Kitabı oku: «Hermann Linch», sayfa 3
IV. PATRICK
Cuando conoció a Patrick, la vida de Hermann no cambió especialmente. Al principio, de hecho, ni siquiera llamó su atención. Patrick vestía de la forma adecuada, andaba con la gente adecuada y llevaba una vida de lo más adecuada.
Cuando Hermann entró en clase de derecho internacional, él estaba sentado en una de las primeras filas, en uno de los asientos más próximos al profesor, con mejor acústica, donde había buena iluminación y donde podía apuntar y grabar todo lo que el Dr. Riftale decía. Ese no era el caso de Hermann. Por tanto, era difícil que su encuentro se produjera allí, en una clase de derecho internacional, en la que Hermann solo había asistido de oyente.
Patrick pasaba por la universidad sin apenas despeinarse, acumulando crédito tras crédito, era el típico alumno diez. Su expediente académico era casi perfecto, pasaba horas y horas estudiando. En el campo de deportes… bueno, hacía lo que podía por mantenerse en forma.
Sus gafas siempre arrojaban una fina sombra sobre la parte superior de sus mejillas y tapaban sus cejas por la parte superior, las cuales nunca llegaban a ver la luz del día. Vestía con un aire elegante, siempre se servía de una chaqueta americana y unos pantalones rectos, bien planchados, los cuales combinaban con el color de su chaqueta. Aún así, en conjunto, no tenía mal aspecto. Quizá era el porte que se busca en la actualidad, ese aire de elegancia innata con cualquier vestimenta, esa falta de preocupación por el propio aspecto, esa dejadez, esa falta de información sobre modas. En su caso era realmente eso, no se preocupaba por el aspecto que ofrecía porque para él era algo secundario. El encanto del genio despistado. A menudo decía que la función de la ropa era cubrir el cuerpo para que los seres humanos no sientan la vergüenza de estar desnudos. Y tenía razón, tenía tanta razón…
Cuando Patrick se ponía filosófico, podía hablar durante horas de la desnudez humana y de lo que comportaba sentirse desnudos ante nuestros semejantes. Si las personas nacemos desnudas, Patrick no alcanzaba a entender la necesidad de morir vestidas. –¡Qué es eso de vestir a los muertos para enterrarlos! ¡Qué necesidad! -Decía.
En fin, era difícil convencerle de lo contrario, aunque Hermann, en realidad, nunca sintió esa necesidad (ni la de vestir a los muertos ni la de convencer a Patrick). Le parecía bastante coherente en todo lo que decía y hacía. Después de hablar de cualquier tema, ya sea tomando un café o en el grupo de debate, o durante una clase o en la exposición de su tesis doctoral, subía con el dedo índice la trayectoria que sus gafas habían recorrido a lo largo de su perfecto puente de la nariz y miraba a su interlocutor o a su auditorio suplicando comprensión. La mayoría de las veces, la comprensión no llegaba nunca. Su mente, su razonamiento lógico, su genio, reducía a todos.
Recorría los pasillos con una carpeta negra, llena de folios con apuntes, con ideas sobre las clases y sobre la vida en general. También dibujaba todo lo que le llamaba la atención, pero, sobre todo, dibujaba cuerpos humanos, partes de la anatomía humana. Era algo extraño que un estudiante de derecho se interesara lo más mínimo por la anatomía, ni siquiera por aspectos que tuvieran algo que ver con las bellas artes. Él se consideraba un Leonardo da Vinci y creía que la mejor forma de llegar a la perfección intelectual era aprender de todo e interesarse por todo. Hermann no recordaba haber asistido a una clase de universidad sin haberlo encontrado. No recordaba seminario de negocios sin que estuviera presente, aunque no lo necesitara para su currículo. No obstante, no fueron los reiterados encuentros lo que le hizo llegar a él.
Después de las clases pasaba su jornada académica en la biblioteca. Allí, no solo estudiaba, también buscaba, investigaba, leía a los clásicos y a los contemporáneos. Incluso un día Hermann le sorprendió intentando componer algo de música. Le miró fijamente a los ojos y le dijo:
-¿No lo ves? ¡Son matemáticas! ¡Las notas son progresiones matemáticas! Solo hay que encontrar un patrón y seguirlo. Todo tiene lógica, ¿no te parece? ¿No es genial?
-Claro, claro que lo es -respondió Herrmann tan solo por el mero hecho de estar mirándole. Después de escuchar tal genialidad, ya le había transportado a otro lugar y observaba a Patrick desde lejos, desde algún lugar de su mente que no conocía.
- ¡Hermann! ¿Me estás escuchando siquiera?
- Claro, sólo es que me he quedado un momento reflexionando sobre lo que me acabas de decir.
- En fin, creo que podré acabar esta partitura hoy. Quizá mañana pueda hacer la adaptación para orquesta y pasársela al Profesor Lestreaw. Tal vez puedan tocarla para el acto de graduación. Había pensado, en fin, que ya que voy a leer el discurso de clausura podría acompañarlo con algo más. No querría hacer el mismo discurso que se hace todos los años y que nadie recuerda.
- No se me hubiera ocurrido una idea mejor. ¿Sabes tocarla tú? Me gustaría escucharla antes.
- Creo que no estoy muy dotado para el trabajo manual… ¡Ya me entiendes! No soy ningún virtuoso. Podría sentarme al piano e intentarlo viendo algún tutorial, aún así creo que sería mejor que lo hicieran profesionales. De todas formas, aunque yo no sepa hacerlo, me gusta imaginar cómo las notas se entrelazan y fluyen, me gusta poder imaginar los sonidos, sus combinaciones y luego poder comprobar que el resultado es tal cual yo lo imaginé.
-Fantástico… y… ¿luego? Luego de acabar la partitura, ¿Qué piensas hacer?
-No lo sé, Hermann, quizá me quede un rato pintando o escribiendo en casa. Ya no me queda nada normativo que estudiar, lo llevo todo al día.
-Ya veo… ¿Podría ir a tu casa a verte pintar si es lo que vas a hacer?
-¡Cómo no! ¡Aunque no quiero ser yo el que te impida salir de fiesta!
-Tranquilo… ¡La verdad es que me parece más interesante ver como pinta el futuro Leonardo da Vinci!
Mirada cómplice de Patrick. A veces seguro que piensa que se burla de él. Pero, realmente, le parece fascinante todo lo que hace.
-Te espero entonces, voy a leer mientras acabas -le dijo sentándose unas sillas más allá.
Hermman llegó a pensar que pasó sus últimos años de facultad, mirando a un genio, observándolo desde la distancia primero y desde la proximidad después, sin saber que punto de vista le parecía más interesante.
Sin duda alguna, Patrick era genial, era la reencarnación de los genios antiguos, de aquellos hombres que podían asombrar a un pueblo sólo con su oratoria, de aquellos hombres que inventaron de la nada principios y leyes que ayudaron a entender el mundo.
Nunca llegó a averiguar si él sabía exactamente el tipo de genio que era. Hermann miraba a su amigo Patrick y no lo entendía: primero, cómo podía existir tanta diferencia entre seres humanos dentro del mismo nivel universitario, de la misma población, del mismo nivel económico. En segundo lugar. le preocupaba la naturaleza del genio. Una mente lúcida, brillante, capaz de todo, sí. Capaz de asombrar al mundo tal vez con sus inventos, con sus ideas o incluso con su arte, pero, ¿sería quizá también capaz de las peores acciones? ¿Sería también capaz de aterrorizar al mundo, de crear algo otra vez que pusiera a la humanidad en vilo, al borde de la catástrofe?
Realmente no podía adivinar sólo observando a Patrick en qué invertiría su genio, cómo sería su amigo, cómo cambiaría con el devenir de los años. La estancia en la universidad llegaba ya a su fin y él tan solo había tenido tres años para observarlo y aprender todo lo que había podido aprender de él. Eso para Hermann era todo un problema, le hubiera gustado conocer a su amigo antes, poder observarlo durante más tiempo y con más detenimiento. Veía con inquietud el día de la separación. Para lo que muchos era una absoluta liberación, a él le sumiría en la más profunda de las desdichas. Después del último día, cuando la fiesta llega a su fin, cada uno partió a su ciudad de origen, se despidieron guardando algún numero de teléfono o correo electrónico de contacto y prometieron mantener algún tipo de relación a distancia. Hermann escuchaba con incredulidad sus propias palabras y sabía que cada uno trabajaría de lo suyo, se olvidarían el uno del otro en el tráfago del día a día y tan solo les quedarían unas tristes misivas. Faltaban tres años para el fin de la carrera.
Hacía tanto frío aquel día que Hermann recuerda ahora, tumbado en su cama, cómo hace ocho años, cuando en aquella mañana de invierno, estando también tumbado en una cama, no se vió capaz de levantarse y enfrentarse al gélido ambiente.
Aquel día las clases transcurrieron como cualquier otro. Hacía frío, la nieve cubría las calles y no pasaban transeúntes, él se sentía seguro en el confort de su silla universitaria, bien acomodado y sintiendo el sopor que ocasiona la buena calefacción de un edificio público.
Si hubiera sido por él, nunca habría regresado a la fría residencia de estudiantes. Y como sí que dependía de él y Hermann, poco propicio a hacer aquello que no quiere llevar a cabo, no volvió.
Después de clase, se aventuró a buscar un sitio en la inmensa biblioteca de la facultad. Normalmente, por su gran tamaño, daba cabida a todos los estudiantes de las distintas ramas de la universidad. Con el frío y con los exámenes finales a la vuelta de la esquina, ese día estaba demasiado llena y no encontró sitio libre. Después de vagar entre salas y más salas durante más de media hora, decidió acomodarse en un pequeño y estrecho pasillo sentado en el suelo, entre dos filas de estanterías, de una sección que raramente se consultaba. Por aquel entonces, recuerda que le interesaban bastante los mercados y cómo se manejaba el dinero, así que, aunque no era capaz de recordar exactamente el título de lo que estaba leyendo, estaba casi seguro que tendría relación con eso. La verdad es que no han dejado de fascinarle los diferentes aspectos económicos. Incluso ha buscado en diferentes ocasiones cómo surgió la moneda, el trueque, el comercio, la industria, la bolsa, en fin, toda esa curiosidad le fue de gran ayuda en años posteriores. La mayoría de las cosas por las que se interesaba no se ajustaban ni mucho menos al currículo de medicina.
Un dolor de espalda después y algunas baldas de estantería clavadas en su nuca y en diferentes puntos de su región lumbar decidió moverse de allí. Fue entonces cuando pensó en otro lugar donde también se pudiera estar confortable y donde pudiera acabar de leer lo que estaba leyendo sin que nadie le molestara llamando a su puerta y diciendo no importa qué cosa sobre la compra semanal o la comida.
Salió de la biblioteca dirigiendo miradas de envidia hacia los afortunados que habían logrado acomodarse allí y atravesó los cálidos pasillos de la universidad para aventurarse al frío invierno, no sin antes calarse bien el gorro y los guantes y abrochar del todo su grueso abrigo de lana.
Cruzó las calles que le separaban del primer bar que encontró lo más rápido que pudo, deseando no resbalar con ninguna placa de hielo y empeorar aún más si cabe la velada.
Entró en un bar bastante agradable, donde el sonido no le turbaba el oído. Decidió que sería un buen lugar para hacer vida universitaria.
Sentándose en una de las mesas del fondo podía analizar y observar bien a su auditorio.
La luz del local no le permitía leer bien la carta de bebidas y mucho menos su libro de economía. Decidió que se pediría un whisky y estaría un rato observando el ir y venir de la gente.
Hacía ya unos años que Hermann le había tomado el gusto a eso de sentarse en un bar, en una mesa bien posicionada para poder observar a los parroquianos y a la gente que estaba de paso. No obstante, para poder hacerlo, necesitaba estar de excelente humor y con espíritu de naturista, porque si no, bebía demasiado y acababa albergando dudas y lagunas sobre el devenir de la noche a la mañana siguiente.
Así pues, en un bar medianamente lleno o medianamente vacío, como prefería verlo Hermann, con una luz tenue, con un murmullo suave de conversaciones que sin llegar a oírse se adivinaban, con una mayoría de estudiantes en la sala, con un hilo musical demasiado bajo y pasado de moda como para prestarle atención, Hermann se relajó en su asiento y, bebiendo pequeños sorbos de su vaso, empezó a ver lo que aquel bar le ofrecía.
Unas chicas en la mesa cercana a la barra tenían una conversación animada. Un hombre enfrascado en su copa miraba el reflejo de la luz proyectado en la barra. Un padre y su hijo tomaban una bebida caliente, seguramente antes de regresar a casa. Dos mujeres en la mesa contigua tomaban sendos Martini y parecían tristes contándose su propia vida. Por último, un muchacho, casi en el otro extremo del bar, sólo, sin tan siquiera un punto de luz, escribía algo en una hoja sin escuchar
sin ver a Hermann.
Eso, y no las demás mesas, fue lo que llamó la atención de Hermann.
Estuvo mirándolo durante aproximadamente una hora, analizando sus movimientos, no prestando atención ahora al resto del mundo y viendo como el chico no cejaba en su empeño de plasmar algo sobre una hoja en blanco. Al final el muchacho acabó la hoja y, sorprendentemente, empezó a doblarla en pequeños pliegues, en pequeños y perfectos pliegues, y montó una rosa impecable. Cada pétalo blanco estaba delimitado por una franja negra creada a partir de la ilusión de una línea escrita; el tallo, también en negro, se había formado del mismo modo.
Hermann ya había acabado su segunda copa de whisky, se armó de valor y se levantó para poder saciar su curiosidad. Ese ser tan especial y tan próximo a su vez perturbaba la anodina cantinela rutinaria de la observación de bar. No podía salir de allí sin conocerlo, sin saber más.
- Hola, ¿te importa que me siente a tu lado?
- No, por supuesto que no, todas las sillas están libres, puedes coger la que prefieras.
- Me llamo Hermann.
- Yo, Patrick, encantado, ¿vienes mucho por este bar, Hermann?
- No. La verdad es que es la primera vez, no quedaba sitio en la biblioteca.
- Ah, ya…¿estudias por aquí cerca?
Hermann observó con incredulidad que aún no había tomado asiento y que seguía una conversación con su interlocutor a distancia. De repente escogió una de las tres sillas libres y siguió explicando a Patrick que estudiaba en la facultad de medicina y hacía otras incursiones en el mundo de los negocios. Ambos llegaron más tarde a la conclusión de que podían haber asistido a las mismas clases de la misma universidad y nunca se habían visto. Nunca habían coincidido entre la inmensidad del ganado universitario.
-Así que -dijo Patrick- has finalmente escogido la silla de enfrente … interesante. Debes de haber pensado que así podrías verme mejor, que tu voz me llegaría de la forma correcta sin intimidarme con la proximidad al no escoger una de las dos sillas contiguas a la mía. En tales casos su remedio elegido era la hidratación, que no siempre era a base de agua. Por otra parte, tu elección denota sensación de seguridad al ser capaz de sentarte frente a frente de un desconocido y de hablarle, de escucharle mirándole a los ojos.
-Ni mucho menos-. Hermann estaba gratamente sorprendido por la apreciación.
-Bueno, era una conjetura como otra cualquiera. Podía ser eso, otra cosa o, simplemente, un hecho fortuito, un dado de tres caras lanzado al aire.
-Creo que ha sido más bien lo último. Combina el dado con los dos whisky que me he tomado.
Entonces Patrick miró a Hermann con un atisbo de comprensión y con otra expresión que Hermann nunca llegó a discernir, y mostró una leve sonrisa. Hermann no contestó a ese gesto de amistad y de cercanía, eran pocas las ocasiones en las que sonreía. Aún así, siguieron conversando durante horas.
Esa tarde, y después de una copa más, Hermann aprendió algunas cosas de Patrick y así fue como trabaron amistad. Desde fuera tal vez podría creerse que Hermann no le aportaba nada a su amigo, es más, en ocasiones, parecía una carga. Patrick, que siempre se había sentido demasiado extraño como para impresionar al mundo, demasiado lleno de ideas como para mostrarlas, nunca habría encontrado, sin embargo, un mejor recipiente donde vaciarse que Hermann. Siempre en la tarea de observar, aprender y analizar, todo lo que Patrick decía era bien recibido por su amigo. Así, el genio podía dar, por fin, rienda suelta a sus genialidades.
Cualquier idea que se le ocurriera a Patrick durante sus tres años de amistad era bien recibida por Hermann. Nada caía en el olvido, todo se hacía o se intentaba hacer. Hermann ponía los medios, Patrick toda su creatividad.
Navegaron juntos durante esos años idílicos en los que Hermann no podía más que sorprenderse de la joya que había encontrado.
Patrick, por fin, tras años de búsqueda, había encontrado lo más cercano que podría haber encontrado en un amigo. A un amigo leal, que le quería sinceramente y sin envidia por lo que era, una fuente inagotable de genialidad.
V. LENA
Al principio de su actividad en la empresa, a Hermann le resultó más fácil tratar con sus empleados. Ahora, se sentía tan aislado en su castillo de cristal que apenas recordaba el nombre y las caras de algunos de ellos.
Las gotas de agua corrían por su cuerpo. El cristal de la mampara hacía tiempo que se había empañado y ahora empezaba a ver cómo también el vaho ambiental cubría el espejo. Podía ver como las gotas de vapor condensadas se precipitaban desde el extremo superior al borde inferior del cristal. La visión le entretenía, le relajaba. Sabía que después de haber estado enfermo durante dos días, encerrado en casa sin acudir al trabajo, le esperaban muchos días duros como el de hoy. Debía recuperar las acciones sin realizar durante dos días… y eso le presuponía una verdadera carga y un sobreesfuerzo.
La ducha, una ducha larga, era uno de sus placeres al llegar a casa. Por las mañanas se duchaba de forma maquinal, se afeitaba, se lavaba los dientes, se ponía crema hidratante… en fin, una serie de quehaceres que para él sólo eran rutina. Ni siquiera pensaba en su orden, aunque todas las mañanas era el mismo. La crema hidratante en el cepillo de dientes, la pasta de dientes en la cara, la toalla dentro del agua… qué más da. No recordaba ni como lo había hecho esa misma mañana.
Sin embargo, por la noche, cuando llegaba del trabajo, era distinto. Se tomaba su tiempo. No lo hacía siempre, sólo cuando el día de trabajo había sido especialmente duro. Días como el de hoy, bien merecía la pena tomar una buena ducha relajante o, en su defecto, un buen baño.
Hoy, al llegar de trabajar había pensado en aplazar su trago o en sustituirlo por una larga ducha. Eran líquidos ambos dos, y el efecto del segundo sería más saludable que el del primero.
Algo había podido cenar. Al salir del trabajo había comprado algo medio cocinado y en diez minutos a lo sumo ya lo había ingerido. Cuando estaba tan cansado, era como si no pudiera reunir fuerzas ni para comer.
Ahora, mirando el ir y venir de las gotas, del vapor de agua, de la espuma, se preguntaba cómo era posible que estuviera tan cansado habiendo estado dos días en casa reposando, enfermo.
Recordó haber dormido mucho y haber soñado. No logró recordarlo, pero pensaba que en sus cavilaciones había aparecido gente que le resultaba familiar como sus amigos, Claus y una empleada de la oficina que ese día no había ido a trabajar.
Lo más probable era que las visiones y las ensoñaciones eran fruto de la fiebre. Se acordó de no haber tomado ningún medicamento. De todas formas, Hermann era de la opinión que los problemas menores de salud los ha de resolver el propio cuerpo, que si no puede superarlos no tiene otra salida que sucumbir. En tales casos su remedio elegido era la hidratación, que no siempre era a base de agua.
Retomando el hilo conductor de sus pensamientos, se acordó de su empleada, la de su sueño. Era Lena, la conocía bien.
La conoció al poco de llegar a la empresa familiar. Ella estaba sentada en una mesa simple, sin marcos de fotos, sin apenas documentos encima, con un portátil abierto y una caja de notas a medio llenar delante. También tenía bolígrafos de todos los colores, lápices, goma, clips y una grapadora roja. En otro bote, al lado del que contenía todo el material escolar, guardaba una buena colección de pendrives. Todo perfectamente organizado. Todo perfectamente funcional y colocado en el lugar posiblemente más adecuado que Lena había encontrado. Ella ni le miró. Él, como siempre, y sobre todo al conocer a alguien nuevo, la analizó. Ella posiblemente no le miró por ser el hijo del jefe. Probablemente no consideró justo que el hijo del jefe Linch se sentara en la mesa de enfrente, regentando un puesto y realizando un trabajo que seguramente ni siquiera merecía. Por tanto, Lena, ni siquiera dirigió una mirada de desdén hacia su compañero.
-Hermann, te presento a tu compañera Lena.
-Encantado, soy Hermann.
-Lo mismo digo, espero que tu trabajo aquí te resulte del todo agradable. Para lo que necesites, estoy en la mesa de enfrente.
Hermann, ahora sí, atisbó todo el significado de la mirada resignada de Lena. Ella sabía que él probablemente sería su jefe en un futuro y, por eso, no debía odiarle, aunque tampoco podía quererle, ya que consideraba que ese puesto, ese trabajo, no era del todo merecido. Así que optó por una suave ironía en el trato con Hermann y él lo acpetó. Tal vez Hermann pensara que Lena tenía razón o, simplemente, le daba igual lo que pensaran de su trabajo. No era más que un trabajo, ni siquiera le interesaba, le daba realmente igual. A él lo que de verdad le interesaba en ese momento era la reacción que había causado en su compañera, sus gestos y conversaciones, la mirada furtiva por encima de la pantalla del ordenador que de tanto en tanto le dirigía.
Todo ese lenguaje no escrito le fascinaba. En el fondo, pensaba, la humanidad siempre ha podido comunicarse sin articular palabra, así que no son las palabras, sino los hechos los que revelan la verdadera personalidad de alguien.
Lena apilaba un sinfín de notas delante de su ordenador que fascinaban a Hermann. Notas con órdenes en ocasiones complejas, en otras demasiado simples. Además, Lena sacaba de tanto en tanto una pequeña libreta verde del bolsillo de su pantalón e iba tomando apuntes en ella. Se puede decir que las notas y la pequeña libreta rivalizaban por conseguir la prosa escrita de aquella señorita. O quizá fuese verso, Hermann estaba demasiado intrigado para decir nada al respecto.
-Hola, ¿Quieres que te ayude con algo? No quiero molestarte, pero pareces muy atareada.
-Ehmm… no, gracias, son mis notas. Tengo que hacerlas, sino sería un desastre.
-Y… ¿Qué anotas?
-De todo.
Con una mirada le expresó que se sentía bastante incómoda con la conversación, diciéndole que a él no le importaba lo más mínimo lo que ella anotara en su cuaderno, pero explicándole también con una sonrisa que no podría decirle nada al respecto nunca. Sí, es mi futuro jefe, sí, tengo que callar, se repetía una y otra vez. A ver si con tantas repeticiones al final acababa por creérselo y no perdía ese trabajo que tanto le había costado conseguir.
Llevaba dos años en la empresa, aproximadamente. Trabajaba como abogada de los litigios más arduos. Se trataba de tramitar con la máxima discreción, presteza y eficacia las demandas que los consumidores habían interpuesto a la empresa. Ni que decir tiene que su función era o bien ganar los juicios o bien depositar sumas de dinero de forma discreta a los afectados para evitar el juicio. Lo que Lena viera más factible en cada caso concreto. Era la que se encargaba de limpiar el nombre de la empresa, pasara lo que pasara, pensara lo que pensara. Y se le daba bastante bien.
Había conseguido el trabajo después de pasar tres duras pruebas.
Cuando llegó el día de las entrevistas estaba muy nerviosa. La noche anterior no había podido dormir, sabía que su futuro profesional se decidiría en aquella entrevista.
-Buenos días, señorita Lena, ¿Podría decirnos por qué está usted interesada en este puesto de trabajo?
El comité la miraba. Claramente, no era el padre de Hermann quien le hacía la entrevista, sino un grupo de tres personas encargadas de la selección de personal de la empresa.
-Pues… estoy muy interesada en trabajar para el grupo Linch. Siempre he admirado su trabajo y estoy segura de que encajaría muy bien en el equipo.
-Vemos que tiene muy buen expediente académico. ¿Cómo consiguió entrar en tan buena facultad?
-Trabajé duro en mis años en el instituto y cómo era mi propósito desde pequeña, en realidad no me costó tanto esfuerzo sacar una buena nota con la que poder acceder.
-Y continuar con las buenas calificaciones en la universidad…
-Sí, como digo, siempre ha sido mi meta en la vida. Estoy plenamente comprometida con el trabajo duro. Siempre he creído que todo esfuerzo obtiene su recompensa.
Después, aún realizó una entrevista escrita y un test psicológico. Los resultados de las pruebas no fueron inmediatos, aún quedaba la larga espera mirando la pantalla de su portátil en su pequeño apartamento.
Dos días más tarde, la bandeja de entrada de su correo electrónico albergaba una buena noticia. Había sido admitida, el puesto era suyo y se incorporaba la semana siguiente.
Por fin vio recompensada toda una vida de esfuerzos y trabajo duro. Mientras leía y releía ese correo electrónico pasaba por su cabeza su infancia, que no fue precisamente tierna. No le gustaba recordar, le costaba concentrarse cuando se trasladaba a aquella época.
Un padre enfermo. No recordaba haberlo visto nunca sano. Su madre, la abandonó temprano, no podía mantenerla. Su abuela, también enferma, pasó a su cuidado. Sola, sin hermanos. Y su tío, esas tardes con su tío, mientras su padre trabajaba. Esas manos que recorrían su cuerpo. Esa niña asustada que un día decidió huir, cansada de trabajar y de servir a otros; cansada de sacrificarse por gente que no merecía la pena. Y empezó a trabajar para sí misma.
Siempre había sido una niña trabajadora, en la escuela y en casa. Ya de jovencita ayudaba a su abuela en lo que podía, aportando un pequeño sueldo como dependienta en una tienda de ropa los fines de semana. Así, seguir trabajando hasta la extenuación no le costó ningún esfuerzo extra.
Lena estaba convencida que tenía dotes para el trabajo, que su destino no era otro que trabajar. Pero el trabajo la llenaba, le producía una gran satisfacción acabar un trabajo bien hecho. No la motivaba el sueldo ni la estima que suscitaba en los demás. Trabajaba sin parar porque lo llevaba dentro, como algo innato. La recompensa era para ella algo lógico, pero disfrutaba más con la satisfacción personal por haber realizado bien el trabajo. Sólo se sentía mal cuando no podía realizar todo el trabajo que se proponía. Entonces sí se sentía mal.
Los años en la empresa Linch pasaron sin pena ni gloria para la junta directiva, pero ella realizó tu trabajo con tesón. Resolvió los problemas que tenía que resolver. Conservó su puesto año tras año, incluso recibió algún aumento. Aunque podría haber obtenido algo más de reconocimiento de la directiva y de sus compañeros. Ahora, miraba a Hermann y pensaba que siguiéndole un poco la corriente, haciéndole la pelota, dorándole la píldora, quizá podría conseguir algo más.
“Y, ¿Dejarse llevar por lo fácil”. No era su estilo, pensó.
Siempre se había mostrado crítica con Hermann, lo había acosado, no lo había visto con buenos ojos y aunque ahora le parecía tan fácil halagarlo, tan al alcance de su mano, no cedería ni se dejaría engatusar por su jefe.
-Pero, anotaras cosas concretas ¿no? -preguntó Hermann-. No creo que sean comentarios al azahar.
-Bueno, son cosas personales -Lena sopesó la pausa-. No quiero hablar de ello. Son cosas de la empresa y notas sobre la vida diaria, sobre mi vida diaria.
-Entiendo… ¿Llevas mucho tiempo tomando notas?
-Desde que recuerdo. En el instituto y en la universidad ya las tomaba.
-Quizá yo también empiece a anotar cosas. Parece bastante útil.
-Lo es.
Lena agradeció enormemente que por fin Hermann se callara. Después de aquel día, Hermann no volvió a decirle nada en unos meses. Cierto día Lena abrió el correo electrónico y encontró una misiva de su jefe.
“Buenas noches, soy Hermann. Estoy interesado en saber más sobre tus notas y sobre ti. No hace falta que digas nada en la oficina. ¿Una copa mañana después del trabajo?”
El correo que palpitaba en la bandeja de entrada ya había sido leído. No sabía qué contestar y cerró el portátil, se fue a dormir y a la mañana siguiente, cuando llegó a la oficina, cogió una post-it y escribió “SI”, y lo dejó pegado al borde del ordenador de sobremesa de Hermann, quien apreció ese detalle.
El porqué Hermann decidió entablar conversación la primera vez con ella es impreciso. El porqué decidió invitarla a tomar una copa aún más. La había observado desde su llegada a la empresa. No cabe duda de que Lena llamó su atención.
La veía cada día trabajando en su ordenador, leyendo informes, buscando información en Internet, en libros, en revistas especializadas. La veía con su agenda, con sus notas, apuntando cosas. Un sinfín de cosas. Día a día. Y claro, la ingente capacidad de trabajo, la necesidad de sentirse útil de Lena y el sigilo con el que lo hacía, encendieron alguna que otra bombilla en la cabeza de Hermann.
Aún así, parecía que él era el único que sabía apreciar el trabajo que Lena realizaba para la empresa. Eso no lo podía permitir y era algo que solucionaría más tarde.
-Entonces -preguntó Lena- ¿Tienes veinticuatro años?
-Así es.
El pub donde estaban sentados estaba abarrotado de gente de diferentes empresas de alrededor que se tomaban un descanso antes de volver a su casa, el descanso del guerrero.
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