Kitabı oku: «Habanera para un condecito», sayfa 4

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Miércoles, 6 de agosto de 1947

Comisaría de Policía de Cruz del Eje

(Córdoba-Rep. Argentina)

—Buenos días, don Florián. El cabo Bianchini me dice que hoy parece usted cansado.

—Bueno. No más de lo habitual, comisario. Sólo que…

—Dígame. Sólo que…

—Que, ahora que veo los bancos de esta plaza, me invitan a que nos sentemos allí, hoy.

El comisario sabe que necesita al viejo cómodo. Para que se explaye. Cruzan la calle hasta los bancos más cercanos a la comisaría y se sientan bajo la palmera chilena centenaria, al frío exigente de agosto...

—Así, después de verse con Darryl en Plaza Italia, Gorgonio se dirigió a su apartamento en la avenida Juan B. Justo. Allí vivía desde que volviera de su incursión en la guerra civil, a principios del treinta y nueve. Fue una época de desolación. Colinas vivía con un desamparo en el alma que se encargaba de despertarlo por la mañana, a veces a horas terriblemente tempranas. Y se acostaba con la misma tristeza, solo que mareada con el vidrio de la botella. Me acuerdo que, a cada trago que daba, brindaba por sesenta de los muertos en la orilla oeste del Ebro. Diez tragos. Y si no le alcanzaba, pedía otra. A veces le pillaba en la barra del Tortoni, con Darryl de copiloto. Otras, en algún kilombo de copete, donde recibía atenciones de alguna vieja conocida de la época de Ramos o de alguna recomendada.

—¡Ramos! El viejo sinvergüenza. Ese tipo y yo nos habríamos caído muy bien…

—Así es, comisario. Ramos se llevaba muy bien con Gorgonio. Pero este pobre andaba tan atormentado que ni las putas ni las copas conseguían recomponer el desaguisado. Fue el tal Darryl quien me contó hace años lo que acabó por desesperanzar a Gorgonio…

… cuando Gorgonio había querido buscar soluciones a su desgraciada idea en el frente del Ebro, vino el incidente con el acorazado Deutschland. Estando Gorgonio en España, poco después de lo del Ebro, los alemanes se habían adueñado, con total impunidad, de las Baleares como base de suministro y apoyo, cuando dos pilotos rusos atacaron al acorazado, confundiéndolo —habían dicho— con el Canarias, enrolado del lado de Franco. Gorgonio vió una oportunidad y aconsejó a Modesto y a Vicente Rojo que sugirieran al gobierno republicano admitir que había sido intencionado. Que los rusos hundieran el buque suponía declarar la guerra al Eje, y obligaría a Francia y Reino Unido a apoyar a España, finalmente. Pero la URSS, responsable de la decisión de aquellos dos pilotos, no quería todavía romper el pacto y ofender al Führer. Así que se endilgó el bombardeo al error de dos pilotos españoles. Gorgonio se volvió a quedar solo. España se había vuelto a quedar sola. Gorgonio Colinas regresó a Buenos Aires antes de que los nacionales tomaran Barcelona.

De regreso a Buenos Aires a principios del treinta y nueve, se pasó meses como alma en pena. Como si se hubiera comido él solo todo aquello e intentara digerir aquel potaje venenoso. Noches y noches bajo la sombra tétrica de los sueños de Poe, para comprender que la guerra civil no era culpa suya. Para comprender que la semilla que habían sembrado en su país, crecería lentamente y que tardaría muchos años en dar frutos. Que su país se parecería a un burdel tras una redada a las ocho de la mañana: en silencio, sucio y vacío, pero que mantendría su hedor a vómito y orines durante décadas. Para comprender que su país jamás volvería a recuperar la inocencia de la quinta del biberón.

El piso de la avenida Juan B. Justo era de su propiedad. Y allí, el coronel Gorgonio Colinas y Rubio, agregado militar de la Embajada Española, colaboraba, sostenía y conducía toda la actividad relacionada con la Asociación de Refugiados de España. Eso lo obligaba a mantener esa vivienda como lugar clandestino. La correspondencia de los refugiados, exiliados y republicanos en general pasaba por su piso, aparte de otros lugares de Buenos Aires, repleta de asociaciones, personas y lugares con recuerdos de la guerra civil, casi olvidada ya, por cierto, tragada por la ballena de la guerra mundial. Ya ni recordaba a cuántos había ocultado o refugiado.

Siendo gente a quien tenía el deber de seguir o denunciar, él los guiaba, informaba y ocultaba. Conseguía papeles, tal vez dinero, refugio más lo que hubiera menester. Buenos Aires era española, era argentina, era inglesa y alemana, italiana y turca. Buenos Aires se movía entre el imperio de la carne, a mayor gloria del rey Jorge, los inmigrantes y autóctonos, los nazis a su libre albedrío.

Una enorme planicie a fin de cuentas, ancha y larga como la pampa, en un mundo nuevo, muy difícil de entender desde el sistema métrico mental de los europeos, con un lenguaje distinto, de posguerra y tierra quemada, donde realidad y proyecto, verdad y mentira convivían sin tabiques hasta confundirse. Una riqueza insultante, galopando a lomos de un caballo con patas de cristal, conteniendo al aliento por estar siempre a punto de quebrarse o a punto de ganar.

Colinas seguía siendo miembro de la agregaduría militar de la embajada española en La República Argentina, y como tal, cumplía con su obligación. Derrotado el Eje, con nuevos amigos en el Río de la Plata, él debía entregarse “a colaborar al máximo con el régimen amigo del General Perón y reclamar de la madre patria lo que la joven república sudamericana pudiera necesitar.”

Había acompañado al general Vicente Rojo en su periplo por Argentina, recabando fondos para la ARE, la asociación de la república en el exilio, para mejorar la situación de refugiados, prisioneros de guerra o incluso la repatriación de voluntarios argentinos que habían luchado para la causa y a nadie extrañaba que Gorgonio anduviera cerca. Nadie se extrañaba, porque para unos cumplía su papel de espía. Para otros, porque realmente ayudaba. Porque quería ayudar y, mientras ayudaba, el embajador Conde de Chinchilla, López de Haro y el Conde Agustín de Foxá miraban para otro lado, quizá a su ombligo. De cualquier modo, a ellos les era más útil tener a Gorgonio Colinas contento en su trabajo, antes que ponerse a darle la matraca por un refugiado de más o un republicano menos en las listas de represaliados.

Fuera por lo que fuere, Gorgonio sabía que su piso en la avenida Juan B. Justo era un lugar seguro hasta que sonó el timbre de aquella tarde de encuentros fortuitos.

Al pavo le faltaba aún otra pasa. Y la que apareció tras la puerta era enorme.

—¿El coronel Colinas? —preguntó el hombre. Venía acompañado de otros dos en mangas de camisa.

Era Juan Duarte, el playboy hermano de Eva y flamante secretario personal del coronel Perón.

—¿Podemos pasar? —preguntó Juancito.

Juan Duarte, conocido como jabón Lux por los enemigos, porque nueve de cada diez actrices lo usan. Al entrar, Duarte se sacó el sombrero sevillano. Vestía un traje azul celeste, muy patrio y a propósito de la ocasión. La corbata dorada le colocaba en un punto de equidistancia entre la bandera nacional y el hombre anuncio.

Colinas confirmó lo que le habían dicho de él. Se movía con una elegancia que lo ponía a salvo de cualquier censura estética inmediata. De los otros dos le sorprendieron las manos hinchadas —de carniceros o estibadores del puerto— porque se dedicaban a pasearse por la vivienda y fisgonear sin el menor reparo. Gorgonio detectó que les gustaba ponerse de frente cuando veían que se les miraba. Quizá era un anhelo de que midiera mentalmente el ancho de sus cajas torácicas y las manos infladas. No era de extrañar que hubiesen venido a verle. La única pregunta que se hacía Gorgonio ya era el cuándo.

—Tengo entendido que mañana acudirá usted a un almuerzo con el presidente y la señora.

Gorgonio asintió sin despegar los ojos de los de Duarte.

—Le suponemos enterado de que se trata de un almuerzo que ha de quedar dentro de lo confidencial. Lo que vengo a comunicarle es que la reunión se va a celebrar en la residencia oficial de Olivos, no en la casa del señor Freude.

Colinas se imaginó que si el almuerzo era en Olivos, se debía a cuestiones de seguridad para el presidente. La casa tenía su protocolo y sus sistemas, sus guardias y escoltas. Obviamente, a ojos de Colinas, eso era lo que la hacía más temible: más por lo que hubiera dentro, que por los eventuales ataques externos. Ante la mirada suspicaz del invitado, Juancito añadió.

—¡Ah, coronel! Yo mismo lo recogeré mañana a las doce y media. Por favor, coronel, le voy a molestar un poco y le voy a pedir que mañana no me espere aquí, sino en Plaza Italia, en el mismo banco donde se vio hoy con el norteamericano.

Miércoles, 6 de agosto de 1947

Comisaría de Policía de Cruz del Eje

(Córdoba-Rep. Argentina)

—¡Caramba, don Florián! Veo que Juan Duarte —el comisario mira a ambos lados antes de comentar— no solamente se dedicaba a las estrellas del cine, sino también a las estrellas como nuestro Gorgonio.

—Le acababan de informar con diáfana claridad acerca de que le seguían los pasos; de que sabían que tenía un piso seguro y nada sobre qué demonios quería la Señora. Seguramente, Juan Duarte estaba al corriente, como secretario del presidente, del quién, el dónde, el cuándo y el cómo. Como todo secuaz, ciertamente ignoraba el por qué. Pero al día siguiente…

… no fue Juancito Duarte quien recogió a Gorgonio en plaza Italia, sino un conductor de uniforme que pareció reconocerlo muy profesionalmente y con esmero. Le invitó a subir al enorme Chevrolet Fleetmaster negro y lo condujo con suavidad hasta la casa de Olivos. Una vez allí, una dama muy atildada, cuyo nombre apenas pudo averiguar más tarde, lo saludó al bajarse del coche, lo guió escalinata arriba y acompañó a Gorgonio hasta el patio jardín, detrás de la casa. Apenas intercambiaron un saludo de rigor y ella, con la preocupación pintada en el rostro, inquirió con poca confianza:

—Coronel. Supongo que no le importará compartir la mesa de hoy con otra invitada.

—En absoluto. Pero, según había entendido ayer, pensé que iba a ser una reunión confidencial con un almuerzo.

—La presencia de la invitada sigue siendo confidencial.

Colinas vio a lo lejos, al otro lado de la enorme pileta que reinaba en el jardín, al matrimonio Perón acompañado por una mujer con el pelo recogido como la señora, en un rodete, solo que bajo un sombrero grande. Los tres caminaban muy a modo, despacio y dando un rodeo por la arboleda que a Gorgonio le pareció eterno. Mientras la mujer preocupada se iba a buscarles para informar de la llegada del invitado, no miraron en ningún momento hacia la casa. Gorgonio sintió una punzada de desatención grosera. No parecía que fuera él el invitado interesante hoy. El día gris se multiplicaba en el estanque de forma descorazonadora.

La mujer llegó hasta el grupo y les advirtió sobre Colinas. El general fue el primero en mostrar una cierta desazón con un gesto de sus brazos, mientras dirigía una mirada hacia Colinas. Se apresuró a acercarse dejando a las señoras regresar a la casa a su paso.

—El coronel Colinas. Le ruego —pidió Perón, mientras extendía la mano hacia él, con voz de actor en un papel ajustado a la medida exacta— que nos disculpe. Hubiera querido esperarle yo mismo en la entrada. Venga, por aquí, por favor.

Entraron a la sala de grandes ventanales donde el frío de junio se ausentó de inmediato.

—Lilian, por favor, sea tan amable de pedir que nos preparen algo para entrar en calor antes de comer.

Lilian, ese era el nombre que se deshacía en los labios del general, pronunciado con una liquidez tan tibia que a Colinas le hubiera gustado llamarse así aquel mediodía de junio en Buenos Aires. En el registro cerebral de Colinas brotó el apellido Lagomarsino. Lilian Lagomarsino. No. No era ninguna asistenta.

—Es un placer conocerle, coronel Colinas. Debo decir que me han hablado de usted de una forma que me alarma —abrió su sonrisa fotográfica el general Perón.

—¿Alarmar yo? ¿Al coronel Perón?

—A eso mismo me refiero, Colinas. Gorgonio, si me lo permite… Estoy celoso de ser menos encantador. Me temo que no lo voy a permitir, y menos delante de las señoras —y soltó un sonora carcajada que hizo más por el calor corporal de Colinas que el jerez que tomaban en ese momento.

Las señoras acababan de entrar en el salón y se acercaban presurosas hacia la chimenea. Lilian repartía órdenes a lo lejos a las mucamas y al valet principal. Había ya una chica junto a Perón, que esperaba a las señoras con sendas copas.

—Evita, vení.

Eva se acercó a Colinas con la mano dispuesta desde varios metros antes. Puestas las cosas en orden, Eva atrajo del brazo a la mujer que se estaba terminando de sacar el abrigo camel y su pañuelo. Con ello, la mujer se giró hacia el recién llegado y se quedó estupefacta. Eva entrevió la situación y no hizo nada por suavizar la rigidez de ambos invitados. Dejó que el calor de la chimenea oficiara su liturgia. Perón parecía estar ausente del momento e inmediatamente percibió que se estaba perdiendo algo.

—Walda Schumboldt —dijo Colinas, recuperando el habla milagrosamente.

—Gorgonio Colinas —respondió Walda—. ¡Vaya sorpresa!

En un brevísimo aparte, Perón preguntó a Eva si Lilian Lagomarsino, como asesora de protocolo había cumplido con su deber apropiadamente. Ella pareció no escuchar la pregunta y continuó disfrutando del momento del encuentro de los dos viejos conocidos. No estaba segura de si la palabra era apropiada: viejos. No eran exactamente viejos, sesenta Gorgonio y quizás tres o cuatro menos, Walda. Sobre la otra palabra, Eva estaba perfectamente informada. La palabra no era para nada aquella.

—No nos veíamos desde hace unos cuantos años, Colinas.

—De cualquier forma, se trata de una ocasión formidable —añadió Gorgonio mientras mordía la palabra formidable para que no se fuera, sin conseguirlo.

Gorgonio buscó en sus bolsillos para asegurarse de tener consigo el maletín de cirujano cerca. Iba tener que intervenir inmediatamente al paciente, a corazón abierto. En canal.

Perón retomó el mando de las cosas y les invitó a sentarse en la mesa del comedor, antes de que el buen ambiente del momento previo al encuentro se derritiera.

—Bueno, veo que no va a ser necesario malgastar los momentos del aperitivo con encontrar temas comunes. Les puedo asegurar que las empanaditas de Marta y el vino tinto son un pequeño milagro, coronel. Walda —dijo el encantador—, no sé si prefiere quizá un caldo más suave que este Malbec.

—Coronel, le aseguro que tengo bien adiestrada a mi parte argentina. El Malbec estará perfecto, seguro.

—Como la tenemos recién vuelta de Alemania, … —comentó Eva.

—No les puedo decir que haya visto una Alemania muy en condiciones de ofrecerme sus encantos…

Perón enarcó las cejas y se dispuso a escuchar la narración de Walda con un rostro más severo.

—Es cierto. Cuente, Walda, cuente.

—Me va a tener que disculpar, coronel. Creo no estar en condiciones de hacer un relato divertido. Más de lo que ya saben o imaginan ustedes.

—Una desgracia, la guerra. Los militares pensamos que la guerra tiene una parte que se queda en los cuadros y es la que nos gusta que nos cuenten. Le pido disculpas, Walda.

Gorgonio mantenía su guerra particular con sus ojos, para evitar que viajaran directos a los de ella y se le solidificaran. Walda era la misma que había visto en el treinta y dos. Y en 1917. Por supuesto, parecía que el tiempo no había pasado por ella. Salvo por aquella pequeña cicatriz que mostraba en su labio inferior y el tono perla brillante en el pelo. Walda se había puesto encima los años con una dignidad idéntica a la que llevaba cuando la viera por primera vez, moza, en Cruz del Eje, siglos atrás. Aquella morenez de piel y su cabellera rubia, ahora domeñada en un rodete, se empeñaban todavía en declararse mutuamente la guerra. Otra vez, Jekyll y Hyde.

Contenta Eva de observar que sus estratagemas seguían siendo letalmente certeras, hizo transcurrir el almuerzo por derroteros próximos a la actualidad porteña, para poner a la recién llegada Walda, al día y al corriente de lo mundano y lo no divino. Respecto a lo celestial, ya se encargaría Colinas, seguramente, después.

—Coronel. Quiero pedirle un favor —comenzó Eva a recitar su discurso.

Colinas agradeció la conversación que Eva iniciaba para abandonar el cuchillo y el tenedor, inútiles desde hacía media hora.

—Creo que sabe, coronel, que la semana que viene empiezo un viaje por Europa.

—No. No sabía nada, señora. Imagino que le supondrá un importante empuje para la política nacional en el extranjero.

—Dicho así, coronel, lo describe usted como algo estrictamente nacional. Y debo decir que nosotros lo vemos como algo más allá de lo puramente doméstico —matizó Perón.

—Tenemos pensado que el viaje nos lleve por varios países de Europa, pero fundamentalmente, será por Italia y España.

Gorgonio había asistido a las reuniones con Agustín de Foxá para preparar el viaje, en realidad para el coronel Perón, no para la señora solamente. Estaba al tanto de la poca alegría del Generalísimo Franco por recibir únicamente a la señora. Pero era lo que había. Y albergaba secretamente la idea de hacer algo por convencer a Perón de que fuera a la península con ella.

—¿Y cuándo ha dicho que comienzan el viaje, coronel? —preguntó directamente a Perón.

—No, Gorgonio, será Evita quien vaya en mi nombre a saludar a Pacelli y a Franco. A mí me retienen los asuntos de este país mío, tan lioso, coronel.

No había dicho el Papa. Había dicho Pacelli. Gorgonio entreveía las amistades que el nuncio papal en Buenos Aires había hecho en Argentina, antes de que el cardenal Pacelli se convirtiera en Pío XII.

—Quiero ir a Europa a llevar un mensaje de paz y de unión, de progreso a favor de los necesitados países de la guerra, Gorgonio —Evita parecía ensayar uno de los discursos que le escribía Muñoz Azpiri.

—¿Y además de España, qué otros países visitará la señora?

Eva lanzó una mirada a Gorgonio con un deje claro de a-vos-qué-te-importa. Rectificó de inmediato con los ojos de Walda sobre ella.

—De eso quería que conversáramos, coronel Colinas. Voy a ir a España para mostrar nuestro apoyo a la madre patria, porque ese es el deseo del coronel Perón. A Italia por las mismas razones que afectan a tantos de nuestros conciudadanos.

—Y a Portugal, Gorgonio. Nos gustaría ver a Don Juan de Borbón —añadió Perón con cierta impaciencia—. Y quisiéramos preparar ese encuentro con discreción. Ahí empieza la razón de su presencia aquí, Gorgonio. Y por otro asunto del que necesito su opinión antes de comentar nada. Evita, si nos perdonás, el coronel y yo vamos a tomar un café al saloncito. Así podés charlar con Walda de lo que querías.

Apenas veinte pasos y un minuto después, sentados en la salita junto al despacho del presidente, Perón había pasado de desplegar su encanto de galán para ponerse el uniforme de coronel presidente.

—Usted sabe, coronel Colinas, que ahora, después de la guerra, los aliados vencedores no me tienen en alta estima. Y que, a tenor de esa situación, uno tiene que hacer lo posible por que el país prospere… Que se haga grande.

—¿Por qué necesita de mis amistades en España, coronel? —quiso abreviar Colinas.

—Vamos a ver, Gorgonio. En las buenas relaciones que hemos mantenido con Alemania, no siempre ha habido cosas buenas. Ha habido algunos aciertos, pero seguro, también errores. Y dejarlos por escrito es el mayor de todos ellos.

—¿A qué se refiere, coronel?

—A principios de los cuarenta —seguro que se acuerda, Gorgonio—, todos opinábamos en general que Hitler ganaría la guerra. Y, al contrario de lo que piensan muchos en mi propio país, los alemanes acá siempre han sido personas muy influyentes.

Perón dejó su mano vagar unos instantes por su pechera en busca de alguna inelegante miga de la comida. Quizá solamente quería allanar el terreno para lo siguiente, como el algodón previo al pinchazo.

—Eva tuvo sus contactos con ellos. No hay más que mirar a Walda, amiga de Eva desde fines de los treinta. Ella era la secretaria del comité ejecutivo del partido nazi argentino. Se habían conocido en La Rioja, cerca de Cruz del Eje, donde Walda tiene su finca. Empezó a frecuentarlos y en alguna ocasión colaboró con ellos… —Perón inclinó la cabeza con la mirada fija en Colinas, como un labrador honesto y cabal, lamentando la mala cosecha que los cielos le había deparado—. ¿Le han hablado del incidente con Stanstede, Gorgonio?

Perón se dejó ir por la historia reciente de Argentina durante el rato que se enfriaron los dos cafés de Gorgonio.

—El caso es que el capitán Dietrich Rohwein, que era el agregado naval y de aviación de la embajada alemana en Buenos Aires…

—Sé quién era Rohwein, presidente, no se preocupe.

—¡Ah! Por supuesto, disculpe Gorgonio. Rohwein mantenía correspondencia frecuente con el general Von Faupel, a quien reportaba como embajador del Reich en España…

—Sí, ya sé, señor presidente…

—Bien, en esa frecuente correspondencia se hablaba de Eva, se la citaba como colaboradora de ellos. Cuando Rohwein regresó a Europa, llevó consigo la correspondencia habida con Von Faupel. Sobre todo aquella en la que citaba Eva o a mí personalmente. Se la mencionaba como encargada de los asuntos de Sudamérica y Pacífico Sur para el Reich.

El coronel Perón se extendió con información que no resultaba novedosa para un Colinas francamente en funciones, pues su obnubilado magín viajaba cada minuto al comedor donde aún se oía a Eva, de vez en cuando, dar órdenes a Lilian. Ya había tenido una aproximación a la tesitura y el calado de la Señora, por informaciones siempre ajenas y provenientes de Darryl. Pero hoy estaba asistiendo en primera persona a su despliegue de talento político. Por si Gorgonio tenía pensado negarse a sus deseos, le había enviado a su hermano Juancito como cabeza de puente a su escondite, ya descubierto, y ahora le convocaba a Walda. El submarino asomaba inexorable, enseñando las bocas de torpedos a las claras.

—Cuando Rohwein se fue a Alemania otra vez, llevó consigo esa correspondencia y alguna otra cosa. Cuando llegaba el final de la guerra, nuestra colaboración supuso permitir a muchos de aquellas personas fieles a Hitler venir a Argentina.

—Sabemos que muchos lo hicieron.

—En su momento —dijo Perón entre dientes y pasando la mano sobre su rostro—, nosotros entregamos al embajador Von Therman unos pasaportes para esa gente. Pero habíamos decidido dar instrucciones claras sobre el criterio, amigo Colinas, porque pensábamos que se debía hacer algo con los científicos o profesionales de Alemania. Esa perfección, Colinas, ese grado técnico no podía perderse entre intereses de vencidos o vencedores, así que les dimos esa posibilidad…

—¿Pasaportes? —preguntó Colinas.

—Ocho mil, para ser precisos.

Eva apareció en el despacho del presidente, seguida de Walda, quien viajó desde la entrada guiada por la señora como una invidente, sin quitar los ojos de Colinas durante un tibiamente sabroso eón. Mientras les servían a las señoras sus copas de licor y se entretenían en su propia charla, Perón continuó exponiendo su encargo:

—El asunto, Gorgonio, es que sabemos que Von Therman encargó a una persona de su confianza para hacer la entrega y la distribución de los pasaportes.

Eva se incorporó abiertamente a la exposición de su marido, bajo la atenta mirada de Walda, algo retirada de la conversación.

—Y la persona que se encargó de la distribución lo hizo con gran diligencia. Tanto, que dejó hecha una lista completa con los nombres de los receptores y de sus nombres... nuevos en Argentina —Perón maldecía con los ojos mientras pronunciaba la oración entrecortada por cuchillas de hielo.

Gorgonio no daba crédito, con un gesto de sorpresa en el rostro por la tremenda ineptitud o quizá celosa previsión de aquella persona tan diligente.

—Esa lista viajó a España en un maletín con destino a Von Faupel. Pero sabemos que cuando Faupel murió cerca de Berlín, ya en el cuarenta y cinco, no estaba en poder de los papeles que tenía en Madrid. Había decidido dejarlos en España a buen recaudo en la embajada alemana. Esos papeles aún siguen allí.

—¿Cómo sabe que están en Madrid, señor presidente?

Perón se detuvo unos instantes a pensar, retrepándose en el sillón y tomando un trago de su copa. Posó el vaso sobre la mesa con toda la ceremonia que pudo, mirándolo con atención sin cambiar un rictus de asco en la boca y sin soltarlo, miró a Colinas para preguntar:

—Por favor, Colinas. Llámeme Juan. ¿Ha oído hablar del Libro Azul, Colinas?

—Debo decir que se oyen tantas cosas que uno no sabe a qué atenerse, y más en los dos últimos años, general.

—A decir de Spruille Braden, embajador norteamericano, es la Biblia.

—Como le dije ayer, coronel Colinas, los norteamericanos no saben nada de cocina… —interpuso Eva su entrada con voz convencida.

—Dice Braden al gobierno norteamericano que ahí se halla toda información relevante y contrastada sobre nosotros y el Reich. En fin, como comprenderá, una exageración y una mentira vulgar —siguió Perón—. Me ha dicho el mismísimo Spruille Braden que ellos tuvieron acceso a esa lista en Madrid. Que la vieron.

—Y lo que ustedes quieren es que yo recupere esa lista.

—No, coronel Colinas. No queremos esa lista. Ya sabemos que la tienen los norteamericanos y no me sería muy difícil pedírsela.

—Luego no entiendo…

Perón se levantó de su sillón e invitó a Colinas a hacer lo mismo. Llegados al ventanal, el general terminó:

—Lo que pasa, coronel Colinas, es que la lista que tienen no está completa. Faltan un centenar de nombres, entre los ocho mil originales. Habrá intuido que son los cien nombres… más importantes. Noventa y tres nombres, para ser exactos, coronel Colinas. En algún lugar de la embajada en Madrid está la lista completa. Esa es la que queremos.

—Diculpe mi cuestionamiento, Juan... Pero imagino que es mi deformación profesional.

—Pregunte. Pregunte, coronel. Eso me indica que hemos pensado en el hombre adecuado.

—¿Cómo sabe que faltan nombres? Lo que quiero decir es que, sin ser grosero, general, noventa y tres pasaportes entre ocho mil pueden faltar debido a pérdidas o extravíos, o simples errores…

—Comprendo y agradezco sus preguntas, Gorgonio. Es bastante factible lo que me dice. Verá: en la lista que Braden me dejó ver al hablar de este asunto, antes de las elecciones, pude observar —y así me lo hizo notar el mismo Braden— que cuando había un error en el pasaporte, se añadía al lado la anotación “Error y Destrucción” y justo debajo, se volvía a escribir el mismo nombre de la línea de arriba con los datos correctos. Es decir, que ese pasaporte arruinado por tachones o equivocaciones se destruía. Hay varios casos, pocos, según recuerdo. Quizá siete u ocho entre los ocho mil.

—¿Y no han pensado que es posible que Von Therman se reservara para sí algunos pasaportes?

—Claro que lo hizo. Dieciséis, exactamente. Aparecen los primeros en la lista, consignados sin errores. Para él y su familia. Hay otros funcionarios cercanos a él que también aparecen escrupulosamente en la lista. No son ellos, Gorgonio.

—¿Pero Von Therman repartió los pasaportes personalmente?

—Al principio, había pensado entregar los documentos a los principales mandos y Obergruppenführers. Pensaba en Goering, Himmler, Goebbels, pero por una cuestión de seguridad general —es decir, su propia salvaguardia—, decidió encargarse personalmente. Ahí es a donde quiero llamar su atención, Colinas.

—Dígame, señor presidente... Juan, por favor.

—En la lista que me dejó ver Braden había nombres tachados, sencillamente borrados con tinta y una breve anotación al margen: “A Discreción Von Therman”. Y él no recuerda haber visto tachones en la lista que, a su vez, le habían dejado ver en Madrid.

—¿Y por qué no la robaron ellos mismos, Juan?

—La tenían. La tenían en su poder, Colinas. Hubo una fuga de información, un funcionario y unas muertes… La perdieron…

—¿Y en los tachones no se ve nada? ¿No hay nada, otro dato que pueda ayudar a identificar al nombre de esa línea?

—Sí, lo hay. Después de cada tachadura aparece un número y una letra.

—Y el número va ascendiendo hasta el noventa y tres…

—Correcto.

—¿Y las letras?

—A veces una, a veces dos.

—¿Podrían ser las iniciales de los nombres, Juan?

—Podría ser. La clave la tiene quien confeccionó la lista.

Gorgonio se detuvo. Se decidió por fin a elevar la taza de café —la tercera que le servían— hasta sus labios, por primera vez desde el parco almuerzo, y que había dejado enfriar.

—No le voy a preguntar para qué quiere la lista, general. Pero sí le voy a preguntar por qué yo.

—Porque quiero darle la razón a ese yanqui de mierda, coronel —pateó la mesa Eva sin querer—. Y porque creo que es lo que le corresponde a un digno funcionario del Generalísimo.

El añadido salió de su boca después de haber recibido en su interior la última cucharada de un postre de bizcocho, dulce de leche y melocotones. Walda mientras tanto parecía permanecer ajena a la charla del matrimonio Perón y su invitado. Sentada en un sofá frente a la chimenea, se dejaba la mirada perdida en las llamas levantando la taza de café con lentitud y torturando el corazón de Gorgonio con los labios a cada sorbo.

Se produjo un silencio largo en el que cada uno pareció tener buenas razones para no quebrar.

La reunión se extendió poco más allá de las cuatro y media de la tarde. El conductor de uniforme que había recogido a Colinas en Plaza Italia apareció por el salón, discretamente, esperando alguna orden. Su entrada daba la sesión por cerrada.

—Coronel Colinas, el próximo seis de junio saldré para España en un avión fletado por Iberia. Si lo desea, tiene un asiento reservado para usted. De ida y vuelta. No tiene más que confirmarlo cuando guste y se hará lo necesario.

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