Kitabı oku: «Anna Karénina», sayfa 80
Capítulo 10
Cuando Levin pensaba qué cosa era él y por qué vivía, no encontraba contestación y se desesperaba; mas cuando dejaba de hacerse estas preguntas, sabía quién era él y para qué vivía, porque su vida era recta y sus fines estaban bien definidos, e incluso en los últimos tiempos su vida era más firme y decidida que nunca.
Al regresar al campo en los primeros días del mes de junio, Levin volvió a sus habituales ocupaciones; y los trabajos agrícolas, sus tratos con los labriegos, sus relaciones con familiares, amigos y conocidos, los pequeños problemas de su casa, los asuntos que sus hermanos le tenían encargados, la educación de su hijo, la nueva obra en el colmenar que había comenzado aquella primavera, todo esto ocupaba totalmente su tiempo.
Se interesaba en tales ocupaciones, no porque las justificara con puntos de vista sobre el bien común como lo hacía antes; al contrario, desengañado de una parte por el fracaso de sus empresas anteriores en favor de la comunidad, y demasiado ocupado, de la otra, por sus pensamientos y por la gran cantidad de asuntos que llovían sobre él de todas partes, Levin dejaba a un lado todas sus antiguas ideas sobre el bien general y se dedicaba por completo a aquellos asuntos simplemente porque le parecía que debía hacerlo así y que no podía obrar de otro modo.
En otros tiempos (es decir, en su infancia, y ahora estaba ya en plena madurez) cuando hacía o procuraba hacer algo que fuera un bien para el pueblo, para Rusia, a incluso para la Humanidad, Levin sentía que aquel impulso le llenaba de satisfacción; pero la misma actividad que antes le parecía tan grande, útil y hermosa, ahora se le figuraba empequeñecida y aun a punto de desaparecer.
Después de su casamiento, que empezó a limitar sus actividades a los asuntos o cuestiones particulares suyas o de sus allegados, no sentía aquella satisfacción, pero sí la de saber que su obra era necesaria y ver que sus intereses o los que le confiaban iban bien y mejoraban constantemente.
Ahora, incluso contra su voluntad, penetraba cada vez más en los problemas de la tierra, pensando que, como el arado, no podía librarse del surco.
Indudablemente, era necesario que la familia viviera como lo hicieran los padres y los abuelos y educar en los mismos principios a los hijos. Esto lo consideraba Levin tan necesario como el comer cuando se siente hambre, y era igualmente tan preciso como preparar la comida, o llevar la máquina económica de la propiedad que tenía en Pokrovskoe de modo que produjera beneficios.
Así, consideraba un deber indiscutible el pagar sus deudas, y no menos que éste el de mantener la tierra recibida de los padres en tal estado que el hijo, al heredarla, sintiera agradecimiento hacia su padre por ello, como Levin lo había sentido hacia el suyo por todo lo que había plantado y edificado.
Y para esto no había que dar en arriendo las tierras, sino ocuparse por sí "sino del cultivo, abono de los campos, cuidar los bosques y plantar nuevos árboles, criar animales…
Creía también un deber suyo cuidar de los asuntos de Sergio Ivanovich y de su hermana; ayudar a los campesinos que acudían a él en busca de consejo, siguiendo la antigua costumbre; cosas todas estas que no podía dejar de hacer, como no puede dejarse caer a un niño que se tiene en los brazos.
Tenía que ocuparse de preparar un cómodo alojamiento a su cuñada, con sus niños a quienes habían invitado a pasar con ellos el verano. Tenía también que atender a las necesidades de su mujer y de su hijo y pasar algún rato con ellos, cosa que, por otra parte, no requería de él esfuerzo alguno, ya que cada día le costaba más pasar mucho tiempo alejado de aquellos seres queridos.
Y todo esto, junto con la caza y el cuidado de las abejas, llenaba por completo la vida de Levin, aquella vida que él consideraba a veces sin sentido.
Pero, además de que Levin conocía perfectamente lo que debía hacer, sabía también cómo había que hacerlo, cuál asunto era el más importante y cómo debía atenderlo y desarrollarlo.
Sabía que tenía que contratar la mano de obra cuanto más barata mejor, pero no debía esclavizar a los obreros adelantándoles dinero y pagándoles jornales inferiores al precio normal, como sabía que podía hacerse. Podía venderse paja a los campesinos en los años malos, aunque inspirasen piedad; pero era preciso suprimir la posada y la taberna, aunque diesen ganancias, para evitarles gastos que contribuían a su ruina. Había que castigar severamente la tala de árboles; pero le era imposible imponer una multa porque los animales ajenos entraran en sus prados o labrantíos; y, aunque eso irritaba a los guardias y hacía desaparecer el miedo a las multas, Levin dejaba marchar tranquilamente a los animales ajenos que penetraban en su propiedad.
Prestaba dinero a Pedro para librarle de las garras de un usurero que le exigía un rédito del diez por ciento mensual, pero no cancelaba ni aplazaba el pago del arrendamiento a los campesinos que se resistían a satisfacerlo en su día. No perdonaba al encargado que no se hubiese segado una pradera a tiempo, perdiéndose la hierba, pero comprendía y disculpaba que no se hubiese segado antes la hierba del nuevo bosque, que era muy extenso y presentaba grandes dificultades para aquella labor. Era imposible condonar al obrero los jornales que perdía no yendo al trabajo. La muerte del padre le parecía una causa muy justificada y la lamentaba; pero había que hacer el descuento correspondiente a los días no trabajados.
Ahora bien, no se podía dejar de pagar su mensualidad a los viejos criados de la casa aunque no fuesen ya útiles para ningún trabajo.
Levin sabía, también, que al volver a su casa encontraría en su despacho a muchos campesinos que estaban esperándole desde hacía varias horas para consultarle sus asuntos, pero sentía que su primer deber era ver a su esposa, que se encontraba mal de salud, aunque aquellos campesinos hubieran de esperar algún tiempo más. En cambio, si acudían a verle en el momento de instalar las abejas, que era la ocupación que más le gustaba, la dejaba en manos del viejo criado y les atendía aunque no le interesase en lo más mínimo su conversación.
Si obrando así hacía bien o mal no quería saberlo, y hasta huía las conversaciones y pensamientos sobre estos temas. Sabía que las discusiones le llevaban a la duda y que ésta entorpecía la labor que había de realizar. No obstante, cuando no pensaba, vivía y sentía constantemente en su alma la presencia de un juez implacable que le señalaba cuándo obraba bien y qué era lo que hacía mal; y en este caso su conciencia se lo advertía en seguida.
Sin embargo, Levin continuamente, muchas veces, se preguntaba qué era él y por qué y para qué estaba en el mundo; y el no hallar una contestación concreta le atormentaba hasta tal punto que pensaba en el suicidio. Pero, a pesar de ello, continuaba firme en su camino.
Capítulo 11
El día en que Sergio Ivanovich llegó a Pokrovskoe había sido uno de los días más llenos de emociones para Levin.
Era la temporada activa de los trabajos del campo, la que exige del campesino un esfuerzo mayor, un espíritu de sacrificio desconocido en otras profesiones; esfuerzo que rendiría más si los mismos que lo realizan tuvieran conciencia de ello y lo supieran valorar, si no se repitiese anualmente y sus resultados no fueran tan simples.
Segar y recoger el centeno y la avena, apilarlos en las eras, trillar y separar los granos para semilla y hacer la sementera en otoño, todo esto parece sencillo, corriente y hacedero; pero, para hacerlo en las tres o cuatro semanas que concede la Naturaleza, es necesario que todos, empezando por los más viejos y hasta los chiquillos, toda la gente labriega, trabaje sin parar un momento, tres veces más que de ordinario, alimentándose con kwas con cebolla y pan moreno, aprovechando para el trabajo las noches y no durmiendo sino tres o cuatro horas al día. Y esto se hace cada año en toda Rusia.
Habiendo pasado la mayor parte de su vida en su propiedad y en relaciones estrechas con el pueblo, Levin sentía siempre en esta temporada el contagio de aquella animación general.
Al amanecer, en los carros de transporte, iba a las primeras labores del centeno o a los campos de avena. Volvía a su casa cuando calculaba que su mujer y su cuñada estarían levantándose; tomaba con ellas su desayuno de café y se dirigía a pie a la granja, donde estarían trabajando con la nueva trilladora para preparar las semillas.
Y durante todo este día, hablando con el encargado y los campesinos, charlando, en su casa, con su mujer, con Dolly, con los hijos de ésta o con su suegro, Levin pensaba, además, relacionándolo todo con esta cuestión, en las preguntas que le inquietaban: «¿Qué soy yo? ¿Dónde estoy? ¿Para qué estoy aquí?»
En pie, sintiendo la agradable frescura del hórreo cubierto de olorosas ramas de avellano o apoyado contra las vigas de álamo recién cortado que sostenían el techo de paja, Levin, miraba a través de las puertas abiertas, ante las cuales danzaba el polvo, seco y acre, de la trilladora, o contemplaba la hierba de la era bañada por el ardiente sol, y la paja fresca, recién sacada del almiar, o seguía el vuelo de las golondrinas de pecho blanco y cabecitas abigarradas que se refugiaban chillando bajo el alero y se detenían agitando las alas sobre el ancho portal abierto; y, mientras, continuaba con sus extraños pensamientos.
«¿Para qué se hace todo esto? ¿Por qué estoy aquí, obligándoles a trabajar? ¿Por qué todos se matan trabajando y queriendo mostrarme su celo? ¿Por qué trabaja tanto esa vieja Matriona, mi antigua conocida?» (Levin la había curado, cuando, en un incendio, le había caído encima una viga), se dijo, mirando a una mujer delgada que, apoyando firmemente su pies, quemados por el sol, contra el suelo duro y desigual, removía con su rastrillo las mieses.
« En algún tiempo», pensó Levin, « esta mujer fue hermosa, pero, si no hoy, mañana, o dentro de diez años, cualquier día, acabará de todos modos bajo tierra y no quedará nada de ella. Como tampoco quedará nada de esa muchacha presumida, de vestido rojo, que con movimientos hábiles y delicados separa la espiga de la paja. También a ésa la enterrarán, y muy pronto harán los mismo con esa pobre bestia», pensó, mirando a un caballo que, con el vientre hinchado y respirando con dificultad, arrastraba un pesado carro. «Y a Feódor, que echa ahora el trigo a la trilladora, con su barbita llena de paja y su camisa rota, también le enterrarán. Y, sin embargo, él deshace las gavillas y da las órdenes, grita a las mujeres, arregla la correa del volante. Y, no sólo a ellos los enterrarán, sino que a mí, también. Nada ni nadie de lo que hay aquí permanecerá. ¿Para qué, pues, todo?»
Así pensaba Levin y al mismo tiempo miraba al reloj, calculando cuánto se podía trillar en una hora, para señalar la faena que debían realizar durante el día.
« Pronto hará una hora que han empezado el trabajo y no han hecho más que comenzar la tercera pila», pensó. Y se acercó a Feódor, y, levantando la voz para dominar el ruido de la trilladora, le ordenó que pusiera menos trigo en la máquina.
–Echas demasiado Feódor. ¿Ves? La máquina se para. Échalo más igual…
Feódor, ennegrecido por el polvo que se le pegaba al rostro cubierto de sudor, replicó algo que no pudo oírse por el ruido de la máquina. Pero pareció no haber comprendido lo que el dueño le decía. Éste se acercó a la trilladora, apartó a Feódor y se puso él en su lugar.
Después de trabajar así hasta casi la hora de ir a comer, Levin saltó del hórreo en unión del echador y al lado de un montón de amarillento centeno preparado ya para trillarlo y separar la semilla, se puso a discutir con él.
El echador era de aquel lugar donde Levin, hacía ya tiempo, había cedido la tierra según el principio cooperativo. Ahora estas tierras las llevaba el guarda en arriendo. Levin habló de ellas con Feódor y le preguntó si no las arrendaría el año próximo Platon, un campesino rico del mismo lugar.
–La tierra es muy cara, Constantino Dmitrievich. A Platon no le resultaría –contestó Feódor, sacando de debajo de la camisa sudada las espigas que se le habían introducido allí.
–¿Y cómo es que Kirilov saca provecho?
–A Mitiuja –así llamaba Feódor, despectivamente, al guarda–, a Mitiuja le es muy fácil sacar provecho: va apretando y sacará lo suyo. Éste no tiene compasión de alma cristiana, mientras que el tío Fokanich –así llamaba al viejo Platon– no quita el pellejo a nadie. Aquí dará en préstamo y en otra parte perdonará una deuda. Así resulta que recibe todo lo que le pertenece. Es un buen hombre.
–¿Y por qué perdona tanto a los demás?
–Porque las personas no son todas iguales. Hay hombres que sólo viven para sí mismos, como, por ejemplo, Mitiuja. Ese se preocupa sólo de su barriga. Fokanich, en cambio, es un viejo muy recto: vive para su alma y no se olvida de Dios.
–¿Qué quieres decir «no se olvida de Dios»? ¿Y qué es eso de que «vive para su alma»? –preguntó Levin con extrañeza.
–Ya se sabe: lo justo es lo que Dios manda. Hay gente muy distinta: unos que lo hacen y otros que no. Usted, por ejemplo, no trata mal a la gente.
–Sí, sí. Adiós –se despidió Levin sofocado por la emoción.
Y, volviendo al hórreo, tomó su bastón y se dirigió a su casa.
Al oír que Fokanich «vivía para su alma, siendo justo, como Dios manda», pensamientos vagos, pero fecundos, habían acudido en tropel a su mente, dirigidos todos a un único fin, cegándole el entendimiento.
Capítulo 12
Levin iba por el camino andando a grandes pasos, atento, no tanto a sus pensamientos, que todavía no había logrado ordenar, cuanto a aquel estado de ánimo que hasta entonces no había experimentado.
Las palabras del campesino Feódor produjeron en su alma el efecto de una chispa eléctrica que en un momento fundió y transformó un enjambre de pensamientos hasta entonces vagos y desordenados que no habían dejado de atormentarle. Hasta en el momento en que hablaba del arriendo de las tierras, habían estado preocupándole.
Sentía brotar en su alma algo nuevo y, sin saber todavía lo que era, experimentaba con ello una gran alegría.
«Hay que vivir, no para nuestras propias necesidades, sino para Dios. Pero, ¿para qué Dios? ¿Es posible decir una cosa más privada de sentido común? Feódor ha dicho que hay que vivir, no sólo para nuestras propias necesidades, esto es, para lo que comprendemos, lo que nos atrae y deseamos, sino para algo incomprensible, para ese Dios al cual nadie puede comprender ni definir… ¿Qué es esto? ¿Acaso no habré comprendido las palabras sin sentido de Feódor? Y si no he comprendido lo que decía, ¿he dudado por ventura de que fuese justo? ¿Lo he encontrado necio, impreciso y vago?
»No; lo he comprendido por completo, tal como él lo comprende. Lo he comprendido tan bien y tan claramente como lo que mejor pueda comprender en la vida, y jamás en mi existencia he dudado de ello ni puedo dudar. Y, no sólo yo, sino todos lo comprenden perfectamente; no dudan de ello y todos están de acuerdo en aceptarlo.
»¡Y yo que buscaba, deplorando no ver un milagro! Un milagro material me habría convencido. ¡Y, no obstante, el único
milagro posible, el que existe siempre y nos rodea por todas partes, no lo observaba, no lo veía!
»Feódor dice que el guarda Kirilov vive sólo para su vientre. Eso es claro y comprensible. Todos nosotros, como seres racionales, no podemos vivir de otro modo sino para el vientre. Y de pronto Feódor dice que no se debe vivir para el vientre y que se debe vivir para la verdad y para Dios, y yo, con una sola palabra, le comprendo.
»Y yo, y millones de seres que vivieron siglos antes y viven ahora, sabios, labriegos y pobres de espíritu –los sabios que han escrito sobre esto, lo dicen en forma incomprensible– coinciden en lo mismo: en cuál es el fin de la vida y qué es el bien. Sólo tengo, común con todos los hombres, un conocimiento firme y claro que no puede ser explicado por la razón, que está fuera de la razón y no tiene causas ni puede tener consecuencias.
»Si el bien tiene una causa, ya no es bien, y si tiene consecuencias (recompensa) tampoco lo es. De modo que el bien está fuera del encadenamiento de causas y efectos.
»Y conozco el bien y lo conocemos todos.
»¿Puede haber milagro mayor?
»¿Es posible que yo haya encontrado la solución de todo? ¿Es posible que hayan terminado todos mis sufrimientos?», pensaba Levin, avanzando por el camino polvoriento, sin sentir ni calor ni cansancio y experimentando la impresión de que cesaba para él un largo padecer.
Aquella impresión despertaba en su espíritu una paz tan honda que apenas osaba creer en ella. La emoción le ahogaba, le flaqueaban las rodillas y le faltaban las fuerzas para seguir andando. Salió del camino, se internó en el bosque y se sentó a la sobra de los olmos, sobre la hierba no segada aún. Se quitó el sombrero que cubría su cabeza empapada de sudor y, apoyándose en un brazo, se tendió en la jugosa y blanda hierba del bosque.
«Es preciso reflexionar y comprender», pensaba, con los ojos fijos en la hierba que se erguía ante él, mientras seguía con la mirada los movimientos de un insecto verde que trepaba por un tallo de centinodia y se detenía retenido por una hoja de borraja. « Pero, ¿qué he descubierto?», se preguntó, apartando la hoja de borraja para que no obstaculizara al insecto y acercando otra hierba para que el animalillo pasara por ella. «¿Por qué esta alegría? ¿Qué he descubierto en resumen?
»Nada. Sólo me he enterado de lo que ya sabía. He comprendido la calidad de la fuerza que me dio la vida en el pasado y me la da ahora también. Me libré del engaño, conocí a mi señor…
»Antes yo decía que mi cuerpo, como el cuerpo de esta planta y de ese insecto –a la sazón el insecto, sin querer escalar la hierba, había abierto las alas y volaba a otro lugar seguía las transformaciones de la materia según las leyes físicas, químicas y fisiológicas. Y que en todos nosotros, como en los álamos, las nubes y las nebulosas se produce una evolución. ¿Evolución de qué? ¿En qué? Una evolución infinita, una lucha… ¿Cómo es posible una dirección y una lucha en el infinito? Y yo me extrañaba de que, a pesar de mi constante tensión mental en tal dirección, no se me aclaraba el sentido de la vida, el sentido de mis deseos, de mis aspiraciones… Pero ahora declaro que conozco el sentido de mi vida; vivir para Dios, para el alma… Y este sentido, a pesar de su claridad, es misterioso y milagroso. Éste es también el sentido de cuanto existe. Y el orgullo… –se tendió de bruces y comenzó a atar entre sí los tallos de hierba procurando no romperlos–. No sólo existe el orgullo de la inteligencia, sino la estupidez de la inteligencia. Pero lo peor es la malicia… eso, la malicia del espíritu, la truhanería del espíritu», se repitió.
Y en seguida recorrió todo el camino de sus ideas durante aquellos dos años, cuyo principio fue un pensamiento claro y evidente sobre la muerte al ver a su hermano querido enfermo sin esperanzas de curación.
En aquellos días había comprendido claramente que para él y para todos no existía nada en adelante sino sufrimiento, muerte, olvido eterno; pero a la vez había reconocido que así era imposible vivir, que precisaba explicarse su vida de otro modo que como una ironía diabólica, o, de lo contrario, pegarse un tiro.
Él no hizo ni lo uno ni lo otro, sino que continuó viviendo, sintiendo y pensando, a incluso en aquella época se casó, y experimentó muchas alegrías y fue feliz entonces que no pensaba para nada en el sentido de la vida.
¿Qué significaba, pues, aquello? Que vivía bien y pensaba mal.
Vivía, sin comprenderlo, a base de las verdades espirituales que mamara con leche de su madre, pero pensaba, no sólo no reconociendo tales verdades, sino apartándose de ellas deliberadamente.
Y ahora veía claramente que sólo podía vivir merced a las creencias en que fuera educado.
«¿Qué habría sido de mí y cómo habría vivido de no tener esas creencias si no supiese que hay que vivir para Dios y no sólo para mis necesidades?
» Hubiese robado, matado, mentido. Nada de lo que constituyen las mayores alegrías de mi vida habría existido para mí.»
Y aun con los máximos esfuerzos mentales no podía imaginar el ser bestial que hubiese sido de no saber para qué vivía.
« Buscaba contestación a mi pregunta. El pensamiento no podía contestarla, porque el pensamiento no puede medirse con la magnitud de la interrogación. La respuesta me la dio la misma vida con el conocimiento de lo que es el bien y lo que es el mal.
» Y ese saber no me ha sido proporcionado por nada; me ha sido dado a la vez que a los demás, puesto que no pude encontrarlo en ninguna parte.
»¿Dónde lo he recogido? ¿He llegado por el razonamiento a la conclusión de que hay que amar al prójimo y no causarle daño? Me lo dijeron en mi infancia y lo creí, feliz al confirmarme los demás lo que yo sentía en mi alma. ¿Y quién me lo descubrió? No lo descubrió la razón. La razón ha descubierto la lucha por la vida y la necesidad de aplastar a cuantos me estorban la satisfacción de mis necesidades.
»Tal es la deducción de la razón. La razón no ha descubierto que se amase al prójimo, porque eso no es razonable.»