Kitabı oku: «El sonido de un tren en la noche», sayfa 4

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De haber sabido lo que iba a suceder, Lina habría hecho muchas cosas de otra manera.

Habría desandado algunos caminos y habría reescrito los días pasados. Se habría esforzado en mejorar los recuerdos que sobrevivirían en la memoria de Clementina.

De haber sabido que su despedida estaba tan cerca, habría pasado más tiempo con ella y habrían redactado juntas una lista con las frases imprescindibles en la vida de una hija. De haber sabido que los relojes se pararían aquella inesperada mañana del mes de septiembre, días antes de su decimosexto cumpleaños, Jaime se habría sentado a su lado bajo la higuera en la última tarde de verano que pasaron juntos, y le habría dicho que no tuviera miedo, que todo iría bien, y le habría convencido de lo fuerte que era, y de que nunca debía sentirse sola porque ellos siempre estarían a su lado.

Le habría prometido que nunca la abandonarían, aunque ya no volvieran a verse.

Jaime habría intentado engañar al destino y habría cambiado de planes. No habría apurado hasta el domingo y habría evitado conducir a toda velocidad para llegar a tiempo a la función de Clementina. O le habría pedido al chófer que los condujera hasta allí, en lugar de ponerse al volante de su coche nuevo. Era el último verano que Clementina iba a pasar en el campamento de verano y ese año le habían dado el papel de árbol en la obra, uno de sus favoritos. Lina había insistido en salir el viernes, pero Jaime quería aprovechar su último fin de semana de verano. No habrá tráfico, dijo, si salimos temprano llegaremos a tiempo para comer en Segovia.

Jacobo pasó su última noche despidiéndose entre lágrimas de Amparo. Su primer amor. Y si hubiera tenido la oportunidad de hacerse mayor, en el futuro la recordaría cuando estuviera jugando en casa con los hijos que hubiera tenido con la mujer con la que se hubiera casado años después, pero nunca olvidaría aquel amor de verano, ni su primer beso, ni el dolor que sintió al separarse de ella. Y de haber sabido que nunca volvería a verla, le habría dicho que jamás la olvidaría y que siempre la llevaría en su corazón. Y no le habría prometido escribirle una carta cada semana, porque su padre le enseñó a no prometer en vano.

En la mañana de aquel último domingo, Lina salió a pasear temprano para recoger una cesta de clementinas, naranjas y limones. Jaime desayunó una tostada de pan recién hecho empapado en aceite y dos cafés con leche antes de ayudar a ordenar el equipaje en el maletero del coche. Colocó la cesta de mimbre llena de fruta en el asiento trasero, junto a su hijo. Se despidieron de la cocinera y del ama de llaves. Y de haber sabido que no iba a volver a verla, Clotilde habría abrazado a Lina con más fuerza, y le habría confesado, con su habitual entusiasmo, lo orgullosa que estaba de ver a la mujer en la que se había convertido. Y ambas se habrían dicho adiós con lágrimas en los ojos. Pero, en lugar de esto, se despidieron con un hasta pronto y un pellizco en el estómago de Clotilde.

Lina se cubrió el pelo con un pañuelo de seda rosa y se puso unas enormes gafas de sol de montura de carey. El vehículo avanzó lento por el camino, los neumáticos crujieron en el suelo y diminutas piedras saltaron a su paso. Jacobo se asomó por la ventana y agitó la mano en dirección al algarrobo al que había trepado Amparo. Jaime y Lina fingieron no verlo llorar, se miraron de reojo y sonrieron.

Tres horas y quince minutos después Jacobo dormía a pierna suelta en el asiento trasero y Lina repasaba el carmín rojo de sus labios, un rayo de sol se clavó en el espejo retrovisor y cegó a Jaime que, justo en ese instante, intentaba encender su cigarrillo. La carretera se volvió invisible durante una décima de segundo y algo corrió veloz por el arcén; un perro abandonado, o quizás fuera un conejo. Jaime dio un volantazo para evitar el choque. Durante unos metros circuló por el carril contrario y, cuando estaba a punto de recuperar el control de la situación, apareció por la curva un camión cargado de heno. El choque fue inevitable.

La imagen del coche calcinado se inmortalizó en las portadas de todos los periódicos del país. Las teorías acerca del accidente y los titulares dramáticos fueron el tema de conversación de los bares y cafés durante semanas. El conductor del camión sufrió varias crisis de ansiedad aquel domingo. La primera, al saltar de la cabina de su camión y correr hacia el vehículo accidentado para socorrer a sus ocupantes; la segunda, cuando una fuerte explosión lo empujó unos metros y lo dejó sentado en la cuneta; y, la tercera, cuando se enteró de la identidad de los fallecidos. Los Marqueses de Azahar, exclamó alguien a voz en grito, y el camionero tuvo que apoyarse en uno de los agentes para evitar caer al suelo de nuevo y, con la voz entrecortada, habló del fuerte olor a azahar que desprendía la nube de humo tras la explosión, los agentes intercambiaron gestos de incredulidad, uno de ellos leía en voz alta las notas que iba tomando en su libreta. Naranjas y clementinas desperdigadas en el lugar del accidente, recalcó. Y todas las miradas se volvieron hacia la carretera.

En la comisaría el camionero repitió su testimonio hasta cinco veces y, salvo por la fuerza que fue perdiendo su voz, fue siempre el mismo. Describió con detalle la secuencia de los hechos una y otra vez, mientras su mujer aguardaba paciente en la sala de espera de la comisaría. Salieron de allí casi al alba, sentados en el asiento trasero de un coche de policía. No cruzaron una sola palabra hasta llegar a su casa. Durante el desayuno vaciaron en silencio una cafetera y, después de darle muchas vueltas, el camionero decidió que no hablaría con nadie de lo único que no mencionó en ninguno de los interrogatorios. Ni siquiera se lo contaría a su mujer, aunque durante muchas noches despertaba sobresaltado al recordar la imagen del cigarrillo escapando de los dedos del conductor y cayendo a cámara lenta sobre un charco de gasolina. De qué serviría, se decía, qué necesidad había de que su hija creciera sabiendo que quizás, si aquel cigarrillo no hubiera estado encendido el fuego no habría convertido sus cuerpos en ceniza. Para qué dar vida a una esperanza calcinada.

De haber sabido que aquel día estaría de luto en los próximos calendarios de su vida, Clementina no les habría pedido que fueran a verla actuar, o habría decidido pasar el verano con ellos en lugar de marcharse de campamento con sus amigas. Entonces ella también hubiera fallecido en aquel accidente, y deseó tantas veces que así hubiera sido, que durante meses se buscaba en los espejos con la única esperanza de no verse reflejada en ellos. Comenzó a fantasear con la idea de convertirse en alguien diferente y encajar en otra vida sin añoranzas ni recuerdos a los que regresar.

De haber sabido todo lo que no iban a poder contarle, sus padres habrían dejado escritas en un cuaderno las respuestas a todas las preguntas que ella querría haberles hecho a lo largo de su vida. De haber sabido que no dispondría de tiempo para despedirse, Lina incluso le habría explicado las razones por las que ella y la Rencorosa empezaron a odiarse. Después, seguramente, se reirían juntas. Es pasado. Y nada tiene que ver contigo, le diría a su hija una y otra vez. Y entonces cambiaría de tema. Y hablaría de los cuentos de hadas y del amor: Cuando conozcas a esa persona lo sabrás, le habría dicho, no pierdas el tiempo intentando encontrar las razones por las que ese hombre podría ser bueno para ti, porque no tendrás tiempo para pensar en ello. Cuando te mire por primera vez el mundo se tambaleará bajo tus pies, y esa caída libre será lo que te indique que él es el adecuado. Y cuando hubiera terminado su relato acerca del príncipe encantado, Lina alargaría el silencio con el recuerdo flotando en su memoria, y su hija se quedaría inmóvil, con la mirada clavada en los nudos celestes de la alfombra de su habitación. Habría querido indagar acerca del momento en el que el suelo osciló bajo los pies de su madre, pero Lina insistiría en hablar solo de futuros y de abandonar los pasados en el lugar al que pertenecían.

Si alguien le hubiera contado cómo se iban a suceder los meses después del accidente, Clementina habría suplicado ser otra persona, vivir lejos de Madrid y de aquella casa que ya no volvería a oler a hogar. Escapar del sonido de su propio nombre. Habría elegido ser invisible para pasear entre la multitud y escuchar el murmullo de sus voces sin ser descubierta. El maldito foco que invadía sus días y que la perseguía allá adonde fuera para inmortalizar cada uno de sus gestos se habría fundido, y su tristeza no volvería a ser retratada por nadie. Lina habría inventado una historia para evitar la rendición de su hija y le habría prometido que siempre estaría cerca de ella. Habría aprovechado los silencios del duermevela de Clementina para colarse en sus sueños y para suplicarle que no se rindiera, y que saliera de la oscuridad que se había desplomado sobre su existencia.

Si aprendes a estar sola no tendrás razones para tener miedo, le había dicho su madre una noche de tormenta. O quizá solo lo soñara. Pero, a lo largo de los años, sus palabras se propagaron como un eco del que Clementina no podría escapar.

6

No paró de llover durante cuatro meses. El cielo despertaba encapotado y apenas vi su azul en ese tiempo. Cuatro meses grises sin más luz que la de la bombilla amarillenta de lámpara de la mesilla de noche. Mi piel se volvió de un color cetrino, y dos sombras oscuras se hundieron bajo mi mirada. Los recuerdos se colaban por las rendijas de las ventanas, evocados por un olor, una palabra o una canción tarareada en otro tiempo, y se quedaban suspendidos sobre mi letargo. Desarrollé una magistral habilidad para espantarlos. Cuando aparecían me decía: Jazmín. Y visualizaba un jazmín enorme cubierto de flores, inspiraba su aroma, y me concentraba en la perfección de sus idénticas formas. No hay nada tan hipnótico como dejarse envolver por su aroma y observar sus frágiles ramas suspendidas en el aire, es imposible mostrarse impasible ante su presencia. El jazmín es la flor de mi infancia. El jardín de Maggie estaba lleno de plantas, pero no tenía ningún jazminero, cuando le dije que era mi flor favorita, plantó uno para mí. Fue el primer regalo que me hizo. Y me comprometí a regarlo cada día, esa fue su manera de hacerme salir de la habitación. El día que brotó la primera flor recuperé algo parecido a mi sonrisa.

A Maggie le gustaba sorprender y agradar a los demás. No concebía que los días pasaran desapercibidos en los calendarios. Hay que celebrar, decía siempre, incluso cuando no haya nada que celebrar, hay que inventar una excusa. Solo perdía la paciencia cuando intentaba sonsacarme información acerca de mi pasado. Estuve a punto de caer en su trampa en cierta ocasión, y las verdades casi salieron despedidas de mi boca.

Olvídate de ti. No existes. Olvídate de ti. No existes.

La mañana en la que decidí salir de mi habitación me topé con Maggie y Dolly paradas en medio de la escalera. Cuchicheaban acerca de algo —relacionado conmigo, posiblemente— y, al verme, levantaron la cabeza, sonrieron y se miraron. Descendí tras ellas. Me sumergí en el aroma de la chimenea que flotaba en el salón, pero la humedad ya apenas se sentía en el aire. Acababa de entrar en la primera primavera de mi nueva vida. Dolly se detuvo junto a la puerta de la entrada, descolgó varias prendas de la percha, y me tendió un gorro de un amarillo tan brillante que no pude sostener la mirada mucho tiempo.

—Es de pesca —aclaró Maggie asomando la cabeza por el agujero del plástico trasparente que le cubría el cuerpo entero—. Son feos, pero son los mejores para este tiempo. —La luz blanca entraba por las ventanas—. No te dejes engañar por el sol y escucha el mar. El mar nunca miente —sentenció.

No entendía nada, pero obedecí, me puse un chubasquero como el suyo, y apreté el gorro amarillo. Nada más cruzar el umbral de la puerta un velo húmedo se posó sobre mi cabeza, las gemelas me miraron de reojo y acto seguido me calé el gorro hasta los ojos.

Fue el primer día que pasé por el lugar en el que me había escondido. Ni siquiera me había molestado en averiguar cómo era aquel pueblo más allá del jardín en el que el triciclo seguía oxidándose. Dejamos detrás de nosotras La Casa de La Playa y llegamos hasta una calle solitaria. Las luces de varios semáforos suspendidos por unos cables cambiaban de color, para controlar un tráfico invisible, y el rugido de las olas sobrevolaba los techos de la fila de casas que bordeaba la línea de la playa. El escenario que descubrí aquel día, rodeada por las fachadas que se levantaban a nuestro paso, tan pulcras y perfectas, y la calma en la que caminábamos me pareció tan poco creíble que apenas presté atención a la conversación de las gemelas hasta que Maggie apretó mi brazo. Escucha, escucha, me ordenó con la mirada clavada en su hermana. Dolly estaba hablando de sus bisabuelos, los de la fotografía de casa, ¿recuerdas?, me preguntó. Y se colgó de mi otro brazo. Cada vez que Dolly quería asegurarse de que tenía mi atención se colgaba de mi brazo. Y así fue como, por la idílica quietud del entorno y el increíble relato que escuché por primera vez, descubrí el pueblo de Hats.

Escoltada por las gemelas, fui testigo de una de las historias reales más fascinantes que jamás he escuchado. Hubo un tiempo en el que Hats era solo un lugar sin bautizar, un rincón perdido en la costa más allá de las montañas, al oeste del oeste. Un destino desconocido hacia el que se dirigían los peregrinos en busca de oro. De tierras vírgenes. En busca de un nuevo comienzo. Peregrinos que huían para encontrar, no para escapar. Eso era lo que me diferenciaba de ellos. Maggie y Dolly se contagiaban de su mutuo entusiasmo, parloteaban sin parar, brujuleaban por los años pasados y su discurso, a ratos atolondrado y otras emotivo, era cada vez más apasionante. La una terminaba las frases de la otra y representaban sus diálogos con una coordinación ensayada.

Entre la incredulidad y el asombro descubrí que los bisabuelos de aquellas dos mujeres fueron las primeras personas que habían llegado hasta allí a finales del siglo XIX. El señor y la señora Hat, exclamó Maggie. Así es, sweetie, este lugar se llama así por ellos. Y por nosotras, agregó Dolly. Es cierto, hermana, es cierto. Y por nosotras. Enmudecí. Caminé a su lado y atendí al resto de su relato mientras mis ojos, aún doloridos por los días de aislamiento, tanteaban los rincones que se iluminaban a nuestro paso. Los Hat estuvieron viajando durante más de dos años con su vida empaquetada en un carro de madera tirado por dos caballos, saltando de un estado a otro, sin llegar a descubrir su particular tierra prometida. No vayas a creer que solo hay una tierra prometida en este mundo redondo, aclaró Maggie, esa es una de las muchas mentiras que nos cuentan los libros de historia… Depende de quién la busque, la tierra prometida está más hacia el este o hacia el oeste. Al norte o al sur. Cuando los bisabuelos Hat llegaron a la cima de una de las montañas que rodeaban el pueblo y vieron el mar, supieron que habían encontrado su oro. O eso fue lo que aseguraban las hermanas. La bisabuela jamás había visto el mar, y al verlo por primera vez creyó que el océano era algo místico, una representación de dios en la tierra… Y por eso nosotras solo creemos en el dios del océano. ¡El Santo Océano cuida de nosotras!, exclamaron al unísono. Es imposible que mi desconcierto no aparezca con este recuerdo, aunque tengo la duda de que el tiempo lo haya idealizado. No se debe creer lo que uno no ha visto con sus propios ojos, ni tampoco se debe confiar en las palabras que nosotros mismos no nos atreveríamos a decir. Esta es la razón por la que aquella historia se ha quedado en el imaginario de mi memoria, aunque con el tiempo decidiera convertirla en realidad.

Hasta Hats llegaron familias enteras, agotadas de su cruzada por todo el país, y que solo buscaban un lugar en el que descansar y comenzar una vida tranquila.

—Nosotras somos esos hijos de los hijos de los hijos…

—Maggie, creo que esa parte ha quedado clara —replicó Dolly.

—A ti te ha quedado claro, porque tú conoces la historia. Pero Sophie igual no nos ha seguido, mira qué cara de susto tiene…

—Sí, sí, me ha quedado claro.

Las gemelas habían nacido y vivido toda su vida en Hats. Habían salido de su burbuja costera en contadas ocasiones. Cinco veces, para ser más exactos. Era posible vivir al margen de la vida que latía más allá de las montañas, y aunque estuvieran al tanto de lo que sucedía al otro lado, no tenían interés en verlo con sus propios ojos. Se mostraban felices. Eran felices. No soñaban con tener otras vidas. Nacieron en La Casa de La Playa, crecieron con la ampliación de la misma, ayudaron a pintar la fachada y las ventanas, renovaron las habitaciones, pusieron en marcha el restaurante, enterraron a sus abuelos, y a sus padres. Y a muchos amigos. Se despidieron de los que no quisieron pasar sus vida aislados en aquel lugar remoto.

Eran dos personas únicas. Dicharacheras, enemigas del silencio, cariñosas en exceso y rápidas en sus gestos y palabras. De corta estatura, aunque preferían definirse como personas de esencia concentrada. Eran jóvenes, aunque ya hubieran cumplido los sesenta, y por su mirada azul cualquiera podría creer la historia que inventaron acerca de cómo su madre dio a luz en el agua y el mar las escupió en la playa. Maggie repartía su tiempo entre la cabaña que se había construido en el jardín y La Casa de La Playa. Ninguna de las dos tenía hijos, y tampoco hablaban acerca de ello. Hasta el momento en el que yo las conocí solo habían salido de Hats para ir al hospital en dos ocasiones y para viajar hasta Grants Pass, una pequeña ciudad al sur del estado en la que vivía su tía Rachel. Pero la tía Rachel murió y fue enterrada junto a su hermana, en el cementerio de Hats. Explicaron, señalando más allá de los tejados que salpicaban la ladera de la montaña. No me gustan los cementerios, respondí cuando propusieron pasear hasta allí. Intercambiaron una mirada de sospecha. Y callaron.

Sentí la necesidad de abrazarme a las inhóspitas vidas de las gemelas, y de dejarme envolver por la extraordinaria fantasía que acababa de descubrir y en la que, extrañamente, me sentía a salvo. Cuando regresamos a La Casa de La Playa quise sellar un pacto conmigo misma y comprometerme con la emoción que acababa de invadirme. Saqué unos billetes del bolsillo secreto de mi mochila, y conté el resto antes de volver a guardarlo. Cuatro meses, dije. Cuatro meses, repitió Dolly. Cogió el fajo y se lo guardó en el bolsillo de la falda, ¿sigues en la número 7?, preguntó. Sí, si puede ser. Muy bien. Escribió mi nombre con letras mayúsculas en varias páginas de su agenda hasta llegar al mes de septiembre. Maggie esbozó una generosa sonrisa, asintió con la cabeza y dio unas palmadas en el aire.

Desperté tras una noche sin sobresaltos y con la nostalgia dormitando sobre la almohada. Giré los números de madera del calendario que colgaba en la pared. 27 de mayo. Cinco meses. Felicidades, Sophie, le dije al reflejo de mi espejo. Como cada día 27 me escribí una carta. Era mi manera de mantener mis recuerdos a salvo de la realidad que debía de estar viviendo. Ese día 27 la carta iba dirigida a mi hermano, inspirada, quizás, por una de las cartas de Karen Blixen que había leído en uno de los libros de la biblioteca de Maggie. En una de las misivas la autora le decía a su hermano que el destino de los otros siempre sirve para explicar algo. No sé qué explicación podrían encontrar los demás en mi destino, escribí, ni siquiera yo la encuentro, creo que en el fondo solo se trata de aceptar el nuestro y de no buscar explicaciones.

La lejanía de los recuerdos y la distancia física se hacían más reales cada vez que ponía un pie en la playa, tan fría e inabarcable. Incluso el mar tenía un color turquesa distinto a las aguas en las que me había zambullido cuando era otra persona. En Hats el mar era una masa de agua de un color tan oscuro como el del jade, se desplazaba pesada hacia el horizonte y las olas se alargaban, ligeras y silenciosas, hasta la mitad de la playa sin llegar a romper. Era imposible que aquel escenario me resultara familiar y que pudiera transportarme a un lugar conocido.

Durante las mañanas, el cielo y el horizonte se escondían tras la espesa bruma, y la humedad se palpaba en el aire. La lluvia a veces me sorprendía en mitad de mis paseos y tenía que correr a refugiarme. Dolly reía al verme y siempre me recordaba la noche en la que llegué a La Casa de La Playa. Hay que ver lo que te gusta empaparte bajo la lluvia, sweetie.

Terminé acostumbrándome a las tormentas y, era cierto, disfrutaba empapándome bajo la lluvia. Apenas reconocía mi cuerpo bajo las prendas mojadas, casi transparentes, y me observaba con la extrañeza de una mirada anónima. A veces me asustaba mi propio desconcierto al no encontrarme en mi propia figura. Palpaba y palpaba hasta hundir los dedos en unos huesos blandos y desconocidos. Y la simple caricia de una de mis cicatrices me empujaba a la rendición. Solo podía encontrarme en ellas.

Las cicatrices a menudo se cuelan en los versos de los poetas, su pluma es la única que consigue que cicatriz rime con amor, con dolor y con olvido. Las cicatrices perduran para recordarnos el dolor que sufrimos, la alegría que lo precedió y las lecciones aprendidas.

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