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GANGS DE PUEBLO NUEVO

Los Quatre Cantons (las cuatro esquinas) son una travesía de la calle Pedro IV. La calle San Juan de Malta llega desde el barrio del Clot, cruza Pedro IV, y cambia de nombre al otro lado: Mariano Aguiló. Es la calle que marca el paso desde los antiguos territorios de San Martín de Provençals y el nuevo vecindario del Taulat, nacido de la industrialización y la colonización de marismas y fincas agrícolas. Es también el camino tradicional de unión entre el Clot y Pueblo Nuevo. La gente que vivía en el Clot y trabajaba en las fábricas de Pueblo Nuevo lo recorría a diario. Pero cuando yo era chico, los Quatre Cantons eran un cruce sin relieve. A la altura de la calle Luchana, donde estaba la cochera de los autobuses, la calle Pedro IV se desdoblaba. El ramal realmente importante era aquella hijuela bastarda, la calle Almogávares, que unía Pueblo Nuevo con el puente de Marina. La calle Mariano Aguiló había perdido también su relieve. La calle principal era el paseo del Triunfo, la Rambla del Pueblo Nuevo, que corría paralela. En la Rambla encontrabas el Colegio Asunción de Nuestra Señora, las monjas, las primeras casas altas con grandes vestíbulos de estilo moderno, las tiendas de juguetes: Novedades La Cigüeña, Deportes California y Almacenes Triunfo –con aquel papel de envolver blanco con unos círculos amarillos y negros que muchos niños asociábamos con la mañana de Reyes–, la Alianza Vieja y la Alianza Nueva. Los antiguos nombres de las calles habían quedado como una reliquia del pasado. Mariano Aguiló era el antiguo carrer de Sant Pere: mi yaya no la llamó nunca de otra forma. La calle Pedro IV era la carretera de Mataró o carretera de França. Era como si el plano se hubiera desplazado, como la imagen doble de las impresiones estereoscópicas: el carrer de Sant Pere y la Rambla, la carretera de Mataró y la calle Almogávares. Dos trazados, dos centralidades, dos imágenes en una sola, un pueblo y una ciudad.

En el Arxiu de Sant Martí he encontrado dos documentos que me han permitido revivir esa sensación de extrañeza (no saber exactamente donde estás ni cuál es la norma que se ha seguido en la construcción del lugar en el que te encuentras) que todo el mundo que ha vivido en Pueblo Nuevo ha sentido en uno u otro momento. En primer lugar, un expediente sobre la segregación del barrio del Taulat que, entre 1863 y 1864, se quiso independizar de San Martín de Provençals y crear un nuevo municipio. La decisión debió desconcertar a las autoridades, porque el 30 de noviembre de 1863, el gobernador civil de Barcelona solicita información al alcalde de San Martín sobre la distancia entre el barrio del Taulat y San Martín, y el número de vecinos y los medios de transporte entre estos dos núcleos urbanos, para comprobar si se trata de una demanda justificada. Diez días después, el 9 de diciembre, el alcalde de San Martín informa: San Martín y el Taulat están separados por 1300 metros. En el Taulat viven 815 vecinos. La vía de comunicación principal es una calle que va del barrio del Clot hasta la playa: la calle San Juan de Malta, que pasada la carretera de Mataró (Pedro IV) se transforma en el carrer de Sant Pere (Mariano Aguiló). Se abre un expediente de segregación y se elabora una lista nominal «de todos los vecinos del barrio del Taulat con expresión del número de almas de que cons­ta cada vecino y contribución directa que cada uno satisface por su riqueza». Es decir, con los impuestos, que debían jugar un papel fundamental en la decisión de segregarse. En el nuevo vecindario florecía la industria y los vecinos reclamaban un nuevo centro administrativo.


Los Quatre Cantons en 1910, cuando era la puerta de entrada a Pueblo Nuevo.

El 28 de abril de 1864, el alcalde de San Martín de Provençals, Pedro J. Vintró, se mostraba perplejo ante la decisión de los vecinos del Taulat de solicitar la independencia municipal, en un momento en que se estaba construyendo la Gran Barcelona:

«Los cuatro Barrios que constituyen este distrito municipal, tres de ellos en toda su totalidad, que lo son los de Clot, Sagrera y Taulat y mucha parte del cuarto, el de la Montaña, se hallan comprendidos dentro del perímetro de ensanche de la ciudad de Barcelona, en cuyo plano se hallan trazadas multitud de calles que no tan solo unen el barrio del Taulat con su matriz el del Clot, sino que quedan embebidos dentro de aquella ciudad. […] Ninguna población de las comprendidas dentro de la zona del ensanche de la ciudad de Barcelona ha tomado el rápido vuelo que la presente en materia de edificaciones con arreglo al plano aprobado para el expresado ensanche; y estas edificaciones que se han verificado y las que se hallan en proyecto muy luego han de unir los barrios del Clot y Taulat en una sola población por ser los dos de los cuatro existentes que situados en el llano reúnen las principales condiciones. ¿No sería una anomalía que dos barrios unidos ya hoy día del modo que dejo indicado y próximos a enlazarse por medio del referido plan de ensanche, se decretase la segregación, cuando a la simple vista del plano mencionado todos juntos han de formar una ciudad en ciernes orgullo de la Nación Española?».

Y ahora viene la cuestión central. Si el barrio del Taulat quiere segregarse, antes que nada hay que saber qué es. El alcalde Vintró le escribe al gobernador:

«Éste, al humilde concepto del que escribe, es el punto más delicado de este expediente, por cuanto no teniendo el barrio del Taulat límites jurisdiccionales ni naturales conocidos como son ríos, rieras, torrentes, caminos, etc. se hallan las fincas rústicas y urbanas enclavadas dentro de este distrito y solo fue calificado de tal para los efectos de la Estadística: por otra parte, habiéndose levantado el croquis del terreno por cuenta de los interesados en la segregación según orden de Vd. de 4 del mes último, habrán comprendido en él el terreno que menor les haya parecido, y hasta el punto donde habrán considerado más ventajoso a sus intereses».


La calle Almogávares, llegando a Marina, en 1978, fotografiada por Pepe Encinas.

Tenemos un barrio que quiere segregarse, pero del que no acaba de saberse dónde empieza ni dónde acaba. Tenemos un listado de vecinos de 1864, en el que no aparece ninguno de los apellidos valencianos que encontramos en los padrones de cuarenta años más tarde. Forman este listado los nativos de Pueblo Nuevo, los primeros colonos. Badia, Matons, Suñol, Rovira, Castelló, Sánchez, Montal: vecinos de la carretera de Mataró. Ribas, Pujol, Nualart, Caballé, Vidal, Vilagrasa, Surroca: vecinos de la calle de San Pedro. En la carretera de Mataró vivían 281 personas, en la calle de San Pedro, 243, muchas más que en la calle Mayor (la actual calle Taulat), que había surgido en paralelo a la vía del tren, donde había registradas 139 personas. En la Rambla (calle Triunfo) solo vivían 32 vecinos. Cuando se firmó este documento, no existía ninguna de las calles del barrio de la Plata –Wad-Ras, Enna, Granada y Badajoz–. ¿Qué debían pensar aquella gente del barrio del Taulat, cuando vieron llegar a aquella riada de gente de Castellón?

El otro documento tiene relación con una finca de la calle Luchana, muy cerca de donde se instalaron mis yayos y donde yo viví de chico. Muchos propietarios de terrenos de Pueblo Nuevo residían fuera del barrio. Eran propietarios de campos o fábricas, de los que se encargaban lugartenientes y directores, mientras ellos se encontraban en el Ensanche o en Sarriá. Es el caso de las hermanas Aurelia, María de la Concepción y Joaquina de Paz y de Canals, propietarias del terreno de detrás de nuestra casa. Vivían en la calle de Sarriá, 47, 4º 2ª. Entre 1878, cuando cursaron los documentos de la herencia de la madre, y 1888, cuando actualizaron la herencia, las alineaciones del plano habían cambiado. Entre la calle Luchana y la calle Llacuna se habían construido algunos edificios. La calle Luchana no existía como tal, pero ya se podía calcular la «prolongación de su eje». Y esta prolongación afectaba a la propiedad de las señoras de Paz y de Canals. En el plano se ven dibujados un huerto, un algibe, norias, la acequia de la llacuna, un camino de servidumbre. Encima, delineadas con lápiz rojo, las cuadrículas del Ensanche. Entre el plano de 1878 y el de 1888 ha desaparecido la «casa huerto», y han surgido nuevos espacios de «terreno edificable» y «terreno viable»: solares y calles.

Las hermanas de Paz y de Canals acompañaron la escritura de «rectificación de división de bienes» de la herencia de su madre con un plano y una certificación del Ayuntamiento.

«Para la debida y necesaria claridad se acompaña también adjunto el plano geométrico de fecha tres de agosto de mil ochocientos setenta y ocho, en el que, con sujeciones a estacas de replanteo de calles, algunos encajes de ejes de las mismas y señales valladas de una pared, hecho todo por topógrafos del Gobierno Civil con relación al plano del Ensanche y también por el arquitecto municipal o sus dependientes, se señalaron las calles que afectaban al terreno y como en primero de mayo de mil ochocientos ochenta y ocho fue necesario alterar las bases de la división, por lo cual como base fue previo formular un nuevo plano tomando las alineaciones de las calles de las edificaciones ya en parte allí existentes».

Qué imagen tan potente: las calles del Ensanche marcadas en el suelo con estacas, señales valladas y paredes, en medio de una antigua finca rural, regada per acequias y canalizaciones de la laguna. A su alrededor, las casas que habían empezado a construirse antes de que se dibujaran las calles. La certificación, del 5 de marzo de 1897, se acompaña de un formulario estándar.

«EL AYUNTAMIENTO CONSTITUCIONAL DE SAN MARTÍN DE PROVENÇALS

Primera. La fachada del edificio seguirá la línea y rasante fijadas en los proyectos de alineación aprobados o que en los sucesivo se aprobaren, a cuyo efecto serán aprobados por el Ayuntamiento del Municipio.

Segunda. Si la construcción o edificio ha de emplazarse en el ensanche de la población, vendrá a cargo del propietario el replanteo de la parte de manzana que le corresponda, al cual será también comprobado por el Arquitecto Municipal y quedará además obligado a cumplir la Ley de 22 de diciembre de 1876 y demás disposiciones vigentes.

Tercera. Deberá verificar la explanación del trozo de vía correspondiente al edificio que pretende construir hasta la mitad del ancho de la calle y observar las ordenanzas municipales de Barcelona referentes a obras de nueva construcción ínterin no las tenga propias este Municipio».

Se habían acabado los caminos de carro, los pasajes, los cobertizos que bordeaban los caminos, los campos: a partir de ahora todo debería mantenerse en el interior de la cuadrícula.


El número 1 de 4 cantons, de 30 de junio de 1963.

Pero, a pesar de esta idea unificadora, el barrio siguió con sus leyes. Una línea de autobús, la Catalana, cubrió el trayecto entre el Clot y Pueblo Nuevo hasta 1980, como si los dos vecindarios continuaran unidos por el cordón umbilical de la calle San Juan de Malta. En su recorrido por el dédalo de calles estrechas, la Catalana ignoraba la A-19 que conectaba con la autopista del Maresme y que, fea y pretenciosa, había substituido la antigua carretera de Mataró. Las calles del Ensanche no unieron Pueblo Nuevo con Barcelona, separados por la A-19 y por la vía del tren. En lo que más tarde sería la avenida Diagonal se construyeron algunos edificios aislados, de acuerdo con «la prolongación de su eje» (que recortaba las esquinas en ángulo agudo, sin que se pudiera entender muy bien cual era el sentido de aquella extraña alineación). Hasta los años noventa solo había unos pocos tramos de la Diagonal construidos, separados por fábricas, descampados y el campo de fútbol del All i Oli, en el cruce de la calle Llacuna.


El autobús la Catalana, que hasta 1980 cubría la línea Clot-Poblenou.

En 1963, desde la parroquia de Santa Maria del Taulat se puso en marcha una revista. La titularon 4 cantons, para recordar aquel cruce que había sido el centro del barrio. Proponía rutas (los toneleros, la playa de la Marbella, la fábrica de galletas Solsona). Sus jóvenes reporteros entrevistaban a vecinos singulares: Francisco Martín El Chaparrero, torero (otro matador fue Sebastián Rengel: ninguno de los dos triunfó en los ruedos). Explicaban que las industrias del barrio Montroy Masana, Frigo y Trinaranjus tenían estands en la Feria de Muestras; que Pueblo Nuevo era el último reducto de los tranvías de vía estrecha o que un vecino aventurero, José Fiusa, sobrevivió a un naufragio en el océano Índico. Si enviaban a un colaborador al barrio de la Plata o a los Quatre Cantons, enumeraba las tiendas, como si estuvieran desde siempre y tuvieran que permanecer allí para siempre.

«Los cuatro establecimientos que, realmente, forman los 4 cantons son los siguientes: el popular comercio de vinos y licores conocido familarmente por Ca’n Guixer; el garaje de la compañía de Autobuses San Martín (las populares Catalanas); una sucursal de la Caja de Ahorros y Monte de Piedad de Barcelona y otra sucursal del Banco de Bilbao. También se identifican con el lugar la Pastelería Rodríguez, el pequeño establecimiento destinado a la venta de helados, la sastrería La Africana, la parada de taxis y algunos otros».

Y a continuación entrevistaban, como si de una personalidad se tratara, al propietario de can Guixer.

La colección de 4 cantons se puede leer de muchas maneras. Como un punto de partida de los movimientos vecinales; como un foco de resistencia al plan de la Ribera y a las actuaciones urbanísticas que han acabado por destruir el barrio; como el núcleo desde el cual, en diferentes etapas, surgieron periodistas de la Transición como Rafael Pradas o Josep M. Huertas Claveria. Me he apuntado el titular de un reportaje de 1963: «En los límites de nuestro barrio, el zoo barcelonés es uno de los mejores de Europa». Qué bestia. Menudo esfuerzo para evitar ser digeridos por la nada, dibujar un territorio, definir una identidad. Crear un mapa mental que contrastaba con el Pueblo Nuevo que conocías, tan inconcreto y fragmentario. En todos estos años Pueblo Nuevo no ha cambiado mucho. Pequeños núcleos de casas antiguas en medio de un páramo formado por descampados y fábricas, más tarde por talleres y agencias de transportes, hoy por hoteles y promociones inmobiliarias.


Pesetas de Pueblo Nuevo (1978): se emitieron para paliar la falta de moneda fraccionaria a causa de la automatización del cobro de los autobuses.

En 1977 sobrevino en Barcelona una gran escasez de moneda fraccionaria. Transportes de Barcelona instaló en algunas líneas de autobuses máquinas de cobro automático de la marca Azkoyen. En la línea 36, que comunicaba Pueblo Nuevo con la Barceloneta, por la avenida Icaria, desaparecieron las unidades con cobrador, que tenían entrada por la parte trasera, con una plataforma. En lugar del cobrador encontrabas una máquina, pintada de amarillo, con una ranura para introducir las monedas. Estas máquinas no daban cambio, y como el precio del billete era de nueve pesetas, cada vez que subías al autobús necesitabas un duro y cuatro pesetas: en pocas semanas, las monedas de peseta desaparecieron de la circulación. El mercado de Pueblo Nuevo emitió unas pesetas de latón, en diferentes modelos, que llevaban dibujadas verduras, dos pescados, un bacalao… Mi madre regresaba de la plaza con estas pesetas sin valor real, pero que nos despertaban una ilusión inexplicable. En alguna cajita, en el piso de la calle Luchana, se debieron quedar. Las he buscado cuarenta años después, y he localizado una colección en una tienda de antigüedades. He descubierto que el mercado de San Andrés también tuvo sus pesetas, de diferentes modelos (con un queso, unos rábanos y un bote de conserva). En el lenguaje de la numismática, este dinero sin valor legal se conoce como monedas de necesidad.

Monedas de Pueblo Nuevo: las guardaríamos. Con suerte nos ayudaban a echar raíces. Años después las podríamos mostrar como se enseñan los cupones de racionamiento y los billetes de la guerra: como un mundo que existió y que tal vez existe aún en secreto, enterrado bajo una agobiante mediocridad.


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EL PASAJE FERRER VIDAL

En las últimas décadas del siglo xx las diferencias sociales se redujeron como nunca antes en la historia. El acceso a la educación, el deporte, la sociedad de consumo, pusieron en contacto a personas de diferentes orígenes sociales y fueron formas efectivas de nivelación, aunque las diferencias no han dejado nunca de existir. Nos parece natural dejar de pertenecer al mundo de nuestros abuelos y de nuestros padres y, a partir de un determinado momento, vivir la vida como si hubiéramos sido siempre ricos y hubiera habido siempre de todo. Hasta hace poco, para nuestros hijos esta era la única realidad posible. Cuando estalló la guerra, mi madre tenía dos años y mi tío seis. Para evitar los bombardeos, mi abuelo, que era de Viladrau, los mandó al pueblo de sus padres. Cuando en 1975 se publicó el dietario del poeta Marià Manent El vel de Maia (El velo de Maya), que explica los tres años que pasó en Viladrau durante la guerra civil, mi madre, que no acostumbraba a comprar libros más allá de los del Círculo de Lectores, lo leyó enseguida. Se emocionó porque Manent hablaba de su padrina, que murió de parto en Nochebuena de 1937:

«Vaig veure l’Assumpció de can Garrofó, una pobra dona veïna que està morint-se. Pàl·lida, anguniosa al llit rústic, voltada de dones amatents. El seu marit beu vi i diu coses terribles».

«Vi a Asunción de can Garrofó, una pobre vecina que se está muriendo. Pálida, angustiosa en la cama rústica, rodeada de mujeres diligentes. Su marido toma vino y dice cosas terribles».

Era un hilo finísimo, que conectaba a mi madre con un mundo que estaba justo al lado, pero con el que no llegó a tener ningún contacto efectivo. La familia de mi abuelo se dedicaba a fabricar zuecos. Conservo una fotografía antigua que parece tomada en el Far West: debe ser 1913 o 1914, porque mi abuelo Quimet iba con el siglo y en esta fotografía parece tener trece o catorce años: es el chico de la corbata de lazo. Uno de los hermanos, Carlos Mota, que en la fotografía luce un bigotito de señor, vino a Barcelona: trabajaba de representante, las cosas le iban bien y mandó llamar a su hermano menor. Pocos años después de todos aquellos hermanos y hermanas que aparecen en la fotografía solo uno, el tío Mariano, que era un bebé, vivía en Viladrau. Eran gente sencilla. Mi madre contaba que mi abuelo iba a Sant Hilari, a pie, a buscar agua de la Font Picant (la fuente picante) para llevarla a los veraneantes de Barcelona. Después entró a trabajar en el Hotel Bofill y de allí pasó a vivir en San Andrés, con su hermano Carlos, y a trabajar como camarero en el Gran Café Barcelona de la plaza Universidad.

Per influencia de lecturas y de películas, me sentía más cercano a los señores que veraneaban en el Hotel Bofill que a fabricantes de zuecos, aguaderos o camareros. Yo también quería levantarme en la casa de Rosquelles y sentir el sol tibio, oír el canto de las cogujadas que llegaba del bosque, el sonido de los abetos del parque agitándose como una hierba: todo aquello tan bonito que escribía Manent. Hacia 1997 o 1998 pasé una temporada obsesionado por ese desajuste. Acababa de tener un hijo. Hacía años que estaba encallado con una novela en la que intentaba contar mi relación con el barrio y con mis padres. Me gustaban mucho las películas de Buster Keaton, leí un par de biografías y pensé en escribir un libro sobre él. Nació en una familia de comediantes y de muy pequeño ya actuaba en el espectáculo familiar. El padre –Joe Keaton, que aparece como secundario en algunas de sus películas– lo trataba a porrazos. Aparecía anunciado como the human mop: la bayeta humana. Pero en los largometrajes que protagonizó años después interpretaba a un millonario que no había pegado golpe en su vida, un tipo incapaz e inútil. Me obsesionaba la idea de descubrir un momento de la filmación en el que la ficción dejara de ser ficción y llegara a ver en la escena lo que sucedía realmente: un hombre sentado en una silla, en el centro de una pequeña habitación, mientras filman una película. Keaton nació en un pueblecito de Kansas, en 1895: era cinco años más joven que mi abuelo.


La familia Mota Recasens en Viladrau hacia 1914.

A finales de los años ochenta, el almacén de la esquina de la calle Wad-Ras con la calle Luchana, junto a donde vivíamos, quedó abandonado. El mecánico de abajo, Antonio Mestres, me advirtió del peligro de que pudieran entrar ladrones: la esquina entera estaba en un estado deplorable, las puertas reventadas con muchas paredes y tabiques caídos. Se podía circular fácilmente de una casa a otra. Era agosto y había muy poca gente en el vecindario. Estábamos solos en la finca: los vecinos del rellano, Vicente Rossich y Trini, se habían trasladado a vivir permanentemente en el chalet de veraneo. Los ladrones tenían mil maneras de entrar en casa, si querían. Era una situación de un extraño desasosiego, que se repitió otras veces en aquellos años. Mi madre y mi hermano estaban fuera, trabajando en el hostal de Arbúcies, mi padre no sé por dónde paraba. Pasé un par de noches sin apenas dormir, vigilando la calle. Una de esas noches, mientras leía en el balcón, vi pasar al escritor Joan Rendé, haciendo marcha atlética, con los bigotes retorcidos, parecía un barón de Coubertin. De esta manera descubrí que Rendé era vecino del barrio y que su familia tenía una casa de propiedad en la calle Llacuna.

Hemos quedado en el bar del Casino de la Alianza para hablar de mis investigaciones sobre Pueblo Nuevo. Me explica que sus abuelos, Matons y Masdeu, eran traperos y transportistas del barrio del Taulat. Compraban hierros: los aros de las botas, que enderezaban a mano para hacer flejes. También acarreaban carbón desde el puerto a las fundiciones, con grandes espuertas, que cargaban en unas carretas de ruedas robustísimas. En poco tiempo fueron propietarios de unas casas en la calle Mayor del Taulat y en la calle Odón Pinós, uno de los núcleos más antiguos de Pueblo Nuevo: muy sencillas, con unos pisos pequeños y unos bajos que tenían un huerto en la parte de atrás. En una de estas casas, hacia finales del siglo xix se instaló Joaquín Monzó Vidal, soplador de vidrio, valenciano de Benigánim, en el valle de Albaida: el abuelo del escritor Quim Monzó. Por eso uno de los cuentos del primer libro de Monzó, Uf, va dir ell (1978), está dedicado: «Al nét del Matons, del nét del tio Ximo» («Al nieto del Matons, del nieto del tío Chimo»). En aquella época Rendé y Monzó tenían mucho trato.


Joaquim Mota, camarero en el aeropuerto. Buster Keaton y Ruth Drwyer, millonarios, en Seven Chances (1925).

La abuela de Rendé nació en 1886. Contaba que para ir a la vieja Alianza, en el cruce de la calle Wad-Ras con el paseo del Triunfo, ponían unas tablas y que las chicas pasaban por encima con las faldas arremangadas. En invierno el barrio era un barrizal. Cuando iban hacia el mar decían que iban para arriba, porque la laguna quedaba a un nivel más bajo que el litoral: la Rambla subía. Rendé ha cambiado un poco de look. Ya no parece Coubertin. Ahora recuerda a un coronel del ejército británico, con la cara fibrada, el cogote rasurado, el pelo cortísimo: sigue practicando mucho deporte y monta a caballo. La familia amplió el negocio y en 1918 construyó la casa de la calle Llacuna, entre Llull y Pujadas, la primera que se levantó en aquella manzana. En uno de los bajos estaba el almacén y en el otro la cuadra con los caballos. La pasión por los caballos le viene de ahí.

Uno de los carreteros del abuelo era el tenor Miguel Fleta, uno de aquellos cantantes líricos que en Barcelona salían de la clase trabajadora, como Manolo Utor, conocido como el musclaire (el mejillonero), un personaje pintoresco que fue muy popular en los años treinta. A otro carretero lo llamaban el Valencia. Era muy trabajador, muy formal, pero cuando acababa la semana, el sábado al mediodía, se emborrachaba hasta el lunes por la mañana. Una noche sus abuelos regresaban de la plaza Palacio con un charrete que tenían. Ven una sombra que se mueve en un socavón. El abuelo saca el revólver. «¿El revólver?», le pregunto. «¡Claro! ¡La gente llevaba revólver!». Entonces descubre al Valencia, bebido, doblado en el socavón, que le dice: «todo gira, todo gira y esperaba que pasara la cuadra para meterme dentro».

Rendé recuerda los antiguos apellidos de Pueblo Nuevo, amigos de casa: los Andreu y los Tamareu, que eran curtidores; los Alcover, que fabricaban maquinaria; los Saladrigas y los Benguerel, del ramo del agua (industrias auxiliares del textil). Y sobre todo los Illa, que eran parientes de sus abuelos, y que montaron una fábrica de tintes y aprestos que ganó mucho dinero. Tenían dos palcos contiguos en el Liceo, donde daban enormes fiestas. En la nueva fábrica que construyeron en los límites del barrio, en la calle Bolivia, trabajaban unas dos mil personas. Vivían en la calle Mallorca y gastaban etiqueta a todo trapo. Rendé asistió una vez a una boda con un chaqué que fue de los Illa. Me cuenta que Teodora Illa había trabajado como criada. La tía Rosa cogió por banda a su hijo Vicenç, que la había dejado embarazada: «¡O te casas con ella o te echo de casa!». Concluye Rendé: «Se habían hecho a sí mismos. En los pueblos confeccionaban ropa con unos telares dotados de lanzadora manual. Y cuando llegaron a Barcelona instalaron fábricas con telares mecánicos. Muchos de ellos pasaron del terruño a ser señores, por eso eran tan excesivos».

Al día siguiente he quedado en el bar Bauma de la Diagonal con Santi Ferrer-Vidal. Lo conozco desde hace quince años, cuando los dos jugábamos a fútbol. Estudió arquitectura y es interiorista, ha sido profesor de la escuela de diseño Eina y por esta razón hemos ido coincidiendo aquí y allá. Una de estas mañanas en las que he salido a pasear y a sacar fotos del barrio, junto a la farmacia de las hermanas Clemente –nuestra farmacia–, en la esquina donde iba a dar clases de repaso particulares a un chaval que se llamaba Carles Prats –Luchana, entre Llull y Pujadas–, me fijé en el nombre del pasaje: Ferrer Vidal. Pensé que podría ser un antepasado de mi amigo: efectivamente lo era. El pasaje Ferrer Vidal cruza la manzana entre Luchana y Llacuna y desemboca frente a la casa de Joan Rendé. En el mismo lugar del pasaje, hacia 1860, se levantaba una de las fábricas más importantes de Pueblo Nuevo: José Ferrer y Compañía, que llegó a tener novecientos trabajadores. Los Ferrer eran de Vilanova, isabelinos, defendieron la ciudad durante la segunda guerra carlista. El padre era tonelero y se ganaba bien la vida. Quiso enviar al hijo a Burdeos a estudiar, pero en el último momento Sebastián Gumá le pidió que dirigiera su fábrica de tejidos. Tomó el control de la industria, la modernizó y le cambió el nombre. Es la famosa Fábrica del Mar, de la Rambla de Vilanova. Se casó con Conchita Soler, hija de una familia de indianos, y abrió una segunda fábrica en Pueblo Nuevo, en el solar que ahora cruza el pasaje que lleva su nombre.

En mi época de estudiante universitario salía de casa para ir a buscar el metro en la estación de Llacuna, pasaba por delante de los talleres de La Vanguardia, propiedad de la familia Godó, junto a la harinera La Asunción de Juan Viaplana, que en la entrada lucía una J y una V de hierro con el coup de fouet característico del modernismo. A principios de los años ochenta, la fábrica estaba cuarteada en talleres y agencias de transporte. Si seguía por el pasaje Masoliver –me gustaba pasar por allí porque conservaba la calzada de adoquines–, pasaba frente a la antigua fábrica de la familia Illa. Para completar este panorama de grandes factorías solo faltaba aquella fábrica desaparecida.

Los Ferrer Vidal vivían en el paseo de Gracia, en la esquina donde hoy se levanta la Pedrera de Gaudí. Más tarde se trasladaron a un bloque de al lado. Luego, mandaron construir al arquitecto Eduardo Ferrés y Puig una casa que recuerda la secesión vienesa en el número 114 de paseo de Gracia. Originariamente tenía una tribuna con una gran vidriera que Oriol Bohigas elogió en su clásico libro sobre la arquitectura modernista. El hijo de José Ferrer, José Ferrer-Vidal, fue un gran coleccionista de arte y reunió un gabinete de curiosidades. Se casó con Josefina, hermana del industrial Eusebio Güell, y obtuvo un título pontificio: marqués de Ferrer-Vidal. Ni José Ferrer-Vidal ni sus hermanos Luis y Juan quisieron seguir en el negocio textil. Vendieron la fábrica de Pueblo Nuevo y, junto con otros socios, crearon los cementos Asland. El abuelo de mi amigo, Luis Ferrer-Vidal, fue uno de los fundadores de la Caja de Pensiones para la Vejez y de Ahorros. Con el padre de Santi empezó la decadencia. Lo expulsaron de todos los colegios. Estudió para capitán de la marina mercante, pero no se embarcó en la vida. Su madre lo obligó a entrar en Cubiertas y Tejados, que era propiedad de la familia, pero no encajó en la empresa. Finalmente abrió un taller metalúrgico en Cornellá. Le pregunto a Santi cómo se llamaba el taller: Ferreco, de Ferrer y Cortella. Mi padre cambiaba continuamente de trabajo, sería muy fuerte que hubiera trabajado en Ferreco. Santi ha conservado un óleo que representa a su bisabuelo, José Ferrer-Vidal, con la Gran Cruz de Isabel la Católica colgada en el pecho, y lo tiene en el recibidor del piso.


José Ferrer-Vidal, propietario de una fábrica en la calle Luchana.

Después de hablar con mis amigos me encuentro nuevamente en el Arxiu Històric de Sant Martí de Provençals. He buscado los nombres de todos los propietarios del expediente de segregación de 1864. Encuentro a un Augusto Matons, que quizás era hermano de aquel Juan Matons que tenía la casa en la calle Odón Pinós, el abuelo de Joan Rendé. Entre los propietarios no residentes he localizado algunos de los grandes nombres de la industria catalana: Juan Arañó, Ramón Bonaplata, Manuel Girona, Jerónimo Juncadella… También he encontrado un documento del 16 de abril de 1877. José Ferrer y Vidal, «fabricante de Hilados, Tejidos y estampados», pide ampliar la fábrica. El arquitecto municipal, Pedro Falqués Urpí, reclama «un plano de emplazamiento que indique la situación del solar de la obra respecto a las vías públicas contiguas». Entonces presentan un plano en el que no hay nada dibujado. Las calles Luchana, Llacuna, Llull y Pujades aún no existían: sólo se ve la curva que dibuja la acequia La Llacuna y los límites de propiedad de dos grandes familias de Barcelona: los Grau y los Villavecchia.

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