Kitabı oku: «El barrio de la plata», sayfa 2

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La señora Balbina y sus hijos.

Cuando empecé a escribir este libro busqué –y conseguí contactar con ella– a Merche Fernández, la hija de la señora Balbina, que vive todavía en Pueblo Nuevo, en el bloque de pisos que se construyó en los terrenos donde su familia había tenido la vaquería.

Merche me explicó que sus abuelos eran comerciantes de ganado en Selaya, un pueblecito de alta montaña de la provincia de Santander. El padre compraba bosques enteros para vender la madera. Era un trabajo muy pesado. Por esta razón, cuando en 1960 surgió la posibilidad del traspaso de una vaquería decidieron venir a Barcelona. La madre enseguida se encontró a gusto en Pueblo Nuevo y ya no se movió de allí. Merche es dos años mayor que yo y me había vendido leche. Me contó que la idea de despachar en la cuadra fue de su padre, que lo entendía como un reclamo comercial. Ordeñaban las vacas delante de los clientes, con un cubo y un colador. La gente se llevaba la leche caliente. Los tíos de Merche tuvieron una vaquería en la calle Providencia, en Gracia, y más adelante, en Las Corts, pero no se adaptaron y regresaron a Santander. Su padre compró una finca en Olesa de Montserrat y montó una granja que todavía funciona. Una ley del año 1962 prohibía las vaquerías en los núcleos urbanos. Su padre resistió hasta el último momento: fue uno de aquellos vaqueros que en 1972 y 1973 aparecían a menudo en los diarios de Barcelona porque se resistían a prescindir del ganado. Lo hacía por la misma razón comercial: la gente decía que la leche de Olesa de Montserrat llegaba mareada y que no era tan buena. Merche me desmontó el mito de la Cooperativa de los Vaqueros: tenían las instalaciones en Pueblo Nuevo, en la calle Pamplona. «No es que la leche fuera de mala calidad, pero estaba muy manipulada y no podía compararse con la leche acabada de ordeñar».


El viaje de la leche. Folleto de La Lactaria Española S.A.

Mientras la cabeza me bailaba entre Isabel de la vaquería, la señora Balbina y su hija Merche, en Pueblo Nuevo la industria de la leche esterilizada funcionaba a toda máquina. En la calle Bach de Roda tenía la fábrica La Lactaria Española S. A., que producía la leche RAM. En la esquina de Perú con Bilbao, en octubre de 1960 se inauguró la nueva factoría de Frigo, que fabricaba batidos y helados. Letona, que también fabricaba el Cacaolat, estaba en la calle Pujadas, pasada la vía del tren. De manera que a pocas calles de distancia convivían la fábrica automatizada y la vaquería de sesenta vacas. Mientras preparaba este capítulo estuve buscando fotografías, folletos y anuncios de las marcas de leche, helados y batidos que se fabricaban en Pueblo Nuevo. Encontré un folleto de la RAM con el ciclo de la leche, desde las montañas a las casas pasando por la fábrica. Mi generación se quedaba pasmada ante ese tipo de diagramas y Pablo Carbonell les dedicó aquella canción tan divertida que se titula «Mi agüita amarilla». Realicé otro descubrimiento más impactante aún. Con la experiencia de mi abuelo camarero, a finales de los años cincuenta la familia de mi madre arrendó en Arbúcies, en el Montseny, un hotel de temporada: Hostal Castell. Los amos del hotel eran también propietarios de una masía, el Marcús, con una gran extensión de bosques y cultivos. Tenían vacas. En el hostal se gastaba leche embotellada, pero traían una pequeña cantidad de leche fresca para nosotros y para algún cliente que mi abuela y mi madre mimaban especialmente. Encontré un calendario de Frigolat, el batido de chocolate de Frigo. Reconocí de inmediato el lugar que aparece en la fotografía: es el puente que conecta la carretera de Arbúcies a Viladrau con el Marcús. Por aquel puente habían pasado muchos litros de leche en dirección al Hostal Castell. Mientras mi abuela compraba bolsas de leche de los vaqueros pensando que era más buena que la de otras marcas, la deslocalización llamaba a la puerta.


El puente del Marcús, en Arbúcies.

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EL PASEO RIBALTA

En el Arxiu Municipal Contemporani de Barcelona se conservan unos índices del Padrón Municipal de los años 1900, 1905 y 1924, en los que figuran, anotados a mano, todos los vecinos de Pueblo Nuevo: el apellido del padre, el apellido de la madre, la edad, la calle, el número y el piso. En los índices de 1900 hay dos páginas y media de gente que se apellida Guillamón: sesenta y cinco personas. Muchas veces el segundo apellido es también valenciano. A menudo son apellidos que he oído nombrar, de familiares y vecinos del pueblo de mi padre: Puerto, Morte, Catalán o Sevilla. En 1905 los Guillamón son noventa y seis. Hay otros apellidos conocidos: Agustina, Andreu, Lecha. De 1924 se conserva un índice general de habitantes de Barcelona. Ciento nueve hombres y ciento cuatro mujeres se llaman Guillamón, la mayoría en el distrito de San Martín. Entre las mujeres, he encontrado a una hermana de mi yayo, Generosa Guillamón Tomás, de veintinueve años, vecina de la calle Topete, número 7. Casada con Clemente Franquero, de treinta y tres años, en el listado no consta el segundo apellido. Esta casa de la calle Topete todavía existe: parece una casa de pueblo, encalada, con un pequeño balcón.

La primera industria de Pueblo Nuevo fueron las indianas: telas estampadas de algodón. Más tarde se instalaron fábricas textiles, de curtidos, fundiciones, harineras, fábricas de mosaicos, de aguardiente, de azúcar, de aceites y jabones: todas estas industrias necesitaban trabajadores. En el paso del siglo xix al siglo xx, los pueblos del interior de la provincia de Castellón, relacionados de forma natural con Cataluña, generaron un flujo de personas ininterrumpido, una gran emigración olvidada, anterior a la emigración murciana y andaluza. Antes de aquel incidente con los camiones que lo empujó a marchar del pueblo, el hermano pequeño de mi yaya, Manuel Puerto, venía a Tarragona como temporero en las vendimias. Recordaba a un campesino que le preguntaba: «¿Estàs tip? ¿Vols un ou ferrat?» («¿Tienes apetito? ¿Quieres un huevo frito?»). El tío Manuel, que nunca habló catalán, recordaba esta frase escuchada en su juventud, cuando nada hacía pensar que acabaría viviendo en Barcelona. En el siglo xix, en la calle Wad-Ras existían diversas tonelerías. Quizás algunos de estos valencianos fueron toneleros. Hasta hace cuatro días, frente a la puerta del almacén de la bodega Castells, en la esquina de las calles Ávila y Pujadas, y en las bodegas Montroy Massana, entre las calles de Granada y Wad-Ras, se sentía un olor embriagante a vino. Dejaron de funcionar décadas atrás pero el olor del mosto había impregnado la construcción. He oído contar que estos toneleros cobraban en monedas de plata: de ahí el nombre del vecindario. También se decía que cobraban en plata los trabajadores que a principios de los años veinte llegaron a Barcelona para la construcción del Gran Metro. La plata era el símbolo de una nueva prosperidad.

Toga es un pueblo pequeño que no sale nunca en los periódicos. Por eso me pareció significativa una noticia de La Vanguardia del 13 de octubre de 1882, que habla de unas inundaciones que afectaron la Puebla de Arenoso, Montán, Montanejos, Fanzara, Toga, Espadilla y Vallat hasta Onda. Podrían ser el punto de partida de una emigración que en pocos años se volvió torrencial, hasta el punto de que el número de personas que se apellidaban Guillamón se triplicó: de sesenta y cinco a doscientos trece. Primero llegó la hermana de mi yayo, Generosa Guillamón, y su marido, Clemente Franquero, y se instalaron en la calle Topete. Más tarde, Marcelino Andreu, el padre del Marcelino del pasaje Mas de Roda, abrió un bar en la calle Taulat. Mi padre hablaba de ellos como si fueran familia y quizás lo eran: vecinos y parientes de lejos. No sé exactamente cuando llegaron mis yayos. No aparecen en el listado del padrón de 1924 ni en el padrón de 1930. Pero en el padrón de 1940 he leído una nota que dice que el yayo vivía en Barcelona desde hacía treinta años, y la yaya, dieciocho.

Mi padre nació en 1929. A partir de ese momento se produjo un goteo constante de gente de Toga: las hermanas de mi yaya vinieron a Barcelona a servir, no se adaptaron y regresaron al pueblo. Ahora me sorprende ver a mi bisabuela, vestida con bata, en la plaza de España y en la cima del Tibidabo, y a mi bisabuelo en las vendimias. La tía de mi padre, Enriqueta, que conserva estas fotos, me aclara que pasaban temporadas en Cataluña. Mi padre explicaba siempre que había nacido en las chabolas de detrás del Cementerio del Este. Cuando yo era chico todavía vivían en la misma casa unos medioparientes. Re­cuerdo haber estado en la casa, que no tenía nada de chabola: era una casa sencilla de paredes encaladas. En aquella época ya debía tener luz y agua corriente. Cuando mis yayos se instalaron en la calle Luchana, en los años treinta, la casa se convirtió en lugar de paso para los parientes, antes de que encontraran trabajo y piso. Unos traían a los otros: como hacen hoy los chinos y los magrebíes. El tío Manuel y la tía Enriqueta llegaron en 1963. Las hermanas de mi yaya se quedaron en Toga, pero sus hijos acabaron emigrando en la posguerra: Nicanor y Juanito, hijos de la tía Clara y, más adelante, Miguel, hijo de la tía María.


La casa de la calle Topete, donde vivió Generosa Guillamón.

Mi amigo Xavier Bou me ha proporcionado un dato que encontró en un libro del historiador Joan B. Culla: en 1916 la comunidad de Castellón debía ser muy importante, porque se creó un Centro Instructivo Republicano Radical Castellonense, vinculado al Centro Democrático Radical de Pueblo Nuevo. Su primer presidente fue Domingo Gimeno Calpe. Cuando la entidad tuvo suficiente peso se instaló con sede propia en la calle Luchana, número 23. Funcionaba allí una escuela laica. Según cuenta Culla, en 1926 tenía aún sesenta socios. De manera que el portal del número 23 de la calle Luchana, con una gran escalera que se veía desde la calle, ¡había sido el Centro Instructivo Republicano Radical Castellonense! En las listas de entidades que recibían subvenciones del Ayuntamiento de Barcelona a principios de los años veinte solo el Centro Aragonés de la calle Joaquín Costa y el Centro Democrático Radical Castellonense especifican la procedencia de sus socios. El partido de Lerroux debía confiar en sacar tajada del desarraigo de los castellanoparlantes del barrio de la Plata.

Cuando yo era chico este núcleo inicial se había disuelto, la gente había dejado de ser y sentirse valenciana. Los hijos, catalanes o castellanos, eran barceloneses. El sentido de pertenencia se había debilitado y ha sido mucho después cuando hemos ido reconstruyendo, con amigos y conocidos, una especie de red. Un compañero de clase de mi hermano se llamaba Vicenç Gallén: un día descubrimos que sus abuelos eran de Espadilla. Los abuelos del diseñador de Edicions de l’Eixample, Salvador Saura, resultó que eran de Argelita. Juanjo Caballero, que durante muchos años fue el editor del magazine de La Vanguardia, tenía familia en Fuentes de Ayódar. Un día tuve que realizar una consulta de los fondos de la antigua sala de conciertos Zeleste, en el Razzmatazz de la calle Almogàvers, y me atendió un chico que se apellidaba Agustina, como un primo de mi padre. Lo adiviné: de Argelita.

En la misma finca de la casa donde vivíamos, casi en la esquina de Wad-Ras y Luchana, se encontraba un bar muy típico: la gente lo llamaban indistintamente Bar Montins o Bar Victoriano. De pequeño mi madre me mandaba allí a comprar hielo para la primera nevera que tuvimos en casa, de la marca Pingüino. De más mayorcito era mi padre el que me enviaba a comprar tabaco, cigarrillos rubios que se vendían sueltos, o a tirar la quiniela en una oficina de las Apuestas Mutuas Deportivo Benéficas, con su famoso 1x2, en la entrada. Contaba las monedas y me las ponía en la palma de la mano: el dinero justo para dos o tres Lucky o Chesterfield sin filtro. Cuando empecé a preparar estas páginas quise informarme un poco sobre el Bar Victoriano. Al tipo que atendía en el mostrador todos lo llamaban Adróver. En el expediente que se conserva en el Arxiu Municipal Contemporani de Barcelona he descubierto que se llamaba Gabriel Adrover y que estaba casado con Francisca Montins, que en 1973 se hizo cargo del bar que su padre, Victoriano Montins, tenía desde antes de la guerra. Cuando lo depuraron, en 1939, era un hombre de cuarenta años y llevaba viviendo en la calle Wad-Ras desde hacía veintisiete. Quedé muy sorprendido al constatar que este Victoriano Montins Sanz había nacido en Zucaina, a 32 kilómetros de Toga por la carretera que va a Cortes de Arenoso y Mora de Rubielos.

En el colegio donde iba de pequeño, el Voramar de la calle Badajoz, esquina con la calle Enna –hoy Ramon Turró–, nunca se hablaba de los abuelos valencianos. Regresábamos a casa por la calle Enna, y nos parábamos a comprar chicles o helados de sobre en el colmado que tenían los padres de uno de nuestros compañeros de clase. Era un chaval retaco, muy peludo, con unas cejas muy negras, que le daban un aspecto silvestre. Era una característica de la familia: el padre, la madre y la hermana, todos tenían la misma constitución: retacos, peludos y silenciosos. La tienda era oscura y estaba a reventar de productos. El hombre vestía siempre con un guardapolvo azul. Mi hermano decía que se parecía al padre de Manolito, el tendero de Mafalda. Y se parecía realmente. Un día, en una clase, puede que de historia, nos preguntaron la procedencia de nuestros antepasados. El chico se llamaba Pedro Calpe Calpe y nos pareció muy cómico que hubiera nacido en un pueblo que se llamaba Los Calpes. Hasta hoy no he mirado donde queda: es un pueblo del término de la Puebla de Arenoso, en la cuenca del río Mijares. Nuestros abuelos eran vecinos.


Victoriano Montins y José Calpe, nacidos en Zucaina y en Los Calpes de Arenoso, vecinos en el Alto Mijares y en Pueblo Nuevo.

En el expediente del traspaso del establecimiento que he encontrado en el Arxiu Municipal Contemporani de Barcelona he descubierto que el padre de mi amigo se llamaba José Calpe Calpe. Aquella gente debía naufragar en un mar de relaciones consanguíneas. Se hizo cargo del colmado en 1960, después de que el antiguo inquilino, Jaime Genovés, hijo de valencianos de la Vall d’Uixó, se hubiera «ausentado de la ciudad ignorándose su paradero». El colmado existía desde 1939. En 1956 la familia Calpe todavía vivía en Los Calpes de Arenoso, porque en los papeles del traspaso aparece el número del Documento Nacional de Identidad expedido en el pueblo, en septiembre de 1956. Era eso, quizás, lo que nos parecía extraño en nuestro amigo: vivía en Barcelona desde hacía cuatro días. Las familias de los otros chavales valencianos del Voramar le llevábamos treinta años de ventaja.

De aquel mundo del Alto Mijares y su gente quedaba muy poco. Mi yaya todavía seguía una ruta: la alpargatería de Eladia, en la calle Taulat, una pollería de la calle Mariano Aguiló. Nos llenaba la cabeza con genealogías complicadas y no le hacíamos mucho caso. Para mi padre era un recuerdo lejano. En una esquina de la calle Pedro IV un cartel anunciaba el Bar Mijares. Cada vez que pasábamos por delante, decía: «Proceden de Castellón». Algo parecido sucedía con los Guillamón que hacían algo de provecho en la vida: un futbolista del Sevilla o uno que tenía un bar en Castellón de la Plana. «Se apellida como nosotros», subrayaba mi padre, como si quisiera demostrar que él también hubiera podido ser futbolista o tener un bar.

Contaba que lo mandaron a Toga en los años de la guerra. Siempre había pensado que era para evitar los bombardeos. En 1938 una bomba cayó muy cerca de casa y el bloque de pisos altos de Luchana, número 18, quedó tocado: todo el mundo la llamaba la casa de la bomba. Pero, entre los papeles que rescaté cuando mi padre murió y me tocó vaciar su piso, hay un ejemplar, muy ajado, de Juanito. Obra elemental de educación, escrita en italiano por L. A. Parravicini (1911). En la primera página lleva el sello de la Librería de 1ª y 2ª enseñanza Boix (en González Chermá, 64, Castellón). También he encontrado un «Cuaderno del niño Julián Guillamón». El cuaderno está editado por Eloisa Más, en Onda. Los trabajos escolares de mi padre llevan las fechas de diciembre de 1941 y enero de 1942. Iba al colegio en Toga: debió quedarse en el pueblo mucho más tiempo del que yo pensaba.

Allí vivió una experiencia que le trastornó, de la que no hablaba mucho: la muerte del tío Basilio. Le quedó una experiencia de la vida sencilla. Fue pastor y explicaba lo que sufrió cuando tuvieron que sacrificar una de las ovejas del rebaño que, a causa de una negligencia suya, se rompió una pata. Paladeaba los nombres de lugares del pueblo: el Azud, el Ejido, la Huertica, el Plano. Recordaba entrañablemente el Puente Colgante que cruzaba el río Mijares, antes de que construyeran la carretera asfaltada. Hablaba de pájaros y plantas que había conocido en el campo: «parece una buscareta», decía de una chica que se movía como un parajillo inquieto. Experimentaba una gran satisfacción al explicar los desayunos sencillos: «sube a la porchá y cógete un puñao de higas». Estas higas, para mi padre, eran las manzanas de oro.


Un macho que arrastra un trillo. Dibujo escolar de 1942.

Solo faltó que en la temporada 1943-1944, acababa de volver a Barcelona, el Valencia C. F. jugara la final de la Copa del Generalísimo contra el Athletic de Bilbao en el Estadio de Montjuïc. El partido se disputó el 25 de junio de 1944. En unas fotografías que he comprado en un anticuario, se ve a unos aficionados del Valencia C. F., con traje y corbata, y una banderola blanca, a­ni­­­­­mando a su equipo. Mi padre asis­­tió a aquel partido y se enamoró del Valencia C. F. Había decidido que sería valenciano.


Julián Guillamón en Toga.

El 18 de julio de 1936, cuando estalló la guerra, acababa de cumplir siete años. En 1942 iba al colegio en Toga. Debía pasar allí de los ocho o nueve años hasta los catorce. No creo que llegara a ir al colegio en Pueblo Nuevo, porque he encontrado una cartilla profesional de la CNS, del sindicato del metal, y lleva los sellos de enero-octubre de 1943. Mi padre era un chaval de trece años, calderero de 3ª del Grupo Transformación y Manufactura Férreas: pasó directamente del campo al taller.

También he encontrado un papel del Ayuntamiento de Barcelona. Negociado de Beneficencia. Trabajo de Menores.

«Permiso paterno:

Ante mí, Jefe del Negociado de Beneficencia del Ayuntamiento de Barcelona, comparece D. Julián Guillamón, domiciliado en la Calle Luchana 12, 1º 1ª y dice que, como padre que es de Julián Guillamón Puerto le concede permiso para efectuar Trabajos Industriales. De todo lo cual doy fe, y solo para los efectos del párrafo primero del art. 16 del Reglamento para la aplicación de la Ley de 13 de Marzo de 1900, lo hago constar a 19 de Octubre de 1943».

Eran unas normas de 1900 que todavía se aplicaban para proteger a los menores de los abusos de la Revolución Industrial.

«Artículo 16. Para que un menor de edad pueda ser admitido al trabajo tendrá que acreditar:

Permiso del padre, o en su defecto, de la madre, del tutor o del Director del establecimiento donde estuviese asilado, para dedicarse al trabajo».

Cuando pasábamos por delante de la Protección de Menores de la calle Enna o Wad-Ras, entre Álava y Pamplona, siempre decía horrorizado: «¡el asilo!» Con mi madre pasaba algo parecido cuando hablaba del Asilo Durán, de la calle Tuset, cerca de donde vivía con mis abuelos. Todos los niños de aquella época se veían como niños perdidos.

Para mi padre, Castellón fue siempre la pequeña patria que alternaba con su gran pasión: Valencia, con las fallas, las mascletás, el barrio del Carmen y el bar Barrachina. De mayor iba a las fiestas de la Magdalena, a principios de febrero, que abrían la temporada de los toros. Se instalaba en el pueblo, donde tenía la casita que mi yayo había construido poco antes de morir y subía y bajaba con alguien que le acompañaba en coche o con los autocares de Furió. A principios de los años setenta el C. D. Castellón jugó unas temporadas en la primera división de fútbol. En abril de 1973 fuimos con mis padres y mis tíos a ver el partido contra el F. C. Barcelona en el viejo Castalia. Conservo una película de super-8 de aquel día. Yo llevo un abrigo marrón hasta los pies y una bandera a rayas blancas y negras. Nos pasamos la mañana cantando «¡Pam, pam, orelluts!», el grito de guerra de los aficionados del Castellón, que nos hacía mucha gracia. El Castellón ganó al Barça 4-0. Aparecemos paseando por el paseo Ribalta, el típico parque de una ciudad provinciana, con parterres y glorietas, que para mi padre era como Schönbrunn. Cuando murió, una de las cosas que me emocionaron fue encontrar una serie de fotografías de la estación de Castellón que había sacado en uno de sus viajes, antes de que la derribaran para construir una nueva estación subterránea. Era el lugar a donde llegaba, desde Barcelona, cuando iba a las fiestas del pueblo, en agosto; o en febrero, a la Magdalena. Era su centro del mundo, como la estación de Perpiñán lo fue para Dalí. Pero si para Dalí era el lugar que le permitía dar el salto hacia París y Nueva York, para mi padre era la puerta de entrada a un espacio privado, introspectivo, un reducto ideal, donde había vivido la edad de la inocencia, antes de enfrentarse al taller y a las durezas de la vida.


La antiga estación de Castellón, desaparecida en 1998.

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