Kitabı oku: «Derecho y crimen en la literatura», sayfa 2
PRESENTACIÓN
Gustavo Adolfo Villegas5
Como docente se me ha encargado la tarea de prologar la antología realizada por los estudiantes de la Facultad de Derecho de la Unaula. Teniendo ello en la mente puedo decir que la naturaleza humana, para bien o para mal, está dotada del don de la comunicación y, a través de ella, deja constancia de su existencia. Ese conjunto de palabras que sirve para exteriorizar ideas, sentimientos, pasiones, constituye, sin duda, la base fundamental de su existencia. Mediante el lenguaje, sea verbal, gestual cifrado o escrito, se impone el orden y la convivencia del ser humano, dada precisamente la fuerza de la palabra, de la cual, en última instancia, deviene el poder. Es así como la mayoría, sino todas las confesiones religiosas, por ejemplo, se soportan en hechos fantásticos narrados y transmitidos inicialmente por tradición oral y llevados luego al lenguaje escrito como forma, no solo de dar a conocer una realidad, sino además de imponer normas de conductas. En La Biblia cristiana, El Corán musulmán, El Rigveda del hinduismo, la Torá judía, el Tao Te Ching de la religión china, por mencionar algunos, son libros sagrados que relatan hechos fabulosos mediante los cuales se crea una determinada conciencia colectiva sujeta a una serie de normas éticas, legales y sociales, las cuales imponen un comportamiento personal y colectivo. Así se origina el Derecho.
Pero la fuerza del lenguaje no solo sirve para formular cierta forma de convivencia, sino también para trascender más allá, hacia la estética, hacia lo bello, hacia lo sublime, razón por la que existe la música, la danza, el teatro, la poesía, la literatura, el cine, en fin, el arte como forma de expresión. Aquí cabe preguntar: ¿qué sería del ser humano sin el arte? Y es que el arte es, sin lugar a dudas, el solaz de las pasiones. La vida cotidiana se circunscribe a una serie de emociones que producen diversos sentimientos, los que, a su vez, enmarcan una actuación. El pánico, por ejemplo, denota miedo o nerviosismo y conduce a un determinado comportamiento6.
La literatura, como una de las bellas artes, describe, con la palabra, el transcurrir del tiempo en un espacio, real o imaginario, el comportamiento humano y sus pasiones. Los acontecimientos naturales y humanos narrados particularmente en la novela, en el cuento y, por qué no, en la poesía, tienen su origen casi siempre en la condición humana, materia prima de la que se ocupa el abogado. Podría afirmarse entonces que el escritor y el abogado comparten el mismo material de trabajo. De ahí que no pueda catalogarse el Derecho como una ciencia, pues ésta se fundamenta en fórmulas estrictas, mientras que el arte se ocupa del sentimiento, que provoca cierto comportamiento, de lo que se ocupa el justamente el abogado.
No basta pues con que el profesional del Derecho sepa de códigos y normas frías; debe investigar también los sentimientos que mueven el obrar de las personas para analizar el porqué de determinada conducta, pues, en término generales, cada ser humano vive su propia novela, más o menos dramática, según su particular destino. La misión del abogado, se nos figura, es comprender algunos dramas relevantes en el ámbito jurídico. Sin pretender escandalizar, siendo ello así, debería tenerse el Derecho como género literario autónomo, no tanto en cuanto al estilo, como a las pasiones y sentimientos que encierra.
Es de resaltar el esfuerzo que en tal sentido se propone este libro. Mediante la antología de cuentos, largos unos, cortos otros, nos acerca a vivencias, lugares, paisajes y sentimientos, que mueven al lector a la curiosidad y el asombro.
La incertidumbre que queda respecto de Ole Anderson, al concluir el relato de Hemingway, “Los asesinos”, pues al final no se sabe si va a ser asesinado o no por Al y Max. O el asombro que produce la forma en que un verdugo, en el relato anónimo “El Verdugo Wang Lung”, decapita al sentenciado, cuando éste no se da cuenta de que el sable del verdugo ya cumplió su cometido en forma tan rápida, limpia y eficiente que la cabeza del condenado quedó en su puesto y solo cae cuando Wang le dice al condenado que se incline. Y así, cada uno de estos relatos deja un sentimiento distinto, que provienen del comportamiento de los personajes, nada ajeno a lo que se puede hallar en un proceso judicial.
Sin pretender escandalizar, siendo ello así, debería tenerse el Derecho como género literario autónomo, no tanto en cuanto al estilo, como a las pasiones y sentimientos que encierra.
— CUENTOS —
LA CONFESIÓN
Guy de Maupassant [Francia, 1850-1893]
Todo Véziers-le-Réthel había asistido al duelo y al entierro del señor Badon-Leremince, y las últimas palabras del discurso del delegado de la Prefectura se grabaron en la memoria de todos: “¡Era un modelo de honradez!”
Modelo de honradez lo había sido en todos los actos apreciables de su vida, en sus palabras, en su ejemplo, en su actitud, en su comportamiento, en sus negocios, en el corte de su barba y la forma de sus sombreros. Jamás había dicho una palabra que no encerrara un ejemplo, jamás había dado una limosna sin acompañarla con un consejo, jamás había tendido la mano sin que pareciera una especie de bendición.
Dejaba dos hijos: un varón y una hembra; el hijo era diputado provincial, y la hija, casada con un notario, el señor Poirel de la Voulte, una de las más encopetadas damas de Véziers.
Se mostraban inconsolables por la muerte de su padre, pues lo amaban sinceramente.
En cuanto terminó la ceremonia, regresaron a la casa del difunto y, encerrándose los tres, el hijo, la hija y el yerno, abrieron el testamento que debían conocer ellos solos, y sólo después de que el ataúd hubiera recibido tierra. Una anotación en el sobre indicaba esta voluntad.
Fue el señor Poirel de la Voulte quien rompió el sobre, en su calidad de notario habituado a estas operaciones, y, ajustándose las gafas en la nariz, leyó, con su voz apagada, habituada a detallar los contratos:
Hijos míos, queridos hijos, no podría dormir tranquilo el sueño eterno si no les hiciera, desde el otro lado de la tumba, una confesión, la confesión de un crimen cuyos remordimientos han desgarrado mi vida. Sí, he cometido un crimen, un crimen espantoso, abominable.
Tenía yo entonces veintiséis años y hacía mis primeras armas en el foro, en París, llevando la vida de los jóvenes de provincias que van a parar, sin relaciones, sin amigos, sin parientes, a esa ciudad.
Tuve una amante. Mucha gente se indigna ante esa mera palabra, “una amante”, pero hay seres que no pueden vivir solos. Yo soy de esos. La soledad me llena de una terrible angustia, la soledad en el hogar, junto a la chimenea, por la noche. Me parece entonces que estoy solo en la tierra, espantosamente solo, pero rodeado por vagos peligros, por cosas desconocidas y terribles; y el tabique que me separa de mi vecino, de un vecino al cual no conozco, me aleja de él tanto como de las estrellas que vislumbro desde mi ventana. Me invade una especie de fiebre, una fiebre de impaciencia y de temor; y el silencio de las paredes me asusta. ¡Es tan profundo y triste ese silencio de la habitación donde uno vive solo! No se trata solamente de un silencio en torno al alma, y cuando un mueble cruje, uno se estremece, hasta lo hondo del corazón, pues no espera el menor ruido en ese tétrico albergue.
Cuántas veces, nervioso, atemorizado por esa inmovilidad muda, no me habré puesto a hablar, a pronunciar palabras, sin orden ni concierto, para hacer ruido. Mi voz entonces me parecía tan extraña que también me daba miedo. ¿Hay algo más espantoso que hablar solo en una casa vacía? La voz parece de otro, una voz desconocida, que habla sin motivo, con nadie, en el aire vacío, sin ningún oído que la escuche, pues ya se sabe, antes de que se escapen en la soledad del piso, las palabras que van a salir de la boca. Y cuando resuenan lúgubremente en el silencio, ya sólo parecen un eco, el eco singular de palabras pronunciadas muy bajito por el pensamiento.
Tuve una amante, una joven como todas esas jóvenes que viven en París de un oficio insuficiente para alimentarlas. Era dulce, buena, sencilla; sus padres vivían en Poissy. Ella iba a pasar unos días en su casa de vez en cuando.
Durante un año viví bastante tranquilo con ella, decidido a abandonarla cuando encontrase una señorita que me agradara lo bastante para casarme. Le dejaría a la otra una pequeña renta, puesto que está admitido, en nuestra sociedad, que el amor de una mujer debe pagarse, con dinero cuando es pobre, con regalos cuando es rica.
Pero he aquí que un día me anunció que estaba encinta. Quedé aterrado y percibí en un segundo todo el desastre de mi existencia. Se me presentó la cadena que arrastraría hasta mi muerte, por todas partes, en mi futura familia, en mi vejez, siempre: cadena de la mujer ligada a mi vida por el niño, cadena del niño que habría que criar, vigilar, proteger, al mismo tiempo que me ocultaba de él y lo ocultaba al mundo. Mi espíritu quedó trastornado con la noticia; y un confuso deseo, que no formulé, pero que sentía en mi corazón, a punto de mostrarse, como esa gente escondida detrás de las cortinas esperando a que le digan que aparezca, ¡un deseo criminal vagó por lo más hondo de mi pensamiento!
– ¿Y si ocurriera un accidente? ¡Hay tantos de esos pequeños seres que mueren antes de nacer!
¡Oh! Yo no deseaba la muerte de mi amante. ¡Pobre chica, la quería mucho! Pero deseaba, quizás, la muerte del otro, antes de haberlo visto.
Nació. Tuve una familia en mi apartamiento de soltero, una falsa familia con un hijo, una cosa horrible. Se parecía a todos los niños. Yo no lo quería. Los padres, ya saben, sólo aman más adelante. No tienen la ternura instintiva y violenta de las madres; es preciso que el cariño se despierte poco a poco, que su espíritu vaya cobrando afecto mediante los lazos que se anudan cada día entre los seres que viven juntos.
Transcurrió un año más; yo huía ahora de mi casa, demasiado pequeña, donde tropezaba a cada paso con pañales, con mantillas, con calcetines del tamaño de guantes, con mil cosas de todas clases dejadas en un mueble, sobre el brazo de un sillón, en todas partes. Huía sobre todo para no oírlo gritar, pues gritaba a cada momento: cuando lo mudaban, cuando lo lavaban, cuando lo tocaban, cuando lo acostaban, cuando lo levantaban, sin cesar.
Había entablado algunas amistades y encontré en un salón a la que sería madre de ustedes. Me enamoré y el deseo de casarme con ella despertó en mí. La cortejé; la pedí en matrimonio; me la concedieron.
Y me encontré cogido en una trampa: Casarme, teniendo un hijo, con aquella joven a la que adoraba. O bien decir la verdad y renunciar a ella, a la felicidad, al futuro, a todo, pues sus padres, personas rígidas y escrupulosas, no me la hubieran entregado, de haberlo sabido.
Pasé un horrible mes de angustias, de torturas morales; un mes en el que me obsesionaron mil ideas espantosas; y sentía crecer en mi interior el odio contra mi hijo, contra aquel pedacito de carne viva y chillona que obstaculizaba mi camino, cortaba mi vida, me condenaba a una existencia en la que no podía esperar nada, sin todas esas vagas esperanzas que constituyen el encanto de la juventud.
Pero he aquí que la madre de mi compañera cayó enferma, y me quedé solo con el niño.
Estábamos en diciembre, hacía un frío terrible. ¡Qué noche! Mi amante acababa de marcharse. Yo había cenado solo en mi angosta sala y entré despacito en la habitación donde el pequeño dormía.
Me senté en un sillón al amor de la lumbre. El viento soplaba, hacía crujir los cristales, un viento seco de helada, y yo veía, a través de la ventana, brillar las estrellas con esa luz aguda que tienen en las noches gélidas.
Entonces, la obsesión que me perseguía desde hacía un mes penetró de nuevo en mi cabeza. Mientras yo seguía inmóvil, descendía sobre mí, entraba en mí y me consumía. Me consumía como consumen las ideas fijas, como los cánceres deben consumir las carnes. Estaba allí, en mi cabeza, en mi corazón, en mi cuerpo entero, me parecía; y me devoraba, como hubiera hecho un animal. Yo quería expulsarla, rechazarla, abrir mi pensamiento a otras cosas, a esperanzas nuevas, como se abre una ventana al viento fresco de la mañana para expulsar el aire viciado de la noche; pero no podía, ni siquiera un segundo, hacerla salir de mi cerebro. No sé cómo expresar esta tortura. Me roía el alma; y yo sentía con un espantoso dolor, un verdadero dolor físico y moral, cada una de sus dentelladas.
¡Mi existencia estaba acabada! ¿Cómo saldría de esta situación? ¿Cómo retroceder, y cómo confesar?
Y yo amaba a la que iba a convertirse en madre de ustedes con una pasión loca, que el insuperable obstáculo exasperaba aún más.
Una cólera terrible crecía dentro de mí, me oprimía la garganta, una cólera que rozaba con la locura... ¡con la locura! ¡Sí, estaba loco aquella noche!
El niño dormía. Me levanté y lo miré dormir. Era él, aquel aborto, aquella larva, aquella nadería lo que me condenaba a una infelicidad sin remedio.
Dormía con la boca abierta, enterrado bajo las mantas, en una cuna, junto a mi cama, ¡donde yo no podría dormir!
¿Cómo realicé lo que hice? ¿Acaso lo sé? ¿Qué fuerza me empujó, qué maléfico poder me poseyó? ¡Oh! La tentación del crimen me llegó sin que la sintiera anunciarse. Recuerdo solamente que el corazón me latía espantosamente. Latía con tanta fuerza que lo oía como se oyen unos martillazos detrás de los tabiques. ¡Sólo recuerdo eso! ¡Mi corazón latía! En mi cabeza había una extraña confusión, un tumulto, un desorden de toda razón, de toda sangre fría. Estaba en una de esas horas de pavor y de alucinación en las que el hombre ya no tiene conciencia de sus actos ni rige su voluntad.
Levanté suavemente las mantas que tapaban el cuerpo de mi hijo; las eché a los pies de la cuna, y lo vi, desnudo. No se despertó. Entonces me dirigí a la ventana, despacio, muy despacito, y la abrí.
Un soplo de aire helado entró como un asesino, tan frío que retrocedí ante él; y las dos velas palpitaron. Y me quedé de pie junto a la ventana, sin atreverme a darme la vuelta, como para no ver lo que ocurría a las espaldas, y sintiendo sin cesar deslizarse sobre mi frente, sobre mis mejillas, sobre mis manos, el aire mortal que seguía entrando. Esto duró mucho tiempo.
No pensaba en nada, no reflexionaba en nada. De repente una tosecita hizo que un horrible escalofrío me recorriera de pies a cabeza, un escalofrío que siento aún en este momento, en la raíz de los cabellos. Y con un movimiento asustado cerré bruscamente las dos hojas de la ventana, y después, volviéndome, corrí hacia la cuna.
Él seguía durmiendo, con la boca abierta, completamente desnudo. Toqué sus piernas; estaban heladas, y las tapé.
Mi corazón de pronto se enterneció, se rompió, se llenó de piedad, de ternura, de amor hacia aquel pobre inocente que había querido matar. Besé un buen rato sus finos cabellos; y después volví a sentarme ante el fuego.
Pensaba con estupor, con horror, en lo que había hecho, preguntándome de dónde provienen esas tormentas del alma en las que el hombre pierde toda noción de las cosas, toda autoridad sobre sí mismo, y actúa con una especie de enloquecida embriaguez, sin saber lo que hace, sin saber a dónde va, como un barco en un huracán.
El niño tosió una vez más, y me sentí desgarrado hasta el fondo del alma. ¿Y si se muriese? ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué sería de mí?
Me levanté para ir a mirarlo; y, con una vela en la mano, me incliné sobre él. Al verlo respirar con tranquilidad, me serené; pero tosió por tercera vez; y sentí tal sacudida, hice tal movimiento de retroceso, como cuando estamos trastornados ante la vista de algo horroroso, que dejé caer la vela.
Al ponerme en pie tras haberla recogido, me di cuenta de que tenía las sienes bañadas en sudor, ese sudor caliente y helado al mismo tiempo que producen las angustias del alma, como si algo del espantoso sufrimiento moral de esa tortura inefable que es, en efecto, ardiente como el fuego y fría como el hielo, transpirase a través de los huesos y de la piel del cráneo.
Y me quedé hasta que se hizo de día inclinado sobre mi hijo, calmándome cuando estaba un buen rato tranquilo, y traspasado por abominables dolores cuando una débil tos salía de su boca.
Se despertó con los ojos rojos, la garganta obstruida, un aire doliente.
Cuando entró mi asistenta, la envié en seguida a buscar un médico. Llegó al cabo de una hora, y pronunció, tras haber examinado al niño:
– ¿No habrá cogido frío?
Me puse a temblar como tiemblan las personas muy viejas, y balbucí:
– No, no creo.
Después pregunté:
– ¿Qué tiene? ¿Es algo grave?
Respondió:
– Aún no lo sé. Volveré esta tarde.
Volvió por la tarde. Mi hijo había pasado casi todo el día en una modorra invencible, tosiendo de vez en cuando.
Por la noche se declaró una pleuresía.
Y la cosa duró diez días. No puedo expresar lo que sufrí durante esas interminables horas que separan la mañana de la noche y la noche de la mañana.
Murió.
Y desde... desde ese momento, no he pasado una hora, no, ni una sola hora, sin que el recuerdo atroz, punzante, ese recuerdo que roe, que parece retorcer el espíritu al desgarrarlo, no se agitase en mí como un animal furioso encerrado en el fondo de mi alma.
¡Oh! ¡Si hubiera podido volverme loco!
El señor Poirel de la Voulte se sacó las gafas con un movimiento que le era familiar cuando había acabado la lectura de un contrato; y los tres herederos del muerto se miraron, sin decir una palabra, pálidos, inmóviles.
Al cabo de un minuto, el notario prosiguió:
– Hay que destruir esto.
Los otros dos bajaron la cabeza en señal de asentimiento. Él encendió una vela, separó cuidadosamente las páginas que contenían la peligrosa confesión de las páginas que contenían las disposiciones sobre el dinero, después las acercó a la llama y las arrojó a la chimenea.
Y contemplaron cómo se consumían las hojas blancas. Pronto no formaron sino una especie de montoncitos negros. Y como se veían aún algunas letras que se dibujaban en blanco, la hija, con la punta del pie, aplastó a golpecitos la ligera costra del papel chamuscado, mezclándola con las cenizas viejas.
Después se quedaron aún los tres algún tiempo mirando aquello, como si temieran que el secreto quemado escapase por la chimenea.
EL VERDUGO WANG LUNG
Una vieja historia china
Durante el reinado del segundo emperador de la dinastía Ming vivía un verdugo llamado Wang Lung. Era un maestro en su arte y su fama se extendía por todas las provincias del imperio. En aquellos días las ejecuciones eran frecuentes y a veces había que decapitar a quince o veinte personas en una sola sesión. Wang Lung tenía la costumbre de esperar al pie del patíbulo con una sonrisa amable, silbando alguna melodía agradable, mientras ocultaba tras la espalda su espada curva para decapitar al condenado con un rápido movimiento cuando éste subía al patíbulo.
Este Wang Lung tenía una sola ambición en su vida, pero su realización le costó cincuenta años de intensos esfuerzos. Su ambición era decapitar a un condenado con un mandoble tan rápido que, de acuerdo con las leyes de la inercia, la cabeza de la víctima quedara plantada sobre el tronco, así como queda un plato sobre la mesa cuando se retira repentinamente el mantel.
El gran día de Wang Lung llegó por fin cuando ya tenía setenta y ocho años. Ese día memorable tuvo que despachar de este mundo a dieciséis personas para que se reunieran con las sombras de sus antepasados. Como de costumbre, se encontraba al pie del patíbulo y ya habían rodado por el polvo once cabezas rapadas, impulsadas por su inimitable mandoble de maestro. Su triunfo coincidió con el duodécimo condenado. Cuando el hombre comenzó a subir los escalones del patíbulo, la espada de Wang Lung relampagueó con una velocidad tan increíble, que la cabeza del decapitado siguió en su lugar, mientras subía los escalones restantes sin advertir lo que le había ocurrido. Cuando llegó arriba, el hombre habló así a Wang Lung:
– ¡Oh, cruel Wang Lung! ¿Por qué prolongas la agonía de mi espera, cuando despachaste a todos los demás con tan piadosa y amable rapidez?
Al oír estas palabras, Wang Lung comprendió que la ambición de su vida se había realizado. Una sonrisa serena se extendió por su rostro; luego, con exquisita cortesía, le dijo al condenado:
– Tenga la amabilidad de inclinar la cabeza, por favor.
Ücretsiz ön izlemeyi tamamladınız.