Kitabı oku: «El precio de la democracia», sayfa 2
A Donald Trump no le gustan los perros, pero aun así el dinero privado tuvo un papel importante en la elección de ese presidente de tendencias populistas y autoritarias, en un país en el que sólo quedan algunas migajas del ambicioso sistema de financiamiento público puesto en marcha a principios de la década de 1970. Es cierto que el candidato republicano gastó menos en su campaña que su competidora demócrata, la cual recibió cuantiosas donaciones de buena parte de las élites estadounidenses (la cobertura televisiva masiva por la cual Trump se benefició “gratis” de sus excesos quizá tuvo algo que ver: ¡Trump no tuvo necesidad de pagar por hacer campaña en televisión!). Sin embargo, en las semanas anteriores a la votación, Trump recibió decenas de millones de dólares en contribuciones, mucho más que Mitt Romney en 2012. Decenas de millones de dólares provenientes de sociedades de capital inversión, casinos y multimillonarios conservadores. Él mismo, consciente de la importancia del dinero, echó mano a su bolsillo en la recta final, para inclinar la balanza en los estados clave.14 ¿No será el dinero, más que los rusos, las fake news o Comey, lo que permita explicar su improbable victoria?
En el caso del populismo francés, fue el dinero y los rusos, pues el Frente Nacional se financió gracias a un préstamo de un banco checoruso. Fue clave este argumento: “Los bancos franceses no prestan.” Es verdad que —aunque no pretendo dar la razón en modo alguno a Marine Le Pen— las dificultades para financiar un partido político con repetidos éxitos electorales demuestran las deficiencias y ponen en duda las modalidades de financiamiento público existentes. François Bayrou —efímero ministro de Justicia de Macron, que renunció tras ser señalado por dar empleos fraudulentos, antes de poder terminar su ley de moralización de la vida política— había propuesto la creación de un “banco de la democracia”, pero su idea no duró más que su puesto.15 Esto deja abierta una pregunta importante: al negarnos a consagrar más dinero público al financiamiento de la democracia política, ¿no les seguimos el juego a los intereses privados?
El costo de la democracia no es, forzosamente, demasiado alto: en Francia, el gasto total de los 11 candidatos en la elección presidencial de 2017 ascendió a 74 millones de euros, es decir, menos de 1.50 euros por cada francés adulto. Nada nos obliga a seguir el ejemplo estadounidense y dejar que los gastos de los candidatos sobrepasen los mil millones de euros. Sin embargo, si este razonable costo se distribuye de manera desigual y, en particular, si un puñado de donadores ricos financia lo esencial de las campañas y el funcionamiento de los partidos políticos, entonces todo el sistema está amenazado. Ahora bien, lo que nos muestran las donaciones es que, en Francia como en el Reino Unido, el 10% de los donadores más ricos representa más de dos tercios del total de las donaciones. Y lo que nos enseña la historia es que sólo lograremos poner fin a los excesos del financiamiento privado de la democracia si los limitamos por medio de leyes y los sustituimos con un sistema de subvenciones públicas suficientemente cuantiosas.
¿EL FIN DE LOS PARTIDOS?
Otra respuesta frecuente a la crisis de la democracia electoral —y del principio de representación— es el rechazo a los partidos. El Movimento 5 Stelle, que desafió al financiamiento público de la democracia italiana, se definió desde el principio como un “antipartido”: ni de derecha ni de izquierda, ni partido ni sindicato. Es vieja la idea de querer abolir las divisiones entre partidos y las antiguas estructuras colectivas en nombre de una recuperada eficacia al servicio del interés general, y sin embargo cada cierto tiempo se nos demuestra que es tibia. Al mismo tiempo, a fuerza de seguir en marcha, tal vez algunos no han tenido tiempo de examinar el pensamiento político del general de Gaulle.16
Los partidos, evidentemente, conducen a la división; a decir verdad, el mismo de Gaulle no podría reclamar la paternidad de esta idea. El paralelismo entre partidos políticos y división es tan viejo como los partidos mismos: ya en el siglo XIX, la división se utilizaba como argumento contra el surgimiento de los partidos. Partidos políticos sembradores de conflicto: esta percepción, en gran número de autores, desemboca en el planteamiento de los partidos en términos de mercado.17 Así, los partidos serían a la vez un signo de la democratización del sistema político y de su mercantilización. ¿Por qué, entonces, no dejar que el dinero entre? El nihilismo ante los partidos alimenta los excesos del financiamiento privado.
Así es como el dinero ha entrado en la política y ha tomado las elecciones. Hoy en día, las donaciones privadas —de individuos, pero a veces también de empresas, en los países donde eso está autorizado— representan 70% de los recursos del Partido Conservador en el Reino Unido, 40% de los de Forza Italia y casi 22% para Les Républicains [Los Republicanos] en Francia. Esto tiene como consecuencia directa el fin de cierta forma de división: la de la lucha de clases. Las divisiones entre partidos, base de las grandes batallas por las conquistas sociales, han dado paso al conflicto de clase “cultural” desde que los partidos ubicados a la izquierda del espectro político tomaron la decisión de buscar donadores privados. Pongo por ejemplo el caso del Reino Unido: el Partido Laborista, fundado por los sindicatos, ha sido por mucho tiempo el partido del movimiento obrero. Hasta mediados de la década de 1980, las categorías populares (obreros y empleados) representaban un tercio de los miembros laboristas del Parlamento en el Reino Unido. Después desaparecieron poco a poco, al mismo tiempo que las donaciones privadas se convertían en una fuente de ingresos más importante para el partido que las contribuciones de sus militantes: en 2015, las donaciones privadas de individuos y empresas constituían 38% de los recursos del Partido Laborista, contra 31% de las cuotas de militantes. Hoy, los empleados y los obreros representan menos de 5% del Parlamento en el Reino Unido y menos de 2% en el Congreso de Estados Unidos (mientras que representan 54% de la población activa). La Asamblea Nacional francesa no tiene ningún miembro obrero.
LA CRÍTICA LIBERAL A LA DEMOCRACIA ELECTORAL
Así como las objeciones a la democracia electoral no vienen solamente de los Chávez, los Mélenchon, los Grillo y demás “populistas” de toda clase, tampoco se originaría principalmente con los abstencionistas. Quisiéramos escuchar más las protestas de las clases populares contra el déficit de representación del cual éstas son las primeras víctimas, pues en el juego de “un euro, un voto” perdieron la partida por adelantado. Sin embargo, el abandono de la lucha de clases por parte de los partidos políticos en el terreno económico significa que la línea de transmisión de estas protestas hoy está rota. Como en El grito de Antonioni, la clase obrera ha quedado muda, obligada a la resignación y la repetición, condenada a cierta forma de vagancia. Cuando no se le expropia, se le segrega en lo geográfico y en lo escolar.
Entonces, ¿a quién escuchamos protestar contra la democracia? No a los obreros, sino a quienes tienen dinero y a quienes tienen tiempo. Los que protestan contra la democracia porque les parece que aún es demasiado representativa y, sobre todo, demasiado restrictiva, y que no les permite suficiente libertad para hacer un buen uso de su dinero. Es una crítica más insidiosa y mucho más peligrosa. Pienso en particular en todos esos íconos de Silicon Valley —en el sentido más amplio— convertidos en representantes del pensamiento libertario, y que evidentemente no defienden los intereses de los obreros.
¿Libertarismo contra democracia? Esta oposición se formaliza, de entrada, en la negativa de los multimillonarios de la industria tecnológica a pagar impuestos. Según su retórica, no es que no deseen participar en los esfuerzos colectivos, sino que sería mejor que ellos mismos decidieran sobre el mejor uso de su dinero. Para el bien público, por supuesto. Mientras tanto, el Estado sería, por definición, lento, ineficaz y, las más de las veces, corrupto. El Estado aprisiona, en todos los sentidos de la palabra, mientras que la libertad permite la realización personal. ¿Por qué, entonces, cobrar impuestos a esos filántropos de la nueva generación, si ellos mismos sólo exigen poder demostrar su generosidad? ¿Si ellos, héroes de la nueva modernidad, no dejan de crear fundaciones y alimentarlas a millonadas, unas por la paz, otras por el ambiente, algunas más contra la pobreza? ¿Por qué cobrarles impuestos, pues? ¿No podríamos dejar en paz a todos esos triunfadores? Que hoy nos planteemos semejantes preguntas es, tristemente, un síntoma de la contradicción inherente que existe en la idea misma de la filantropía en una democracia.
Estudiaré los múltiples recursos —desde los think tanks hasta los medios de comunicación, pasando por todo tipo de fundaciones— que están a disposición de los ciudadanos más adinerados y deseosos de influir no sólo en los resultados de las elecciones, sino también en los términos del debate público. Las fundaciones —a menudo generosamente subvencionadas por el Estado, por medio de numerosas deducciones fiscales—permiten a un puñado de individuos sobreponerse a las decisiones democráticas de la mayoría. Como si los más ricos fueran mejores que los gobiernos democráticamente electos para decidir qué actividades deberían financiarse o no, por completo o en parte. Es importante resaltar este descarrilamiento de nuestras sociedades vanguardistas: el secuestro de la democracia bajo pretexto del bien público, pues son muchos los que se dejan atrapar en las redes de estos comunicadores y terminan por aplaudir la pretendida generosidad de los exiliados fiscales globalizados18 cuando, en realidad, lo que se dibuja aquí son los inicios de un nuevo régimen censitario.
No hay más que pensar en el alboroto mediático que se produjo en 2016 cuando Mark Zuckerberg y su esposa anunciaron la creación de una fundación financiada —¡qué generosidad!— con 99% de las acciones de Facebook que poseen.19 Sólo que la “Iniciativa Chan-Zuckerberg” —por el apellido de los cónyuges y el nombre de pila de su hija, modestia obliga— es una limited liability company, es decir que se beneficia de una situación fiscal extremadamente ventajosa, sin impuestos a las ganancias ni derechos de sucesión, mientras que Mark Zuckerberg controla la organización. A esto hay que añadir que, cada vez que Zuckerberg vende acciones de Facebook para financiar su fundación —cosa que pretende hacer poco a poco: nunca más de mil millones de dólares al año—, la donación es deducible de sus ingresos gravables, lo cual, en este caso, implica cientos de millones de dólares ahorrados en impuestos. ¿Generosidad, decían? Perdón, casi se me olvida la lógica de exhibición, pues para Facebook se trata, además, de una gigantesca campaña publicitaria gratuita, en el momento preciso en que la red social necesita limpiar su imagen.
Ciertamente, es evidente que, en el mundo globalizado de hoy, el financiamiento de la democracia social plantea muchos nuevos retos. Vemos, en efecto, cómo se refuerzan los egoísmos nacionales. No obstante, no debemos rehusarnos a afrontar estos desafíos, abandonar el Estado y depender del pretendido humanismo de un puñado de multimillonarios. Debemos replantearnos la manera en que el Estado organiza y financia la democracia; debemos hacer esto en la esfera europea y dejar de imaginar que los superhéroes de la tecnología van a resolver los problemas por nosotros. Debemos impedir que las grandes empresas tomen la batuta de la orientación de la sociedad.
Vuelvo al tema: eso les daría mucho gusto a los libertarios. La punta de lanza aquí es Peter Thiel, famoso por su sistema de pago en línea, PayPal, e igualmente famoso —aunque él le dé menos importancia— por haber financiado con 2.6 millones de dólares el comité político de Ron Paul en 2012, Endorse Liberty. Nótese que este crítico del Estado sólo está aquí por una contradicción, pero es la contradicción propia del movimiento libertario: defender a toda costa cierta idea de libertad, cuando su verdadero ejercicio la contradice de inmediato. Los libertarios creen sobre todo en la idea de que el deseo individual prevalece sobre todo lo demás y “olvidan” que el deseo avasallador de un filántropo —sólo hay que pensar en las aspiraciones marcianas de un Elon Musk— puede imponerse fácilmente sobre la libertad (y el interés general) de la mayoría. Para los libertarios existen, por una parte, los triunfadores y, por otra, los fracasados. ¿Emmanuel Macron diría otra cosa? Por cierto, la novela La rebelión de Atlas de Ayn Rand, biblia de estos nuevos “pensadores” de Silicon Valley, se inicia con la imagen de un vagabundo al que el protagonista, Eddie Willers, no se toma siquiera la molestia de escuchar. ¿Para qué? Los libertarios rechazan la idea misma de la representación colectiva de las preferencias de la mayoría.
¿Y qué?, te preguntarás. ¿Acaso no es su derecho fundamental? Cada quien es libre de defender su propia concepción del Estado. Es verdad, pero yo soy libre de criticarlos y, si lo hago aquí, es porque soy consciente del hecho de que, si los libertarios están lejos de ganar la batalla de las urnas, en cambio ya han ganado, en parte, la batalla de las ideas. Hoy en día, en los hechos, sólo están representadas las ideas de quienes tienen éxito financiero. En los hechos, incluso en un país como Francia, donde por mucho tiempo la cultura de la filantropía no estuvo muy desarrollada, se sustituye poco a poco el financiamiento público del bien público con el financiamiento privado de un bien público efectivamente privatizado. Y la filantropía —la idea de que las personas más exitosas son las mejor capacitadas para decidir lo que es bueno para todos— pone en peligro los principios fundamentales que deberían sustentar el funcionamiento de toda verdadera democracia.
¿Y SI SOÑÁRAMOS CON UN RÉGIMEN PERFECTO?
El régimen perfecto de los libertarios es aquel en que el Estado ya no existe, o sólo existe en su mínima expresión, preferirán decir ellos. La democracia electoral no desaparece por completo, pero cada quien es libre de emplear todos los medios necesarios —y en particular todo el dinero— para la defensa de sus intereses. Una vez “electo”, el gobierno sólo existe para garantizar su no intervención, pues su único objetivo es la salvaguarda de todas las “libertades”: la libertad de tener éxito —reducida a una mera cuestión de voluntad— y la de fracasar. También, la libertad de un gigante del tabaco, digamos Philip Morris, para financiar a la vez a la CDU, la CSU, el FDP y el SPD, sin importar que Alemania y Bulgaria sean los únicos países de Europa donde aún se discute la posibilidad de prohibir la publicidad de tabaco.
El régimen libertario, desde este punto de vista, es perfectamente oligárquico. Es cierto que en teoría nadie manda, pero en los hechos es inevitable que lo haga una minoría: la minoría de los más ricos, pero inteligentes (y, por lo tanto, merecedores); se podría hablar de “plutotecnocracia”.20 La mayoría tiene que conformarse con uno o dos euros anuales de financiamiento público a los partidos políticos, y eso sólo donde esas subvenciones hayan sobrevivido a los repetidos ataques que han sufrido en los últimos años a manos de los populistas que arremeten contra los políticos y los conservadores que arremeten contra el Estado.
Raymond Aron, en su prefacio a El político y el científico, de Max Weber, escribió que “toda democracia es oligarquía, toda institución es imperfectamente representativa”, no a modo de denuncia, sino, por el contrario, para celebrarlo, pues jamás ha existido, insiste Aron, un “régimen perfecto”. Entonces, deberíamos estar satisfechos con la democracia tal cual es y cerrar los ojos a su secuestro por parte de una minoría. ¿Por qué? Porque no sabemos cómo hacerlo mejor y la ilusión y el sueño sólo pueden conducirnos al desastre. Si seguimos este razonamiento, ¿por qué no celebrar que hoy en día, en la mayoría de las democracias, el Estado financie con impuestos las preferencias políticas, pero sólo las de la minoría más adinerada? “Las leyes no están hechas para otra cosa que para explotar a quienes no las comprenden.” ¿Acaso no tiene razón Bertolt Brecht? En otras palabras, es la democracia de tres centavos, un teatro del absurdo donde la mayoría votante, cuando vota, lo hace en contra de sus propios intereses.
Ninguno de esos puntos de vista me convence. La realidad no me satisface y definitivamente es posible hacer algo mejor. Me niego a resignarme a la impotencia, al sentimiento de que, frente a la oligarquía y la falta de representatividad, no hay más que agachar la cabeza y claudicar, o bien abstenerse y dejar que las cosas pasen.
En este libro intento trazar otra vía. Para esto, tomo varios caminos. Para empezar, el de la historia, el de la economía y el de las ciencias políticas; en particular, el de los archivos que permiten rastrear el lento y frágil desarrollo de los sistemas de regulación del financiamiento de la vida política. Con esto, construyo una base de datos inédita sobre la evolución histórica de los financiamientos privado y público de la democracia alrededor del mundo. A menudo concentraré mi atención en Europa Occidental y América del Norte, regiones en las cuales los datos históricos son más abundantes, pero veremos que también hay lecciones importantes en democracias más distantes, como las de Brasil y la India. El lector me perdonará (¡o al menos, eso espero!) la abundancia de gráficas y cifras, pero sólo así —midiendo con precisión, por ejemplo, la cantidad de dinero público y privado que se ha gastado cada año para financiar el funcionamiento de los partidos políticos, y haciendo comparaciones entre países y entre épocas— podemos comprender las fuerzas en juego hoy en día y proponer alternativas concretas, creíbles y eficaces.
Al apoyarse en esta perspectiva histórica y comparativa, este libro plantea preguntas sobre los riesgos de una desviación oligárquica de la democracia en el siglo XXI. En Estados Unidos, donde en las últimas décadas toda la regulación de la democracia política ha sido barrida por la ideología, los políticos sólo responden a las preferencias de los ricos y el dinero corrompe cada día más la política y el debate democrático. En Francia, por fortuna, aún estamos lejos de eso. No obstante, hay que estar muy conscientes de que las donaciones privadas de los más privilegiados —generosamente subvencionadas por el Estado, es decir, por los impuestos de todos— tienen un efecto importante en el resultado de las elecciones. Así, veremos que el efecto causal de los gastos electorales sobre los resultados de las elecciones locales en Francia es tal que podría ser, en gran parte, la explicación de la “extraña derrota” de la derecha en las elecciones legislativas de 1997, cuatro años después de la disolución del Partido Socialista en 1993 y sólo dos años antes de la amplia victoria de Jacques Chirac en las elecciones presidenciales. ¿Por qué? Porque los candidatos de derecha, acostumbrados a depender en gran medida de las donaciones de empresas privadas, no lograron recuperarse de la prohibición de dicha práctica en 1995, mientras que los candidatos de izquierda, que en su mayor parte no se beneficiaban de eso, no sufrieron con la prohibición y gastaron más que sus adversarios durante la corta campaña para esa elección anticipada.
Además, más allá de la política pura, los más ricos contribuyen al financiamiento de los bienes públicos de manera más que proporcional a sus ingresos, por medio de sus donaciones a las asociaciones y las obras que consideran prioritarias. Para eludir los límites del financiamiento privado directo de la vida política, utilizan sus recursos para influir en el proceso electoral, legislativo y de regulación por medio de, por una parte, el financiamiento de think tanks y otros grupos de reflexión y, por otra parte, el financiamiento de los medios de comunicación. Así, en la mayoría de las democracias se observa una creciente concentración de los medios informativos en manos de un puñado de multimillonarios.
La cuestión fundamental es, sin duda, la confusión entre el interés general y el interés particular. Así, esta obra, que se basa sobre todo en un trabajo de investigación histórica, legislativa y estadística, demuestra el creciente papel del dinero en nuestras democracias y estudia la manera en que el dinero influye en las decisiones políticas. Cuando los impuestos dan lugar a las fundaciones, crece el riesgo de que la democracia se convierta en una simple fachada. ¿De verdad estamos condenados a eso? No lo creo y por eso este libro tiene por objetivo proponer cierto número de reformas de amplio alcance. Detalla las condiciones reales para la instauración de una democracia —política y social— “continua” en Francia y en el mundo.
UN FINANCIAMIENTO IGUALITARIO
DINÁMICO Y UNA ASAMBLEA MIXTA:
LA DOBLE REVOLUCIÓN DEMOCRÁTICA
Las propuestas que hago en la primera parte de este libro son tres. Tres propuestas para que, el día de mañana, podamos volver a definir la democracia como “una persona, un voto”.
Uno: la revisión completa del financiamiento de los partidos y los movimientos políticos y de las campañas electorales. Esta revisión pasará, particularmente, por un nuevo modelo de financiamiento público basado en la representación igualitaria de las preferencias privadas: los Bonos para la Equidad Democrática (BED). Más concretamente, cada año, al hacer su declaración fiscal, cada ciudadano elegirá el partido o movimiento político al cual desea que se asignen “sus” siete euros de dinero público. Siete euros, pues esto se hará sin gasto adicional alguno, pero reemplazará al inestable y retrógrado sistema de financiamiento público que funciona hoy en día (financiamiento de los partidos en función de sus victorias electorales pasadas, gastos fiscales asociados a las donaciones individuales de los más ricos al partido de su elección, etcétera).
En comparación con el sistema actual, los BED ofrecen numerosas ventajas. Por una parte, permiten reducir el tiempo de financiamiento de los órganos de la democracia. En la actualidad, el sistema de financiamiento público directo de los partidos se congela por intervalos de cuatro o cinco años, según el país, pues se distribuye en proporción del número de votos obtenidos en las últimas elecciones. Ahora bien, la democracia no se congela. Todos los días surgen iniciativas de la sociedad civil. Los partidos no deben ser sólo máquinas electorales: deben concebirse como plataformas de reflexión que permitan el progreso del debate público, incluso entre elecciones. ¿Por qué, entonces, esperar cinco años para otorgarles el financiamiento necesario para su sobrevivencia? Los BED permitirían redistribuir las cartas cada año (sólo en parte, pues los siete euros de quienes decidan no elegir un partido se repartirían en función de las últimas elecciones). Por otra parte, con los BED, una persona es igual a un financiamiento público idéntico por cada ciudadano, lo cual es igual a un voto. Así se pondría fin al sistema aberrante que, hoy en día, permite que los más pobres paguen por satisfacer las preferencias políticas de los más ricos.
Para que los BED sean verdaderamente eficaces —y para que los efectos positivos de este sistema de financiamiento público modernizado no se vean obstaculizados por un alud de dinero privado—, mi segunda propuesta es limitar las contribuciones a partidos y campañas, así como los gastos electorales, mucho más de lo que se limitan en la actualidad. En los países donde aún están autorizadas las donaciones de empresas a partidos y campañas (Alemania, el Reino Unido, Italia…), propongo prohibirlas. En lo concerniente a las donaciones privadas de individuos, propongo limitarlas a 200 euros anuales por ciudadano, a fin de igualar el peso político de todos. Si no limitamos el peso del dinero privado en el juego político, entonces los políticos seguirán corriendo tras las chequeras y las preferencias de los más ricos serán mañana, como lo son hoy, las más representadas. Quiero insistir en este punto: sí, el sistema democrático actual está, en parte, corrompido; sin embargo, la mejor respuesta no es decir: “Están todos podridos, así que ya no vamos a gastar dinero de nuestros impuestos para mantener a estos políticos; mejor financiemos hospitales y escuelas.” La mejor respuesta es: el dinero privado pudre la política, así que prohibamos su intervención. Y, como la política es cara, financiemos la democracia, en un nivel apropiado, con dinero público. Sólo con un sistema importante, igualitario y transparente de financiamiento público de la democracia política, podremos financiar mañana los hospitales y las escuelas que necesita la mayoría. Quienes inundan de dinero privado el juego electoral rara vez exigen a nuestros gobiernos que aumenten sus impuestos para financiar los bienes públicos fundamentales.
Con estas dos reformas —la creación de Bonos para la Equidad Democrática y la limitación drástica, casi prohibición, del financiamiento privado—, los políticos que hoy sólo responden a las preferencias y las prioridades de los más adinerados, es decir de quienes los financian, responderán mañana a las preferencias de la mayoría, es decir, de quienes los eligen. Sin embargo, esto no será suficiente: la cuestión del financiamiento es importante, pero no puede ser la única respuesta a la crisis de la democracia. El déficit de representación que sufre hoy en día la mayoría de los ciudadanos es más grave y más profundo. Hace falta ir más lejos, y de ahí la tercera propuesta que planteo en este libro: la Asamblea Mixta. En otras palabras, garantizar una mejor representatividad social de los diputados de la Asamblea Nacional. ¿Por qué? Porque, como veremos, las clases populares, hoy por hoy, no están representadas.
En los hechos, esta medida tomará la siguiente forma: hoy en día, los parlamentos que existen en numerosos países pretenden representar a los ciudadanos independientemente de su origen social, pero, en la práctica, casi excluyen de la representación nacional a las categorías populares. Transformar las reglas del financiamiento de la democracia no será suficiente para revertir una tendencia tan profunda y resolver una crisis tan fuerte, aunque, sin duda, puede ayudar. Hace falta, además, replantear las reglas mismas de la representación. Con la reforma que propongo, en el futuro, una tercera parte de los escaños de la Asamblea Nacional estará reservada a “representantes sociales”, elegidos de manera proporcional con listas representativas de la realidad socioprofesional de la población. Por ejemplo, en el caso de la Francia actual, estas listas deberán contener, al menos, 50% de empleados y obreros. Más concretamente, se celebrarán de manera simultánea dos elecciones para escoger a los representantes de la Asamblea Nacional. Por una parte, para dos terceras partes de los escaños —los correspondientes a los diputados electos con base en las circunscripciones legislativas—, las reglas electorales permanecerán sin cambios. Por otra parte, para el tercio restante, la votación será una representación proporcional a la de la lista nacional, con listas equitativas —esto es clave— desde un punto de vista socioprofesional. Así, cada lista deberá contener, como mínimo, 50% de candidatos que, al momento de los comicios, ejerzan la profesión de empleado o de obrero, entendida en sentido amplio e incluyendo, por supuesto, a todos los nuevos trabajadores precarios, víctimas de los reveses sufridos por las microempresas. Como resultado inmediato, las clases populares estarán más presentes en la Asamblea de lo que lo están hoy. Esto tendrá consecuencias muy concretas para las políticas que se aprobarán, pues, como veremos, el origen socioprofesional de los miembros parlamentarios influye de manera directa en su manera de votar.
La Asamblea Mixta es, ciertamente, una reforma radical, pero está pensada a la medida de la exclusión radical de la que hoy son víctimas las categorías populares en el juego parlamentario. No podemos conformarnos con el funcionamiento actual de nuestras democracias, que sólo representan intereses monetarios, están profundamente socavadas y fomentan votos mortíferos y comportamientos nihilistas. Al igual que con la equidad entre hombres y mujeres, es necesario tratar el problema de la paridad social desde la raíz, utilizando los medios del Estado de derecho.
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Tal es el camino que sigo en este libro. ¡Gracias, lector, por seguirme! Para empezar, hagamos un recorrido por el mundo del financiamiento de la democracia electoral: primero, los entresijos del financiamiento privado; luego, los intentos, a menudo improvisados e incompletos, de introducir financiamiento público, y, finalmente, las propuestas razonadas que permitirían salir de estas contradicciones. Algunos de los resultados que voy a presentar te resultarán impactantes: yo misma, como ciudadana, me he escandalizado muchas veces al descubrir, por ejemplo, el nivel de desigualdad que rige hoy en día en el financiamiento de nuestra democracia política. Pero no perdamos toda esperanza en la democracia electoral: hace falta reconstruirla, no abandonarla. La historia está llena de giros e innovaciones democráticas. No insistamos sólo en lo negativo; ¡también veamos las lecciones de todas nuestras experiencias positivas! Este libro te reserva algunas sorpresas. Si bien es largo el camino hacia la doble revolución democrática que propongo, vale la pena seguirlo.