Kitabı oku: «Los números de la vida», sayfa 6

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Un «momento eureka»

Las pruebas de ADN personalizadas no constituyen ni mucho menos la única área donde se ponen en nuestras manos instrumentos relacionados con la salud. Actualmente hay aplicaciones de móvil capaces de monitorizar la frecuencia cardíaca o estimar la resistencia al ejercicio aeróbico, y pruebas caseras que —según se afirma— pueden diagnosticar de todo, desde alergias y alteraciones de la presión arterial hasta problemas de tiroides o incluso la infección por VIH. Pero mucho antes de la llegada de las costosas pruebas de ADN personalizadas y las aplicaciones de móvil que miden nuestra capacidad de atención o controlan nuestros abdominales, ya existía una herramienta de diagnóstico personal más barata, más fácil de calcular y con unos requisitos tecnológicos indudablemente mucho más sencillos: el denominado «índice de masa corporal» (IMC). El IMC de una persona se calcula midiendo su masa en kilos y dividiéndola por el cuadrado de su estatura expresada en metros.

A fines de registro y diagnóstico, cualquier persona con un IMC inferior a 18,5 se considera que tiene un peso «inferior al normal». El rango de «peso normal» va de 18,5 a 24,5, mientras que entre 24,5 y 30 se considera que la persona en cuestión tiene «sobrepeso»; por último, la «obesidad» se define por tener un IMC superior a 30. Aunque es difícil calcularlo con exactitud, se estima que en Estados Unidos la obesidad puede estar detrás de aproximadamente el 23 % de los fallecimientos, una tendencia que se refleja, aunque en un grado ligeramente menos extremo, en todo el mundo desarrollado. En Europa, solo el tabaquismo supera a la obesidad como principal causa de muerte prematura. La obesidad en adultos y niños está en aumento en casi todos los países, y su prevalencia se ha duplicado en los últimos treinta años. Habitualmente, a las personas clasificadas como obesas en función de su IMC se las advierte sobre los peligros de sufrir diversas afecciones potencialmente letales como la diabetes tipo 2, ictus, enfermedades coronarias y algunos tipos de cáncer, además del aumento del riesgo de padecer determinados trastornos psíquicos como la depresión. Actualmente, en todo el mundo, mueren más personas por obesidad que de hambre.

Dadas las implicaciones para la salud asociadas a un diagnóstico de obesidad, o incluso de sobrepeso, es posible que hayas dado por sentado que el indicador utilizado para diagnosticar estas afecciones, el IMC, debe tener una sólida base teórica y experimental. Lamentablemente, eso dista mucho de ser cierto. De hecho, el IMC fue concebido inicialmente en 1835 por el belga Adolphe Quetelet, que era un renombrado astrónomo, estadístico, sociólogo y matemático, pero no precisamente médico.3 Utilizando algunas formulaciones matemáticas bastante precarias, Quetelet llegó a la conclusión de que «El peso de los adultos desarrollados, de diferentes estaturas, se corresponde aproximadamente con el cuadrado de la estatura». Sin embargo, Quetelet obtuvo ese dato a partir de cifras estadísticas relativas a la población media, y en ningún momento sugirió que pudiera aplicarse a cualquier individuo dado; ni tampoco sugirió que su relación, que pasaría a conocerse como «índice de Quetelet», pudiera utilizarse para hacer inferencias acerca de si el peso de una persona concreta estaba por debajo o por encima de lo normal, y menos aún sobre la salud de esa persona. Esto último no ocurriría hasta 1972, cuando, alarmado por la existencia de unos niveles de obesidad sin precedentes, el fisiólogo estadounidense Ancel Keys (que más tarde establecería el vínculo entre la grasa saturada y la enfermedad cardiovascular) realizó un estudio para determinar cuál podría ser el mejor indicador del exceso de peso.4 En su estudio se tropezó con la misma proporción entre la masa y el cuadrado de la estatura descubierta por Quetelet, y consideró que ese podría ser un buen indicador de la obesidad en una población.

Teóricamente, una persona con sobrepeso tiene una masa superior a la que correspondería a su estatura y, por ende, también un IMC mayor, mientras que las personas con un peso inferior al normal tendrían, en consecuencia, un IMC menor. La sencillez de la fórmula del IMC fue el factor clave de su popularidad. A medida que la incidencia del sobrepeso empezó a ser cada vez mayor entre nosotros como especie, y que de manera definitiva empezaron a asociarse a la obesidad una serie de consecuencias perjudiciales para la salud, los epidemiólogos comenzaron a utilizar el IMC como un instrumento que permitía hacer un seguimiento de los factores de riesgo asociados al sobrepeso. En la década de 1980, tanto la Organización Mundial de la Salud como diversos organismos nacionales —entre ellos el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido y los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos— adoptaron oficialmente el IMC como parámetro único para definir la obesidad en todos los individuos. Hoy, las compañías de seguros a ambos lados del Atlántico utilizan rutinariamente el IMC para establecer las primas e incluso para decidir si aseguran o no a una determinada persona.

Si bien es cierto que en general las personas más gordas suelen tener un IMC más alto, probablemente no te sorprenda saber que esta generalización fenomenológica no funciona en todos los casos. El principal problema del IMC es que no permite distinguir entre músculo y grasa. Esto es importante porque el exceso de grasa corporal constituye un buen predictor del riesgo cardiometabólico, mientras que el IMC no lo es. Si la definición de obesidad se basara en tener un alto porcentaje de grasa corporal, entre el 15 y el 35% de los hombres que no se consideran obesos en virtud de su IMC serían reclasificados como tales.5 Por ejemplo, las personas denominadas «gordiflacas» —personas con un alto nivel de grasa, pero poca masa muscular, lo que hace que tengan un IMC normal— entran en la categoría de «obesas con peso normal» cuya obesidad pasa desapercibida. Un reciente estudio realizado con 40 000 individuos de diversas poblaciones reveló que el 30 % de las personas cuyo IMC se halla en el rango normal tienen una salud deficiente desde el punto de vista cardiometabólico. Parece, pues, que la crisis de obesidad puede ser mucho peor de lo que sugieren las cifras basadas en el IMC. Sin embargo, resulta que el IMC no solo infradiagnostica la obesidad, sino que también la sobrediagnostica: el mismo estudio reveló que hasta la mitad de las personas a las que el IMC les atribuía sobrepeso, y más de una cuarta parte de las que según este indicador se clasificaban como obesas, estaban metabólicamente sanas.

Estas deficiencias de clasificación tienen consecuencias en la forma en que medimos y registramos la obesidad en el conjunto de una población. Sin embargo, quizá resulta aún más preocupante el hecho de que diagnosticar erróneamente a personas sanas con sobrepeso u obesidad en virtud de su IMC también puede tener efectos perjudiciales en su salud mental.6 Cuando era adolescente, la periodista y escritora Rebecca Reid tuvo que batallar con diversos trastornos alimentarios; menciona concretamente una lección de biología en la que le enseñaron a calcular el IMC como uno de los principales detonantes de sus problemas en ese sentido. A pesar de que hasta ese momento se sentía satisfecha con su cuerpo, cuando midió su IMC, este la situó en la categoría del sobrepeso. Rebecca se obsesionó con aquel resultado, hasta el punto de iniciar un estricto programa de dieta y ejercicio que la hizo perder casi 5 kg en solo unas semanas. En un momento dado llegó a desmayarse estando a solas en su habitación mientras trataba de limitar su ingesta calórica a tan solo 400 calorías diarias. Cuando se saltaba la dieta, se castigaba comiendo en exceso y a continuación provocándose el vómito para compensar. Lejos de ser meramente un recordatorio sutil que la incentivara a hacer más ejercicio, Rebecca describe el hecho de verse situada en la categoría de «sobrepeso» como un «bocinazo que hizo añicos la confianza en mí misma». Irónicamente, prescindiendo de la forma y el tamaño de su cuerpo, a las personas que logran superar los trastornos alimentarios se las clasifica habitualmente como «recuperadas» en el momento en el que su IMC alcanza la cifra de 19, justo dentro del rango «saludable»; debido a ello, después de dar el paso increíblemente difícil de admitir que tienen un problema y buscar ayuda, hay casos de personas que sufren este tipo de trastornos a las que se les niega dicha ayuda por el mero hecho de tener un IMC «saludable».

Resulta obvio, pues, que el IMC no es un indicador preciso de salud en ninguno de los dos extremos de la escala. En cambio, sería más útil acceder a una medición directa del porcentaje de grasa corporal, que tan estrecha relación guarda con la salud cardiometabólica. Para ello, debemos tomar prestada una idea de hace 2000 años, que tiene su origen en la antigua ciudadestado de Siracusa, en la isla de Sicilia.

Alrededor del 250 a.C., Hierón II, rey de Siracusa, le pidió a Arquímedes, el preeminente matemático de la Antigüedad (que convenientemente residía en la ciudad), que le ayudara a resolver un delicado problema. El monarca había encargado a un orfebre que le hiciera una corona de oro puro. Tras recibir la corona terminada y escuchar ciertos rumores sobre la reputación de poco honesto del orfebre, el rey se inquietó ante la posibilidad de que hubieran sido engañado y de que el orfebre hubiera utilizado una aleación de oro y algún otro metal más barato y más ligero para reducir costes. De modo que se encargó a Arquímedes la tarea de descubrir si la corona era o no un fraude sin que pudiera tomar una muestra de ella o desfigurarla de algún otro modo.

El ilustre matemático comprendió que, para resolver el problema, tenía que calcular la densidad de la corona: si esta tenía menor densidad que el oro puro, sabría que el orfebre había hecho trampa. La densidad del oro puro fue fácil de determinar tomando un bloque de oro de forma regular, calculando el volumen y luego pesándolo para averiguar su masa. Dividir la masa por el volumen daba la densidad. Hasta ahí todo perfecto. Si Arquímedes podía repetir el procedimiento con la corona, podría comparar las dos densidades. Pesar la corona no revistió dificultad alguna, pero el problema surgió al tratar de calcular su volumen, debido a su forma irregular. Este problema dejó perplejo a Arquímedes durante un tiempo, hasta que un día decidió darse un baño. Al entrar en la bañera, que estaba llena hasta arriba, advirtió que una parte del agua rebosaba al exterior. Mientras disfrutaba del baño, se dio cuenta de que el volumen de agua que había rebosado de la bañera llena equivalía al volumen sumergido de su cuerpo (cuya forma, al igual que la de la corona, era irregular). De repente disponía de un método para determinar el volumen y, por ende, la densidad de un objeto irregular como la corona. Cuenta Vitruvio que Arquímedes se sintió tan entusiasmado por su descubrimiento que saltó directamente de la bañera y echó a correr desnudo y chorreando por las calles mientras gritaba: «¡Eureka!» («¡Lo he encontrado!»); de ahí el origen de la expresión.

Aún hoy se utiliza el método de «desplazamiento» de Arquímedes para calcular el volumen de objetos de forma irregular. Si estás pensando en empezar a cuidar tu salud a base de ejercicio y dieta, podrías utilizarlo para calcular cuánto líquido producirá una determinada combinación de frutas y verduras de forma irregular cuando los mezcles en la licuadora. O bien, si soplas todo el aire que seas capaz en una bolsa hermética vacía y luego la sellas y la sumerges en agua, puedes usar el principio de Arquímedes para calcular tu capacidad pulmonar unas semanas después de haber iniciado tu nuevo programa de ejercicios.

Lamentablemente, pese a la utilidad del método de desplazamiento descrito en el relato habitual de la historia, es poco probable que fuera así como Arquímedes resolvió el problema, ya que para ello sus mediciones del volumen de agua desplazada por la corona habrían tenido que ser muy precisas. En cambio, es más probable que Arquímedes utilizara otra idea relacionada con la anterior basada en la hidrostática, que luego pasaría a conocerse como «principio de Arquímedes».

El principio establece que un objeto sumergido en un fluido (un líquido o un gas) experimenta una fuerza de flotación —un empuje ascendente— igual al peso del fluido que desplaza. Es decir, que cuanto mayor es el objeto sumergido, más fluido desplaza y, en consecuencia, mayor es la fuerza ascendente que experimenta para contrarrestar su peso. Eso explica por qué tenemos buques de carga extremadamente grandes que, sin embargo, flotan: para ello basta que el peso sumado del barco y su carga sea menor que el peso del agua que desplaza. El principio también se halla estrechamente relacionado con la propiedad de la densidad: la masa de un objeto dividida por su volumen. Un objeto cuya densidad es mayor que la del agua pesa más que el agua que desplaza, por lo que la fuerza de flotación no basta para contrarrestar el peso del objeto; en consecuencia, este se hunde.

Utilizando esta idea, lo único que Arquímedes tenía que hacer era coger una balanza de platillos y poner la corona en un lado y una masa igual de oro puro en el otro. En el medio aéreo, los platillos se equilibrarían. Pero al sumergir la balanza en agua, una corona falsa (que tendría un volumen mayor que la masa de oro equivalente, ya que sería menos densa que este) experimentaría una mayor fuerza de flotación en tanto que desplazaría más agua, y, en consecuencia, su platillo subiría con respecto al del oro.

Es justamente este principio de Arquímedes el que se emplea cuando se desea calcular con precisión el porcentaje de grasa corporal. Primero se pesa al sujeto en condiciones normales, y luego se le vuelve a pesar sentado completamente sumergido bajo el agua en una silla unida a una balanza. La diferencia en las mediciones de su peso en seco y sumergido se puede utilizar para calcular la fuerza de flotación que actúa sobre el individuo cuando está bajo el agua, la cual puede usarse a su vez para determinar su volumen, dado que la densidad del agua es conocida. Luego ese volumen se puede utilizar, junto con las cifras relativas a la densidad de los componentes grasos y magros del cuerpo humano, para estimar el porcentaje de grasa corporal y proporcionar una evaluación más precisa de los riesgos para la salud.

La ecuación de Dios

El IMC es solo uno entre una gran cantidad de diversos instrumentos matemáticos que se emplean de manera rutinaria en la práctica de la medicina moderna. Otros van desde simples fracciones para calcular dosis de fármacos hasta complejos algoritmos para reconstruir imágenes a partir de imágenes obtenidas por tomografía axial computarizada (TAC). En el ámbito sanitario del Reino Unido se emplea una fórmula que probablemente destaca por encima de todas las demás debido a su carácter controvertido, su gran importancia y el amplio alcance de sus implicaciones. La denominada «ecuación de Dios» dicta qué nuevos fármacos financiará el Servicio Nacional de Salud y cuáles no; es decir, determina literalmente quién vive y quién muere. Supón que tienes un hijo que padece una enfermedad terminal: seguramente argumentarás que ningún precio es demasiado para comprar un poco más de tiempo con tu pequeño. Pero la «ecuación de Dios» dice otra cosa distinta.

En noviembre de 2016, Rudi, el hijo de 14 meses de Daniella y John Else, fue trasladado de urgencia al Hospital Infantil de Sheffield. Tuvieron que ponerle respiración asistida para mantenerlo con vida, pero aun así los médicos les dijeron a Daniella y John que posiblemente Rudi no llegaría al día siguiente. La causa de la alarma era una infección torácica común que la mayoría de los niños superan; pero la mayoría de los niños no sufren atrofia muscular espinal (AME).

Cuando Rudi tenía seis meses, mientras los médicos se esforzaban en vano en determinar qué le ocurría, Daniella y John contribuyeron a que finalmente se diagnosticara AME a su hijo al descubrir que el primo de John había sufrido el mismo trastorno. El tipo de enfermedad de degeneración muscular progresiva que padecía Rudi conlleva una esperanza de vida de tan solo dos años. Milagrosamente, existe un fármaco denominado Spinraza, desarrollado por la farmacéutica Biogen, que puede detener e incluso revertir algunos de los efectos debilitantes de la AME. Este fármaco tiene el potencial de mejorar y prolongar la vida de los enfermos de AME como Rudi, pero en la Inglaterra de 2016, cuando Rudi luchaba por su vida en el hospital, no estaba disponible de forma gratuita.

En teoría, en Estados Unidos, en cuanto la FDA aprueba la venta de un medicamento, este se pone de inmediato a disposición de los pacientes. La FDA aprobó el Spinraza en diciembre de 2016. En la práctica, sin embargo, la mayoría de las compañías de seguros tienen una lista de «autorización previa» en la que figuran los medicamentos caros o potencialmente peligrosos. Para cada tratamiento, la lista estipula una serie de condiciones que deben cumplirse antes de que se autorice su uso con cada paciente en concreto. El Spinraza está en la lista de autorización previa de todas las compañías de seguros. Obviamente, en Estados Unidos el acceso a la atención médica también depende de la capacidad de poder pagarse un seguro de salud. En 2017, el 12,2 % de los estadounidenses no tenían seguro, y el país sigue siendo la única nación industrializada que carece de cobertura médica universal.

Por el contrario, en Inglaterra la atención médica está disponible para todo el mundo, es gratuita para el paciente y se financia en gran medida mediante impuestos de carácter general. Los organismos responsables de verificar la seguridad y eficacia de los medicamentos en este país son la Agencia Europea de Medicamentos (EMA, por sus siglas en inglés) y la Agencia Reguladora de Medicamentos y Productos Sanitarios del Reino Unido. En mayo de 2017, la EMA aprobó el uso del Spinraza. Sin embargo, dado que el organismo que gestiona la sanidad pública en Inglaterra, el Servicio Nacional de Salud (NHS, por sus siglas en inglés), tiene un presupuesto limitado, no puede incorporar automáticamente todos los nuevos tratamientos que salen al mercado. Las decisiones que se toman al respecto podrían traducirse, por ejemplo, en recortes en la provisión de servicios de atención social, falta de equipamiento de diagnóstico o tratamiento para los pacientes de cáncer o carencias de personal en las unidades de atención neonatal. El organismo responsable de tomar esas difíciles decisiones es el denominado Instituto Nacional para la Excelencia en Salud y Atención Médica (NICE, por sus siglas en inglés). Cuando se trata concretamente de fármacos, existe una fórmula bien establecida mediante la cual el NICE se asegura de que sus decisiones sean objetivas.

La ecuación de Dios intenta hallar el equilibrio entre la cantidad adicional de «beneficios de salud» que un determinado fármaco proporciona al paciente y la cantidad adicional de dinero que el NHS tiene que pagar por él. Evaluar lo primero no es tarea fácil. ¿Cómo se pueden comparar las ventajas de un fármaco que reduce la incidencia de las enfermedades cardíacas, por ejemplo, con los beneficios de otro que prolonga la vida de los pacientes con cáncer?

El NICE utiliza un indicador de referencia bastante común conocido como «año de vida ajustado por calidad», o AVAC. Cuando se compara un nuevo tratamiento con las terapias ya existentes, el AVAC no solo tiene en cuenta cuánto tiempo puede prolongar la vida un fármaco, sino también la calidad de vida que ofrece. Por ejemplo, un medicamento contra el cáncer que prolonga la vida dos años, pero deja a los pacientes con solo un 50 % de salud, daría como resultado un solo AVAC, y lo mismo ocurriría en el caso de una cirugía de artroplastia de rodilla que no hace nada para prolongar la esperanza de vida restante de diez años del paciente, pero mejora su calidad de vida en un 10 %. El tratamiento con éxito del cáncer testicular puede generar un gran número de AVAC, ya que los pacientes, habitualmente jóvenes, ven drásticamente prolongada su esperanza de vida sin que se reduzca su calidad.

Una vez se ha establecido una cifra fiable de AVAC, se puede comparar la diferencia de estos y la variación de costes entre el antiguo y el nuevo tratamiento. Si el número de AVAC disminuye, el nuevo tratamiento será rechazado de inmediato; si, por el contrario, aumenta, al tiempo que los costes disminuyen, resulta evidente que hay que decantarse por financiar un tratamiento nuevo que resulta a la vez más eficaz y más barato. Sin embargo, lo más habitual es que tanto el número de AVAC como los costes aumenten, y entonces el NICE debe ponderar su decisión. Lo que hace en estos casos es calcular la denominada «relación de coste-efectividad incremental» (RCEI) dividiendo el aumento del número de AVAC por el aumento de costes. Esta medida nos indica cuál es el incremento de costes por cada AVAC ganado. Por regla general, el NICE establece su umbral para la RCEI máxima que financiará entre las 20 000 y las 30000 libras por AVAC.

En agosto de 2018, los enfermos de atrofia muscular espinal y sus familias, incluidos Daniella, John y Rudi, aguardaban ansiosos a saber si el NICE aprobaría el uso del Spinraza en el sistema británico de salud. El NICE reconocía que el Spinraza «proporciona importantes beneficios de salud» a los pacientes con AME. Por otra parte, los resultados en cuanto a mejora de la calidad de vida también eran extremadamente positivos. Se esperaba que el Spinraza generara 5,29 AVAC adicionales. Sin embargo, resultaba que el coste adicional ascendía a la cuantiosa suma de 2160048 libras, lo que daba una RCEI de más de 400 000 libras por cada AVAC ganado, una cifra que se situaba muy por encima del umbral del NICE. Pese al convincente testimonio aportado por los enfermos de AME y sus cuidadores, la ecuación de Dios dejaba como única opción prohibir el uso del Spinraza en el sistema británico de salud.

Afortunadamente para la familia Else, Rudi está inscrito en lo que se conoce como un «programa de autorización temporal» gestionado por Biogen, el fabricante del fármaco, que posibilita que los bebés con AME de tipo 1 sean tratados con el fármaco. En febrero de 2019, Rudi recibió su décima inyección, y hoy es un niño de tres años que se desarrolla con normalidad y cuya esperanza de vida supera con creces la de los enfermos de AME tipo 1 a los que no se trata con Spinraza. Pese a ello, el NICE sigue sin aprobar el uso de este fármaco capaz de salvar vidas y prolongarlas para los enfermos de AME en el sistema de salud pública del Reino Unido.

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