Kitabı oku: «El hospital del alma», sayfa 3

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La espera de almíbar

Sobre la hierba de las tardes de junio repasábamos los apuntes de todo un año. Los exámenes se teñían de calor y mientras el silencio echaba una cabezada en un sofá de mimbre, los trece años se rodeaban de cuadernos sobre la verde y embaucadora alcoba de la primavera. Las piernas guardadas durante todo un año eran una tierna descripción de la metamorfosis y un principio brutal de incertidumbre donde el tacto de la edad asumía el papel de partícula. La espalda se templaba contra el tronco de un árbol y las rodillas sujetaban el conocimiento. Pero las frases escritas entraban y salían por los ojos ataviadas con adyacentes que cambiaban el sentido de los años y su distancia; de las partes de la célula estudiada en el invierno, el citoplasma se asemejaba ahora a un paladar húmedo donde la energía era suministrada por mitocondrias de piel que hacían de la respiración un universo de murmullos. Todo ello se complementaba con la tentadora lujuria de los cerezos que nos sorprendían desde el valle, la extraña voluptuosidad con la que el espejo rojo del atardecer se mimetizaba con sus frutos. Las hojas de papel se convertían en espera de almíbar y el tronco de las horas en el resumen concreto de una lección donde lo más importante se subrayada con tinta de cerezas…

La Reina de los Mares

A mi abuelo.

En la playa de Abril, la lluvia salpicaba con su danza la arena de los juegos. La tropa de escarabajos se acomodaba en los camarotes de papel de un barco hecho a mano y una bandera negra izaba las tibias de los sueños y la calavera de un tesoro escondido. Descalzo sobre el cemento de una calle aún en duelo, un mar descrito por las orillas de casas rocosas simulaba una tormenta perfecta y el camino hacia una isla en la que años más tarde se perdieron tus ojos. Amarrada a un mástil imaginario yo debía callarme para ser la dama secuestrada en el galeón La Reina de los Mares ycuyo rescate aún no tenía fijado un precio. Un reloj de bolsillo donde el norte se había parado en las doce hacía las veces de brújula y un pañuelo caído desde un acantilado de ladrillo levaba las anclas. La patente de corso se aferraba a tu mano mientras el horizonte pintaba el arco iris en mi boca de niña. El barco navegaba los mares donde el Sur imantaba el exilio, la búsqueda descrita en un plano paralelo a la paz o la cara de la moneda de la vida. Piratas de seis patas y un parche blanco cambiaban el curso de la Historia mientras la lluvia bordeaba las costas de tu memoria. Supongo, que a mi espalda, la muerte amargaba el ron de tus bodegas y el escorbuto sangraba en tus encías. Pero yo no podía hacer otra cosa que no fuera encontrar con mi mirada aquella tierra virgen que fijaba, sin saberlo, un precio de lágrimas a mi rescate…

Cover me…

El comienzo del otoño tenía un idioma distinto. La tarde se cerraba en las caderas de un autobús y el orden de las horas me esperaba en casa para la cena. Septiembre había guardado la comba y los papalotes y, en las calles, el olor de la uva pisada se adentraba en las formas de una imaginación que comenzaba a desnudarse. Las ondas de mi pelo se volvieron rebeldes. Había en las mañanas un ritual de sábanas que me ataban al sueño y una prisa pegada a mi espalda, acorralada por los austeros límites de nuevos horarios. En el huso de aquellos años, llegábamos temprano a las puertas del instituto; la tregua del sol servía para extender los párpados sobre las blancas mesas de una cafetería cerrada y los ojos se acomodaban a una espera que dividía a las asignaturas en retos. A mí me perseguían el miedo y su guadaña, la extraña percepción de ser un bicho raro contando con los dedos las sílabas que me quemaban por dentro. Disimulaba como podía el eco de una sed poeta que se instaló en mi cuerpo, discreto en el lenguaje de las curvas; escribía a escondidas en todos los rincones de aquel instituto donde empeñé definitivamente mi niñez para comprar ropa en los grandes almacenes de la adolescencia. Aprendí a fumar leyendo a Machado porque había que estar al día con lo que tocaba y con la pizarra. Por la noche, al llegar a casa, me sorprendía ordenando el clasificador de apuntes y el de hormonas, la música de un muchacho de pantalón vaquero ajustado y pañuelo rojo en el bolsillo trasero… Tres décadas más tarde, en uno de esos domingos en los que los pájaros lloran, necesité su Cover me como el campo al agua de mayo, regresar a las aulas de un instituto, pretender las mariposas y las palabras, hacer virgen al desconsuelo, desear un cuerpo desnudo en la ventana de la siesta, “come on, baby, cover me”… porque había perdido al hombre de la sonrisa más bonita del mundo y precisaba volver a los diecisiete, recoger en una coleta la rebeldía de una pizarra, escribir a tiza los números hasta el cien, desempeñar el tiempo de mis caderas para ser lectora de ese amor que musita a las puertas de un instituto.

“Come on, baby, cover me”…

El lenguaje secreto de una tregua

En la edad de la noche, en el té preparado por la luna con la yerbabuena de un chamizo, el calor sujetaba las cinturas con las manos pequeñas. Había en la penumbra de una triste bombilla una música lenta y un reloj que parado entre las piernas aceleraba el pulso. Los pecados menores distraían las sombras de la noche en las paredes de húmedo salagón y entre el olor a vino con azúcar, a clarete mezclado con limón y canela, los labios sonrosados sonreían a espaldas del cansancio o del amanecer que llegaría con los ojos del campo. A lo lejos se oía el rumor de los besos sobre sacos de paja, el estertor oculto de cuerpos que inocentes desnudaban el miedo; y en un rincón discreto, sentado en el vacío, cabizbajo, se escuchaba el ronco corazón de quien llevaba unas copas de más y el nudo de la soledad a la garganta. El radio de un número de pie marcaba la silueta de una circunferencia que mecía dos cuerpos, una pista de baile que escuchaba la orquesta de una piel y obedecía al aire mientras se dilataban las pupilas para guardar un rostro en la memoria. En las estrictas calles principales que fuera de aquel cuarto encubierto por la mejilla gris de una cortina seguían con la fiesta, los hombros de los hombres descansaban por fin de las tareas y acomodaban tercos las costumbres en mujeres decentes de espaldas de mantilla y de ombligos sedados. Pero había otro tiempo en las casas de pobres, en las calles estrechas donde el hambre hizo amor de estómago y fresquera de sueños. Allí el amanecer era mendigo y las puertas platillos sin monedas y el invierno lector y la fiesta una tregua…Tras los biombos de lona de la sabiduría del esfuerzo, el consuelo del baile provocaba una extraña dulzura, una liviana carga de conciencia que dejaría caer sobre la almohada de los días siguientes el sabor agridulce de lo desconocido. Porque a amar se aprendía con las alforjas puestas, con las últimas tardes del tempero que apuraban la siembra de las manos, con los surcos cautivos de quien jamás podría salir de la miseria. Las cerezas marcaban el ritmo del verano; tempranas o tardías derramaban despacio su sabor en el plato de un tocadiscos y una generación que aún no preguntaba fue acortando las faldas al deseo y la soberbia a una dictadura; su rebelde sigilo me ofreció a mí un tempero a la medida de un libro, la siembra en un pupitre y el apocado rostro de un invierno lector se convirtió en la realidad de una pizarra. Mi baile ya tenía permiso para amar aunque aún desconociera el lenguaje secreto de una tregua…

Livingstone

Cuando el atardecer era de seda, la bodega vestía con un mantel de cuadros el cuerpo de una mesa de roble. El olor a escabeche me llevaba a salir de mi escondite, de un lago donde el agua se teñía en octubre del color granate del sueño, de un rincón donde tú y yo vendimiamos sin pausa nuestro otoño. Los sarmientos, en la calle, se envolvían en fuego; y periódicos viejos aseaban con mimo las parrillas donde las chuletas se convertían en manjar. El humo, delirante, difuminaba el valle y el salero en mis manos esperaba la orden de mi padre, aquella puesta en blanco que aderezaba la entrada de la noche. La voz mansa del río te traía despacio a mi memoria con tu atuendo viajero, explorador de mundos existentes que a mí me parecían tan lejanos, un Livingstone hurgando sin saberlo en el territorio de mis recuerdos. A tiempo paseaban los porrones en busca de otra cena, a tiempo el rojo intenso de un tomate era la propia vida, a tiempo la cebolla hacía escarcha y el tierno corazón de una lechuga era esperanza para el hambre. Para no levantar sospechas, yo me sentaba cerca de la fuente ovalada y transparente que contenía la carne, lejos del banco donde descubriste las cataratas de mi alma y mi boca, a cierta distancia de los ojos profundos de mi madre. Todavía el desorden de lo que no se entiende oprimía mi pecho en su costumbre de alargar los minutos y en el postre palidecían todos mis órganos y tu ausencia se alojaba en mi estómago; igual que las cenizas que guardaban el rojo incandescente del tacto de las vides, así te presentabas de repente, bajo mi frente herida, haciendo imprescindible aquella forma extraña de quererte y el lago y las chuletas; y el río y su remanso; y el banco encadenado a una sospecha…

Recogía la mesa con la frágil paciencia de la prisa por llegar a mi almohada, por poblar de recónditas montañas mi inocente cintura, por hacer agua dulce en mis pupilas y cascada en mis venas. Sacudía los cuadros de un mantel con tu nombre a la espalda; con olor a parrilla me llevaba mezclado el secreto de tu aroma hasta el diario febril donde hacías palabras, donde pausadamente deshojabas los pámpanos aún tiernos de mi otoño. Saberte fue de pronto como un porrón vacío en medio de la siega…

Mus

Después de la ternura de las sayas me llegó el vértigo desde la mirada de mi abuelo. Las cartas barajaban el bolsillo remendado de los sentimientos y yo, cual aprendiz de mus, siempre dejaba la grande en paso para que mis ojos no parecieran faroles. Mi abuelo me llevaba a una Salamanca fría, a amores que ocupaban los asientos de un cine en tardes de domingo, a muchachas bonitas heridas por el hambre, a la soledad de las paredes húmedas de una pensión barata. Guardaba los secretos, en el alto donde las pasas se hacían a la sombra, entre los cañizos que habían besado la hierba del campo, a ras de la ventana desde la cual se divisaba el monte y si cerrabas los ojos, se podía escuchar la angustia chirriante de la huida. En el corto espacio en que piedras y amarracos ocupaban las aristas de una mesa, la superficie vital de su memoria (los celemines de amor y las fanegas de lágrimas guardadas) envidaba mi escucha. A veces, en los pares, las medias se saldaban con el recuerdo de dos piernas prohibidas, de noches censuradas de soldado en tugurios que ocultaban su condición de rojo, del malnutrido cuerpo del deseo pintando las pestañas de la noche. Yo, sin bajar la guardia al paso o al envite pisaba los rincones de una plaza donde las lunas fueron de guadaña y los días oscuros. Mi inocencia, tan blanca, daba luz al latido del pasado y el himen de mis cartas descosía en el juego su bandera con tres sietes y sota soleada. “Envido más —decía con aires infantiles de princesa—. Vaya republicana, con un reino en las manos —sospechaba él en voz alta—”. Y tiraba las cartas como mártir y mirando mis ojos, la silueta de un ángel silencioso le llevaba de nuevo a una litera, al podrido colchón de la penumbra, a besos refugiados, a pieles desgastadas por el hambre, a la metralla adicta a la conciencia…

Trueques

En la plaza de la fuente, los miércoles de escuela pintaban un mercado. Contando los minutos, la destreza seducía a una pizarra de números y resolvía los problemas a tiempo para el recreo. Antaño había sido la plaza de la Tela la que albergaba el imperio del trueque, el cambalache para paliar el hambre, la permuta de una alacena donde pasar el invierno. Pero ahora su ancho de frontón y su largura de reino, hacían de ella la corte donde olvidar durante media hora las obligaciones del aprendizaje, y la harina, el aceite, el azafrán o el jabón de lavanda, seducidos por otra necesidad, se vestían con pantalones vaqueros “lois” o “cimarrón”, con bragas de puntillas y con zapatos siempre discotequeros en puestos que describían una órbita alrededor de un manantial de piedra del cual manaba un agua solo para guisar. Las madres esperaban la hora del recreo sujetando en las manos dos tallas de un pantalón y el fin de mes afilando sus tímpanos. Aquella economía sumergida en el compartimento secreto de una cartera o bajo una baldosa del cuarto de la plancha hacía de los miércoles un domingo cualquiera donde estrenar la muda de la felicidad. Y al tiempo que a su hora tocaba la campana de vuelta a los libros, la otra edad de los hombres desataba despacio el delantal de la tarea y compraba enaguas de seda para la siesta y la memoria. Porque en el fondo, todavía habitaba una conciencia de subsistencia en la órbita caprichosa de los miércoles donde el agua de una fuente compensaba a los hombres con guiso de domingo.

Medidas

El estrecho camino de un metro tomaba las medidas a mi cuerpo. Las manos de mi madre hacían malabares en el ancho descrito por mis hombros o en el descubrimiento de mis caderas. Los días en que Logroño era una lista interminable de recados, un portal del fin del mundo nos abría sus puertas y nos llevaba hasta el piso donde las telas permanecían en silencio. Un metro de madera describía semicírculos imaginarios al contar sobre el retal como si lo estuviese haciendo sobre mi piel, como si fuese un presagio de amor o me estuviese diciendo que un hipnotizador de números y lector de teoremas se incorporaría a la escala métrica de mi vida. Los encajes, la seda, el algodón, el lino… formaban parte de aquel desorden de color extendido en largas mesas rectangulares donde se contaba a la medida del deseo. Donde yo veía color, mi madre veía un vestido, los pliegues de una falda, el escote de una camisa o las rodillas sedientas del verano. Sus ojos me miraban, sus manos componían de nuevo mis coletas, el retal ocupaba mi menuda figura y aquel que hacía magia, aquel que sin esfuerzo daba luz a mi rostro se cortaba con mimo cual si mi nombre ya estuviera inscrito en él. A veces las puntillas adornaban el peso de los hombros y la sobriedad de unos tirantes se adhería a los blancos detalles que alargaban el tiempo de la niñez y ponían un toque de inocencia al camisón de una madre. La tela, envuelta en un papel de calco que a mí me serviría para copiar dibujos y acariciar la desnuda transparencia de un cristal mientras mi madre cosía, esperaba en un mostrador el turno de los botones: un botón a la espalda o tres en un costado para hacer diferente lo sencillo… La tarde se medía en semicírculos y mi madre describía el patrón de una sonrisa sin límites, de un vestido nuevo que estrenaría una estación…

Las cremalleras llegarían más tarde, cuando el camino narrado por la piel necesitara entallar la cintura del tacto desconocido, cuando las caderas se ajustaran al movimiento, cuando un vestido cayera en línea recta por el precipicio de un cuerpo; un metro de diez dedos tomaría medidas al principio de mi espalda mientras abría un espacio nuevo, mientras el color doblaba en pliegues al pecado y mis manos componían despacio una coleta, un alboroto sereno en la nuca que mostraba un retal donde un lector de teoremas dividió el tiempo y un presagio hizo realidad el amor en el ancho descrito por mis hombros.

Densidad

Los humores de Hipatia salieron de mi cuerpo en febrero. El miedo fue de pronto una herejía e implantó su mandato en la órbita de la ternura. El sol se convirtió en extraño; la densidad del tiempo comenzó a depender del peso de las palabras y el volumen de la vida se ponía ante el astrolabio de mis pupilas. La doctrina de la prohibición tomaba entre sus manos la primera piedra y observaba de frente su amenaza; el paño que manchado entre mis piernas me nombraba mujer alertaba también de la rebeldía de mis caderas o del cuerpo desnudo de un amor que ya no era el impuesto. Los años me tendían su trampa, la túnica secreta de la luna me cubría los hombros, la piel de mi niñez era desollada por el vértice marchito del silencio… Aún no conocía el mar y la estrategia de las mareas se acomodaba en mi vientre con su reflujo, con su seductora fuerza, con su voz incansable. Creí que moriría, de pronto las muñecas pasaban a ocupar otra quietud y era inquieto el espejo en donde me miraba. Un ciclo me tenía en la puerta de cada estación: eran frías y lejanas las nanas deshojadas en una cuna, la muerte comenzaba a ser una posibilidad y mientras en mi piel, la primavera tejía su coartada, el miedo, acalorado, se ruborizaba entre mis piernas. Pero los planetas, mantenían su equilibrio alrededor del sol y describían su voz, como de costumbre. Caminé asustada entre la multitud por una Alejandría desconocida y en el templo de lo que no había que decir el aprendizaje de las constelaciones sedujo a la sensualidad de la noche que acababa de llegar y el amanecer secreto de una niña mudaba su piel en una tierra desconocida…

Carmela y las palabras

-I-

Carmela se puso de parto. Andaba faenando por la cocina cuando la cálida humedad del nacimiento se precipitó por sus piernas en busca de la vida y alborotó sus quehaceres. Todavía no había salido de cuentas, y no sentía el más mínimo dolor, pero la presión húmeda de su bajo vientre le advertía de que el parto estaba cerca y que no podía descuidarse. Puso agua en un puchero y al agacharse para encender la cocina de leña, un dolor punzante recorrió sus riñones y se alojó durante unos segundos debajo de su ombligo. ¡Vaya! —pensó— No se anda con bromas la criatura—. Preparó las toallas, la palangana, el trapo para morderlo; no pensaba gritar, no ante la multitud de vecinas que, seguro, abarrotarían su habitación husmeándolo todo y no se irían hasta haber inspeccionado bien al recién nacido. Después, abrió su cama, la misma en la que ella había nacido. Por último, llamó a Sofía, su vecina. Anda —le dijo—. Ve a buscar a mi madre y al practicante. Y manda a algún hombre en busca de Juan, fue a coger fresas a La Venta.

Después, se acostó con su pequeño cuaderno de escribir bajo la almohada, para que nadie lo curioseara y esperó, pacientemente, las contracciones.

-II-

En los pueblos, cada territorio de labranza, de regadío o de secano, responde a un nombre, que da nombre a su vez a todos los campos que lo componen. Así, Juan y Carmela, tenían fresas y huerta en La Venta, ciruelos en Los Linares, una viña en Los Majuelos y otros veinte renques de fresas en Cabrilla. Juan madrugaba mucho, siempre se iba de noche al campo, y allí en cuanto amanecía comenzaba a trabajar como un mulo. Carmela le había estado ayudando hasta que sus pies, que se hinchaban como botas, le obligaron a permanecer por la casa y a echar un ratito de siesta cada tarde, poco más… Juan la echaba de menos en el campo porque ella tenía el don de decorar la vida con las palabras, inventaba cuentos para él, cuentos de dragones, de caballeros, de amor, cuentos que le permitían olvidarse de la miseria, del hambre, de la injusticia… Por la boca de Carmela las palabras nacían más libres de lo que eran ellos y a Juan le habían alentado a forjar un sueño: el de hacerla plenamente feliz. Su maestro, que tuvo que esconderse por los montes, les había enseñado a luchar costara lo que costase, a ser constantes, a aprender cada día. Juan conservaba todos los libros que él le dio antes de huir, en el alto de su casa, en un falso pilar que Carmela y él construyeron en una sola noche, pegadito a la pared para que no llamara la atención en los días de registro, aislado en un rincón como la libertad. Nunca los demás lo tocaron, nunca llamó la atención, siempre bien cubierto de telarañas, un pilar tan culto, decía riendo Carmela cada vez que cogía un libro, el cemento es más culto que la mente de algunos. A Juan, los libros que más le gustaban eran los que hablaban sobre el universo, se sabía el nombre de cada constelación y, en las noches de verano, abría la ventana y desde la cama alzaba la mano y hacía el gesto de coger una estrella, y después se la ofrecía a Carmela. Y ésta ¿cómo se llama? —le preguntaba Carmela Irene —le respondía él—, como la paz. Todas las estrellas se llamaban Irene. Una noche, una de esas estrellas le trajo un cuaderno, tinta y una pluma. Escribe todo lo que me cuentas —le dijo Juan—.

-III-

Las contracciones aparecieron a la vez que el practicante, su madre lo hizo después, y Carmela supo que algo pasaba porque traía mala cara y además llegaba tarde; puede ser que Sofía le avisara la última —pensó, pero se le hacía tan raro—. Ninguna vecina, a las que escuchaba murmurar por afuera pasó a la habitación. Ande madre —le dijo—. Salga por la cocina a dar una vuelta y asegúrese que no miren entre las alubias, tengo un libro de Machado que no me dio tiempo a esconder. La madre salió al instante, como si el hecho de estar allí junto a su hija le causara incomodidad. A Carmela le bastó aquella prueba para saber que algo grave pasaba, pero las contracciones, que se habían cebado con su cuerpo, le obligaron a morder el trapo y a no preguntar. Y justo en el momento de dar a luz, la mano de Juan le ofreció una estrella y sin ver a la criatura supo que era niña, y en el instante en que rompió a llorar tocaron a muerto y entonces sí que Carmela comenzó a gritar, porque no estaba preparada para aquél dolor tan fuerte, para vivir sin Juan.

-IV-

Estuvo dos días en cama sin hablar, con la niña en el pecho todo el rato para que la leche le subiera. No pudo ir al entierro, ni el cuerpo de Juan pudo esperar a que ella se recuperase, hacía calor y urgía darle sepultura. Al tercer día, la madre de Juan se presentó con su hijo mayor para conocer a la niña. Necesitas un hombre que te cuide hija —sugirió—. Luis tratará a la niña como si fuera su hija… No le dejó continuar. No voy a casarme con Luis —respondió Carmela—. Saldremos adelante, no se preocupe, no necesito ningún hombre, sé arreglármelas solita.

Pero…—balbuceó su suegra

No hay pero ni pera, y no hay más que hablar —dijo Carmela—. Fue la primera discusión de las muchas que tuvo en aquellos días con todo el mundo, parecía como si una mujer no fuese capaz de vivir sola; pues ella saldría adelante. Sofía y su madre le ayudarían y no les haría falta nadie más. ¡Qué manía con las tradiciones! ¡Qué manía con casar a la gente! También discutió por el nombre, la mayoría decía que la niña había de llamarse Juana, en honor a su padre y porque había nacido en junio, el mes en el que se celebra San Juan, o al menos Dora, como su abuela paterna. Ella le puso Irene, como cada estrella que Juan le regalaba y porque su maestro, aquél que tuvo que irse al monte, les contaba que Eirene era la más bella de las tres horas o estaciones que formaban la paz, el orden y la justicia. A Juan, le encantaba aquella historia. Irene significa paz, madre —le explicó—, y a través de ella vendrá la prosperidad.

Como tú quieras hija — aceptó su madre—.

-V-

Nadie pensó que fuera fácil. El verano fue duro, el campo es lo que tiene; Sofía y Carmela se pasaban el día en él, no menos que las demás mujeres del pueblo, salvo que ellas estaban solas y las demás “ayudaban” a sus maridos; claro, lo de siempre; la realidad era que trabajaban en el campo con ellos y en la casa mientras ellos echaban la siesta o iban a la bodega. Juan no era así, él no hubiera sido como ellos —sedecía todos los días Carmela—.

La niña se criaba bien, se agarraba al pezón de su madre como si le fuera a faltar el alimento y, cada tres horas, Carmela dejaba su trabajo en el campo para darle el pecho. Los martes y sábados por la tarde descansaban del campo para ir a lavar al río y los domingos ella escribía cuentos y enseñaba a leer y a escribir a Sofía mientras su madre acudía a misa para no llamar demasiado la atención, y así, cada una en sus quehaceres fueron pasando los días y las estaciones; no obtuvieron grandes beneficios, los justos para seguir tirando, pero consiguieron que todos los hombres las odiaran y las mujeres las envidiasen. Eran luchadoras de los pies a la cabeza. Mujeres así no convienen —comentaba el alcalde en la partida de cada tarde—. Si apedreara, suplicarían el matrimonio al primero que se le ponga delante —añadía el boticario—. Pero no apedreó ni nadie tuvo ganas de hacerles la vida imposible. Allá ellas, ya caerían del burro.

Una tarde de lluvia invernal, las mujeres, que habían andado hablando por el lavadero, se presentaron en casa de Carmela: “queremos aprender —le pidieron—, la maestra dice que bastante tiene con nuestros hijos”. Y así fue como el alto de aquella casa se convirtió en una escuela, donde Carmela enseñó a leer y a escribir a todo el que quisiera a cambio de nada. Alguna tarde contaba las historias que su maestro le había enseñado y les hablaba de las constelaciones y de Eirene y sus hermanas. Más tarde les enseñó los números, al principio contaban con garbanzos, después con destreza. Sofía, que sorprendió a todas con su habilidad con el carboncillo, comenzó a plasmar en papel aquellas lecciones y el sueño de Juan casi casi se hizo realidad. En primavera, los hombres reclamaron la presencia de sus mujeres en el campo pero Carmela, a la que acababan de publicar su primer libro de cuentos, las contrató. Para la mayoría de ellas, que en su vida habían salido del pueblo, supuso el primer sueldo, una victoria contra la opresión que les habían impuesto por el hecho de ser mujeres. Más que a leer y a escribir habían aprendido a luchar, a que sus opiniones importaran, a tomar decisiones. Cuando en la Cooperativa, aquel verano, no quisieron recoger la cosecha de Carmela, lejos de venirse abajo, las mujeres fundaron una cooperativa propia que recogió las cosechas de todo el valle. Todavía hoy la Cooperativa de Carmela, que así se llamó, recoge los frutos de la poca gente que se dedica al campo; también alberga un recinto, que en invierno hace las veces de escuela, en el cual las palabras y los números se aprenden con el aroma de las frutas, de las hortalizas, de las legumbres… En una de las ventanas que mira hacia el valle, un telescopio permite ver el cielo y los vecinos dicen que en la noche de San Juan, la noche más corta del año, cuando uno mira a través de él, cada estrella toma forma de nombre y todo el universo, en esa noche, pasa a llamarse Irene.

A todas las mujeres del mundo rural, y a todas las que han hecho posible que sus voces se oyeran.

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