Kitabı oku: «El sonido de un tren en la noche», sayfa 2

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Desde mi asiento de la última fila apenas podía ver qué sucedía. Delante de mí los pasajeros alargaban el cuello, y sus cabezas, cubiertas con pelo alborotado o con gorros de lana, asomaban por encima del respaldo de los asientos y se ladeaban hacia las ventanas. El murmullo era cada vez más fuerte. Un bebé rompió a llorar. La oscuridad impenetrable del exterior se iluminaba con los relámpagos que atravesaban las nubes negras. Una lluvia torrencial caía sobre nosotros y el viento zarandeaba las copas de los árboles como si estuvieran sostenidas por frágiles ramas. Una luz tenue se encendió en el techo del pasillo y la oronda figura del conductor apareció junto a la entrada. Explicó lo sucedido a voz en grito, aunque sostenía un micrófono en la mano. El murmullo cesó de inmediato, algunas cabezas volvieron a acomodarse en los respaldos de los asientos y el conductor, ataviado con un chubasquero brillante, descendió del autobús acompañado por un joven con aspecto de boxeador que se levantó de las primeras filas.

Un murmullo se quedó suspendido en el aire. Las voces gruñían entre la queja y la resignación. Podría haber sido peor, así que demos las gracias, bramó una voz grave. El bebé dejó de llorar. El conductor regresó con cara de circunstancia. No podremos continuar, explicó, llamaré por radio de inmediato y con un poco de suerte en dos horas llegará otro vehículo. Algunos pasajeros empezaron a alterarse y el joven con aspecto de boxeador, aún cubierto con el chubasquero brillante, pidió calma; hemos estado a punto de chocar con un ciervo, dijo, y si no llega a ser por la habilidad de este buen hombre, podría haber sido peor. Amén, exclamó la voz grave. El maletero se abrió para que cada cual recogiera sus objetos personales. Unos y otros se refugiaban en los paraguas que iban cambiando de manos. Llevo más de veinte años tomando este autobús y nunca me había sucedido algo parecido, le contaba una señora de pelo blanco a la joven que viajaba a su lado. Yo es la primera vez que voy a Seattle, respondió esta. Sorteé los paraguas, cogí mi mochila y me alejé de allí.

Caminé en dirección norte bajo la lluvia durante largo rato, el viento había amainado y las copas de los árboles se sacudían ligeras. Cada cincuenta pasos una farola iluminaba la solitaria carretera. Mis pies chapoteaban dentro de las botas y apenas podía sortear los charcos que se multiplicaban en el arcén. Escuché búhos ulular y lobos aullar. O quizá no fueran más que sonidos inventados por mi incertidumbre. No sentí miedo. Me guiaba gracias a las farolas, convertidas en migas de pan que alguien hubiera dejado para mí. Llegué a un desvío iluminado por la única luz que parpadeaba. Busqué señales o carteles que pusieran un nombre a mi meta. Me adentré en el camino sin asfaltar y aposté toda mi suerte a la confianza de mi instinto. Giré hacia el oeste y descendí colina abajo. Los relámpagos eran ahora linternas que iluminaban la noche cerrada. Tenía los dedos de las manos y de los pies entumecidos, las piernas me pesaban y mis zancadas eran patadas al aire. Un destello de luz a lo lejos me devolvió la esperanza. La lluvia intentaba darme un respiro y arreciaba unos minutos antes de volverse torrencial de nuevo. Clavé mis ojos en la luz parpadeante, y supliqué a quien pudiera escucharme que no fuera un espejismo. Sentí una presencia pegada a mi espalda y aceleré el paso. Una franja de cielo empezó a clarear en el horizonte, era un fenómeno extraño, imposible, y en esa claridad descubrí las sombras del perfil de varios tejados. Vida. El aire se impregnó de un aroma a salitre y a algas. Las olas rugían más allá de los tejados y la luz que había vislumbrado desde lo alto de la colina se convirtió en un farolillo junto a la puerta de una casa. Un cartel de madera parcialmente cubierto por las ramas desnudas de un matorral por fin ponía un nombre a mi destino: La Casa de La Playa. Hice sonar la campana de hierro sin mucha energía. Una luz se encendió en el interior, la puerta chirrió y una mujer diminuta apareció sonriente. Al verla, rompí a llorar.

Oh, my Ocean!, pero si estás empapada, exclamó. Me agarró del brazo y me empujó con suavidad hacia el interior. Agradecí tener un techo sobre mí, pero aún sentía la lluvia calando mis huesos. El chasquido de mis dientes resonaba junto con el chisporroteo de la leña de la chimenea hasta que el calor empezó a derretir la fina capa de humedad que me cubría. La desconocida empezó a quitarme la ropa sin que yo pudiera oponer resistencia alguna. La miré fijamente, no dejaba de sonreír y de hablar en un murmullo. Me envolvió en dos mantas, me sentó junto al fuego y se quedó inmóvil junto a mí. Aunque yo estaba sentada nuestras cabezas estaban a la misma altura. Tardé un rato en controlar los espasmos de mi cuerpo. Levanté la mirada hacia ella y me hundí en su mirada azul topacio. Posó su diminuta mano sobre mi hombro, y apretó sus dedos con suavidad. Lanzó un leño a la chimenea con una mano mientras recogía mi ropa empapada con la otra. Se movía con agilidad. Me tapó con otra manta de colores y, en un acto reflejo, hundí la cara en ella y aspiré la calidez de su aroma.

Se llevó mi abrigo hasta una puerta al otro lado del salón, y dejó un rastro de agua detrás de ella. Oí sonidos de cazuelas y cucharas en la distancia y mi estómago empezó a rugir. La puerta tras la que había desaparecido mi anfitriona volvió a abrirse y su figura regresó entre las sombras:

—Aquí tienes —dijo— este caldo tiene poderes curativos… Bebe despacio que está muy caliente, ya verás, en seguida entrarás en calor.

Flexioné y estiré los dedos varias veces antes de agarrar la taza y sonreí. Inspiré el aroma del brandy y acto seguido me abrasé los labios sin apenas mojarlos. Sujeté la taza con las dos manos para evitar que el caldo se derramara. Ella levantó el dedo índice y puso los brazos en jarras, te lo he advertido, rechistó antes de hundir un atizador en las brasas. Dio unas palmadas y sacudió el hollín de sus manos, tomó el libro que había sobre la mesa y se sentó a leer en el sofá. Agradecí la distancia que momentáneamente puso entre nosotras. La observé con la mirada de confianza que tienen los que han compartido la rutina de una larga vida. El caldo se filtró por mis huesos y consiguió que los espasmos cesaran.

—Muchas gracias —dije apenas sin voz—, estaba delicioso.

—Lo sé —añadió sin apartar la vista de su novela—. Te dije que tenía poderes curativos. Todos lo saben.

—Sí, estoy segura de ello.

Busqué a mi alrededor a alguien a quien hiciera referencia con ese «todos». Escudriñé la estancia y junto a la chimenea descubrí varios marcos con fotografías, imágenes en blanco y negro, enmarcadas y arracimadas, que se extendían por los claroscuros de la pared.

—Es mi familia —explicó con su mirada posada en la mía—, desde mis bisabuelos hasta nosotras. — ¿Nosotras?— esos de allí son ellos, mis bisabuelos, —señaló la foto más alejada— llegaron desde el este allá por el año 1880, y en ese mismo año pusieron la primera piedra de este lugar… Oh, my Ocean! —su mirada se quedó suspendida en el álbum de fotos colgado—. El año pasado celebramos el primer centenario de La Casa de La Playa. ¡Un siglo de vida!… oh… Es una pena que no te perdieras por aquel entonces… Fue una celebración memorable.

Repitió el chasquido con su lengua, se sonrió, regresó a las páginas de su novela y sus palabras se quedaron flotando entre nosotras. Bajo el peso de las mantas mi cuerpo seguía tenso. Pensé en Alicia en el País de las Maravillas, en la madriguera y en el viaje que tantas veces había leído de niña. Apenas habían pasado unas semanas desde mi huida y sentada en aquel salón me parecía estar a una eternidad de distancia de mi vida.

—Así que te has perdido —exclamó de pronto. Parecía que estuviera leyendo mi historia en su novela.

—Sí, bueno, iba a…, venía de…

—No te preocupes, no es algo habitual en esta época del año, pero a veces pasa —la miré extrañada—: No me refiero a perderse, no, la gente se pierde constantemente. Yo, sin ir más lejos, hace un par de meses me perdí cuando fui al mercado… Y eso que he crecido en las tres calles que tiene este pueblo… ¡Imagina! —Dio una palmada al aire—. Pero algunas personas creen que llegan hasta aquí por culpa de la carretera, un desvío confuso entre las montañas o algo parecido, pero eso no es cierto —la luz del fuego iluminó su rostro y habló en un susurro—: Si llegáis hasta aquí es porque el destino así lo ha querido. La casualidad no tiene nada que ver con Hats.

—¿Hats?

—Exacto, sweetie. Hats. Bienvenida a La Casa de La Playa… Un nombre muy original, ¿no te parece? —Una carcajada interrumpió su explicación—. Y justo ahí —señaló con el dedo pulgar por encima de su hombro—, se sirve la mejor comida de la costa oeste. Y no es porque lo diga yo. Pero así es.

—Ah…

—Me llamo Dolly, por cierto.

—Yo…

—Quizá sea demasiada información. Lo siento.

—No, no… es que… yo. Sophie. Me llamo Sophie. —Sentí el calor subir por mis mejillas.

—Sophie… Mmmm… Bienvenida.

No dejé de revolverme en la butaca; estaba incómoda, me incorporé y desvié mi atenciLón hacia las siluetas inertes ocultas en la oscuridad. Dos mesas de madera alargadas protegían nuestra retaguardia y, sobre ellas, varios jarrones de cristal vacíos se reflejaban en la cristalera desde la que se intuía el mar. La luz tenue iluminaba las paredes del fondo, una alacena atestada de vajilla y copas de varios colores cubría una de las paredes. El brillo de la mirada de Dolly me vigilaba en medio de la oscuridad y las sombras de las plantas se propagaban por los rincones hacia el techo.

—Parece un museo.

—Ya lo creo que lo parece —sonrió orgullosa—. Mucha gente ha estado interesada en llevarse algo de aquí, una silla, un jarrón, un cuadro… Pero no, no, no —movió el dedo índice despacio y negó con la cabeza—, aquí no hay nada a la venta. Todo esto forma parte de nuestra historia. Es nuestra historia, y así debe seguir siendo.

—Es un lugar encantador, Dolly. Es tan…

—Mágico. Sí, lo sé.

Sí. Lo sabía. Ella formaba parte de esa magia. Y no era más que un salón atestado de muebles viejos decorado con objetos antiguos y fotografías de vidas pasadas, pero la historia que pesaba sobre ellos y la luz que iluminaba la estancia lo transformaba en un escenario extraordinario. La voz de Dolly flotaba en el aire, como una suave melodía, y parecía estar recitando su discurso, aunque hablara con la contundencia del que se sabe con la razón. En ocasiones, cada vez que descubría algún objeto nuevo, regresaba a ella, pero no me atrevía a preguntar nada. Me quedaba hipnotizada con los destellos del agua marina de su mirada. Apenas tocaba el suelo con los pies y sus cortas piernas se balanceaban en el aire y la dotaban de una graciosa jovialidad y, mientras hablaba, jugueteaba con los bucles plateados de su melena. Durante el breve tiempo que duró su bienvenida me liberé de la soledad desparramada por mi cabeza y me sentí protegida por los brazos de la butaca.

De pronto sentí la necesidad de salir corriendo, la prisa se apoderó de mí, me deshice de las mantas y me levanté de un salto. Dolly brincó en su asiento y me miró con sorpresa.

—Ya la he molestado bastante, creo que ya va siendo hora de emprender mi marcha. Siento haberle robado su tiempo…

—A mí no me has robado nada, sweetie, mi tiempo es mío y hago con él lo que yo quiero.

—Es usted muy amable. De verdad. Muy amable. Sí. Muchas gracias, de corazón —doblé las mantas y las dejé sobre el respaldo del sofá. Hundí los dedos en mi corta cabellera y sacudí la humedad. Me topé con mi rostro en el reflejo del cristal de una de las fotografías y dos lagrimones empezaron a rodar por mis mejillas. Dolly volvió a chasquear su lengua, me tomó del brazo y habló en un suspiró:

—Vamos —dijo—, te enseñaré tu habitación.

—Có… cómo… yo…

—Déjalo estar… Lo de los agradecimientos y todo eso está muy bien, eres una jovencita muy educada, por cierto. Pero dime, sweetie, ¿adónde pretendes ir a estas horas? —me agarró por las muñecas y arqueó el cuello hacia atrás para mirarme—. Es imposible que llegues a ningún lado esta noche, a estas alturas el camino será un riachuelo de barro. No podrás avanzar más de veinte pasos. La verdad es que no sé cómo has podido llegar hasta aquí sin quedarte atascada en el fango… Lo siento, pero hasta que la tormenta no pase de largo no creo que puedas salir de Hats. —Su explicación me sonó como una amenaza y mi cuerpo se entumeció—. Si salieras ahora ahí fuera, la montaña te atraparía y nadie podría salvarte. —Me soltó y empezó a encender todas las lámparas que había a nuestro alrededor. La luz transformó el lugar—. Créeme, sé de lo que hablo. El destino tendrá sus razones para haberte traído hasta aquí —hizo una simpática mueca—, aunque ya tendremos tiempo para descubrirlas. Ahora es hora de descansar. Ven conmigo, vamos a elegir tu habitación y mañana será otro día —me miró de arriba abajo—tendremos que encontrar algo de ropa seca si queremos mantenerte con vida…

—¡Mi ropa! —Corrí hacia la entrada y me abalancé sobre mi mochila, me abracé a ella y caminé detrás de Dolly.

Los peldaños de la escalera crujían a cada paso, al llegar a lo alto Dolly giró sobre sus talones y me mostró las puertas de las habitaciones distribuidas a lo largo del ancho pasillo. Una blanca sonrisa iluminó su rostro: elige una, exclamó. Contagiada de su entusiasmo, un cosquilleo sacudió el cansancio de mi cuerpo. Recorrí el pasillo y entreabrí cada una de las puertas. Dolly me observaba divertida, apoyada en la barandilla de madera. Cuando llegué a la última de todas caminé hasta la ventana, descorrí las cortinas y una luz gris bañó la habitación. Me quedaré aquí, exclamé en un grito silencioso.

—¿Cómo? —Su diminuta figura asomó por la puerta.

—Me quedaré en esta… Si te parece bien.

—Fantástico —exclamó—. Has elegido mi favorita. —Sacó un manojo de llaves del bolsillo de su chaqueta y jugueteó con él—. Aquí tienes.

—Dolly, yo…

—De nada, sweetie. Bienvenida. —Atrapó mi mano entre las suyas y susurró—: Date un baño caliente, ponte cómoda y descansa. Ya verás qué buen día amanece mañana. Estas tormentas dejan el cielo tan limpio…

—Mañana…

—Mañana, Sophie, mañana… Buenas noches.

Oí sus pasos alejarse por la escalera y el silencio invadió la habitación. Pensé en los demás viajeros del autobús, no conocía a ninguno, ni siquiera hablé con ellos, pero fueron el último eslabón de la cadena que me unía a mi otra realidad, antes de adentrarme en aquel enigmático lugar. Observé mi rostro en el reflejo de la ventana, trazos confusos y desdibujados en el cristal, en los que no logré encontrarme. Hola, Sophie. La lluvia paró en seco, como un grifo cerrado, y la luna apareció entre las nubes. Intuí el mar más allá de la oscuridad. Me desplomé sobre el edredón y mi cuerpo se sumergió en las plumas, una descarga de placer me sacudió debajo de la ropa aún húmeda. Los diminutos cristales que colgaban de los brazos de la lámpara brillaban en el techo y formaron un universo de constelaciones. ¿Qué hago aquí?, ¿qué hago aquí? Mis pulmones empezaron a empequeñecerse. Es inevitable recordar sin recrearme en la sensación de pánico apoderándose de mí. Aquella noche está llena de lagunas y las escenas aparecen intermitentes en mi memoria. El silencio, la espuma creciendo dentro de la bañera, la luna en el cielo cubierto, el vapor de agua flotando en la habitación, la falta de aire y el aroma a vainilla. La soledad.

La distancia es respetuosa con el pasado, nos muestra los episodios distorsionados de lo que hemos vivido y disuelve el dolor a lo largo de los años. Nuestra historia cambia cuando la observamos desde una perspectiva lejana. Cuando pienso en aquella noche siento una pena que me conmueve, pero a medida que me recreo en los recuerdos, el sentimiento desaparece y una extraña sensación se apodera de mí y consigo desprenderme de esa pena. Y me siento libre.

Abandoné el vacío de aquella habitación, me escondí bajo el edredón y escapé de la soledad a toda prisa. Aterricé sobre mi propia huella en la arena húmeda, rodeada de naranjos y limoneros. La voz de mi madre me llamaba desde lejos, mamá dice que vayamos a comer, mi hermano también estaba allí, pero no pude verlo. Empecé a buscarlo entre los árboles. A gritar su nombre. No podía estar allí, ninguno de los dos debía estar allí, pero nadie tenía por qué saberlo. No puedes estar aquí. Olvídalo todo. Otra voz familiar me advertía desde un rincón de mi habitación. Olvídalo todo. Me quedé dormida con el sonido de esas palabras repetidas, y caí en un profundo sueño del que no desperté en dos días.

Los dos días que pasé soñando con amanecer en una casa que ya no existía.

3

Jacobo nació el mes en el que Clementina cumplió los tres años. A diferencia de su hermana, Jacobo era un bebé inquieto. Lloraba con tanta rabia, y sus llantos alargaban tanto las horas, que a veces Mrs. Petty se contagiaba de su desesperación. Lina, la madre de Clementina y Jacobo, era una mujer urbana, habitual en las fiestas y reuniones que se celebraran cada semana en la ciudad, pero cada vez que ponía un pie en su casa de verano, se transformaba y se convertía en una mujer distinta. Paseaba con sus hijos entre los naranjos, era tan feliz en aquel lugar, aunque pudiera palpar la melancolía en la humedad del aire que, junto al aroma de las higueras, la arrastraba por los instantes felices de sus recuerdos de infancia y juventud. La nostalgia envolvía los atardeceres hasta que los grillos empezaban a cantar.

La Rencorosa, cobijada en el silencio de las sombras, escuchaba los relatos que su hija compartía con los pequeños y negaba con la cabeza. Después empezaba a resoplar con fuerza hasta que llamaba la atención de alguno de los tres. No creas todo lo que dice tu madre, refunfuñaba, tiene una imaginación fuera de lo normal. Y sin mirarla le espetaba: Es imposible que te acuerdes de todo eso que cuentas, el último verano que pasamos aquí no tenías más de cinco o seis años y, además, estábamos en plena guerra así que es poco probable que aquella época generara algún recuerdo bonito en la memoria de nadie… Invención, Catalina, esas historias que cuentas no son más que pura invención.

Clementina abría sus enormes ojos marrones y miraba a su madre con preocupación. Lina se limitaba a acariciarle el pelo, sin borrar la sonrisa de su rostro, y continuaba hablando, haciendo caso omiso a las palabras de su madre. Reacciones como esta provocaban un sentimiento confuso, mezcla de rabia y desolación, en la Rencorosa, quien, ante la indiferencia mostrada, se limitaba a regresar a su solitaria cueva, víctima de su propio rencor.

Lina no necesitaba escuchar que sus recuerdos fueran producto de su imaginación o momentos idealizados gracias al paso del tiempo, que regresaban a su memoria inspirados por la inocente mirada de sus hijos. Los veraneos de su niñez fueron muy distintos a los que ahora disfrutaban Clementina y Jacobo, pero no por ello habían sido infelices. De hecho, la casa que tenían estaba cerca de la que, por aquel entonces, tuvieron sus padres.

Jaime la mandó construir a los pocos meses de casarse. La edificación parecía una fortaleza, a la que solo se podía acceder por un viejo camino de tierra, y estaba situada en la ladera de la montaña, en medio de un pinar. Las buganvillas y los jazmines trepaban por las paredes de los muros de piedra, y el aroma a azahar y jazmín se mezclaba con el del dulzor de las higueras. Fue la propia Clementina quien bautizó la casa años después de que la construyera el joven matrimonio, El Castillo, balbuceó la pequeña apuntando a la estrecha torre desde la que se atisbaba el horizonte azul del Mediterráneo.

Apenas a un kilómetro de distancia de allí, atrapado en un tiempo pasado, se encontraba el huerto que antaño había pertenecido a la familia de Lina. Frente al viejo secadero de la casa de sus suegros Jaime mandó construir una piscina con forma de haba, y trasplantaron algunas palmeras alrededor para que durante el día hubiera sombras en las que guarecerse. En la parte trasera levantaron una pérgola que cubrieron con hojas de parra y allí se reunían en torno a las paellas cocinadas por Jaime, y los más pequeños luchaban por conseguir la última cucharada de socarrat.

Durante los días en El Castillo la vida se ralentizaba. Las normas se desperdigaban por el camino a medida que el vehículo se acercaba a la costa y a todos les invadía una idéntica sensación de libertad. Nada más cruzar la verja de la entrada, Clementina y Jacobo se descalzaban en el asiento trasero y saltaban del coche para restregar sus pies en la hierba mojada y correteaban bajo la luz transparente y reían a carcajada limpia. Tanto para ellos como para sus padres los veranos eran lo más parecido a tener una vida normal en la que podían gozar de cierta libertad.

Jaime y Lina les dedicaban a sus hijos casi todo el tiempo libre del que disponían. Los protegían de las cámaras y de los medios que tanto se interesaban por retratar cada uno de sus pasos. Son invisibles, gruñía Lina entre dientes cuando algún fotógrafo los abordaba, y así fue como los dos hermanos aprendieron a traspasarlos con la mirada y a fingir la sonrisa. La relación entre Clementina y Jacobo era como la mayoría de las relaciones fraternales. Se odiaron y se quisieron como solo los hermanos son capaces de hacerlo. Admiraban en secreto las virtudes del otro y se jactaban de sus defectos. Se defendieron y acusaron después de cometer cualquier fechoría, confesaron secretos que jamás desvelaron a nadie y, con el paso de los años, se convirtieron en los mejores amigos.

Durante un tiempo, Clementina fue la única hija del grupo de amigos de sus padres. Escuchaba con atención cuando estos hablaban, analizaba cada detalle, y sus conclusiones eran recibidas con una carcajada entre el divertimento y la condescendencia. Pero lo que de verdad le gustaba hacer a Clementina era observar a su madre; imitaba sus gestos y disfrutaba descubriendo las miradas de admiración de los que la rodeaban. Cuando se atrevía a compartir sus inquietudes acerca del futuro con Mrs. Petty, la niñera respondía unas veces con orgullo y en otras ocasiones se sonrojaba y simulaba enfadarse.

—No tengas tanta prisa por crecer —refunfuñaba—. Cuando te haces mayor ya no hay marcha atrás y, como te descuides, un día descubrirás lo rápido que ha pasado el tiempo.

—Lo dices porque tú eres mayor y puedes hacer lo que quieras.

—No, lo digo porque yo también fui niña y ahora sé que la infancia es uno de los mejores lugares en los que podemos vivir. —Mrs. Petty se sentaba en la mecedora y la pequeña reptaba hasta su regazo—. Piensa que esto es algo así como el ensayo más importante de tu vida.

—¿Cómo en una obra de teatro?

—Exacto. Es el ensayo de tu obra de teatro. Así que presta atención a este momento, pequeña, y disfrútalo lo mejor que puedas, porque ahora estás dando forma al molde en el que deberás encajar el resto de tu vida.

Clementina se divertía parloteando con Mrs. Petty, aunque muchas de sus palabras se filtraban en su memoria y se perdían en el olvido. Pero cuando Mrs. Petty hablaba, conseguía que todo pareciera un cuento al que Clementina regresaba los años siguientes. Fue la niñera quien le descubrió las historias de las heroínas de la literatura que la pequeña terminaría convirtiendo en sus referentes. Con Ana de las Tejas Verdes, Clementina compartía el color de su pelo, aunque este se hubiera transformado en rubio al poco tiempo de nacer. Tengo espíritu de pelirroja, decía. Con Jo March, su pasión por los libros, por alejarse de lo que los demás llamaban normalidad y por crear mundos imaginarios a los que escapar. Y su admiración por Jane Eyre era muy diferente, más respetuosa, como si temiera acercarse demasiado a ella. Quizá su instinto le advirtiera del inevitable futuro que compartiría con la heroína. Y así fue como los libros se convirtieron en el único refugio en el que se sentía a salvo.

Clementina siempre se quejaba de la imposibilidad de llevar el mismo uniforme escolar que su hermano al colegio. Y si un niño se atrevía a mirarle las piernas, le asestaba un puntapié de inmediato. En una ocasión, cuando ya había cumplido los catorce años, uno de los chicos que acudía con su pandilla a la puerta de su colegio para ver salir a las chicas, tuvo la fatídica idea de bromear con ella y con su falda, Clementina se giró hacia él con la mirada encendida y su patada voló hasta la entrepierna del zagal que no tuvo tiempo de reaccionar; puso sus manos sobre entrepierna, se encogió y cayó al suelo como un saco de patatas. La expresión de dolor se congeló en su rostro y dos lagrimones rodaron por sus mejillas encendidas. Una de las maestras presenció la escena desde la puerta, se abrazó a su rebeca negra y corrió hacia ellos. Clementina mantuvo su mirada clavada en su víctima hasta que se desprendió del susto y gruñó: ¡Y no vuelvas a levantarme la falda! Horas más tarde, Lina recibió la llamada telefónica de la madre del joven, a aquella mujer no le importó lo más mínimo dirigirse a una marquesa; sapos y culebras le salieron disparados de la garganta y Lina apenas pudo articular palabra durante la conversación. Clementina aguardaba en el umbral de la puerta, con la mirada interrogante clavada en su padre y mirando de reojo la transformación que estaba sufriendo el rostro de su madre con el auricular del teléfono pegado a su oreja. Lina se giró hacia ella en varias ocasiones y le lanzó miradas incendiadas. Después de colgar, la pequeña arrastró los pies y se adelantó un poco. Se quedó plantada en medio de la estancia, con la cabeza agachada y los brazos enlazados en la espalda. Escuchó cómo su madre relataba los hechos que ella había protagonizado. Odiaba que los demás contaran algo que ella había vivido en primera persona y siempre terminaba corrigiéndolos. Aquel día optó por callar. Jaime atendía sin mediar palabra, con una expresión de sorpresa en la mirada y una sutil sonrisa en sus labios.

—El niño está bien —aclaró Lina— solo ha sido un susto. ¡Pero eso no te librará de tu castigo, jovencita!

Clementina continuaba inmóvil, con el cuello tenso y cada vez más erguido, hasta que estalló en un grito:

—¡Me ha levantado la falda delante de todo el mundo!

—¿Cómo? —Jaime saltó del sofá—. Ese miserable… ¿quién es? ¿Cómo se llama?— Lina acababa de perder la batalla con su hija.

—Son cosas que pasan —dijo— es mejor dejarlo estar. Pero no puedes comportarte así, Clementina—agregó, señalándola con el dedo— ya eres casi una mujercita y no olvides que tienes un nombre que respetar…

Clementina torció su gesto y atrapó la cólera en el estómago. La realidad era que prefería dar patadas a un balón antes que acudir a clases de ballet, y leer cuentos de aventuras en lugar de jugar con los tacones de su madre y, cuando se enfadaba, se dedicaba a hablar en inglés con todo el mundo. Con las sirvientas; con el chófer; con Marcelino, el panadero; e incluso con su profesora de francés… Insistía en emplear este idioma, sobre todo con las personas que tuvieran un conocimiento nulo del mismo. Para Jacobo, su hermana era lo más parecido a una heroína. Siempre estaba pegado a su espalda e imitaba con torpeza sus gestos y repetía sus palabras como un papagayo. Pero cuando la desesperación llevaba a Lina a castigar a su hija, la pequeña se recostaba sobre la cama y se pasaba las horas con un libro entre las manos. Se volcaba tanto en las historias que leía, que las transformaba en su realidad. Horas después se sentaba a la mesa del comedor convertida en uno de los personajes elegidos; una aventurera, una mendiga, un hada o en cualquier otro personaje. Siempre conseguía arrancarle una sonrisa a su padre y antes de llegar al postre, la reconciliación sobrevolaba los platos. Entonces Jacobo hacía lo mismo que ella y se metía en la piel de los dibujos del último TBO que su padre le hubiera comprado en el quiosco. A ver si un día te da por convertirte en Carpanta, hijo, le decía su madre mientras le troceaba su filete en diminutos pedazos que él acumulaba en el moflete hasta la sobremesa.

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Hacim:
261 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9788412229905
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Serideki 14 kitap "Tierras de la Nieve Roja"
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