida de alférez en la academia y algunas de guerra en África. Notó que faltaba una foto. No era de las más antiguas, sino de las que se había sacado recientemente con algunos oficiales amigos. Todos de uniforme y algunos de ellos recién llegados a Cuba. La escena mostraba precisamente a los recién llegados en el puerto de la Habana, con la fragata al fondo.

Cuando creyó que había conseguido ahuyentar el deseo de arrancar aquellos retratos de la pared y quemarlos con los rescoldos vivos de los secaderos, se levantó y empezó a subir las escaleras, en busca de lo único seguro que le quedaba en la vida.

—¿Esmeralda? ¿Dónde estás, cielo?—llamó Fulgencio a su mujer desde abajo. Al no obtener respuesta subió a la planta alta con pesadez por las anchas escaleras de la casa.

—¿Esmeralda?

Los ventanales enormes de la habitación estaban abiertos de par en par y las cortinas blancas y suaves se paseaban desde el techo hasta el suelo, bailando con la brisa. Supo que su mujer debía haber estado esperando despierta ya que había luz en la espaciosa alcoba y tal vez no contestaba por haber caído dormida. El aroma a tabaco quemado le llegaba desde la distancia y se respiraba por toda la casa. Buscó a Esmeralda y vio que se hallaba dentro de la bañera, con la mirada perdida. Tanto que ella ni siquiera re­paró en la llegada de su marido. Se frotaba con insistencia para lavar una sucie­dad inexistente en la piel. Y cantaba Esmeralda con apenas un hilito de voz:

Eres la flor que me inspira

Reina de mis ilusiones

Por ti mi alma suspira

Oh, rosa de mis amores*

Era una vieja copla criolla que su marido solía cantarle en los momentos que ambos hacían el amor y le provocaba la risa, abandonándose al placer. Cuando Fulgencio se acercó hasta la bañera, el agua estaba completamente roja. Esmeralda se iba de este mundo despacito, con las venas abiertas y sin dar una sola voz de queja. Era una mujer de honor y creía que debía dejar que su vida se fuera por los dos pequeños cortes que había hecho, sin un solo atisbo de derrota.

Apenas le quedaban fuerzas, pero con los últimos suspiros pudo acopiar el aliento necesario para contarle a su marido la amargura y el horror de aquella noche, que se habían iniciado exactamente cuando Coli­nas y los otros dos hombres salieron en persecución del oscuro jinete. Para ella habían pasado seis ho­ras de humillación aberrante, en la que los cuatro hombres hicieron con ella uno tras otro lo que quisieron. Esmeralda indicó con la mirada el men­saje que los atacantes dejaron para él. Sobre el escritorio que Colinas tenía en su habitación habían de­jado un papel con un mensaje escrito con mano agitada. Las manos de Colinas mancharon el papel con sangre y agua:

“El tiempo todo lo cura” J.L.

Fulgencio levantó a Esmeralda de la bañera y la llevó hasta la cama. Gritó desesperado llamando a la criada. María y Tomasa, las dos criadas de confianza, hicieron lo posible por interrumpir el desangrado, pero ya había perdido gran cantidad. No había nada que hacer. Apenas tardó unos minutos más en morir. En ese instante, Fulgencio comprendió que tan sólo restaba una cosa. Dio unos pasos firmes y seguros. Fueron cuatro pasos exactamente los que marcaban la distancia que separaba el lecho de muerte de Esmeralda del sable de oficial del ejército español, colgado todavía en la pared de su habitación privada.

Abrió el cajón grande del escritorio y sacó dos revólveres. Se colgó el sa­ble junto a los revólveres y corrió a las cuadras a buscar su caballo. Sin siquiera ensillarlo, un suspiro más tarde ya cabalgaba hacia la salida de la finca.

La noche era clara, y Colinas sabía que no tardaría mucho en encontrar a LeBarón. Que ni si­quiera tendría que ir a buscarle a Santiago. Sabía que le estaría esperando. Se conocían bien el uno al otro. Cabalgó como llevado por el viento durante apenas tres minutos para recorrer los dos kilómetros desde la casa hasta el camino de Santiago.

Fulgencio divisó a LeBarón apoyado en la tranquera de la finca desde muy lejos. A medida que se acercaba, Colinas sabía que había llegado el final. Con la luna llena, en po­cos segundos, la camisa blanca del francés le serviría para apuntar con los revólveres. No deseaba ni mirarle a la cara. Lo haría desde lejos y sin dudar. Todavía al galope, con la derecha comenzó a apuntar. Cuando iba a apretar el disparador, tres lazos le rodearon desde partes diferentes de la arboleda que rodeaba el camino y le derribaron del caballo.

Los primeros golpes que recibió fueron a la cara, aunque no causaron sangre. LeBarón quería la cara y el cuello para él. El dolor de las patadas en el pecho se clavaba en los pulmones y le impedía respirar. Colinas no soltaba el arma a pesar del dolor punzante mientras los cinco que le pateaban gritaban cosas sobre los momentos en que habían estado con Esmeralda. Le iban gritando comentarios sobre cómo ella se revolvía en vano para evitar el ultraje.

Por fin, uno de ellos le arrancó uno de los revólveres y decidió dispararlo sobre Colinas. El que hablaba con acento americano le quitó el sable.

—Nunca he tenido un arma tan bonita. Ni una mujer como la tuya, gachupín— dijo poniendo el sable en alto como los héroes que triunfan en combate.

—Ese sable es mío— dijo LeBarón.

—Dejadle ya. Vámonos— añadió mientras montaba.

Cuando todos hubieron montado, Fulgencio se concentró dejando de respirar, para levantar su cabeza con la escasa ayuda de los músculos entumecidos por la paliza. Tuvo que hacer toda la fuerza del mundo para sacar el brazo de debajo de su cuerpo roto y conseguir ponerse boca arriba. No podía amartillar con la mano derecha, rota e inútil. Aproximó el revólver hacia la cadera y oyó el clic del perrillo, colocándose en su posición de disparo, al mismo tiempo que el hueso de la pierna le anunciaba parte de su pronóstico médico, que recibió con un alarido ahogado. Levantó la mano, hizo tres disparos hacia la única camisa blanca en medio de aquella noche de luna llena y abrió un gran boquete en la pierna izquierda del jinete que ya cabalgaba a galope. Después de la última detonación, el capitán Fulgencio Colinas y Gaboto cerró sus ojos. Y su vista se oscureció para siempre. En la guerra de Cuba.

Buenos Aires
(República Argentina)

Diecinueve años después.

5 de Septiembre de 1917

—Tenemos que desembarcar ya, mi coronel— musitó el joven capitán, utilizando la voz queda de quien sabe que viene a interrumpir.

El coronel Lezama llevaba más de media hora acodado sobre la borda en la cubierta, con la mirada perdida entre el cartel enorme que anunciaba el puerto de Buenos Aires, a lo lejos, y las barcazas que transportaban a los viajeros hasta el muelle. Los barcos grandes no podían atracar en la dársena, así que entonces el desembarco de los pasajeros se debía hacer de aquella manera, dado el escaso calado del puerto, por la enorme cantidad de arenas que el Río de la Plata arrastraba desde la mesopotamia argentina.

—Sí—contestó el coronel lacónicamente, pensando que aún le quedaba media milla por recorrer en una de aquellas barcazas, hasta tocar tierra argentina definitivamente, como tomando tiempo para dar media vuelta, buscar otra vez la puerta del camarote en el que había habitado durante los últimos doce días y pasar a considerar finalizada la fuga. Pero, en lugar de eso, miró hacia la exigua maleta que descansaba junto a sus botas, y seguidamente al billete que le habían extendido en las oficinas de Tenerife, las Compañías Hamburguesas. Se leía con claridad y en letras mayúsculas hechas a pluma: “Buenos Aires”.

Decidió que el nombre Buenos Aires hab ía desuponer un buen augurio para él y los hombres que le acompañaban en la aventura. Pero también Lezama sonrió —casi divertido— al recordar a otros que ya se habían dejado llevar por la irreflexión: tal como lo había estudiado en la academia, para los ingleses en sus dos aventuras argentinas con intento de invasión, aquellos aires deberían haberlo sido y no lo fueron, porque fracasaron.

Los dos tenientes que acompañaban a Lezama eran personas de juventud bisoña, y por eso no sabía si sentir alegría por ellos o miedo por sus futuros. Los cuatro capitanes, sin embargo, al haber ejercido su mando en cajas de reclutamiento, debían estar más convencidos. Ellos habían sufrido día a día la ineficacia y la lentitud de aquella estructura oxidada que el ejército español era por aquel entonces. Un ejército con un sistema de leva que permitía excepciones injustificadas, dando permisos y exenciones a señoritos y pisaverdes, quienes a cambio de dinero, compraban la voluntad de gañanes majaderos. Éstos acudirían al servicio militar en su lugar, con su valor supuesto, y con la esperanza de algún medro, por otra parte, totalmente imposible entonces en sus aldeas de procedencia.

Esos capitanes de Reclutamiento habían mostrado su apoyo incondicional para atender las propuestas de Lezama y, por tanto, fueron lo suficientemente coherentes como para irse con él cuando las cosas se pusieron feas. También iban con él dos comandantes cuyos puestos estaban ligados directamente a él en el servicio. Lezama se sentía, por tanto, responsable inmediato de los ocho hombres y sabía que ellos así lo veían. Inconscientemente, todos le esperaban casi en formación de revista militar sobre el muelle del puerto de Buenos Aires.

A ellos les sobraban razones para pensar que Lezama no abandonaría y todos ellos daban por sentado que regresarían algún día a España acompañando al coronel, reconocido, y aceptado por el gobierno. Tal vez por eso, les sorprendió tanto escuchar las palabras con las que Lezama se despedía de ellos:

—Señores. Estoy seguro de que ninguno de ustedes imaginó encontrarse en esta situación hace años, cuando hicieron el juramento de fidelidad a su bandera. Les puedo decir que yo tampoco. Pero es lo que yo he elegido ahora y quiero que sepan no estoy arrepentido de ello. Y confío de corazón en que ustedes tampoco se arrepentirán.

Los hombres no daban crédito a lo que oían, pues sonaba a rendición incondicional. Era como la vuelta al pasado, sólo que esta vez lo era en otro país y en otro continente. Era la admisión de la victoria ajena. Aquel —pensaban los ocho hombres— no podía ser el mismo Lezama que les arengaba en sus reuniones privadas. Ahora tan sólo les cabía pensar en su futuro inmediato. Y el futuro inmediato era cruzar la aduana que les haría arribar definitivamente en la prometedora e inmensamente grande República Argentina.

Buenos Aires tenía allí un olor a almizcle. Aguas de río mezclada con cereales, más el océano urdiendo el acompañamiento olfativo para aquellos hombres, camino de su porvenir. Cada uno de ellos se fue acercando a una cola diferente, después de que el coronel les dijera unas palabras al oído a cada uno. Con un abrazo corto pero apretado, Lezama sellaba con cada uno de ellos una despedida noble y definitiva. No quiso que se contaran mutuamente el derrotero que tomaría cada uno. Sabían que Lezama les estaba quemando las naves. Ahí supieron que tal vez era mejor así.

Tan sólo les indicó a cada uno un nombre. El de un funcionario en la embajada española, una persona con la que podrían entrar en contacto si lo necesitaban de verdad y, quizás, si lo consideraba necesario, podría informarles del paradero de los demás.

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