Kitabı oku: «Habanera para un condecito», sayfa 3

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GRAN PREMIO
BUENOS AIRES-LIMA
18 de julio de 1947

Tramo: Buenos Aires-Tucumán (1.363 Km)

Frente al estadio de River Plate, en Buenos Aires.

00:32h

Hace calor bajo el capote militar. Tiene ese olor a brea, uso y humedades mal espantadas. La gasolina de avión hace el resto del paisaje oloroso, ya que el polizón no tiene ahora otras sensaciones. Por vez primera desde que huyó de la celda tiene un respiro. Si no fuera por el ruido y la incomodidad de ir tirado en el suelo del Plymouth cerraría los ojos un instante para dormir un poco.

—¿Qué hora es, Naves?

—Son las doce y treinta y dos minutos, Jorge.

—¿Te acordaste de pedirle a tu hermano la cartuchera?

Naves señala hacia el polizón advirtiendo a Daly sobre la pregunta.

—No te preocupés por este. Si lo manda Colinas, tiene el cielo ganado. ¿Dónde has puesto el revólver?

El copiloto abre la guantera frontal y enseña la culata a su conductor. Cierra con cuidado.

Hay un ruido enorme frente a la cancha de River. El público vitorea cada vez que un auto arranca para iniciar el Gran Premio. Perón ríe como un actor de cine. Realmente no sabe si le vitorean a él o a los pilotos. El público tampoco. La fiesta es tan grande que la música se parece a un murmullo que se apaga con los gritos de cada salida y se confunde con el sonido de los mensajes publicitarios. El que todo el mundo distingue con claridad es el de Fernet Branca.

El coronel Perón y su señora se turnan para dar el banderazo de salida a cada coche. Ellos habían venido para hacerlo solamente con el primer competidor, pero les ha gustado y se han quedado.

Cuando llegan Daly y su copiloto Naves, el presidente Juan Domingo Perón les estrecha la mano:

—¡Que tenga un hermoso Gran Premio, mi amigo. Vaya haciendo patria por esos campos, señor!.

Perón quiere hacer un chiste con la multitud que aclama a Daly y aprovecha que el Plymouth tiene cuatro puertas. Abre la puerta trasera para hacer ademán de subirse al asiento e irse con ellos al Gran Premio. El momento de horror de Daly y su copiloto es memorable. Eva contiene a su marido ante la risa general del respetable y deja la puerta abierta.

El comisario ha iniciado la cuenta atrás de Daly. En el momento que arrancan, Perón y nadie más, desde su cercanía al coche, alcanza a ver una mano que sujeta la puerta por el tirador y la cierra, para esconderse después bajo el capote.

Martes, 5 de agosto de 1947

Comisaría de Policía de Cruz del Eje

(Córdoba-Rep. Argentina)

—Dígame, don Florián. ¿Quién era este Colinas?

—Era la demostración de que la buena semilla no crece en terrenos malos, amigo comisario.

La definición desconcierta al comisario. Quiere una respuesta más simple. Más folletinesca... De buenos y malos en camisa y sombrero.

... Desde la escuela de la Marina de San Fernando, habían pasado cuarenta y cinco años de servicios; de silencios abnegados; de obediencia debida y conductos reglamentarios que se le habían recompensado con malas noches insomnes. Traiciones por deber patrio, maniobras ocultas a uno solo de los lados —a veces a los dos— cuyos resultados le prohibían conocer incluso a él, que había sido el propio conductor, organizador y protagonista; acciones todas ellas de cumplimiento debido. Unas veces, alta cocina. Otras, las más, baja estofa. En algún momento de su larga carrera, el viento había llegado a ser tan fuerte que había roto, irremediablemente, cabos importantes y la navegación se le había vuelto más compleja. Algo que nunca tiene en cuenta ni importa a quien te manda a una singladura en solitario. Pero aún así, había que llegar a puerto, y a ser posible con el botín a salvo, por supuesto.

Después de lo de Cruz del Eje, con los treinta casi cumplidos entonces, habiendo descubierto una parte de su propia historia, de la de su familia, mucho más de lo que sabía y mucho menos de lo que deseaba. Entonces fue cuando se declaró a sí mismo como oficialmente caído del guindo. Gorgonio se consolaba midiendo cada vez su capacidad de absorción de nuevas verdades. Había aceptado entrar en el servicio de inteligencia para no dejar ganar a los malos, a los hipócritas, a los mentirosos y tenderles trampas. Y cuando descubrió que para hacerlo debía mentir como ellos, que había que ser tan hipócrita como ellos, se consoló con no tener nariz de madera. Al menos, no se le notaría cuando entrara en servicio. Y se vio en la obligación de decidir.

Lo hizo. Decidió que trabajaría para sí mismo, complaciendo a su propia conciencia. Esa misma vocecilla que, a veces, le espantaba el sueño. Esa misma conciencia de la que trataba de huir —¿o era el corazón?— cuando recordaba a Walda Schumboldt. Esa conciencia que le impedía otorgarse una tregua a sí mismo. Había dejado de arrastrar ese saco lleno de su propia derrota, lleno de las muertes que no había podido evitar, por Dios y por la Patria, —uno y otra, por cierto, se habían quedado a ver el desfile de la Victoria en España—.

Era la misma conciencia que le ordenaba entrar a saco en los despachos del ministerio para sacar de sus madrigueras al cinismo, a la envidia y a la incompetencia. Esa misma conciencia a la que había podido mirar a los ojos en su día, en el frente del Ebro.

Y ahora, allí acodado sobre el tronco de un jacarandá frente a la casa de Eva Perón, estaba de cháchara con el pasado, su pasado, que le estaba explotando en las narices como un pavo de navidad tan estofado que las costuras comienzan a ceder.

Estaba empezando a estar harto de Buenos Aires y las dos últimas pasas del relleno habían sido aquellos dos encuentros del día: el capitán Skorzeny, a quien no había visto nunca personalmente y su amigo, su camarada de guerra Joyce Darryl.

Cuando Gorgonio se hallaba, minutos antes, mirando hacia arriba a los ojos del alto Skorzeny, reconocía —no le quedaba más remedio— que haber aterrizado con varios planeadores sobre un terreno tan pequeño como el Gran Sasso—comparable a aterrizar sobre la brasa de un puro puesto de pie— y salir después de allí con el Duce en la cabina de la cigüeña, dejándose caer al precipicio hasta que aquel avión de papel —literalmente— tuviera la velocidad suficiente para volar, tenía mandanga. Había sido un rescate glorioso; militarmente preciso, humanamente arriesgado; adrenalina de altísimo octanaje. Así que tras haber conocido al hombre que lo había planeado y llevado a cabo, y que ahora operaba para Perón, pagando el favor de acogerlo en Argentina, se veía a sí mismo. El derrotado Skorzeny, peinado hacia atrás a la perfección, sin libertad para su pelo hirsuto, domeñado con la gomina arrasadora, perfecto traje gris de cuadro escocés, zapatos brillantes. Derrotado nazi, elegante y perfumado triunfador en Buenos Aires. Y, al otro lado del mismo espejo, Darryl. Funcionario de los Estados Unidos, abanderado de los aliados, con su arrugado traje barato, bajo la sombra del fieltro ajado, y una camisa desobediente fuera del pantalón, con rastros de ceniza de Lucky Strike; el vivo retrato de los ganadores en portada de la revista LIFE. El mismo Darryl, el americano de las Brigadas Internacionales, quien, pañuelo a cuadros al cuello, hacha de leñador a la espalda la última vez que lo había visto, iba repartiendo tiros y mandobles en el río mientras se retiraban con compañeros al hombro.

Darryl y Skorzeny, yanqui y nazi. El santo borracho los había juntado para celebrar misa en la cabeza de Gorgonio. Jekyll y Hyde, sin medicamentos por medio salvo la propia conciencia, se estaban mirando uno a otro, frente a frente, y en ambos, los mismos ojos: el rostro del coronel español.

Martes, 5 de agosto de 1947

Comisaría de Policía de Cruz del Eje

(Córdoba-Rep. Argentina)

El comisario López se retrepó incómodo en su silla. No le gustaba hablar del coronel Perón y su mujer con el tono que su respetadísimo Florián Carro estaba usando. Sentía cómo la foto del matrimonio más poderoso de América del Sur latía con vida propia desde la pared de atrás.

—Entonces, don Florián, me cuenta usted que el tal Gorgonio estuvo en España durante la guerra civil. Yo pensaba que había estado siempre en Argentina. ¿Y de qué lado estuvo?

El viejo zorro miró al comisario a los ojos y luego retiró su mirada, hacia sus lustrosos zapatos.

—De ninguno, mi joven amigo. Verá, Gorgonio solamente hablaba de esto cuando había bebido. Y mucho. Solamente cuando todas las cortinas de la mente se han ido abriendo, una por una, hasta enseñar esa habitación del fondo, la más vivida y por tanto la más desordenada, la más sucia, aquella que nos acoge sin reservas ni peticiones. La que nos salva y envuelve en lo que llamamos la paz, o la intimidad. Allí está la suciedad que no podemos —o no queremos— limpiar; aquellas ropas que deseamos poner, pero no lucir en público porque están manchadas de algo imposible de quitar; donde la mugre que no conseguimos retirar o hacer desaparecer, convive y se adueña de nosotros. Esa habitación donde deseamos refugiarnos, sin presencias ni existencias ajenas. Esa habitación donde siempre hallaremos, sentada en nuestra cama, la verdad, maquillada y guapa, desnuda y dispuesta a meterse con nosotros bajo la manta, como esas amantes antiguas, siempre olvidadas y nunca perdidas del todo.

—Se me pone poeta, don Florián. Se lo perdono porque todos hemos tenido alguna noche de esas…

—Es usted joven, mi amigo comisario. Todos los hombres que han tenido sangre en las venas, todos esos que alguna vez se han mostrado seguros de algo, han tenido que lamentarlo antes o después…

… En febrero del treinta y siete, Gorgonio viajó a España. Había llegado desde Buenos Aires, viajando en un carguero inglés lleno hasta la cubierta de corned beef argentino. O al revés, que tanto era. En su escala de Gibraltar, Colinas desembarcó y fue sorteando la guerra siguiendo el mismo trayecto que Franco pretendía cubrir hasta Madrid. Sólo que a él le habían hecho volver desde Argentina para iniciar comunicaciones entre el Gobierno republicano y los sublevados.

Era de esperar que, con amigos en ambos lados, además de una trayectoria de negociador nato, no tardaran en utilizar los servicios de Colinas como correo. Él se ofreció con todas sus fuerzas, sin dilaciones, para intentar evitar lo que sin remedio acabó ocurriendo. Indalecio Prieto, ministro de guerra, no confiaba para nada en la victoria del pueblo desarmado y desorganizado, contra un ejército mejor pertrechado, preparado y asistido por Roma y Berlín. El gobierno confiaba en conquistar los corazones de Inglaterra y Francia para acudir en ayuda de la maltrecha nación. Pero los ingleses, con intereses en la industria del vino, del acero, las tierras de Andalucía, preferían un gobierno simpatizante de Hitler antes que la revolución comunista, así que se limitaron a una actitud condescendiente o directamente pasiva. Y los franceses no harían nada que ofendiese a los ingleses. Pero según observó Colinas al llegar a España, retirados del concurso Sanjurjo y Mola, comprobó que los sublevados tampoco estaban a partir un piñón entre ellos. Así que la guerra —por tanto— iba a necesitar Dios y ayuda para decantarse hacia un lado y terminar.

Los planes del general Modesto, entre otros, eran cruzar el Ebro otra vez. Esto iba a suponer la reconquista del territorio perdido por la república, que había visto su zona partida en dos por los sublevados. El general Vicente Rojo, al mando del ejército en ese momento, había recibido al coronel Juan Modesto para encargarle cruzar el Ebro hacia el oeste y retomar el territorio perdido. Eso atraería fuerzas de Franco hacia ellos y le daría un respiro al asedio de Valencia. Si la idea de atravesar el gran río español prosperaba, supondría iniciar la guerra con bríos nuevos y alejar a Franco de su obsesión: la conquista de Barcelona.

Una noche, recostado a oscuras en su cama, entre las volutas de humo que subían al techo de la habitación del hotel Florida, Gorgonio descubrió con horror, al ver un aro de humo expandirse hasta desaparecer fuera de la luz que entraba por la ventana, que si tal vez se dejaba al ejército de Franco acercarse a los Pirineos, a Barcelona, eso quizá removería la conciencia de Francia y abriría la frontera para permitir entrar armamento ruso para la república, retenido al norte de los Pirineos. Era una posibilidad.

El paso del Ebro tenía que fracasar.

Y así fue que el día del Apóstol —me contaba Colinas, acodado sobre el apoyabrazos, reclamando mi atención sobre algo que no volvería a repetir— cuando comenzó el cruce del Ebro, Gorgonio se hallaba en la Decimocuarta Brigada Internacional, cuadragésimoquinta División. Había decidido infiltrarse, si esa era la palabra, en la brigada que se haría cargo del cruce. Cachalote y Luis Delage, ambos muy cercanos a Juan Modesto, habían puesto a Gorgonio Colinas en antecedentes sobre el paso del río. Así que ellos mismos lo llevaron al grupo que iba a cruzar el Ebro por la parte más al sur.

A las doce y cuarto de la noche, iniciaron el cruce hacia el otro lado. La contracruzada definitiva, la que permitiría a la República reconducir el nefasto cariz que la guerra tomaba. El general Tagüeña cruzaría por el norte; Enrique Líster iría por el centro. Gorgonio se había encuadrado inmediatamente con el tercer grupo, más al sur bajo las órdenes del teniente coronel Etelvino Vega con la idea de llegar a Amposta y tomar la villa.

Nadie en la compañía conocía a aquel extraño que hablaba en francés, inglés y alemán, indistintamente. Así, sin mucho tiempo para discutir sobre fidelidades, había aparecido por allí tres días antes del comienzo de la batalla. Le mandaron incorporarse en la Brigada Internacional con Henri Rol-Tanguy, junto a Darryl para servir de traductor, según necesidades. Él se había presentado como George Hills, con pasaporte inglés.

Aquella madrugada del 25 de julio, en el lado Nacional, al otro lado del río les esperaba la 105ª División mandada por el coronel López Bravo, que había descubierto prematuramente las intenciones del Ejército republicano del Ebro. El ataque de la Brigada Internacional ya no tuvo nada de sorpresa. Los republicanos tuvieron que retirarse y soportar muchas bajas, más de seiscientas y muchísimos heridos. Eran la Quinta del Biberón, los del 41. Muchos se dejaron la vida en el río. Otros, la inocencia.

Y también aquella noche, Gorgonio cruzaría su vida con la del hombre que quiso ser; el hombre que no fue; quizá el hijo que no tuvo. Ese era Joyce Darryl. Con veintipocos años, muy joven, él no pudo interpretarlo ni entenderlo, pero aquel brigadista de cincuenta y tantos años, que se hizo llamar George Hills, se marchó del frente prometiéndole un futuro encuentro. Y Darryl, por supuesto, no le dio a aquella promesa más valor del que tenía: el de las lamentables condiciones de la moral, en la que los colores de las banderas están sucios, los ojos pierden su brillo. Él sabía que nadie puede prometer nada en las guerras, salvo miedo, sangre o ruido.

Más que por la carta misteriosa que aquel tipo le había dejado, Darryl maldecía entre dientes el día que lo había parido madre, al preguntarse por qué la aviación republicana había tardado casi dos días en acudir a ayudar a sus combatientes en el otro lado del río, a pesar de que las bombas nacionales les caían del cielo como lluvia en otoño. Nadie supo por qué.

En la carta que después leyó, Darryl había llegado a imaginar, fugazmente, el horror de aquel tal George Hills ante las muertes que habían presenciado aquella noche. En su carta, más bien una nota, Hills le había dejado unos versos sacados de la novela americana de Stephen Crane, La Roja Marca del Valor. En la novela americana, Henry, un joven soldado protagonista en medio del terror de la guerra de Secesión, se sentía por ello un cobarde culpable. Una cobardía que a ojos de Darryl no se veía en Hills. A saber, entonces pensaba Darryl, qué tormentos interiores tenía aquel tal George, que no alcanzara a comprender exactamente, habiéndole visto como le había visto, recibiendo balazos como todos, el resuello cortado por una esquirla de acero, más padre que hombre; más mando que soldado, pelo cano en la quinta del biberón. No había visto cobardía en él. Al menos no la misma del personaje de la novela americana. Habría que esperar con paciencia a que el tiempo le revelara con qué clase de demonios se las veía aquel misterioso Hills.

Tras una breve averiguación, lo único que sus comisarios de la XIV Brigada pudieron transmitirle era que el extraño tenía también pasaporte español.

Martes, 5 de agosto de 1947

Comisaría de Policía de Cruz del Eje

(Córdoba-Rep. Argentina)

—Pero no se me vaya a la guerra española, don Florián. Me contaba que Gorgonio Colinas salía de la casa de los Perón en Buenos Aires y allí lo abordan los americanos…

—Sí, perdone, comisario. Le contaba que ...

... Le montaron en el Dodge verde petróleo y cuando llegaron a la avenida Libertador, a espaldas del conductor, Darryl quiso citar a Gorgonio. Sugirió en voz baja algún copetín al paso de calle Florida o Corrientes, quizás el café Tortoni, donde se habían encontrado muchas veces. Pero Colinas prefirió un banco de Plaza Italia, cerca de su casa. A lo mejor, con el verde de los árboles, tendría un comportamiento más condescendiente con Darryl. Sus mecanismos del oficio estarían parados y así los quería durante un rato. Por los viejos tiempos.

Allí se encontraron dos horas más tarde, ya sin chóferes ni otros testigos. Darryl le había preguntado muy curioso:

—¿En serio que no sabe por qué la Señora lo ha citado, Gorgonio?

—Estoy corroído por la curiosidad. Dígamelo usted, Darryl.

—Venga, Colinas. Ya ha visto que la casa de Ludwig Freude parece el Reichstag. Uno no entra allí y sale sin más…

—La misma razón por la que me levanté y me marché de allí sin poder hablar con la señora. Me ha invitado a comer con ella y el General mañana. A la una.

—¿Habló con alguien más allí dentro?

—Hoy he conocido a Otto Skorzeny, Darryl —dijo Colinas con una sonrisa en los labios, como un crío que muestra orgulloso un cromo raro de su colección a un colega.

Era obvio que Joyce no mostraba el mismo entusiasmo que su compañero de banco por conocer a los héroes de la guerra. Quizá se debía a que fueran sus principios de americano, tal vez a su juramento; de ganador aún inmerso en la campaña patria del juicio de Nüremberg. O a sus treinta y tres años, aún responsablemente cobijados bajo el ala del águila nacional de América… o al dineral que le estaba costando a su país la ocupación de Alemania, privándole a él de mejores trajes y sombreros. Sea como fuere, Darryl torció el gesto y con la mueca contestó que ya lo sabía.

—Skorzeny es un pajarraco como los demás, Colinas. Les he visto reunirse en esa casa de Belgrano, en la misma que ahora ocupan la Señora y su marido, a celebrar el nacimiento del Führer. Le enseño fotos si quiere.

Cuando dijo I could show you the pictures, if you will, lo expresó con toda la intención. Para los americanos, la palabra pictures abarca tanto el cartel de la película, como los boletines sobre la proyección entregado por el amable acomodador, o las fotos con las tomas en color más impactantes del filme que encuentra uno sobre un gran panel a la puerta de la sala cuando acude a la sesión del cine. The pictures.

Tras unos momentos de silencio, esos en los que los ojos de cada uno de ellos se van hacia los niños, hacia los pájaros o los paseantes, sólo para evitar ofender al amigo con una mirada comprometedora y respetar su silencio, Darryl sacó su cartera. De ella, pellizcó una foto pequeña, muy ajada, y se la pasó a Gorgonio. Éste se colocó las gafas y miró. En ella se veía a algunos miembros de una sección de la XIV Brigada. Ahí estaba Darryl con boina, veintipocos años, junto a una docena de hombres, abrazando a dos de sus compañeros. Y de cuclillas, delante de todos ellos, el comandante Henri Rol-Tanguy. En el reverso de la foto, alguien había escrito Albacete, 14 de febrero de 1937. La fecha era un hito para los dos. A pesar de que ambos llevaban tiempo en Buenos Aires, Colinas nunca había visto esa foto.

—Todos muertos, Gorgonio. Menos Henri. Bueno, aún no sé nada de él, en realidad. Es el que me falta. Sé que anduvo después con la Resistencia Francesa. El día que lo averigüe, dejaré todo esto, George, y pediré destino otra vez en Estados Unidos.

Y volvió a guardar la foto en la cartera.

Gorgonio levantó la vista al cielo, torciendo el cuello hacia atrás con dolor. Dio un breve y acallado ay. Se palmeó los muslos con fuerza para espantar el nudo en la garganta dando por finalizada la tregua. Un largo minuto.

—A mí me faltan tantos que he dejado de preguntar. Por eso no suelo llevar fotos encima, Darryl.

Dos viejos actores en compañías distintas, en papeles distintos, pero actores en servicio. No se podían engañar.

—No me siga, Darryl. Déjeme trabajar y le haré saber lo que pueda serle útil. No creo que tenga dudas sobre mí.

—¿Quién debe darme más miedo, Colinas: Jekyll o Hyde?

—Por hoy tenemos suficiente, don Florián. Se me hace tarde para una charla con los medios locales sobre el asunto. No me ha contado todavía nada del joven que aparece en la foto y desaparece de su auto en Chile… ¿Le parece que nos veamos aquí en la comisaría mañana?

Don Florián se levanta despacio, más por dignidad que por los años, sin decir palabra. Ya ha hablado mucho.

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