Kitabı oku: «Tenerlo por escrito», sayfa 2

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Mar

Desde nuestra ventana podemos ver la pequeña plaza, mil veces, todos los días. Y enfrente, el mar siniestro. Chato y gris, la mayor parte del tiempo. Mueren los ancianos, sus mascotas, y el mar sigue allí, plano, ni siquiera rugiente. Abrimos los postigones cada mañana y lo vemos. Los entornamos los mediodías de verano y aun así seguimos viéndolo. Sólo un golpe fuerte, violento, lo esconde por completo. Y entonces nos sentimos súbitamente asfixiados.

De pie y algo incómodos, apostados en el pequeño y macizo balcón, miramos alternativamente el mar, la plaza y, lejano, un brumoso retazo de ciudad. Ese es todo nuestro panorama desde este sitio, un edificio curvo, que simula ser un barco (nuestra alma náutica).

En tardes como la de hoy, él vuelve a preguntarse si deberíamos irnos del país. Él se pregunta eso, a veces. Y no llega, no llegamos a ninguna conclusión aceptable. Entonces hace una mueca y mira el mar, otra vez. Pero es siempre lo mismo. Es siempre el mar allí, plano y casi quieto, quieto y casi simpático, como desinteresado de todo mensaje.

-Si nos fuéramos a vivir a otra parte, estaríamos siempre un poco somnolientos. Ciegos, somnolientos.

Así intento convencerlo a él de no emigrar.

-Y al volver, en caso de regresar un día a nuestro rectángulo natal, nadie nos tocará el hombro para reclamarnos. A nadie le importará si nos vamos o si venimos. Podemos regresar de visita, un día, o podemos no regresar nunca. Podemos tomar cualquier decisión al respecto y cualquier decisión estará bien.

Digo eso mientras él mira el mar y yo miro la plaza, sus tres hamacas rotas, el herrumbrado tubo de metal, la estructura de madera casi derruida. El viento que avanza ahora como un protagonista y un perro merodeando el banco solitario.

-Llovió mucho ayer -dice él-. Llovió tanto que se miraron entre sí los animales –dice y los dos nos reímos de eso. El arca de Noé y Noé, cualquier comentario sobre las últimas cosas.

Dejo de mirar aquello, desvencijados bancos, pastos crecidos y precarias hamacas, y busco otra imagen, una imagen mejor. Y entonces me recuerdo de muy joven, volviendo un día a la ciudad. Es la primera vez que tengo conciencia de haberme ido, de estar volviendo. Me veo haciendo aquel recorrido, ese conocido trayecto que volveré a hacer después, miles de veces: vacas y ovejas, plateados silos, árboles amontonados (la noche se cierra completa sobre las cosas). Y casi enseguida: cuadras de anchas veredas, casas con balcones y redondas ventanas, como insólitos barcos encallados. La ciudad, mi biografía.

Es probable, es muy probable que no nos vayamos nunca, pienso entonces. Lo miro, miro su perfil, la mirada soñadora ubicada siempre un poco más allá; casi triste, casi nostálgica.

-Tenemos que dejar de pensar en eso –le digo y espero su reacción–. Tenés que dejar de pensarlo.

Él me mira. Parece que va a decir algo pero sólo hace esa mueca indefinida.

-Yo soy de esos niños –dice después.

Niños. Bueno, qué niños.

-Cuando estaba contento y entretenido con algo, mi madre siempre venía y me ofrecía hacer otra cosa, algo distinto de lo que estaba haciendo -dice, sin dejar de mirar el mar.

Yo continúo atenta a la plaza. Un hueco oscuro, ahora. Y miro también el oscuro esqueleto de cada cosa; su zona de sombra.

-Si me veía contento jugando en un parque, ella venía y me proponía ir a jugar a otro parque. El parque de enfrente o el parque de al lado. Siempre era así, siempre tenía que haber algo más.

-La señora insaciable, la dueña de la insaciabilidad –remato yo y espero, espero el contundente efecto, como el de una ola del mar.

-Es una posible explicación –dice él, varias horas después. Está de espaldas a mí y hace algo en la cocina, quizá intente abrir una lata de atún con un cuchillo.

-Es eso y el edificio con forma de barco –dice.

-Y los barcos –agrega.

Los vemos pasar, uno tras otro, entrar y salir de puerto, buscar algo en la línea del horizonte.

Los señores insaciables, los dueños de la insaciabilidad.

Dos veranos

Estoy sola y alguien duerme adentro. Miro hacia el camino esperando ver aparecer una bicicleta. Primero el ruido del pedregullo y casi enseguida la bicicleta entera. Pero no hay nadie. Nadie apareciendo, nadie llegando. Me quedo viendo eso cuando oigo un golpe en la casa de al lado.

Sale la vecina. Es hemipléjica. ¿Qué parte era? La izquierda. Esa parte quieta, casi quieta, sólo allí, señalando un evento del pasado. Todas esas cosas confortables, dejadas atrás. Se queda a mitad de camino, con su andador ortopédico, el complicado aparato luminoso, y me mira. Quiere que la salude, quiere que sea amable, confortable como todas las cosas que ya no lo son. Le prometo que sí y me sonríe.

Nena, me dice. Qué calor.

Calor, pienso yo. Que es como decir apatía, desgana, tedio.

La veo mirar el jardín, calcular algo sin la tristeza suficiente, y me pregunto por qué vive, por qué sigue viviendo.

Ahora comienza un rodeo a la silla, lento, silencioso, otra vez complicado. Hasta que se sienta, logra sentarse. Allí está, así estará un rato más, observando. Todo es pacífico, casi dolorosamente pacífico a esta hora. Me acerco unos pasos y la veo mover su mano para que vaya con ella.

Estamos las dos sentadas mirando el jardín. Saca un cigarrillo y un encendedor de alguna parte de su cuerpo. Y después el humo, como una gran posibilidad.

¿Su esposo?, le pregunto.

Mueve la cabeza, señalando el interior de la casa.

Mirando televisión, dice después.

Siempre pienso, repaso; siempre pienso que su esposo está muerto. Que está adentro de la casa, muerto, y ella no lo sabe. Hablo con ella pensando eso. Pienso eso mientras voy dejándola que hable.

Este cigarro, dice.

Se queda así, callada, mirando el cigarrillo, casi con amor.

No debería, dice.

Es aburrido el verano, dice después, y me mira.

Incluso el verano. Sobre todo el verano. En el balneario, a tres cuadras de la playa, a cualquier edad, con o sin hemiplejia.

Antes, cuando yo era joven, dice, pero ya no la escucho. Es sólo la voz, desprovista de significado, lo que me gusta.

¿Y tus amigas?, escucho que me pregunta después.

¿No están? ¿Se fueron? ¿Antes del fin de la temporada? ¿Y antes aun? O crecieron ¿Crecieron? Se ríe. Una carcajada corta, como una tos rara.

Tus amigas, dice. Crecieron.

Me pregunto cómo lo sabe.

Están en el club, le digo.

¿Y qué hacen en el club, además de no estar en la playa?

No sé. Están ahí.

Me mira con curiosidad, sin lástima. La mano hace girar el encendedor y yo me quedo viendo eso. Me observa con la mitad de su cara, seria y como si intentara recordar algo.

En dos veranos más, vas a estar en el club. No acá, conversando conmigo.

Dice eso y el encendedor se cae al suelo. Lo agarro y se lo doy. Ahora las dos miramos un poco el suelo.

No voy porque no quiero, digo yo, después.

Son más grandes. Te aburrirías, dice ella, con amabilidad.

El verano que viene. Dentro de dos veranos, dice, repite.

Nos quedamos calladas, un rato. Ya que nadie llega. Era largo, sobre todo era largo el verano. Y las tardes de verano. Y su quietud reacia. Algunos no sabíamos cómo hacer. Qué hacer con eso. En la hora imprecisa, lenta, difusa.

¿Su esposo?, le pregunto, otra vez.

Vive mirando televisión. Como si el enfermo fuese él. ¿Es él?, se ríe, me pregunta.

La veo tantear en su ropa, entre sus ropas, buscando otro cigarrillo. No hay, no tiene, sabe que no debe. La mano se detiene, se resigna y se repliega.

Ella podría pasar tres horas, cuatro horas, todas las horas muerta, en el jardín, y él no lo notaría.

Si no fuera por este aparatito, dice, tocando el andador.

Y las dos nos quedamos mirando el andador. Después yo me quedo viendo el club, sola, sin ella, las bicicletas y la arena, yo misma dentro de dos veranos, con mi edad oportuna, mientras ella acaricia aquello, una y otra vez, todas esas tardes futuras, casi con amor.

Biografía

Tiene su placa en la falda, se desliza, se cae, la traslada a la silla vecina, la deja allí, sentada, como a una niña. Lo miraban. Un gesto para nadie, recibido por alguien. No, no era para él, era detrás de él, una mano, un brazo moviéndose en lo alto, diciendo Yo. Quiso girar para asegurarse, pero no lo hizo. Se tocó el saco. Los bolsillos. Metió las manos. Miró la placa, transparente, disuelta un poco en el blanco del sobre, pero visible, visible a millas y millas de distancia. Enconada casi. La manoteó. La placa se agitó, se resistió en el aire; orgánica, densa, complicada. La volvió a su lugar, la dejó sentada allí, cómoda, pacífica, como una niña. Se toca la garganta ahora, mide un hueco del tamaño de un dedo, presiona. Se haría asmático, como para protegerse. Eso quisiera sí. Quisiera poder protegerse. Construirse ya otra biografía. Piensa algo parecido a eso cuando una señora o su hija, quizás ambas, le piden una silla, la silla que está frente a él. ¿Está libre? Se la llevan, rápido, antes de darle tiempo a contestar; se la llevan con alegría y con rapidez. Y él se queda viendo eso. Él se queda viendo que ya nadie podrá sentarse frente a él. De pronto ve a su padre. ¿Es su padre?, se pregunta. Allí, de pie, en la puerta, ¿entrando? ¿Ya avanzó el tumor? ¿Leyó demasiado? Ve al hombre de espaldas, lo ve de perfil, lo ve girar ahora, y ya de frente. Claro que no, claro que no es. Ni siquiera era viejo. Además, el tipo estaba muerto. ¿Tipo? ¿Dijo Tipo? No podía ser, él nunca lo llamaría así. Las puertas se cierran, se abren, nacen otra vez las personas. Allí, bajo la luz cenital, con esa desmesura, acercándose, oliéndose, golpeándose con los codos. Ahora alguien señalaba algo debajo de su mesa. ¿Es suyo?, preguntaron. Negó. Nada era suyo. Hasta ahora. Se torció para mirar, se dobló. No vio nada debajo de la mesa. No había nada. Apenas restos del anterior. El hombre que estuvo sentado en esa misma mesa, con su placa escurridiza, benigna, estadísticamente así. No caben, no cabemos dos en una misma tarde. ¿Cómo era tener cuerpo, no tener cuerpo, pasar de uno a otro con cierta elasticidad? Ser el hombre anterior. Mira para adelante y una vez más a la silla que tiene al lado. Quizá se la pidan también. La idea le da pánico. Vuelve a tocarse la garganta, se instruye su cerebro en ese tic nuevo, parsimonioso, ciego. Siente a su cerebro instruirse en tres cosas nuevas. Tres cosas nuevas. Repasemos. Salió de la consulta, tenía un tumor maligno, era viejo, no tenía hijos, en la ciudad había pocos bares, cada vez menos bares, su única hermana vivía en Rivera, él odiaba Rivera, salió de la consulta con esa cosa molesta en la mano, abanicándose insulsa, y enseguida empujándolo, y enseguida arrastrándolo, siempre unos pasos adelante, blanca, enorme, potente, una cosa poderosa y delgada, salió de la consulta desarmado, sin su winchester de brazo largo, diez kilos más flaco, muchos años más viejo, alucinando una avenida más ancha, calles con más tránsito, plazas como hangares, cada cosa dibujada a cientos de kilómetros, ubicadas en algún punto de un horizonte imposible, mientras el médico le preguntaba si tenía familiares y él decía En Rivera (no había librerías en Rivera, la última que hubo cerró porque nadie iba, no había cines en Rivera, no había nada en Rivera), y mientras lo decía sentía el calor agobiante de Rivera en verano, la sonoridad hueca ronca aguardentosa de la voz de su hermana, ebria a las diez de la mañana, llamándolo Reinaldo, Reinaldo, y él tratando de adivinar cuál de todos los hombres de ella se había llamado así y, en todo caso, cuál era su apellido. No, no repasemos. Se tocó el saco. Sintió que se le caía, que se le escurría de los hombros. O, quizá, ya no tenía hombros. Bueno, ¿y qué esperaban para llegar a sacarle la silla? ¿Qué estaban esperando?

Prueba de admisión

Miro la pared mientras espero a que me llamen.

La puerta se abre y pasa la siguiente, tiene el pelo recogido y da la impresión de un gran trabajo manual, de al menos una media hora su mamá y ella aplicadas al pelo, concienzudamente, pero distraídamente también, aplicadas a eso, a sólo eso. La madre se queda afuera y la puerta se cierra detrás de su hija. Apenas veo, como última cosa, un vuelo pequeño de su pollera, un vuelito de nada, casi como una mano de niña saludándome, pidiéndome perdón por entrar ella primero.

La próxima soy yo. No me imagino adentro, y si lo hago soy yo fingiendo. Sin embargo, no me detengo en eso, quizá porque tengo esperanzas de que suceda otra cosa, algo distinto, algo inesperado. La prueba de baile es para niñas con ilusiones; sale esa frase de mi cabeza y trato de no hacerle caso. La prueba de baile es sólo para niñas con grandes ilusiones.

Llega otra más. Se desploma en la silla al lado mío, pregunta la hora y se queda quieta mirando la pared.

-Un cuadro de caballos, al menos -dice.

-¿Qué?

-Hubiesen puesto al menos un cuadro de esos, con caballos -dice y señala la pared vacía.

-Sí, por lo menos -digo yo y pienso en el cuadro y el vuelo de la pollera, en el vuelo de la pollera y el cabello, sujetado allí arriba como un monumento.

-¿Qué edad tenés? -pregunta después, mirándome fijo.

-Doce.

-Qué chica.

-¿Vos?

-Diecisiete, estoy en el límite.

-No sabía que aceptaban de diecisiete.

-Sí. Es el tercer año que me presento, como es público.

-¿Qué tiene que sea público?

-Es gratis. No hay que pagar.

-Ah.

La madre de la niña se acerca y se aleja de la puerta, avanza y retrocede con un ritmo de danza exótica. Le veo los ojos y pienso que no ve nada, que no está viendo nada, sólo se traslada apretándose los nudillos, los codos salientes en punta, como con ansias de volar.

-¿Vos es la primera vez?

-Sí.

-¿Te gusta bailar?

-No sé. Creo que sí.

La puerta se abre y la pollera sale, se arremolina con rapidez contra el cuerpo de la madre y así, ambas abrazadas, representando no sé qué drama de ilusiones no realizadas, parecen un monstruo de dos cabezas, concienzudo y conservador, como todo lo demás en ellas. En eso la puerta se abre y una cara se asoma, dice algo sobre una segunda oportunidad, sobre una vez más, sólo una vez más. El monstruo se deshace y la pollera escapa, dubitativa, no ligera, hacia la puerta, y la madre se queda así, como una estatua pálida y de brazos abiertos.

La chica de diecisiete me mira.

-Otra oportunidad -dice, con tono neutro pero buscando complicidad. La complicidad entre extraños tiene algo de obsceno, pienso, y entonces no contesto nada, no agrego nada, sólo miro a la madre, su perfil fijo en la puerta cerrada.

-A mí me gustaría otra oportunidad -dice ella y esta vez la miro; quisiera poder ocuparme de ella, pero no puedo, estoy cansada y nerviosa, abrumada por la posibilidad de entrar y dar la prueba. Entrar y no poder recuperar nada, ni la calma, ni la gracia, ni la valentía. La niña va a salir en cualquier momento y será mi turno, por orden de llegada; pienso eso y la miro a ella, la chica de diecisiete con experiencia en esto, ni siquiera nerviosa, ni siquiera ansiosa por ser aceptada, sólo allí, deseando un cuadro de caballos.

-¿Querés entrar vos primero? -le pregunto.

-Como quieras -me dice con naturalidad, sin sorprenderse.

-Debe tener nueve, diez años como mucho -oigo que dice después.

-Sí, por ahí.

-Está en el límite también.

La miro y le muestro mi cara. Ella me mira y se repliega, vuelve la cara a la pared blanca y quizá se pregunte qué estaba haciendo ella a los diez años, qué cosa estúpida estaba haciendo.

-¿Cómo te enteraste de la escuela?

-Por una prima que viene.

-¿En qué año está?

-En primero.

-¿Y? ¿Le gusta?

-Sí, creo que sí.

Todos dicen Va a la Escuela Nacional de Danza y esa frase es como un cartel, un anuncio de algo mejor, algo que vendrá, inevitablemente, y que será mejor de una manera progresiva y cadenciosa, casi como una obra de arte.

-A ver los pies.

-¿Qué?

-Mostrame los pies.

Levanto un poco los pies y me pregunto yo también por qué no habrán puesto un cuadro de caballos, salvajes, no desbocados, avanzando en grupo, ordenados, hacia un sitio donde habrá comida, sombra y agua.

-¿Cuánto calzás?

-Treinta y cinco.

Ella levanta los pies y se los mira.

-Qué suerte. Yo calzo treinta y ocho. Tengo pies de gigante.

-Están bien. No tiene nada que ver.

-Tiene. Los pies son fundamentales.

Le miro los pies un poco más y la imagino dentro de unos años haciendo pruebas de admisión para cualquier otra cosa.

Miro a la madre. La veo estrujarse las manos y girar un poco en la sala de espera, clavando a cada vuelta los ojos en la puerta; es un ritual, arcaico e inútil, admonitorio. Si estuviese en el cuadro de caballos, ella iría atrás, iría última, deseosa de tomar la delantera. Ella sería el caballo con un brillo raro en los ojos.

Se abre la puerta. La niña sale. Por su cara me doy cuenta de que no le han contestado todavía, de que lo están pensando más, un poco más. Esta vez ella se queda cerca de la puerta y es la madre la que tiene que acercarse. Se quedan de pie, algo separadas, y en silencio.

-Qué nervios -dice la chica de diecisiete, como si hablara por la niña.

-Qué nervios -repite.

De golpe la puerta se abre y la cara sale y dice, moviendo las manos, que no alcanza. Que no alcanzó. Y que lo lamenta mucho. Madre e hija asienten con la cabeza, o las cabezas asienten mientras allí dentro se espesa, se resume, se define todo aquello: el temor y la certeza, la intuición y la superstición, todas las cosas que podían significar o reflejar, hasta ese momento, la esperanza. Qué engaño, finalmente. La cara retrocede y la puerta se cierra. La madre abraza a la hija y la hija se deja abrazar, a pesar de que eso es lo último que quiere.

-Mala suerte -dice la chica de diecisiete.

-Otra vez será -insiste, como consolándose a sí misma.

Miro cómo los volados se agitan un poco y cómo el monumento en el pelo se va desarmando a través de las manos de la madre. Eso es lo último que veo antes de irme; eso y el pelo de ella que le llega hasta la cintura; eso y cuatro, cinco horquillas repiqueteando contra el piso; eso y la chica de diecisiete apurándose a levantar las horquillas y ofrecerlas, como una muestra, pienso, de lo liviano que es todo; lo infinitamente liviano que es todo.

Continuidad

Se queda viendo a través del desfile de automóviles los instantes efímeros, el avance inmóvil de minutos que lo acercará al mediodía. Sabe que algo tendrá que hacer entonces. Ponerse de pie, caminar, salir. (Comprarse un auto. Aprender a manejar. Manejarlo. Ser él mismo la velocidad.) Repasa su versión natural. Mira hacia afuera, abre su agenda mental, la sobrevuela. Ese día y a esa hora. Detrás, habla la persona. Se calla la persona. Una tibia desconcentración. Las cosas que tiene que hacer, quizás no las comprenda. Sin embargo, las órdenes son simples; seguían siendo simples. ¿Sucede algo, doctor? Habla la persona. ¿Le sucede algo? Se calla la persona. Está viendo el movimiento recostado en un sillón, de espaldas al televisor encendido. Apenas quince minutos para el mediodía. Lo sabe por el cartel municipal. Siente que se duerme, sabe que podría dormirse así. Pero le molesta ese sonido. Recuerda a la mujer. Las voces del aparato la abastecen, le dan la sensación de estar pensando. Ahora se mueve en la otra habitación. Sí, cree oírla del otro lado del pasillo. Toda esa innecesaria limpieza. Se concentra en esa imagen mientras va perdiendo de vista el movimiento de la avenida. Cabecea. No se permite cabecear. ¿Se siente bien? Se calla la persona. Calibra su sanidad natural. Le habían dicho algo sobre la somnolencia. Un médico allegado suyo. Sobre el cansancio prematuro; eso era casi una habilidad, casi una destreza. Le habían aconsejado no manejar y él no manejaba. Nunca había aprendido. ¿Necesita algo, doctor? Se callan las personas. Intenta no perder de vista la avenida. Todos esos automóviles, todos esos conductores diestros, ilesos. Le habían aconsejado incluso dejar de trabajar. No tenía sentido. Las órdenes de los allegados no tenían sentido. Eran bruscas, nuevas, diferentes, otras. ¿Será ya mediodía? No sabe, no está seguro. Ya no está seguro de nada. Se concentra en el rostro del médico aledaño, un hombre joven todavía y plano, vacío de circunstancias apremiantes. Podría soñarlo ahora y reinventar cualquier respuesta. (Cómprese un auto, aprenda a manejar, manéjelo, sea usted mismo la velocidad, sea usted mismo.) Enseguida, el zumbido. ¿Qué era ese zumbido? Debería ya levantarse, desprenderse de todas esas efímeras sensaciones. Continuar. Ser en la continuidad. ¿Era tarde; ya era tarde? Quizá sí, quizá ya era tarde. Se apaga el zumbido. Regresa el zumbido. Toda esa limpieza rutinaria. ¿Me oye, doctor? Elabora un mapa general de la persona. Lo cambia, lo mejora. La hace hablar. La hace decir la hora exacta del mediodía. La mujer dice las doce. Repite las doce. Y él siente una vez más esa zozobra. Su incapacidad para vigilarla. Su incapacidad para vigilar cualquier cosa que sea vigilable. Le habían hablado del deterioro, de prevenir y deteriorarse. Prevenir y deteriorarse. Viaje, le había dicho el médico adjunto. Vuelva otro, más cansado, más indiferente, menos preciso. Vuelva siendo el anciano que usted es. Descubra en veinte días todo lo que ya no puede hacer. Se calla la persona. Una enorme, triste desconcentración. Abre un poco los ojos y alcanza a ver una vez más la avenida. Busca la hora municipal y no la encuentra. Sabe que tiene que ponerse de pie, caminar, salir, abrir su agenda mental, sobrevolarla. Asistir a sus últimas, penúltimas jornadas. No detenerse en su versión natural. Ejercerse otro, una versión menos antipática, menos agria de sí mismo; un hombre diez, quince años más joven, capaz todavía de ofrecer su verdad a hombres diez, quince años más viejos. Con esa facilidad y esa indolencia. ¿Se siente mal, doctor? Cree oírla, esta vez. Y enseguida la ve, frente a él. La oye decir la hora y repetir la hora. Pero no puede moverse. No sabe moverse. Se ve allí, inmóvil, devastado por una, por dos órdenes sencillas, por sólo dos órdenes sencillas. Deje de trabajar, viaje. Contrate a una mujer, hágala decir la hora cada quince minutos, haga que lo repita. Deje ciertas cosas a su cargo. Aprenda su nombre. Nómbrela. Tómele cariño. Confúndala. Llámela mamá, un día. Interrúmpase.

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