Kitabı oku: «La sostenibilidad», sayfa 3

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e. El calentamiento global y el riesgo del final de la especie

Es propio de la geofísica de la Tierra el que de vez en cuando (se calcula que aproximadamente cada 26,000 años) cambie de clima: unas veces, más frío; otras, más cálido. En cualquier caso, su temperatura media se halla en torno a los 15 grados centígrados, óptima para la conservación de la vida. En los últimos siglos, desde el comienzo del proceso de industrialización, se han venido lanzando a la atmósfera miles de millones de toneladas de gases con efecto-invernadero, como son el dióxido de carbono, los nitritos o el metano, que es 23 veces más agresivo que el dióxido de carbono y otros gases. De ese modo, el calentamiento de la Tierra ha ido creciendo progre- sivamente hasta alcanzar un nivel realmente peligroso, como fue detectado y denunciado por el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, en inglés), en el que más de un millar de científicos, reunidos en París el 2 de febrero de 2007, constataron que no nos encaminamos hacia el tan temido calentamiento global, sino que ya estamos inmersos de lleno en él. No falta mucho para que el aumento de la temperatura llegue a los 2 grados centígrados. Lo cual exige dos medidas fundamentales: la primera, adaptarse a la nueva situación, y quien no lo consiga, como es el caso de muchas especies de seres vivos, estará condenado a ir desapareciendo; la segunda medida consiste en tratar, por todos los medios posibles, de mitigar los efectos nocivos para la biosfera y para la especie humana.

Tales medidas solo surtirán efecto si la humanidad como un todo se propone seriamente reducir la emisión de gases contaminantes y causantes del calentamiento. El protocolo de Kyoto, en torno al cual se reunieron los jefes de Estado y de gobierno de la Tierra, preveía una reducción del 5.2% de dichos gases. Pero los principales países contaminantes, como los Estados Unidos y China, no suscribieron tales medidas. El dato, con todo, no deja de ser ridículo, porque la comunidad científica aconseja urgentemente la reducción de al menos un 60% de esos gases nocivos.

El calentamiento global esconde hechos realmente extremos: por una parte, arrasadoras inundaciones; por otra, tórridas sequías, la irrupción de devastadores huracanes, el hambre de millones de seres vivos, la des- trucción de cosechas..., provocando la emigración de poblaciones enteras y el alza de los precios de los alimentos (commodities), así como la disputa y auténticas guerras tribales por espacios y recursos.

El tema del calentamiento global resulta polémico y es rechazado por muchos, especialmente por representantes de grandes corporaciones, obcecados por sus propios intereses económicos. Pero es un hecho que puede constatarse de un modo cada vez más convincente, como lo ilus- tran el huracán Katrina, que destruyó la ciudad estadounidense de Nueva Orleans, o el tsunami ocurrido en el sudeste asiático, que produjo millares de muertos, o el terremoto producido en Japón y seguido de otro tsunami, que destruyó las centrales nucleares de Fukushima, poniendo en peligro la vida de miles de seres humanos. Pero la prueba irrefutable la constituye el nivel del mar, cuya elevación es un indicador plenamente confiable. Un nivel que se eleva por dos motivos: el deshielo de los casquetes polares y del permafrost (suelos congelados de Siberia y del norte del planeta), que se derriten y vierten más agua a los océanos; y el calentamiento hace que el mar se expanda, suba de nivel y comience a amenazar a los países insulares y a las playas de todas las costas, como ya está verificándose en muchas partes del mundo (J. Lovelock, Gaia: alerta final, 2009, 73).

Existe una alerta, sin embargo, que debe ser tomada muy en serio y que fue hecha hace ya años por la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos con la entrada del metano, liberado por el deshielo generalizado, el clima de la Tierra podría elevarse abruptamente por encima de los 4 grados centígrados. Con tal nivel de calentamiento, ninguna de las formas de vida que conocemos podría resistir, y todas ellas irían debilitándose y desapareciendo progresivamente. Una gran parte de los seres humanos se verían condenados del mismo modo, salvo pequeños grupos que se refugia- rían en oasis o en puertos en los que aún serían posibles la adaptación y la mitigación de los efectos. De este modo se salvarían unos cuantos, pero sin los beneficios de la civilización que con tantas penalidades hemos creado.

f. Conclusión: fieles a la Tierra y amantes del autor de la vida

Las anteriores reflexiones nos convencen de la urgencia de pensar en la sostenibilidad de un modo correcto y distanciado de los modismos vigentes. Más aún: debemos comenzar a elaborar un modo sostenible de vida en todos los ámbitos, tanto de la naturaleza como de la cultura. No se trata de salvar nuestra sociedad del bienestar y la abundancia, sino simplemente de salvar nuestra civilización y la vida humana, junto con las demás formas de vida.

Para ello es importante que demos la primacía a Gaia, la Madre Tierra, y solo después a los seres humanos. Si no garantizamos la sostenibilidad del planeta por encima de todo, todas las demás iniciativas serán vanas y no podrán sustentarse.

Viene aquí como anillo al dedo la amonestación de Friedrich Nietzsche en el prólogo a su Así habló Zaratustra: “Los exhorto, hermanos míos, a permanecer fieles a la Tierra”. No menos importante es la palabra de la Revelación en el libro de la Sabiduría, que nos consuela del siguiente modo: “Señor, tú amas a todos los seres... porque son tuyos, Señor, amigo de la vida” (Sab 11,24.26).

SEGUNDA PARTE
LOS ORÍGENES
DEL CONCEPTO
DE SOSTENIBILIDAD

La inmensa mayoría estima que el concepto de “sostenibilidad” es de un origen muy reciente, concretamente a partir de las reuniones organizadas por la ONU en los años setenta del pasado siglo, cuando surgió con fuerza la conciencia de los límites del crecimiento, que ponen en crisis el modelo vigente en casi todas las sociedades mundiales.

Pero lo cierto es que el referido concepto tiene tras de sí una historia de más de 400 años que muy pocos conocen. Conviene recapitular brevemente su recorrido. Sin embargo, es importante aclarar previamente el contenido del concepto de “sostenibilidad”, lo cual podemos hacer con una rápida consulta de diccionarios especializados en lengua castellana, el de la Real Academia de la Lengua, por ejemplo. En la raíz de “sostenibilidad” y de “sostener” o “sustentar” se encuentra la palabra latina sustentare, con el mismo sentido que en español.

Casi todos los diccionarios nos ofrecen dos acepciones: una pasiva, y otra activa. La acepción pasiva dice que “sostener” significa asegurar por abajo, soportar, servir de sostén, impedir que caiga, impedir la ruina y la caída. En este sentido, “sostenibilidad” es, en términos ecológicos, todo cuanto hacemos para que un ecosistema no decaiga y se arruine. Para impedirlo podemos, por ejemplo, crear medios de sostenibilidad, como plantar árboles en las laderas de los montes que sirvan de freno a la erosión y los deslizamientos. El sentido activo subraya el hecho de conservar, mantener, proteger, nutrir, alimentar, hacer prosperar, subsistir, vivir, mantenerse siempre a la misma altura y conservarse bien. En el dialecto ecológico, esto significa que la sostenibi- lidad representa los procedimientos que se adoptan para permitir que un bioma se mantenga vivo, protegido, alimentado de nutrientes, al punto de que siempre se conserve debidamente y esté a la altura de los riesgos que puedan presentarse. Este tipo de medidas implican que el bioma esté en condiciones no solo de conservarse tal como es, sino que además pueda prosperar, fortalecerse y co-evolucionar.

Todo esto es lo que se intenta decir cuando se habla hoy de “sostenibili- dad”, ya sea del universo, de la Tierra, de los ecosistemas o de comunidades y sociedades enteras: que sigan vivas y se conserven debidamente. Y esto únicamente lo consiguen si mantienen su equilibrio interno y logran auto-reproducirse. Entonces subsisten a lo largo del tiempo.

1. LA PREHISTORIA DEL CONCEPTO DE “SOSTENIBILIDAD”

El nicho a partir del cual nació y se elaboró el concepto de “sosteni- bilidad” es la silvicultura, el cuidado de los bosques. En todo el mundo antiguo, y hasta los albores de la edad moderna, la madera era la principal materia prima en la construcción de casas, muebles y aperos agrícolas, así como combustible para cocinar y calentar las viviendas. Fue ampliamente usada para fundir metales y construir los barcos que, en la época de los “descubrimientos/conquistas” del siglo xvi, surcaban todos los océanos. Su uso fue tan intensivo, particularmente en España y Portugal, las potencias marítimas de la época, que los bosques comenzaron a escasear.

Pero fue en Alemania, en 1560, concretamente en la provincia de Sajonia, donde irrumpió por primera vez la preocupación por el uso racional de los bosques, de forma que pudieran regenerarse y mantenerse permanente- mente. En este contexto surgió la palabra alemana Nachhaltigkeit, que puede perfectamente traducirse como “sostenibilidad”.

Sin embargo, no fue hasta 1713, y de nuevo en Sajonia, cuando la palabra “sostenibilidad” se transformó, gracias al capitán Hans Carl von Carlowitz, en un concepto estratégico. Se habían creado hornos de minería que reque- rían un abundante uso de carbón vegetal, el cual se extraía de la madera. Consiguientemente, se abatían los bosques para atender a esta nueva fuente de progreso. Fue entonces cuando Carlowitz escribió un verdadero tratado en la lengua científica de la época, el latín, sobre la sostenibilidad (nachhal- tig wirtschaften: organizar de forma sostenible) de los bosques, con el título Sylvicultura Oeconomica. Insistía en proponer el uso sostenible de la madera. Su lema era: “debemos tratar la madera con cuidado” (man muss mit dem Holz pfleglich umgehen), pues de lo contrario se acabaría el negocio y cesaría el lucro. Pero más directamente decía: “córtese únicamente la cantidad de leña que el bosque pueda soportar y que permita la continuidad de su crecimiento”. A partir de esta conciencia, los poderes locales comenzaron a incentivar la replantación de los árboles en las regiones deforestadas. Tales consideraciones siguen conservando su validez en nuestros días, pues el discurso ecológico actual emplea prácticamente los mismos términos de entonces.

Algunos años después, en 1795, Carl Georg Ludwig Hartig escribió otro libro, Instrucciones para la evaluación y descripción de los bosques (Anweisung zur Taxation und Beschreibung der Forste), donde afirmaba: “es una sabia medida evaluar del modo más exacto posible la deforestación y emplear los bosques de tal manera que las generaciones futuras gocen de las mismas ventajas que la actual” (cf. en Internet Danzer Group ou U.Grober, “Modewort mit tiefen Wurzeln; kleine Begriffsgeschichte von “sustainbility” und “Nachhaltigkeit’”, en Jahrbuch Ökologie 2003, Beck, München 2002, pp. 167-175).

La preocupación por la sostenibilidad (Nachhaltigkeit) de los bosques fue tan grande que dio origen a una nueva ciencia: la silvicultura (Forstwissens- chaft). En Sajonia y en Prusia se fundaron Academias de Silvicultura a las que acudían estudiantes de toda Europa, de Escandinavia, de los Estados Unidos y hasta de la India. El concepto se mantuvo vivo en los círculos ligados precisamente a la silvicultura y se dejó oír en 1970, cuando se creó el Club de Roma, cuyo primer informe versó sobre Los límites del crecimiento, suscitando acaloradas discusiones en los medios científicos, en las empresas y en la sociedad.

2. LA HISTORIA RECIENTE DEL CONCEPTO DE “SOSTENIBILIDAD”

La alarma ecológica provocada por este informe hizo que la ONU se ocupara del tema. En este sentido, entre el 5 y el 16 de junio de 1972 se celebró en Estocolmo la primera Conferencia Mundial sobre el Medio Ambiente Humano, cuyos resultados no fueron demasiado significativos, aunque dio lugar a la creación del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA).

Otra conferencia, esta sumamente importante, se celebró en 1984 y dio origen a la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, cuyo lema era “Una agenda global para el cambio”. Los trabajos de esta comisión, formada por decenas de especialistas, se cerraron en 1987 con el informe de la primera ministra noruega, Gro Harlem Brundtland, con el sugerente título “Nuestro futuro común” (también conocido simplemente como Informe Brundtland).

En dicho informe aparece claramente la expresión “desarrollo soste- nible”, definido como aquel que atiende a las necesidades de las generaciones actuales sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras de atender a sus necesidades y aspiraciones. Esta definición ha llegado a hacerse clásica y a imponerse en casi toda la literatura relacionada con el tema.

Como consecuencia del informe, la Asamblea de las Naciones Unidas decidió dar continuidad al debate, convocando para ello la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo, que se celebró en Río de Janeiro entre el 3 y el 14 de julio de 1992 y que es también conocida como la “Cumbre de la Tierra”. Esta conferencia produjo varios documen- tos, entre los que destacan especialmente la Agenda 21: Programa de acción global, con 40 capítulos, y la Carta de Río de Janeiro. La categoría “desarrollo sostenible” adquirió entonces carta de ciudadanía y constituyó el eje de todos los debates, apareciendo casi siempre en los principales documentos. En la Carta de Río de Janeiro se afirma claramente que todos los Estados y todos los individuos deben, como requisito indispensable para el desarrollo sostenible, cooperar en la tarea esencial de erradicar la pobreza, de forma que se reduzcan las disparidades en los distintos modelos de vida y se atienda mejor a las necesidades de la mayoría de la población del mundo. Se estableció también un criterio ético-político en el sentido de que los Estados deben cooperar, en un espíritu de sociedad global, a la conserva- ción, protección y restablecimiento de la salud y la integridad de los eco- sistemas terrestres; frente a las distintas contribuciones a la degradación ambiental global, los Estados tienen responsabilidades comunes, aunque diferenciadas.

Esta declaración tuvo buena aceptación y dio ocasión a todos los países a comprometerse en evaluar su propio desarrollo para que la sostenibili- dad quedase efectivamente garantizada. Un compromiso que en realidad apenas pudo cumplirse, como se constató en el Encuentro Río+5, celebrado en Río de Janeiro en 1997.

Para los analistas era cada vez más clara la contradicción existente entre la lógica del desarrollo de tipo capitalista, que procura siempre maximizar el lucro a expensas de la naturaleza, creando grandes desigualdades sociales (injusticias), y una dinámica del medio ambiente regida por el equilibrio, la interdependencia entre unos y otros y el reciclaje de todos los residuos (la naturaleza no conoce los desechos).

Semejante impasse provocó una nueva convocatoria, por parte de la ONU, de una Cumbre de la Tierra sobre el Desarrollo Sostenible, que tuvo lugar en Johannesburgo entre el 26 de agosto y el 4 de septiembre de 2002 y que contó con representantes de 150 naciones, además de la presencia de las grandes corporaciones, de científicos y de militantes de la causa ecológica. Si en la Eco-92 de Río reinaba todavía un espíritu de cooperación, favo- recido por la caída del imperio soviético y del muro de Berlín, en Johannes- burgo fue patente la feroz disputa por intereses económicos corporativos, especialmente por parte de las grandes potencias, que boicotearon el de- bate sobre las energías alternativas en sustitución del petróleo, altamente contaminante.

Johannesburgo se clausuró con una gran frustración, pues se había per- dido el sentido de inclusión y de cooperación, predominando las decisiones unilaterales de las naciones ricas, apoyadas por las grandes corporaciones y por los países productores de petróleo. Al tema de la salvaguarda del planeta y la preservación de nuestra civilización apenas se hizo alguna que otra referencia marginal. Se habló de sostenibilidad, pero esta no constituyó la preocupación central.

El saldo positivo de todas estas conferencias de la ONU ha sido una mayor conciencia, por parte de la humanidad, respecto del problema ambiental, aun cuando todavía reine el pesimismo en un buen número de personas, de empresas y hasta de científicos. Sin embargo, los eventos extremos se han multiplicado de tal forma que hasta los escépticos comienzan ya a tomarse en serio el tema de los cambios climáticos de la Tierra.

La expresión “desarrollo sostenible” comenzó a emplearse en todos los documentos oficiales de los gobiernos, de la diplomacia, de los proyectos de las empresas, en el discurso ambientalista convencional y en los medios de comunicación.

El “desarrollo sostenible” es propuesto, bien como un ideal por alcan- zar, o como el calificativo de un proceso de producción o de un producto supuestamente fabricado de acuerdo con unos criterios de sostenibilidad, cosa que la mayoría de las veces no responde a la realidad. Lo que suele entenderse en este sentido es la sostenibilidad de una empresa que consigue mantenerse e incluso crecer, sin analizar los costos sociales y ambientales que ocasiona. Hoy día, el concepto está tan manido que se ha convertido en un modismo, sin que se esclarezca o se defina críticamente su contenido. A finales de junio de 2012 tuvo lugar en Río de Janeiro una megaconfe- rencia, otra Cumbre de la Tierra, promovida por la ONU y conocida como Río+20, que intentó hacer un balance de los avances y retrocesos del bino- mio “desarrollo y sostenibilidad” en el marco de los cambios producidos por el calentamiento global y por la evidente crisis económico-financiera iniciada en 2007, que ha afectado al sistema global a partir de los países centrales del orden capitalista, profundizándose cada vez más a partir de 2011. Los temas centrales de Río+20 fueron: sostenibilidad, economía verde y gobernanza global del ambiente.

Desafortunadamente, el documento definitivo: “El futuro que quere- mos”, cuya redacción final fue confiada a la delegación brasileña, por falta de consenso entre los 193 representantes de los pueblos, no logró proponer meta concreta alguna para erradicar la pobreza, controlar el calentamiento global y salvaguardar los servicios ecosistémicos de la Tierra. Por tímido y vacío, no ayudará a la humanidad a salir de su crisis actual. En este mo- mento, no avanzar es retroceder.

TERCERA PARTE
CRÍTICA Y ANÁLISIS
DE LOS MODELOS DE
SOSTENIBILIDAD ACTUALES

La presión mundial ejercida sobre los gobiernos y las empresas a causa de la creciente degradación de la naturaleza, así como el clamor generali- zado acerca de los riesgos que amenazan la vida humana, han hecho que todos ellos (gobiernos y empresas) iniciaran esfuerzos tendentes a dotar de sostenibilidad al desarrollo. Lo primero que se intentó fue comenzar a reducir las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto-inver- nadero, organizar la producción de “bajo carbono” y tomarse en serio las famosas tres erres a que alude la Carta de la Tierra: reducir, reutilizar y reciclar los materiales usados; después se añadieron otras erres, como redistribuir los beneficios, rechazar el consumismo, respetar a todos los seres, reforestar lo más posible, etcétera.

Muchas empresas e incluso redes de empresas, como el Instituto Ethos de Responsabilidade Social (en Brasil), se comprometieron con la responsabi- lidad social: la producción no debe beneficiar únicamente a los accionistas, sino a toda la sociedad, y en especial a las capas de población socialmente más penalizadas. Pero no basta con la responsabilidad social, porque la sociedad no puede ser pensada sin su “interfaz” con la naturaleza, de la que es un subsistema y de cuyos recursos viven las empresas. De ahí que se introdujera la responsabilidad socio-ambiental, con programas que tienen por objeto disminuir la presión que la actividad productiva e industrialista ejerce sobre la naturaleza y sobre la Tierra como un todo. Las innovaciones tecnológicas más “suaves” y “ecoamigables” ayudaron en este sentido, aunque sin conseguir modificar el rumbo del crecimiento y del desarrollo que implica la dominación de la naturaleza.

No es posible un impacto ambiental cero, porque toda generación de energía tiene algún costo ambiental. Además, resulta irrealizable en tér- minos absolutos, dada la finitud de la realidad y los efectos de la entropía, que significan el lento pero imparable desgaste de energía. Pero el esfuerzo debe orientarse, por lo menos, en el sentido de proteger la naturaleza, de actuar en sinergia con sus ritmos y no limitarse exclusivamente a no dañarla; es importante restaurar su vitalidad, darle descanso y devolverle más de lo que hemos obtenido de ella, para que las generaciones futuras puedan ver garantizadas las reservas naturales y culturales que les permitan vivir como es debido.

Vamos a someter a análisis crítico los distintos modelos actuales que buscan la sostenibilidad. En la mayoría de los casos, la sostenibilidad que se intenta presentar es más aparente que real. De todas formas, es innegable que se está dando una búsqueda de sostenibilidad, por el simple hecho de que la mayoría de los países y de las empresas, por muy grandes que sean, no se sienten seguras frente al rumbo que está tomando la humanidad. Cada vez son más conscientes de que no será posible economizar cambios. Si queremos tener futuro, debemos aceptar transformaciones sustanciales. La gran pregunta es cómo llevarlas a cabo, dado que están implicados grandes intereses de las potencias centrales y de las corporaciones multilaterales y mundiales, que ponen trabas a la voluntad de definir nuevos rumbos.

El científico y político franco-brasileño Michael Löwy lo ha dicho muy acertadamente: “Todos los semáforos están en rojo: es evidente que la búsqueda enloquecida del lucro, la lógica productivista y mercantil de la civilización capitalista/industrial, nos lleva hacia un desastre ecológico de proporciones incalculables; la dinámica del crecimiento infinito, inducido por la expansión capitalista, amenaza con destruir los fundamentos naturales de la vida humana en el Planeta” (Ecologia e socialismo, Cortez, São Paulo 2005, 42).

Distintas propuestas están siendo formuladas, y en su mayoría tratan de salvar el tipo imperante de desarrollo, pero imprimiéndole un cariz sostenible, aunque aparente.

1. EL MODELO ESTÁNDAR DE DESARROLLO SOSTENIBLE: SOSTENIBILIDAD RETÓRICA

A partir de la revolución científica del siglo xvi (Galileo Galilei, René Descartes, Francis Bacon y otros), profundizada por la primera Revolución Industrial (a partir de 1730 en Inglaterra), Occidente gestó el gran ideal de la modernidad: el progreso ilimitado construido sobre la base de un proceso industrial productor de bienes de consumo a gran escala y a expensas de la explotación sistemática de la Tierra, considerada como un baúl de re- cursos, falto de espíritu y entregado al ser humano para su disfrute. Todo ello generó una gran riqueza en los países centrales y colonizadores, y al mismo tiempo una inmensa desigualdad, pobreza y miseria en las perife- rias de dichas naciones, especialmente en sus territorios colonizados. Este ideal y este tipo de sociedad fueron globalizados, y prácticamente todas las sociedades del mundo actual se ven obligadas a alinearse junto a ellos, lo que equivale a occidentalizarse. Lo decisivo es consumir y, para ello, producir cada vez más, sin consideración alguna por las externalidades (degradación de la naturaleza y generación de desigualdades sociales que no se computan como costos).

Hoy, lejos ya de aquellos comienzos, constatamos que tal proceso capitalista/industrial/mercantil supuso indudablemente grandes beneficios para la humanidad, mejoró las condiciones de vida y de salud, puso a los seres humanos y sus culturas en contacto entre sí, acortó las distancias, prolongó la vida...; en definitiva, produjo un sinnúmero de facilidades que van desde los frigoríficos hasta los automóviles y los aviones, desde la luz eléctrica hasta la televisión e Internet.

Actualmente, todo lleva a creer que el mencionado proceso ha agotado sus posibilidades y ha pasado a ser altamente desgarrador de los lazos sociales y destructor de las bases que sustentan la vida. Esta voluntad de sobreexplo- tación del planeta nos ha hecho sentir en los últimos años los límites de la Tierra y de sus recursos no renovables, y nos ha permitido percibir la finitud del mundo. Conclusión: un planeta finito no soporta un proyecto infinito.

Los dos presupuestos de la modernidad evidenciaron ser ilusorios. El primero de tales presupuestos era que los recursos naturales serían infinitos; ahora sabemos que no lo son. El segundo, que podríamos avanzar infinita- mente en dirección al futuro, pues el progreso no tiene límites; lo cual es otra ilusión, porque, si quisiéramos extender el actual bienestar de los países industrializados al resto de las naciones, necesitaríamos varios planetas. Ambos infinitos, por tanto, eran y siguen siendo otras tantas falacias que han movido mentes y corazones durante muchas generaciones y nos han conducido a la actual crisis ambiental.

Cada vez es mayor la sensación de la urgencia con que debemos cambiar de rumbo si queremos seguir viviendo. Grandes nombres de la ciencia nos han alertado dramáticamente sobre lo que podríamos esperar si no conse- guimos dar con otro paradigma más afortunado de habitar el planeta. Me limito a citar a cuatro de ellos, que son de la más alta cualificación científica y gozan de gran credibilidad:

El primero es el astrónomo real del Reino Unido, Martin Rees, autor de Nuestra hora final: ¿será el siglo xxi el último de la humanidad? (Crítica, Madrid 2004): las palabras del título no requieren explicación.

El segundo, el más famoso biólogo vivo, creador del término “biodi- versidad”, es Edward Wilson (La creación: salvemos la vida en la Tierra, Katz, Móstoles 2007), el cual parte del presupuesto de que pesa una grave amenaza sobre la vida humana y nuestra civilización; según él, solo una alianza entre la religión y la ciencia podrá salvarnos.

El tercero es el conocido genetista francés Albert Jacquard, el título de cuyo libro lo dice todo: Le compte à rebours a-t-il commencé? (¿La cuenta atrás ya comenzó?, Paris 2009); uno de los capítulos se titula “La preparación del suicidio colectivo”.

Y el cuarto y último, James Lovelock, bioquímico y médico, autor de la teoría de Gaia, la Tierra como un superorganismo vivo, y de la obra Gaia: alerta final (Intrínseca 2009), prevé para finales del presente siglo, la desa- parición de una gran parte de la humanidad.

Todos ellos nos advierten de que lo peor que puede sucedernos es que no hagamos nada, porque entonces estaríamos situándonos al borde del abismo que podría significar el final de la especie humana. Ellos se han dado cuenta del callejón sin salida en que se encuentra la humanidad, tan perfectamente expresado en el Preámbulo de la Carta de la Tierra a la que nos hemos referido varias veces con anterioridad. Por eso piden y suplican un cambio de paradigma, la definición de un distinto rumbo de la historia.

Estas amenazas y estos riesgos, que no pueden ser ignorados ni subes- timados, han suscitado la necesidad de debatir acerca del tema de la soste- nibilidad. Debemos producir, obviamente, para atender a las necesidades humanas y de la comunidad de vida. Pero ¿de qué manera? ¿Preocupados por la pregunta acerca de “cuánto puedo ganar”? O bien, ¿cómo puedo, al producir, permanecer en armonía con la Tierra, con las energías terrestres y cósmicas, con los demás, con mi propio corazón y con la Realidad Última?

Es en la respuesta a esta pregunta donde se decide si nuestro modo de producción, distribución, consumo y tratamiento de los residuos es sostenible o no.

Veamos rápidamente el modelo estándar de desarrollo sostenible, tal como normalmente es pensado y pretendido por las empresas y en los discursos oficiales.

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