Kitabı oku: «Anna Karénina», sayfa 81

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Capítulo 13

Levin recordó una escena que había presenciado poco antes entre Dolly y sus hijos.

Los niños, habiendo quedado solos, comenzaron a cocer frambuesas a la llama de unas bujías y a echar la leche por la boca como un surtidor. Dolly, al sorprenderlos, comenzó a explicarles, en presencia de Levin, el mucho trabajo que a las personas mayores les costaba preparar aquello que destruían, y que tal trabajo se hacía por ellos; que si rompían las tazas, no tendrían donde tomar el té, y si arrojaban la leche al suelo, se quedarían sin comer y morirían de hambre.

A Levin le sorprendió la tranquila incredulidad con que los niños parecían escuchar las palabras de su madre. Sólo se sentían descontentos de ver interrumpido su interesante juego, De lo que su madre les decía no creían una palabra. Y no lo creían porque no podían comprender el conjunto de todo aquello de que gozaban, y les era imposible, por tanto, imaginar que estaban destruyendo lo que necesitaba para vivir.

«Todo esto está bien», pensaban; «pero, ¿acaso lo que nos dan tiene tanto valor? Siempre es lo mismo, hoy como ayer, y como mañana, y nosotros no tenemos que pensar en ello. Pero ahora hemos querido inventar algo nuevo, personal. Y así hemos metido las frambuesas en las tazas y las hemos cocido a la llama de la vela, y nos hemos llenado la boca de leche y la hemos lanzado como un surtidor. Esto es divertido y nuevo.

»¿Y acaso no hacemos nosotros lo mismo? ¿No lo he hecho yo buscando mediante la razón la significación de las fuerzas de la Naturaleza y el sentido de la vida humana?», continuaba pensando Levin.

«¿No hacen lo mismo todas las teorías filosóficas, llevándonos mediante el razonamiento, de un modo extraño a la vida humana, a la revelación de verdades que el hombre sabe ya desde mucho tiempo y sin las cuales no podría vivir? ¿No se ve claramente en el desarrollo de la teoría de cada filósofo que él sabe de antemano, como el labriego Feódor y no más claramente, el verdadero sentido de la vida, y que tiende sólo a demostrar por caminos equívocos verdades universalmente reconocidas?

»Que se deja a los niños solos, para que ellos mismos adquieran lo que les hace falta, construyan las tazas, ordeñen la leche, etc. ¿Realizarían travesuras? Se morirían de hambre. Que se nos deje a nosotros, entregados a nuestras pasiones y pensamientos, sin la idea del Dios único y creador. ¿Qué haríamos, sin tener noción del bien y el mal, sin explicamos el mal moral?

»¡Probemos sin esas ideas a construir algo! Lo destruiríamos todo, porque nuestras almas están saciadas. ¡Somos niños, nada más que niños!

»¿De dónde procede ese alegre conocimiento que tengo y me es común con el aldeano, y que me produce la paz del espíritu? ¿De dónde lo he sacado?

»Yo, educado como cristiano en la idea de Dios, habiendo llenado mi vida con los bienes espirituales que me dio el cristianismo, pletórico y rebosante de esos bienes, yo, como esos niños, destruyo, es decir, quiero destruir lo que me sustenta. Pero en las horas graves de mi vida, como los niños al sentir hambre y frío, acudo a Él y, no menos que los niños a quienes la madre riñe por sus travesuras infantiles, siento que el exceso a que me llevaron irás anhelos de niño no han sido castigados. Y lo que sé, no lo sé por la razón, sino que ha sido concedido directamente a mi alma, lo siento por mi corazón, por mi fe en lo que dice la Iglesia.

»¿La Iglesia? ¡La Iglesia!», repitió Levin.

Cambió de postura y, apoyándose en el codo, miró a lo lejos, más allá del rebaño que, en la otra orilla, bajaba hacia el río.

«¿Puedo creer en cuanto profesa la Iglesia?», se dijo, buscando, para probarse, cuanto pudiera destruir la tranquilidad de espíritu de que gozaba en aquel momento.

Y comenzó a meditar en las doctrinas de la Iglesia que más extrañas le parecían y más le turbaban.

« ¿La creación? ¿Cómo explicaba yo la existencia? ¿Por la existencia misma? ¡Con nada! ¿Y el diablo y el pecado? ¿Cómo explicar el mal? ¿Y el Redentor? No sé nada, absolutamente nada, ni puedo saberlo. Nada excepto lo que se me ha comunicado a la vez que a los demás.»

Y ahora encontraba que no existía doctrina eclesiástica alguna que destruyera lo esencial: la fe en Dios y en el bien como único destino del hombre.

Cada una de las creencias de la Iglesia podía ser explicada por la creencia en el servicio de la verdad en vez del servicio de las necesidades. Y no sólo cada dogma no la destruía, sino que estaba hecho para cumplir el milagro fundamental que constantemente se presenta en la tierra y que consiste en que es posible a todos los hombres y a cada uno, a millones de personas diferentes, sabios y necios, niños y ancianos, reyes y mendigos, a todos, a Lvov, a Kitty y a los demás, comprender sin dudas la misma cosa y crear la vida del alma sin la cual no vale la pena vivir y que es lo único que apreciamos.

Levin, tumbado ahora de espaldas, miraba el cielo alto sin nubes.

«¿Acaso no sé que eso es el espacio infinito y no una bóveda? Pero por más esfuerzos que haga, por más que aguce la mirada, no puedo dejar de ver este espacio como una bóveda y como algo limitado, y, a pesar de mis conocimientos sobre el espacio infinito, tengo indudable razón cuando veo una bóveda azul y sólida; y más aún que cuando me esfuerzo para ver más allá.»

Levin había ya dejado de pensar. Ahora tenía sólo el oído atento a las voces misteriosas que resonaban en su alma con un eco de alegría y de entusiasmo.

«¿Acaso será esto la fe?», se dijo, no osando creer en su felicidad. « ¡Gracias, Dios mío! », murmuró, ahogando los sollozos que le subían a la garganta y secándose con ambas manos las lágrimas que llenaban sus ojos.

Capítulo 14

Levin miraba frente a sí y veía el rebaño de ovejas que pastaba guardado por el mastín y el pastor. Luego vio su tílburi tirado por « Voronoy» y cómo el cochero, al llegar al rebaño, hablaba algo con el pastor. Poco después, oía cerca de él el ruido de las ruedas y los resoplidos del caballo.

Estaba, sin embargo, tan absorto en sus pensamientos, que ni siquiera se le ocurrió que el coche se dirigía hacia él. Únicamente lo advirtió cuando el cochero, hallándose ya a su lado, le habló:

–Me manda la señora. Han llegado su hermano y otro señor.

Levin se sentó en el cochecito y tomó las riendas.

Estaba aún como acabado de despertar de un sueño y durante mucho rato apenas se dio cuenta de lo que hacía ni de dónde estaba. Miraba a su caballo, al que sujetaba por las riendas, cubiertos de espuma las patas y el cuello; miraba al cochero Iván, sentado a su lado; recordaba que le esperaba su hermano; pensaba que su mujer estaría inquieta por su larga ausencia y procuraba adivinar quién era aquel señor que había llegado con su hermano. Y el hermano, y su mujer, y el desconocido se le presentaban ahora en su imaginación de modo distinto a como los veía antes; le parecía que ahora sus relaciones con todos habrían de ser muy diferentes.

«Ahora no habría entre mi hermano y yo la separación que ha habido siempre entre nosotros; ahora no disputaremos ya nunca. Nunca más tendré riñas con Kitty. Con el huésped que ha llegado, quienquiera que sea, estaré amable, seré bueno; lo mismo que con los criados y con Iván. Con todos seré un hombre distinto.»

Reteniendo con las riendas tensas al caballo, que resoplaba impaciente, como pidiendo que le dejaran correr en libertad Levin miraba a Iván, sentado a su lado, el cual sin tener nada que hacer con las manos las ocupaba en sujetarse la camisa, que se le levantaba a hinchaba con el viento.

Levin buscaba pretexto para entablar conversación con él. Quiso decirle que había apretado demasiado la barriguera. Pensó en seguida que esto le parecería un reproche y quería tener una conversación amable; pero ningún otro tema sobre el cual conversar le acudía a la imaginación.

–Señor, haga el favor de guiar a la derecha. Allí hay un tronco –le dijo Iván, con ademán de coger las riendas.

–Te ruego que no toques las riendas y no me des lecciones –contestó Levin ásperamente.

La intervención del cochero le irritó como de costumbre. Y en seguida pensó, con tristeza, que estaba equivocado al creer que su estado de ánimo podía cambiar fácilmente.

A un cuarto de versta de la casa, Levin vio a Gricha y a Tania que corrían a su encuentro.

–Tío Kostia, allí vienen mamá y el abuelito, y Sergio Ivanovich y un señor –decían los niños subiendo al coche.

–¿Y quién es ese señor?

–Un hombre muy terrible que no cesa de mover los brazos. Así –dijo Tania, levantándose del asiento a imitando el gesto habitual de Katavasov.

–¿Es viejo o joven? –preguntó Levin, al cual el ademán de Tania le recordaba a alguien, pero sin poder precisar a quién.

«¡Ah», se dijo, «al menos que no sea una persona desagradable!».

Sólo al dar vuelta al camino y ver a los que iban a su encuentro, Levin recordó a Katavasov, con su sombrero de paja, moviendo los brazos como había indicado Tania.

A Katavasov le gustaba mucho hablar de filosofía, aunque la comprendía mal, como un especialista de ciencias naturales que era que nunca estudiaba filosofía. Durante su estancia en Moscú, Levin había discutido mucho con él sobre estas cuestiones. Lo primero que recordó Levin al verle fueron aquellas discusiones en las que aquél ponía siempre un gran empeño en quedar vencedor.

«No, no voy a discutir, ni a exponer a la ligera mis pensamientos por nada del mundo», se dijo aún.

Saltando del ribulri y, tras saludar a su hermano y a Katavasov, Levin preguntó por Kitty.

–Se llevó a Mitia a Kolok –así se llamaba el bosque que había cerca de la casa–. Ha querido arreglarle allí porque en la casa hace demasiado calor –explicó Dolly.

Levin aconsejaba a su mujer que no llevase el niño al bosque, porque lo consideraba peligroso, por lo cual esta noticia le desagradó.

–Siempre anda llevando al pequeño de un lugar a otro –dijo el viejo Príncipe–. Le he aconsejado que le llevase a la nevera.

–Kitty pensaba ir luego al colmenar, suponiendo que estarías allí. Podríamos ir hacia allá –dijo Dolly.

–¿Y qué estabas haciendo tú? –preguntó Sergio Ivanovich a su hermano, al quedarse atrás con él.

–Nada de particular. Me ocupo, como siempre, de los asuntos de la propiedad –contestó Levin–. ¿Y por cuánto tiempo has venido? –preguntó, a su vez, a Sergio Ivanovich–. Te esperaba hace ya días.

–Por un par de semanas –contestó Sergio–. Tengo mucho que hacer en Moscú.

En esto, los ojos de los dos se encontraron, y no obstante su deseo de estar afectuoso con Sergio y amable y sencillo con el Príncipe, Levin sintió que le irritaba mirar a su hermano y bajó la vista sin saber qué decir.

Buscando temas de conversación que fueran agradables a Sergio Ivanovich, aparte de la guerra servia y la cuestión eslava, a las cuales había aludido de manera velada al hablar de sus ocupaciones en Moscú, se puso a hablarle de la obra que había publicado últimamente.

–¿Y las críticas de tu libro? –le preguntó–. ¿Qué tal te tratan?

Sergio Ivanovich sonrió comprendiendo que no era espontánea la pregunta.

–Nadie se ocupa de él y yo menos que nadie –contestó con displicencia. Y, cambiando de conversación, se dirigió a Dolly:

–Daria Alejandrovna, mire… Va a llover–dijo, indicando con su paraguas unas nubes blancas que corrían sobre las copas de los álamos.

Y bastaron estas palabras para que aquella frialdad que quería evitar Levin en sus relaciones con su hermano se estableciera entre los dos.

Levin se acercó a Katavasov.

–¡Qué acertado ha estado usted decidiéndose a venir!

–Ya hace tiempo que quería haberlo hecho. Ahora podremos discutir con más calma… ¿Ha leído usted a Spencer?

–No lo he terminado –dijo Levin–. De todos modos, ahora no lo necesito.

–¡Cómo! Es interesante… ¿Por qué no lo necesita?

–Quiero decir que la solución de las cuestiones que me interesan en la actualidad no la encontraría en él ni en sus semejantes. Ahora…

Levin iba a decir que le interesaban otras cuestiones más que los temas filosóficos, pero observó la expresión tranquila y alegre que tenía el rostro de Katavasov y, acordándose de sus propósitos, no quiso destruir su buen humor contrariándole con sus nuevas ideas.

–De todos modos, ya hablaremos después –añadió, condescendiente–. Si vamos al colmenar, es por aquí, por este sendero ––dijo, dirigiéndose a los demás.

Al llegar, por el camino estrecho, a una explanada rodeada de brillantes flores de «Juan–María» y donde crecían también espesos arbustos de verde oscuro chenusitza, Levin hizo sentar a sus acompañantes en los bancos y troncos instalados allí para los visitantes del colmenar a la sombra fresca y agradable de unos álamos tiernos, y él se dirigió al colmenar para traer pan, pepinos y miel fresca.

Con gran cuidado y atento al zumbido de las abejas que cruzaban el aire ininterrumpidamente, llegó por un sendero hasta el colmenar.

Al entrar, una abeja se lanzó hacia él zumbando y se le enredó en la barba. Se deshizo de ella y pasó al patio, cogió una redecilla que estaba colgada en una pared, se la puso, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y siguió hacia las colmenas.

En filas regulares, atadas a estaquitas, estaban las colmenas viejas, cada una con su historia, que él conocía; a lo largo de la cerca que rodeaba el colmenar se veían las nuevas instaladas aquel año.

A la entrada de las colmenas revoloteaban nubes de abejas y de zánganos, mientras las obreras volaban hacia el bosque atraídas por los tilos en flor y regresaban cargadas del dulce néctar. Y todo el enjambre, obreras diligentes, zánganos ociosos, guardianas despiertas dispuestas a lanzarse sobre cualquier extraño al colmenar que tratara de acercarse allí, dejaban oír las notas más diversas en el aire encalmado que se confundían en un continuo y bronco zumbido.

En la otra parte de la cerca, el encargado del colmenar cepillaba una tabla.

El viejo campesino no vio a Levin y éste no le llamó.

Estaba contento de quedarse solo para recobrar la tranquilidad de su ánimo, que ya se había alterado en aquel corto contacto con la realidad.

Recordó, con pesar, que se había enfadado contra Iván, que había demostrado frialdad a su hermano y hablado con ligereza a Katavasov.

« ¿Es posible que todo aquello haya sido cosa de momento y que pase todo sin dejar huella?», se dijo.

Y en aquel mismo instante sintió con alegría que algo nuevo a importante acaecía en su alma. Sólo por unos instantes la realidad había hecho desaparecer, como cubriéndola por un negro velo, aquella calma

espiritual hallada por él y que ahora recobraba de nuevo, porque sólo había permanecido oculta en el interior de su alma.

Así como las abejas que volaban alrededor suyo y amenazaban picarle le distraían, le hacían perder la tranquilidad material, obligándole a encogerse, a resguardarse, del "sino modo las preocupaciones que le habían asaltado a partir del momento en que montara en el tílburi con el cochero, habían privado de tranquilidad a su alma; pero esto había durado tan sólo mientras estuvo entre Iván, el Príncipe, Katavasov y Sergio Ivanovich. Lo mismo que, a pesar de las abejas, conservaba su fuerza física, así sentía de nuevo dentro de él la fuerza espiritual que había recibido.

Capítulo 15

–¿Sabes a quién ha encontrado tu hermano en el tren, Kostia? –preguntó Dolly, después de repartir a los niños pepinos y miel–. A Vronsky. Va a Servia.

–Y lleva un escuadrón a sus expensas –añadió Katavasov.

–Es una cosa digna de él –dijo Levin–. Pero, ¿es que todavía marchan voluntarios? –preguntó, mirando a su hermano.

Sergio Ivanovich, ocupado en sacar del trozo de panal que tenía en su plato una abeja viva, pegada a la miel, con la punta de un cuchillo, no le contestó.

-¡Cómo no! ¡Si viera usted los que había ayer en la estación! -repuso Katavasov mordiendo ruidosamente su pepino.

-Pero, ¿cómo es eso? Explíquemelo, Sergio Ivanovich. ¿A qué van esos voluntarios y contra quién han de guerrear? -preguntó el viejo Príncipe, continuando una conversación iniciada, al parecer, en ausencia de Levin.

-Contra los turcos -contestó Kosnichev, sonriente y tranquilo.

Había logrado librar a la abeja aún viva y ennegrecida de miel que agitaba las pequeñas patas, y con cuidado la pasó de la punta del cuchillo sobre una hoja de olmo.

-¿Y quién ha declarado la guerra a los turcos? ¿Iván Ivanovich Ragozov, la condesa Lidia Ivanovna y la señora Stal?

-Nadie ha declarado la guerra; pero la gente se compadece de sus hermanos de raza y quiere ayudarles -dijo Sergio Ivanovich.

-El Príncipe no dice que no se les ayude -intervino Levin-, defendiendo a su suegro-. Se refiere a la guerra. El Príncipe sostiene que los particulares no pueden intervenir en la guerra sin autorización del Gobierno.

-Mira, Kostia. Una abeja volando. ¡Nos va a picar! -exclamó Dolly defendiéndose del insecto.

-No es una abeja, sino una avispa -aclaró Levin.

-Veamos, explíquenos su teoría -dijo Katavasov, sonriente, a Levin, a %n de provocar una discusión-

¿Por qué los particulares no han de poder ir a la guerra?

-Mi contestación es la siguiente: la guerra es una cosa tan brutal, feroz y terrible, que no digo ya un cristiano, sino ningún hombre puede tomar sobre sí personalmente la responsabilidad de empezarla. Sólo el Gobierno puede ocuparse de eso y ser por necesidad arrastrado a la guerra. Además, según la costumbre y el sentido común, cuando se trata de asuntos de gobierno, y sobre todo de guerras, todos los ciudadanos deben abdicar de su voluntad personal.

Sergio Ivanovich y Katavasov hablaron a la vez, exponiendo sus objeciones, que ya tenían preparadas.

-Hay casos en que el Gobierno no cumple la voluntad de los ciudadanos, y entonces el pueblo declara espontáneamente su voluntad —dijo Katavasov.

Pero Kosnichev no parecía apoyar el criterio de Katavasov. Frunció las cejas y dijo:

-No debe usted plantear así la cuestión. Aquí no hay declaración de guerra, sino la expresión de un sentimiento humanitario, cristiano. Están matando a nuestros hermanos, a gente de nuestra raza y fe. Y no ya a nuestros hermanos y correligionarios, sino simplemente a mujeres, ancianos y niños. El sentimiento grita y los rusos corren a ayudar a terminar con esos horrores. Figúrate que vas por la calle y ves unos borrachos golpeando a una mujer o a un niño. No creo que lo detuvieras a preguntar si se ha declarado la guerra a ese hombre o no, sino que lo lanzarías en defensa del ofendido.

-Pero no mataría al otro -atajó Levin.

-Sí le matarías.

-No lo sé. De ver un caso así, me entregaría al sentimiento del momento. No puedo decirlo de antemano.

Pero semejante sentimiento no existe ni puede existir respecto a la opresión de los eslavos.

-Quizá no exista para ti, pero existe para los demás -contestó, frunciendo el entrecejo involuntariamente, Segio Ivanovich-. Aún viven en el pueblo las leyendas de los buenos cristianos que gimen bajo el yugo del «infiel agareno». El pueblo ha oído hablar de los sufrimientos de sus hermanos y ha levantado la voz.

-Puede ser -dijo Levin evasivamente-. Pero no lo veo. Yo pertenezco al pueblo y no siento eso.

-Tampoco yo -añadió el Príncipe-. He vivido en el extranjero, he leído la prensa y confieso que ni siquiera antes, cuando los horrores búlgaros, entendí la causa de que los rusos, de repente, comenzaran a amar a sus hermanos eslavos mientras yo no sentía por ellos amor alguno. Me entristecí mucho, pensando ser un monstruo o atribuyéndolo a la influencia de Carlsbad… Pero al llegar aquí me tranquilicé viendo que hay mucha gente que sólo se preocupa de Rusia y no de sus hermanos eslavos. También Constantino Dmitrievich piensa así ––dijo señalándole.

–En este caso, las opiniones personales no significan nada –respondió Kosnichev–; las opiniones personales no tienen ningún valor ante la voluntad de toda Rusia expresada con unanimidad.

–Perdone, pero no lo veo. El pueblo es ajeno a todo eso –repuso el Príncipe.

–No papá. Acuérdate del domingo en la iglesia –dijo Dolly, que escuchaba la conversación–. Dame la servilleta, haz el favor ––dijo al anciano, que contemplaba, sonriendo, a los niños–. Es imposible que todos…

–¿Qué pasó el domingo en la iglesia? –preguntó el Príncipe–. Al cura le ordenaron leer y leyó. Los campesinos no comprendieron nada. Suspiraban como cuando oyen un sermón. Luego se les dijo que se iba a hacer una colecta en pro de una buena obra de la Iglesia y cada uno sacó un cópec, sin saber ellos mismos para qué.

–El pueblo no puede ignorarlo. El pueblo tiene siempre conciencia de su destino y en momentos como los de ahora ve las cosas con claridad –declaró Sergio Ivanovich categóricamente, mirando al viejo encargado del colmenar, como interrogándole.

El viejo, arrogante, de negra barba canosa y espesos cabellos de plata, permanecía inmóvil sosteniendo el pote de miel y mirando dulcemente a los señores desde la elevación de su estatura sin entender ni querer entender lo que trataban, según se evidenciaba en todo su aspecto.

–Sí, señor –afirmó el viejo, moviendo la cabeza, como contestando a las palabras de Sergio Ivanovich.

–Pregúntenle y verán que no sabe ni entiende nada de eso –dijo Levin. Y añadió, dirigiéndose al viejo–: ¿Has oído hablar de la guerra, Mijailich? ¿No oíste lo que decían en la iglesia? ¿Qué te parece? ¿Piensas que debemos hacer la guerra en defensa de los cristianos?

–¿Por qué hemos de pensar en eso? Alejandro Nicolaevich, el Emperador, piensa por nosotros en este asunto y pensará por nosotros en todos los demás que se presenten… Él sabe mejor… ¿Traigo más pan? ¿Hay que dar más a los chiquillos? –se dirigió a Daria Alejandrovna, indicando a Gricha que terminaba su corteza de pan.

–No necesito preguntar –dijo Sergio Ivanovich–. Vemos centenares y millares de hombres que lo dejan todo para ayudar a esa obra justa. Llegan de todas las partes de Rusia y expresan claramente su pensamiento y su deseo. Traen sus pobres groches y van por sí mismos a la guerra y dicen rectamente por qué lo hacen. ¿Qué significa esto?

–Eso significa, a mi juicio ––dijo Levin que comenzaba a irritarse otra vez–, que en un pueblo de ochenta millones se encuentran, no ya centenares, sino decenas de miles de hombres que han perdido su posición social, gente atrevida, pronta a todo, que siempre está dispuesta a enrolarse en las bandas de Pugachev o cualquier otra de su especie, y que lo mismo va a Servia que a la China…

–Te digo que no se trata de centenares ni de gente perdida, sino que son los mejores representantes del pueblo ––dijo Sergio Ivanovich con tanta irritación como si estuvieran defendiendo sus últimos bienes–. ¿Y los dineros recogidos? ¡Aquí sí que el pueblo expresa directa y claramente su voluntad!

–Esa palabra «pueblo» es tan indefinida… –dijo Levin–. Sólo los escribientes de las comarcas, los maestros y el uno por mil de los campesinos y obreros saben de qué se trata. Y el resto de los ochenta millones de rusos, como Mijailich, no sólo no expresan su voluntad, sino que no tienen ni idea siquiera de sobre qué cuestión deben expresarla. ¿Qué derecho tenemos, pues, a decir que se expresa la voluntad del pueblo?

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