Kitabı oku: «La hija del rey del País de los Elfos», sayfa 2

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II

ÁLVERIC VISLUMBRA LAS MONTAÑAS DE LOS ELFOS


A LA ALARGADA RECÁMARA escasamente amueblada en lo alto de una torre, donde dormía Álveric, entró un rayo directo del sol en ascenso. Se incorporó y recordó de golpe la espada mágica, lo cual le alegró el despertar. Es natural sentir alegría al pensar en un regalo reciente, pero también había cierta alegría intrínseca en la espada, que quizá llegaba con mayor facilidad a los pensamientos de Álveric apenas tras desprenderse del país de los sueños, que era sobre todo el país del que provenía la espada; comoquiera que haya sido, todo el que ha tenido la fortuna de poseer una espada mágica ha sentido este gozo indescriptible cuando, claramente y sin lugar a dudas, dicha espada sigue siendo nueva.

No tenía a nadie de quien despedirse, así que pensó que sería mejor obedecer a su padre antes de verse obligado a explicar por qué llevaba consigo una espada que le parecía mejor que la que el rey tanto amaba. Así que ni siquiera comió, sino que guardó comida en un bolso y colgó en una correa de cuero una cantimplora nueva de buena piel, sin siquiera llenarla puesto que sabía que en su camino hallaría riachuelos; y, portando la espada de su padre como las espadas suelen portarse, se colgó la otra en la espalda con la áspera empuñadura atada al hombro, y se alejó a paso veloz del castillo y del valle de Erl. Dinero llevó sólo un poco, tan sólo medio puñado de cobre para usarlo en los campos por todos conocidos, pues no sabía qué moneda o qué objetos eran válidos más allá de la frontera de crepúsculo.

Ahora bien, el valle de Erl está muy cerca de la frontera después de la cual desaparecen los campos que conocemos. Álveric escaló la colina, caminó a zancadas por los campos, atravesó los bosques de avellano, y el alegre cielo lo iluminó conforme avanzaba por los campos, y el azul celeste hizo eco bajo sus pasos al llegar al bosque, pues era tiempo de campánulas. Comió, llenó su cantimplora y viajó todo el día hacia el este, y por la noche las montañas del país de las hadas se asomaron en el horizonte como pálidas nomeolvides.

Mientras el sol se ponía a sus espaldas, Álveric observó aquellas montañas azul pálido para ver con qué color su cima sorprendería a la noche; pero ni un solo tono robaron al sol poniente, cuyo esplendor doraba los campos que conocemos sin que una sola arruga se destiñera en sus precipicios ni una sola sombra se proyectara, y Álveric comprendió que nada que ocurra en los campos que conocemos puede alterar lo que yace en aquellas tierras encantadas.

Retiró la mirada de su serena y pálida belleza para posarla en los campos que conocemos. Y ahí, con los gabletes levantados hacia el sol sobre los profundos setos bañados de primavera, vio las cabañas de los hombres de este mundo. Pasó frente a ellas a medida que avanzaba la noche, con los pájaros entonando canciones y las flores desprendiendo su perfume, entre aromas cada vez más penetrantes y la noche que se engalanaba para recibir a la Estrella de la Noche. Pero antes de que la estrella apareciera el joven aventurero encontró la cabaña que buscaba: batiéndose encima de la puerta, divisó el enorme letrero de cuero marrón cuya extravagante caligrafía con recubrimiento dorado rezaba que quien ahí vivía era un talabartero.

Un viejo abrió la puerta cuando Álveric tocó. Pequeño y encogido por la edad, se inclinó aún más cuando Álveric le dijo su nombre. El joven pidió también una funda para su espada, sin revelar entonces de qué espada se trataba. Ambos entraron en la cabaña, donde la anciana esposa estaba junto al fuego, y la pareja rindió a Álveric los honores correspondientes. El viejo se sentó junto a una mesa gruesa, cuya superficie brillaba con tersura dondequiera que no hubiera agujeros, producto de las delicadas herramientas con que se habían perforado trozos de piel no sólo durante la vida de ese viejo hombre, sino también durante la de sus antepasados. Y luego puso la espada sobre sus rodillas y se asombró por la aspereza de la empuñadora y la protección, puesto que estaban hechas de metales crudos sin tratamiento alguno, así como por la anchura de la espada; luego entornó los ojos y comenzó a pensar en su oficio. En un instante resolvió lo que tenía que hacer: su esposa le acercó una piel fina, y el talabartero marcó sobre ella dos piezas del ancho de la espada e incluso un poco más anchas.

Y cualesquiera preguntas que hiciera el anciano sobre aquella ancha y brillante espada, Álveric las esquivaba, puesto que no quería perturbar su mente al hablarle de su procedencia: ya había desconcertado lo suficiente a aquella pareja de ancianos al pedirles posada para esa noche. A ello respondieron con infinitas disculpas, como si hubieran sido ellos quienes irrumpieran en el palacio pidiendo morada, y le ofrecieron una copiosa cena proveniente de su caldero, donde hacían hervir todo aquello que cazara el hombre; y nada pudo decir Álveric que impidiera que le cedieran su propia cama y para sí mismos apilaran un montón de pieles sobre el piso para pasar la noche al lado del fuego.

Después de la cena el anciano cortó las dos anchas piezas de cuero y comenzó a zurcirlas de cada lado. Y luego Álveric empezó a hacerle preguntas sobre el camino, y el viejo talabartero habló del norte y del sur y del oeste, e incluso del noreste, pero del este y del sureste no dijo nada. A pesar de vivir justo en la frontera de los campos que conocemos, ni él ni su esposa musitaron una sola palabra. Ahí donde la jornada de Álveric se extendería a la mañana siguiente, para ellos parecía terminar el mundo.

Al reflexionar después sobre todo lo que le había dicho el anciano, recostado en la cama que le habían cedido, Álveric se sorprendía de su ignorancia, y aun así se preguntaba si era posible que la pareja de ancianos hubiera evadido durante toda la velada cualquier tema relativo al este o al sureste de su hogar por astucia. Se preguntó si en sus días más tiernos el viejo habría llegado hasta ahí, pero era incapaz siquiera de imaginarse qué había encontrado en caso de haber ido. Después, Álveric se quedó dormido y los sueños le dieron pistas e ideas sobre las andanzas del anciano en la tierra de las hadas, mas no le dieron mejor guía que la que ya había encontrado: las cimas azul pálido de las montañas de los elfos.

El anciano lo despertó después de un largo sueño. En la sala de estar ardía un fuego brillante y su desayuno estaba listo. También la funda se encontraba lista: la espada embonaba a la perfección. Los ancianos guardaron silencio y aceptaron un pago por la funda, pero no aceptaron nada a cambio de su hospitalidad. En silencio lo observaron ponerse de pie y partir, y lo acompañaron hasta la puerta sin decir palabra; una vez fuera siguieron observándolo, a todas luces esperando que cambiara de opinión y se dirigiera al norte o al oeste; pero cuando echó a andar rumbo a las montañas de los elfos dejaron de verlo, puesto que sus rostros jamás giraron en esa dirección. Y, aunque ya no lo observaban, él seguía despidiéndose de ellos con un gesto de la mano, puesto que sentía aprecio por las cabañas y los campos de la gente simple, aprecio que esta gente de campo no sentía por las tierras encantadas. Aquella mañana brillante, Álveric atravesó paisajes que conocía desde la infancia; vio florecer las rubicundas orquídeas que les recordaban a las campanillas que su temporada estaba por acabar; las tiernas hojas del roble seguían siendo de un color pardo y amarillento, mientras que las de la haya, desde donde un ave trinaba con claridad, relucían como el bronce; y el abedul parecía una criatura salvaje del bosque que se había envuelto en gasa verde, mientras que en afortunados arbustos florecían botones de espino. Para sus adentros, Álveric se despidió una y otra vez de estas cosas; el cuco siguió su canción, que no estaba destinada a él. Más tarde, conforme se abría paso entre los setos de un campo desatendido, de pronto se encontró frente a la frontera de crepúsculo, tal como su padre le había advertido. Se extendía frente a él a lo largo de los campos, con la densidad azul del agua, y a través de ella las cosas parecían perder su forma y brillar. Volteó atrás una última vez, hacia los campos que conocemos; el cuco seguía trinando lo suyo y, al ver que nada parecía responder o atender siquiera su despedida, Álveric avanzó con paso decidido hacia las extensas masas crepusculares.

En un campo cercano un hombre llamaba a los caballos mientras otros conversaban en un sendero aledaño y Álveric atravesaba la muralla del crepúsculo; al instante, todos esos sonidos se atenuaron, como si provinieran de muy lejos: tras unos cuantos pasos al otro lado, no se escuchaba ni un murmullo proveniente de los campos que conocemos. Los campos que había atravesado para llegar hasta ahí se esfumaron y no quedó rastro alguno de sus relucientes arbustos verdes; miró hacia atrás, donde la frontera neblinosa parecía descender; luego miró alrededor y no vio nada que le resultara familiar: en lugar de la belleza de mayo, frente a él se extendían las maravillas y los esplendores del País de los Elfos.

Las majestuosas montañas azul pálido se erguían de forma gloriosa, y refulgían y ondulaban bajo la luz dorada que parecía verterse de forma rítmica desde la cima e inundar las laderas con brisas de oro. En lo más bajo de las faldas, Álveric vio que se alzaban hacia el cielo los esbeltos capiteles plateados del palacio del que sólo había oído hablar en canciones. Se encontraba en una planicie donde las flores eran peculiares y los árboles tenían formas monstruosas. De inmediato, emprendió el camino hacia aquellos capiteles plateados.

A quienes hayan tenido la prudencia de ceñir sus fantasías a los límites de los campos que conocemos, se me dificultará describirles la tierra a la que Álveric había llegado. Imaginarán una planicie con árboles desperdigados y, a lo lejos, un bosque oscuro en medio del cual se alzaban aquellas torres relucientes del palacio del País de los Elfos, enmarcadas por lo alto y por los costados por una apacible sierra montañosa cuyos pináculos no adquirían color alguno debido a la ausencia de luz. Pero es justo por esta razón que nuestra fantasía puede viajar grandes distancias, y si por culpa mía los lectores no logran visualizar las cimas del País de los Elfos, mejor habría sido que mi imaginación se limitara a los campos que conocemos. Ha de saberse que en el País de los Elfos los colores son más profundos que en nuestros campos, y que el aire mismo brilla con una luminosidad tan profunda que todo ahí guarda cierta similitud con el reflejo de nuestros árboles y nuestras flores en un lago durante el mes de junio. Y el color del País de los Elfos, que desespero por describir, puede ser descrito aún, pues en nuestro mundo hay ciertos indicios de él: el azul profundo de las noches de verano cuando el sol ha terminado de ponerse, el azul pálido de Venus que inunda el anochecer de luz, las profundidades de los lagos durante el crepúsculo; todos éstos son indicios de aquel color. Y, mientras que los girasoles siguen con delicadeza al sol, algún ancestro de los rododendros debió girar un poco hacia el País de los Elfos, pues una pizca de su gloria habita en ellos hasta la fecha. Pero, por encima de todo, nuestros pintores han tenido muchos atisbos de aquel país, de modo que a veces en sus cuadros vemos cierto espejismo demasiado maravilloso para nuestros campos; es un recuerdo suyo, proveniente de algún viejo atisbo de las montañas azul pálido al pintar los campos que conocemos detrás de sus caballetes.

Así que Álveric marchó, atravesando el luminoso aire de aquella tierra cuyos atisbos vagamente recordados son en realidad inspiraciones. Y de repente se sintió menos solo, pues, aunque en los campos que conocemos hay una barrera que divide con claridad a los hombres de cualquier otra forma de vida, de modo que si nos distanciamos aunque sea un día de los nuestros nos sentimos solos, una vez que cruzó el crepúsculo vio que la barrera se derrumbaba. Unos cuervos que caminaban por el páramo lo miraron con gesto enigmático, y toda clase de criaturillas se asomó con curiosidad para ver quién venía de un cuadrante de donde muy pocos provenían, para ver quién había emprendido un viaje del que muy pocos volvían, pues el rey del País de los Elfos tenía bien resguardada a su hija, de lo cual Álveric era consciente, aunque desconocía hasta qué punto. En todos esos ojillos se encendió una chispa de interés que dio paso a una mirada que parecía ser de advertencia.

Quizá había menos misterios ahí que de nuestro lado de la frontera crepuscular, pues nada acechaba o parecía acechar detrás de los gruesos troncos de los robles, como bajo ciertas luces y durante ciertas estaciones algunas cosas acechan en los campos que conocemos; nada extraño se ocultaba en el extremo lejano de los riscos; nada husmeaba en las profundidades de los bosques; lo que podría haber acechado ahí sin duda no era visible, y cualquier cosa extraña que pudiera haber se tendía a plena vista del viajero, y lo que podría haber husmeado en las profundidades del bosque vivía ahí a plena luz del día.

Además, tan profundo y fuerte era el encantamiento de aquella tierra que no sólo las bestias y los hombres podían adivinar las intenciones del otro, sino que incluso parecía haber una suerte de entendimiento que iba de los hombres a los árboles y viceversa. Los pinos solitarios junto a los que pasaba Álveric al cruzar el páramo tenían troncos que relucían con la luz rubicunda que habían obtenido mágicamente de algún antiguo atardecer, y parecían erigirse con las ramas en jarras e inclinarse un poco para observar mejor al viajero. Daba la impresión de que no siempre hubieran sido árboles, de que fueron algo más antes de que el encantamiento los hubiera alcanzado; parecía que estaban a punto de confesarle algo.

Sin embargo, Álveric no prestó atención alguna a las advertencias de las bestias ni de los árboles, y avanzó a paso firme a través del bosque encantado.

III

EL ENCUENTRO DE LA ESPADA MÁGICA CON LAS ESPADAS DEL PAÍS DE LOS ELFOS


CUANDO ÁLVERIC LLEGÓ al bosque encantado, la luz bajo la que refulgía el País de los Elfos no se había intensificado ni se había atenuado, y entonces notó que no provenía del resplandor que brilla sobre los campos que conocemos, salvo cuando las luces errantes de ciertos momentos extraordinarios, que en ocasiones sorprenden nuestros campos y desaparecen tan pronto llegan, penetran la frontera del País de los Elfos por una imprudencia mágica momentánea. Ni del sol ni de la luna provenía la luz de aquel día encantado.

Una fila de pinos por cuyos troncos trepaban hiedras, tan altos como el follaje oscuro que de ellos descendía, se erigía como centinela a la orilla del bosque. Los capiteles plateados brillaban como si fueran ellos quienes producían el fulgor azulado que inundaba el País de los Elfos. Y Álveric, que se había adentrado bastante en el País de los Elfos y ahora estaba frente a su palacio central a sabiendas de que el País de los Elfos protegía bien sus misterios, sacó la espada de su padre antes de seguir avanzando por el bosque. La otra espada seguía sobre su espalda, guardada en la nueva funda que colgaba del hombro izquierdo.

En el momento en que pasó junto a uno de esos pinos guardianes, la hiedra que vivía en su tronco desprendió sus tentáculos y, tras descender deprisa, fue directo hacia Álveric y lo tomó del cuello. La alargada y fina espada de su padre fue igual de veloz, y de no haberla estado empuñando, difícilmente habría podido librarse del ágil ahorcamiento de la hiedra. Cercenó uno por uno los tentáculos que le asían las extremidades del mismo modo que la hiedra se aferra a las torres antiguas, pero más tentáculos se abalanzaron sobre él hasta que cortó el tallo principal entre el árbol y él. Y al hacerlo, escuchó un siseo incesante a sus espaldas, donde otra hiedra había descendido proveniente de otro árbol y lo acechaba con todas sus hojas extendidas. La criatura verduzca apretó el hombro de Álveric con tal furia y salvajismo que parecía que jamás lo soltaría. Pero Álveric cercenó aquellos tentáculos de un espadazo y luego peleó contra el resto; aunque la primera hiedra seguía viva, ahora era demasiado corta como para alcanzarlo y sólo agitaba las ramas con rabia contra el suelo.

Pronto, una vez que pasó la sorpresa del ataque y que se había liberado de los tentáculos que lo apresaron, Álveric retrocedió hasta donde la hiedra no pudiera alcanzarlo, pero desde donde él pudiera seguirla atacando con la espada. La hiedra reptó hacia atrás para atraer a Álveric y se le abalanzó cuando se acercó. No obstante la terrible fuerza de la hiedra, la espada era muy afilada; en un santiamén, Álveric, a pesar de las heridas, cercenó con tal furia a su atacante que la hiedra huyó deprisa rumbo a su árbol. Después, Álveric retrocedió y miró el bosque a la luz de esta nueva experiencia para elegir el mejor camino de entrada. Al instante notó que, en medio de la barrera de pinos, las hiedras de los dos que tenía enfrente estaban tan disminuidas por la pelea que si pasaba entre ellos ninguna podría alcanzarlo. Entonces dio un paso al frente, pero percibió de inmediato que uno de los pinos se aproximaba al otro. Entendió en ese momento que había llegado la hora de sacar la espada mágica.

Por ende, guardó la espada de su padre en la funda que llevaba al costado, sacó la otra por encima del hombro y se enfiló hacia el árbol que se había movido. Arremetió contra la hiedra que se abalanzó hacia él, y la hiedra cayó al suelo al instante, no muerta, sino como un mero manojo de hiedra común. Luego le dio un espadazo al tronco del árbol, del cual se desprendió una astilla no más grande que la que habría producido una espada común, pero el árbol entero se estremeció, y con aquel tremor desapareció de inmediato la mirada ominosa que le había lanzado el árbol, que permaneció erguido como un árbol ordinario, sin encantamiento alguno. Después, se adentró en el bosque empuñando la espada.

No había andado mucho cuando, pese a que el viento no soplaba en absoluto, escuchó a sus espaldas algo que sonaba como una sutil brisa en las copas de los árboles. Miró a su alrededor y descubrió que los pinos lo venían siguiendo. Iban despacio tras él, manteniéndose a una distancia prudente de su espada, pero cercándolo por ambos flancos en semicírculos cada vez más gruesos y densos formados por árboles apretujados entre sí que no tardarían en estrujarlo hasta exprimirle la vida. Álveric supo de inmediato que volver por donde había llegado sería fatal, así que decidió seguir avanzando y confiar sobre todo en su velocidad; gracias a su ágil percepción había notado cierta lentitud en la magia que regía el bosque, como si ésta estuviera a cargo de un viejo cansado de ella u ocupado en otros asuntos. Así que siguió adelante, apuñalando con la espada mágica a todo árbol que encontraba en el camino, sin importar que estuviera o no encantado. Los inmensos robles de troncos siniestros se arqueaban y perdían todo encantamiento con un roce del arma mágica de Álveric. Su paso era más veloz que el de los pinos torpes y, en medio de aquel espeluznante y extraño bosque, no tardó en dejar a su paso un sendero de árboles carentes de magia, erguidos, pero sin rastro alguno de romance ni de misterio.

De repente emergió de la penumbra del bosque y frente a sí encontró la gloria esmeralda de los jardines del rey de los elfos. De eso también encontramos algunos indicios aquí. Imaginemos jardines como los nuestros cuando la noche llega a su fin, donde las gotas de rocío resplandecen con los primeros rayos del sol una vez que las estrellas se han ido; jardines enmarcados por flores que empiezan a asomarse, cuyo gentil colorido vuelve a teñirlas con el amanecer; jardines que nunca han sido pisados, salvo por patas diminutas y silvestres; jardines guarecidos del viento y del mundo por árboles cuya frondosidad aún alberga cierta oscuridad: imaginémoslos esperando el canto de las aves; casi podría decirse que hay ahí un ligero indicio del resplandor de los jardines del País de los Elfos, pero es tan breve que es imposible estar seguros de ello. Más hermosas de lo que supondría nuestro asombro, más incluso de lo que nuestros corazones anhelarían, eran las luces y penumbras de las gotas de rocío que en estos jardines relucían y resplandecían. Pero hay una cosa más que puede darnos indicios de todo esto: las algas o musgos marinos que engalanan las rocas del Mediterráneo y brillan bajo el agua color turquesa para quienes las observan desde laderas borrosas; más como el lecho marino eran esos jardines que como cualquiera de nuestros campos, pues el aire del País de los Elfos es de un tono azul profundo.

Álveric se quedó quieto y contempló la hermosura de aquellos jardines que brillaban a través del crepúsculo y del rocío, rodeados de la rozagante gloria de los lechos de flores color malva del País de los Elfos, junto a los cuales nuestros atardeceres palidecen y nuestras orquídeas parecen marchitas; y a lo lejos yacía como la noche el bosque mágico. Sobresaliendo entre los árboles, con los portales resplandecientes abiertos hacia los jardines y las ventanas más azules que nuestro cielo en las noches de verano, como hecho de polvo de estrellas, refulgía el palacio del que sólo se habla en canciones.

Mientras Álveric permanecía erguido y con la espada en la mano, a la orilla del bosque, casi sin aliento y con la mirada puesta más allá de los jardines, en la edificación más gloriosa del País de los Elfos, por uno de los portales salió sin compañía la hija del rey del País de los Elfos. Paseó de forma deslumbrante por los campos sin notar la presencia de Álveric. Con los pies cepillaba el rocío y el aire denso, y con delicadeza presionaba por un brevísimo instante el pasto color esmeralda que se ladeaba y alzaba de nuevo, como nuestras campanillas cuando las mariposas azules se posan sobre ellas y luego emprenden el vuelo, para luego vagar sin preocupación por las colinas de tiza.

Mientras ella avanzaba, Álveric no respiró ni se movió, ni podría haberlo hecho, aunque los pinos siguieran persiguiéndolo, pero ellos se quedaron en el bosque, pues no se atrevían a poner pie en aquellos campos.

La joven portaba una corona que parecía estar labrada de enormes zafiros pálidos y que resplandecía sobre aquellos jardines como el amanecer que llega sin advertencia después de una larga noche, en algún planeta más cercano al sol que el nuestro. Al pasar cerca de Álveric, de pronto volteó el rostro; abrió los ojos de golpe, un tanto maravillada. Nunca antes había visto un hombre proveniente de los campos que conocemos.

Y Álveric la miró directo a los ojos, sin palabras ni fuerza alguna: era, sin lugar a dudas, la princesa Lirazel en todo su esplendor. Y entonces notó que su corona no estaba hecha de zafiros, sino de hielo.

—¿Quién eres? —dijo la princesa, y su voz tenía una musicalidad que, de todo lo terrenal, se parece más al hielo quebrado en mil pedazos que mece el viento primaveral en los lagos de algún país del norte.

A lo que él respondió:

—Vengo de los campos cartografiados y conocidos.

Y ella suspiró un instante por aquellos campos, pues había escuchado lo bella que era la vida y cómo siempre hay en ellos generaciones jóvenes, y pensó en el cambio de estaciones y la infancia y las edades sobre las cuales cantaban los trovadores élficos cuando hablaban de la Tierra.

Al verla suspirar por los campos que conocemos, Álveric le contó un poco más sobre la tierra de la que provenía. Y ella inquirió más cosas, por lo que al poco rato ya le estaba contando historias de su hogar y del valle de Erl. Y ella ansiaba saber más y le hizo muchas preguntas; de modo que él le contó todo lo que sabía sobre la Tierra, sin intención de contar la historia de la humanidad desde lo que había presenciado con sus propios ojos a su corta edad, sino a través de los relatos y las fábulas sobre los caminos de las bestias y los hombres que la gente de Erl había recopilado con el tiempo y que sus ancestros contaban en las noches junto a la chimenea, cuando los niños preguntaban cómo había sido el pasado.

A la orilla de aquellas praderas cuya gloria milagrosa estaba enmarcada por flores que jamás conoceremos, y con el bosque encantado como telón de fondo, y reluciendo en la cercanía el palacio del que sólo se habla en canciones, conversaron sobre la sabiduría sencilla de los viejos y las ancianas, de las cosechas y el florecimiento de las rosas y los espinos, de la mejor época para plantar los jardines, del conocimiento de los animales salvajes; de cómo sanar, cómo sembrar, cómo hacer techos de paja y qué vientos de cada estación podían arrasar con los campos que conocemos.

De pronto, aparecieron los caballeros que resguardaban el palacio en caso de que alguien atravesara el bosque encantado. Cuatro de ellos cruzaron el jardín a pie con sus armaduras lustrosas y el rostro cubierto. En los siglos mágicos que llevaban con vida, jamás se habían atrevido a soñar con la princesa ni jamás habían mostrado el rostro al arrodillarse frente a ella. No obstante, habían hecho un juramento escalofriante para prometer que ningún hombre que atravesara el bosque encantado habría de cruzar palabra con ella. Con aquel juramento en los labios, marcharon hacia Álveric.

Lirazel los miró con pesar, mas no los detuvo, pues venían por órdenes de su padre, que ella no podía contradecir; y Lirazel sabía que su padre no revocaría dichas órdenes, ya que las había enunciado hacía muchas eras por mandato del Destino. Álveric miró las armaduras, que parecían brillar más que cualquiera de nuestros metales, como si provinieran de alguno de esos contrafuertes cercanos de los que sólo se habla en canciones; luego se dirigió hacia ellos tras desenvainar la espada de su padre, pues planeaba penetrar alguna articulación de las armaduras con su delgada punta. La otra espada, en cambio, la empuñó con la mano izquierda.

Ante el embate del primer caballero, Álveric esquivó y detuvo el espadazo con el arma de su padre, pero sintió una descarga como de centellas en el brazo y la espada voló por los aires, por lo que supo entonces que ningún arma terrenal podría enfrentar las del País de los Elfos, y tomó la espada mágica con la mano derecha. Con ella contuvo los ataques de la guardia de la princesa Lirazel, pues eso eran aquellos cuatro caballeros que llevaban incontables eras en la historia del País de los Elfos esperando aquella ocasión. Y con ella no volvió a sentir las centellas de las armas élficas, sino sólo una vibración del metal de su propia espada que lo atravesaba como una canción y una especie de fulgor que llegaba a su corazón para alegrarlo.

Sin embargo, mientras Álveric contenía los ágiles golpes de la guardia, la espada emparentada con los relámpagos se fue cansando de la defensa, pues en su esencia había velocidad y ansias de aventura; entonces, llevando consigo la mano de Álveric, arremetió contra los caballeros élficos, cuya armadura no soportó los embates. De las grietas en la armadura empezó a brotar sangre espesa y extraña, y en un santiamén dos de los miembros de la reluciente compañía cayeron rendidos; Álveric, envalentonado por el ahínco de su espada, peleó con más ganas y pronto derrotó a uno más, de modo que sólo quedó uno de los miembros de la guardia, quien parecía estar envuelto por una magia más fuerte que aquella de la que gozaban sus camaradas caídos. Y así era, pues cuando el rey del País de los Elfos hechizó a la guardia por primera vez, fue ese soldado élfico a quien encantó primero, cuando el asombro de sus runas aún era novedad; así que ese soldado, su armadura y su espada todavía poseían parte de esa magia primigenia, más potente que cualquier encantamiento que pudiera haber inspirado luego la mente de su amo. No obstante, Álveric pronto sintió en el brazo y la espada que aquel soldado no tenía ninguna de las tres runas maestras de las que le había hablado la vieja bruja cuando forjó la espada en su colina, pues esas runas permanecían resguardadas por el silencio del propio rey del País de los Elfos para proteger su presencia. Para saber de su existencia, la bruja debió volar en escoba hasta el País de los Elfos y departir en privado y en secreto con el rey.

La espada que había visitado la Tierra desde parajes muy remotos asestó golpes como descargas provenientes del cielo, y de la armadura salieron centellas verdes, y el choque entre espadas salpicó carmesí; y la espesa sangre élfica brotó lentamente de las gruesas hendiduras y se derramó por la coraza. Lirazel observó la escena con asombro y enamoramiento; y los combatientes llevaron la lucha hasta el bosque, donde les cayeron ramas que fueron víctimas de sus espadazos; y las runas de la espada que venía de tan lejos se regocijaron y rugieron contra el caballero élfico; hasta que, en la oscuridad del bosque, entre ramas cercenadas de árboles desencantados, con un golpe como de relámpago que parte por la mitad un roble, Álveric lo degolló.

Tras aquel estruendo y el silencio que se hizo entonces, Lirazel corrió hacia él.

—¡De prisa! Pues mi padre posee tres runas… —dijo, pero no se atrevía a hablar sobre ellas.

—¿A dónde? —preguntó Álveric.

A lo que ella contestó:

—A los campos que conoces.

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