Kitabı oku: «El cuerpo duradero», sayfa 6
Relación entre intensidad y cuerpo en el esfuerzo muscular
Establecida la intensidad en los estados internos simples, separada del espacio, Bergson examina otros estados simples, cuya intensidad parece desenvolverse en extensión, como si se tratara de adentro hacia afuera. Tal es el caso del esfuerzo muscular, situado al otro extremo de “la serie de los hechos psicológicos” (E, p. 63) y vinculado con la superficie del cuerpo.
Se tiende a evaluar estos fenómenos como magnitudes, a pesar de estar relacionados con un hecho psíquico, pues comportan una fuerza muscular y, por ello, se sitúan en la superficie del cuerpo. Al hecho psicológico, pues, se lo evalúa en términos de ‘magnitud intensiva’, a causa de esa relación con la superficie del cuerpo, con lo que se vicia la apreciación de los estados internos por parte de la conciencia. Veamos el proceso:
Como la fuerza muscular que se despliega en el espacio y se manifiesta por fenómenos mensurables nos produce el efecto de haber preexistido a sus manifestaciones, pero bajo un menor volumen y en estado comprimido, por así decirlo, no dudamos en apretar [resserrer] este volumen cada vez más, y finalmente creemos comprender que un estado puramente psíquico, que no ocupa más espacio, tiene sin embargo una magnitud. (E, pp. 63-64)
Se da, pues, un paso injustificado, cuyo origen está en la consideración de la intervención de la fuerza muscular: se evalúan a partir de esta los estados internos por lo sucedido a nivel del cuerpo. Más problemático todavía es pensar que un estado puramente psíquico, que no ocupa espacio, sin embargo, sí tendría una medida, por mínima que fuera. En este caso, se evalúa la intensidad bajo el parámetro de la magnitud. Ahora bien, la ciencia no ha hecho más que “fortalecer” esta creencia del sentido común. Es así como se pretende mostrar la existencia de una fuerza centrífuga, sea de orden nervioso o una “sensación de origen central”, que nos advertiría del esfuerzo muscular asociando, por medio de una traducción ilegítima, la sensación a un despliegue cuantitativo. También hubo quienes pensaron en una explicación de orden centrípeto; por ejemplo, William James, que habla de la energía muscular como ‘una sensación aferente compleja’, que viene a producir una modificación desde los puntos interesados de la periferia (cf. Worms, 1999).
Aunque Bergson muestra sus simpatías por las demostraciones de James, prefiere no mediar en la discusión, pues se preocupa más por el problema filosófico de saber en qué consiste “nuestra percepción de la intensidad”, en este caso, del sentimiento del esfuerzo muscular.
Aquí es pertinente anotar que Bergson no se vale de explicaciones a priori; más bien, pretende mantener su línea de pensamiento recurriendo a experimentos o a experiencias observadas de cerca y con cuidado. Incluso, en este caso, su crítica a las posiciones sobre la fuerza centrífuga se dirige al significado de las observaciones aducidas por sus defensores, precisando hechos que no han observado con suficiente agudeza. Esto define su filosofía desde el comienzo. Más adelante veremos las implicaciones de una filosofía cuya exigencia es la de profundizar en el esfuerzo de representación no espacial, sin descuidar el orden corporal.
Ahora bien, basta con observarse atentamente a sí mismo para llegar, sobre este último punto [el problema filosófico planteado], a una conclusión que el señor James no ha formulado pero que nos parece del todo conforme al espíritu de su doctrina. Nosotros pretendemos que cuanto más un esfuerzo dado nos produzca el efecto de crecer, más aumenta el número de músculos que se contraen simpáticamente, y que la conciencia aparente de una más grande intensidad de esfuerzo sobre un punto dado del organismo se reduce, en realidad, a la percepción de una más grande superficie del cuerpo que se interesa en la operación. (E, pp. 65-66)
Bergson ilustra la percepción del cambio cualitativo de la sensación del esfuerzo muscular con ejemplos como el del puño cerrándose o el de los labios que se aprietan. El aumento del esfuerzo vincula progresivamente un buen número de puntos interesados del organismo. Pero este vínculo no es sin más una simple sumatoria, consiste sobre todo en una simpatía progresiva.
Se percibe, por una parte, debido a hábitos muy arraigados en la conciencia, el aumento del esfuerzo en el lugar donde se localiza inicialmente, y se piensa que se trata “de un estado de conciencia único, que cambiaba de magnitud” (E, p. 66). Pero, por otra parte, si la conciencia se observa detenidamente, puede apreciar los distintos “movimientos concomitantes” que se van produciendo. En realidad, en esta “invasión gradual” aumenta la superficie en términos de cantidad, pero como el aumento tiende a sentirse en el lugar, por ejemplo, en los labios apretados, se está inclinado a identificar la “fuerza psíquica”, que se consume allí, como una magnitud, por más inextensa que sea.
El ejemplo de levantar un peso es muy emblemático a este respecto. Alguien levanta con el mismo brazo pesos cada vez mayores y, a medida que lo hace, “la contracción muscular gana poco a poco todo su cuerpo” (E, p. 66). La sensación más particular y localizada en el brazo “permanece constante durante largo tiempo, no cambia apenas más que de cualidad” (E, p. 66): el peso que se siente llega a ser fatiga y, luego, la fatiga se convierte en dolor. A pesar de esto, el individuo creerá, siguiendo sus hábitos, que tiene conciencia de “un incremento continuo de fuerza psíquica afluyendo al brazo” (E, p. 67). La conclusión que se saca es, a nuestro modo de ver, muy cuidadosa y fruto de la observación rigurosa, pues el aumento en la superficie interesada del cuerpo está vinculado a un cambio de cualidad en el estado psicológico, en este caso, la sensación de peso creciente. Por lo pronto, la tesis de Bergson apunta a que en nuestra conciencia del aumento del esfuerzo muscular se da una doble percepción, por un lado, “de un mayor número de sensaciones periféricas” y, por otro, “de un cambio cualitativo que sobreviene en algunas de entre ellas” (E, p. 67). La conciencia reflexiva estaría más inclinada a interpretar la intensidad de la sensación desde el primer tipo de percepción.
Además de las conclusiones que saca Bergson de los ejemplos citados, subrayemos dos aspectos que se encuentran allí y que él no desarrolla suficientemente, más interesado en este momento en el problema filosófico de la percepción de la intensidad. El primero es la relación entre una mayor superficie del cuerpo comprometida cada vez más en el esfuerzo muscular y la correspondiente intensidad sentida, de carácter cualitativo, a partir del lugar donde se produce, en principio, ese esfuerzo. De este modo, es en la superficie del cuerpo donde se inicia el cambio cualitativo de la sensación. Ahora bien, este hecho no significa que el aumento cuantitativo de las partes del cuerpo que intervienen determine una especie de aumento cuantitativo en la intensidad sentida, es decir, en el hecho psicológico. Así, en segundo lugar, parece haber, más bien, una relación entre el cambio de naturaleza de la intensidad sentida y la mayor extensión interesada del cuerpo, solo que esta relación no es de determinación. Para Bergson, se trata de dos tipos de percepción diferentes, a partir de los cuales se produce un vínculo: el cambio en la intensidad nos advierte de la magnitud “aproximativa” de la causa. La intensidad es de otro orden que el de la extensión. Dicha relación, que tiene el tono de un paralelismo, se puede expresar de la forma que sigue: “henos aquí pues llevados a definir la intensidad de un esfuerzo superficial como la de un sentimiento profundo del alma” (E, p. 67, énfasis agregado). Este vínculo se comprende mejor a partir del dinamismo interno, propuesto en el capítulo tercero del Ensayo para explicar el acto libre.
Es de notar, en el caso de levantar un peso cada vez mayor, el cambio cualitativo –paso de la sensación de peso a fatiga y luego a dolor–. Esto lo observa el filósofo, pero la conciencia debería percibirlo así. El cambio cualitativo, entonces, se va manifestando en el movimiento de las transformaciones de naturaleza en la sensación, pero está vinculado al paulatino interés de más órganos, desde la localización del esfuerzo en un lugar, digamos, en el brazo, hasta alcanzar la totalidad de la superficie corporal, en este caso, en la experiencia del dolor.
Bergson vuelve sobre la cuestión de la percepción de la intensidad, de la cual tenemos otro significado. La denominada por el filósofo ‘conciencia reflexiva’ posee una percepción confusa del cambio cualitativo sentido: “en uno y otro caso [en la intensidad del esfuerzo superficial y en el sentimiento profundo del alma], hay progreso cualitativo y complejidad creciente, confusamente percibida” (E, p. 67). Lo confuso aquí se debe, como lo señalamos más arriba, a hábitos espacializantes y a la insuficiencia del lenguaje para nombrar cosas que no sean del orden del espacio. Dicha conciencia reflexiva no distingue dos órdenes diferentes porque sus hábitos la disponen mal para percibir cambios de cualidad y, también, muy importante, porque la idea de espacio sirve para obtener resultados útiles. Se obsesiona por localizar con precisión casi geométrica, en este caso, el esfuerzo en un lugar, incluso en el alma y, por ello, denomina los cambios del sentimiento con un mismo nombre. Que se involucre todo el cuerpo no implica, por lo demás, una simple sumatoria; esta totalidad señala un cambio cualitativo en el conjunto, y el esfuerzo creciente –signo no tanto de un mecanismo, como de un dinamismo– se convierte en dolor.
El cuerpo como umbral en los estados psicológicos intermedios
Además del esfuerzo muscular, existe otra clase de estados psicológicos, denominados por Bergson “estados intermedios”, en los cuales se manifiesta la misma “ilusión de la conciencia” en el momento de evaluarlos. Nos detendremos un poco en ellos porque se encuentran entre los esfuerzos superficiales y los sentimientos profundos; también se involucran en ellos contracciones musculares y sensaciones periféricas de una manera muy particular.
Uno de estos hechos es la atención y en su análisis aparece el cuerpo de forma peculiar. Bergson, de acuerdo con Ribot (1889), observa que, sin ser un fenómeno exclusivamente fisiológico, la atención se acompaña de movimientos que, más que causas o efectos de ella, son inseparables de este fenómeno y “lo expresan en extensión” (E, p. 67). Bergson señala dos aspectos interesantes, una vez ha citado a Fechner (1860), con su descripción del sentimiento muscular vinculado a la atención, y a Ribot, describiendo el fenómeno de la atención voluntaria. El primero: aunque esta última consistiera en la exclusión voluntaria de otras ideas extrañas para concentrarse en la que nos interesa, entra en ella, sin embargo, “un factor puramente psíquico”; hecha la exclusión, “creemos todavía tener conciencia de una tensión creciente del alma, de un esfuerzo inmaterial que crece” (E, p. 68). El segundo: “analizad esta impresión y no encontraréis en absoluto otra cosa que el sentimiento de una contracción muscular que gana en superficie o cambia de naturaleza, la tensión deviniendo presión, fatiga, dolor” (E, p. 68). De ese modo se va, pues, de la tensión del alma a la tensión corporal, en la que se exterioriza la atención. Es importante destacar que Bergson indica que, al concentrar la atención, esos elementos superficiales, es decir, los movimientos musculares, son “coordinados” por la idea especulativa “más o menos reflexiva de conocer” (E, p. 68). Así, la tensión del alma, aunque inseparable de las tensiones musculares propias de la atención, es, como dice Bergson, un factor básicamente especulativo y, por lo mismo, de carácter cualitativo. ¿Cómo se da esta relación? Lo veremos cuando establezcamos la síntesis de la conciencia y expliquemos el factor cualitativo por el dinamismo interno.
Bergson no observa diferencia entre la atención y la emoción, puesto que ambos estados están ligados a movimientos musculares, solo que la última está coordinada por “la idea irreflexiva de actuar” (E, p. 68). Muy vinculadas a la tensión muscular que las acompaña, las emociones violentas no se reducen a esas sensaciones orgánicas, como querría W. James. Más cercano de las descripciones de Darwin (1890) pero yendo más allá, Bergson piensa que en una emoción violenta como la ira entra ese factor psíquico, sin duda irreductible, y esta vez, de acuerdo con Darwin, aunque sea “la idea de golpear o de luchar” (E, p. 69). Esta idea práctica le imprime a los diversos movimientos “una dirección común”. Ahora bien, y aquí es más agudo el análisis, en la medida en que la conmoción orgánica se va haciendo más profunda, podemos hablar de una “intensidad creciente” de la emoción (E, p. 69). La mayor cantidad de superficies interesadas no se separa de la intensidad emocional; esto autorizaría a la conciencia, léase reflexiva, a medir el estado emocional por el número de esas superficies. Este aspecto de la emoción es de gran interés, porque, al ser un estado intermedio, existe una especie de dependencia entre los movimientos musculares que forman parte de ella y la idea práctica, como elemento psicológico irreductible. Entonces, la agudeza de las emociones se puede evaluar por el número de las conmociones periféricas que las acompañan; ahora bien, su profundidad no depende solo de este aspecto, digamos, cuantitativo, puesto que es muy importante la idea práctica que marca esa dirección de las conmociones y de la reacción automática que el organismo comienza coordinado por esa idea. Esta intensidad alcanza profundidad gracias a la mayor “conmoción” [ébranlement] del organismo o al aumento en las superficies interesadas en forma de tensión: “Eliminad en fin toda huella de conmoción orgánica, toda veleidad de contracción muscular: no quedará de la cólera más que una idea, o, si os empeñáis en hacer de ella una emoción, no le podréis asignar una intensidad” (E, p. 69).
En esta descripción vemos, sin duda, cómo el cuerpo en realidad funciona como una superficie o, mejor, como una especie de umbral por el que pasan los movimientos de afuera hacia adentro y de adentro hacia fuera; pero, todavía más, aquel llega a ser factor de profundización y, por ello, marca la intensidad con los movimientos musculares. También es factor de exteriorización de la sensación, como en el caso de la atención. Sin el cuerpo, no se podría hablar de intensidad, aunque no la determine en ‘magnitud’. Los movimientos en la superficie del cuerpo y las correspondientes conmociones orgánicas crecientes son de orden cuantitativo, pero, en la medida en que se van profundizando y entran en el orden de la sensación interna, activan cambios de naturaleza en el terreno de las emociones.
Bergson cala más en ese aspecto psicológico irreductible de la emoción:
Poco a poco, y a medida que el estado emocional pierda su violencia para ganar en profundidad, las sensaciones periféricas cederán el lugar a elementos internos: ya no serán nuestros movimientos exteriores, sino nuestras ideas, nuestros recuerdos, nuestros estados de conciencia en general los que se orientarán, en más o menos gran número, en una dirección determinada. (E, p. 70)
Ahora bien, por más que esto suceda, la intensidad de este tipo de emociones agudas es inseparable de la multiplicidad de estados simples que la acompañan. En esto se asemejan las emociones violentas y los sentimientos profundos ya examinados que parecen bastarse a sí mismos. Esta multiplicidad constitutiva de la intensidad es percibida por la conciencia de manera confusa, pues no se trata de una multiplicidad discreta.
Las sensaciones y la intensidad del dolor
A continuación viene el análisis de las sensaciones que “nos aparecen como estados simples” (E, p. 70), sin que, por ello, dejen de relacionarse con su causa exterior. La pregunta por su magnitud descubre un problema claro: “¿cómo explicar la invasión de la cantidad en un efecto inextensivo, y esta vez indivisible?” (E, p. 70-71). Las sensaciones no son estados complejos como el esfuerzo muscular o las emociones fundamentales que involucran una multiplicidad de elementos, determinando de forma muy precisa su intensidad. Las sensaciones parecen ser de orden puramente inextensivo y simples, pero tienen una causa, la mayoría de las veces exterior y de orden cuantitativo. En este momento, Bergson distingue en teoría entre sensaciones afectivas y sensaciones representativas, porque en la mayoría de nuestras sensaciones representativas entra un elemento afectivo.
A continuación, en dos páginas apretadas y difíciles, que muestran las sensaciones afectivas como factor importante para prever la acción futura, Bergson formula de manera muy tímida su tesis sobre el carácter utilitario y no especulativo de la conciencia y, de improviso, enuncia la relación de la sensación con la libertad. En el Ensayo se pretende resolver o disolver el problema de la libertad a la luz de la duración, lo cual supone la crítica previa de la confusión entre duración y extensión, sucesión y simultaneidad, cualidad y cantidad (cf. E, p. 49). Por lo tanto, no es de extrañar que, intentando resolver la cuestión de la intensidad de la sensación, Bergson establezca una relación muy estrecha entre sensación y libertad.
El autor comienza por examinar cómo se ha identificado el estado afectivo con la “conmoción orgánica” de la cual este provendría, como si fuera la “expresión consciente” de esta última. No se establece, por lo común, con claridad cómo las “excitaciones nerviosas” podrían transmitir algo de su propia magnitud a la sensación. De acuerdo con Bergson, esas conmociones permanecen en estado inconsciente en cuanto movimientos, pues apenas se parecen la intensidad de las sensaciones, que no ocupan espacio, y las excitaciones que las suscitarían, por ejemplo, las “amplitudes de vibración”. Aquí enuncia su tesis a este respecto: en tales circunstancias, la sensación no puede ser, sin más, una traducción “consciente” de las conmociones nerviosas, “pues precisamente porque este movimiento se traduce en sensación de placer o de dolor, se mantiene [demeure] inconsciente en cuanto que movimiento molecular” (E, p. 71). La sensación, al ser de otro orden que el de las causas externas, no ocupa lugar, sin embargo, sí es una especie de traducción de ellas, eso sí, en otro orden, es decir, no consciente. Aquí se da una suerte de continuidad, que va de la conmoción exterior a la sensación: al profundizarse la conmoción, se produce un cambio cualitativo en la sensación, por lo cual no es simplemente una traducción consciente, en términos de magnitud, de la causa externa.
Ahora, placer y dolor son dos sensaciones simples. ¿Cómo intervienen en la acción? Este interrogante es consecuencia de pensar que estarían solo implicadas dentro de una contemplación del pasado, como si solo expresaran aquello que acaba de pasar. ¿Y si tuvieran que ver con lo que vendrá? Para Bergson, no es tan verosímil pensar que “la naturaleza, tan profundamente utilitaria, haya asignado aquí a la conciencia la tarea puramente científica de informarnos sobre el pasado y el presente, que no dependen ya de nosotros” (E, pp. 71-72). El pasado, por haber dejado de ser, y el presente, por estar dejando de ser, serían ya, en cierta forma, inservibles para la acción. Placer y dolor, sensaciones afectivas por excelencia, vendrían a intercalarse entre los movimientos automáticos, por decirlo así, incorporados, que obedecen a los requerimientos del presente, y la acción libre, que emanaría, ya lo veremos, de lo más profundo de nuestro ser:
Hay que hacer notar además que nos elevamos por grados insensibles desde los movimientos automáticos hasta los movimientos libres, y que estos últimos difieren sobre todo de los precedentes en que ellos nos presentan, entre la acción exterior que es su ocasión y la reacción querida que se sigue, una sensación afectiva intercalada. (E, p. 72)
En una acción libre, por lo tanto, interviene un estado afectivo que esboza la reacción que tomará el organismo; así, la sensación afectiva es un signo que indica y, por qué no, prepara una acción querida. Esa acción es libre, por lo mismo, porque se origina en nuestro interior. Lo afectivo aquí nos señala el carácter interno de la sensación afectiva. No es solo expresión de lo que acaba de suceder. Lo que caracteriza a ciertos seres orgánicos es el hecho de resistirse a la acción automática, y hay algunos “privilegiados”, nos dice Bergson, donde el placer y el dolor autorizan, en cierta forma, la resistencia a la reacción puramente automática. En tal sentido, la conciencia estaría vinculada a una sensación afectiva, por eso, “o la sensación no tiene razón de ser, o es un comienzo de libertad” (E, p. 72). He ahí la fuerza de la hipótesis bergsoniana en el presente caso: la sensación no es sin más un simple efecto de un estímulo recibido, como tampoco es pura contemplación de lo apenas sucedido; por ser afectiva, la sensación nos hace conocer, por algún “signo preciso”, la reacción que se prepara. Ello se da en el interior de la sensación experimentada. Bergson lo formula así: “¿y cuál puede ser ese signo, si no el esbozo o como la preformación de los movimientos automáticos futuros en el seno mismo de la sensación experimentada?” (E, p. 72). Placer o dolor esbozan y preparan, es decir, prefiguran, en cierto sentido, la reacción automática apropiada a un estímulo recibido. Pero, al preparar la acción futura, son principio de libertad porque esa preparación se inicia como resistencia a una reacción meramente automática, por no decir retardo de esta.
En cierta manera, con esta hipótesis ya se anticipan en el Ensayo problemas que lograrán mayor claridad en Materia y memoria. Cuando Bergson señala la prefiguración de la reacción venidera en el seno mismo de la sensación, el carácter afectivo de esta, en la forma de placer y dolor, nos interpela sobre lo que pasa en el cuerpo para que, a partir de la sensación experimentada, se prepare una reacción querida y surgida desde el interior. Si el exterior con sus estímulos muestra su diferencia con el interior –aquí bajo la forma de la diferencia entre lo cuantitativo y lo cualitativo–, nos surge la pregunta por el tipo de cuerpo que es o, como se formulará en Materia y memoria, por el papel del cuerpo en la acción.
Por lo pronto, el estado afectivo no es sin más una representación; lo cierto es que las sensaciones afectivas se ligan a las sensaciones representativas y no hay representación sin un estado afectivo. Así diferenciemos, en teoría, entre los dos tipos de sensación, el estado afectivo debe corresponder no solo a las conmociones provocadas por los fenómenos físicos acabados de experimentar, sino además y “sobre todo a los que se preparan, a los que querrían ser” (E, p. 72). “Es verdad que no se ve cómo esta hipótesis simplifica el problema” (E, p. 72) de la invasión de la cantidad en el momento de determinar el cambio de la sensación inextensiva e indivisible. En la investigación se busca si hay algo común entre estos dos órdenes. Ahora nos damos cuenta, en realidad, de que existen dos hipótesis muy diferentes entre ellas: una es la de la “traducción psíquica de la excitación pasada” (E, p. 72), donde no se ve claro qué subsiste en dicha traducción de las conmociones moleculares, puesto que permanecen inconscientes; la otra es la hipótesis de que los movimientos automáticos “tienden a seguir la excitación sufrida, y que constituirían su prolongación natural” (E, p. 72), movimientos que, sobre todo, “son verosímilmente conscientes”, en caso contrario, la sensación no tendría razón de ser como tendencia a elegir otros movimientos posibles. En esta última hipótesis se juegan nuestro ser conscientes y el papel de los estados afectivos en nosotros:
La intensidad de las sensaciones afectivas no sería más que la conciencia que tomamos de los movimientos involuntarios que comienzan, que se perfilan en cierta forma en esos estados, y que habrían seguido su libre curso si la naturaleza hubiera hecho de nosotros autómatas, y no seres conscientes. (E, p. 73)
En este caso, hay conciencia de los movimientos automáticos y existe la posibilidad de prefigurar otros posibles, de preparar la acción libre concreta, para lo cual es imprescindible la intervención de los estados afectivos. Es de señalar, además, que la resistencia a las respuestas automáticas conlleva un elemento temporal que aquí no subraya Bergson, pero lo sugiere: esa, en cierta medida, oposición es, digámoslo así, un retardo de la reacción, una escogencia que requiere tiempo. Sin la afección no se entiende el proceso dinámico de la acción: su función no es solo cognoscitivo-contemplativa; si hay conocimiento, es el de la inserción en lo experimentado para descubrir o perfilar, por medio del afecto (placer o dolor), los movimientos que habrán de seguir y escoger el más conveniente de acuerdo con la situación planteada. Los movimientos posibles y no automáticos se perfilan como movimientos que comienzan. Tal vez ahí radica la intensidad de las sensaciones afectivas, gracias a ellas el organismo se toma su tiempo para responder al estímulo externo, para actuar con cierto grado de libertad.
Luego de esta exposición, Bergson presenta dos estudios pequeños sobre el dolor y el placer, que serán motivo para mostrar el papel de la multiplicidad en las sensaciones afectivas. Bergson comienza con una comparación muy interesante de orden musical. Cuando un dolor crece en intensidad, está más cerca de “una sinfonía, donde un número creciente de instrumentos se harían oír” (E, p. 73), que de una nota musical de sonido creciente. En presencia de una nueva situación propuesta al organismo, de su periferia emana un “concierto” de estados psíquicos “elementales”, expresión de las nuevas exigencias. Se trata de una multiplicidad de elementos, “contracciones musculares, movimientos orgánicos de todo género” (E, p. 73); es decir, múltiples sensaciones “emanan” desde diversos puntos de la periferia del cuerpo y son distinguidas por la conciencia “en el seno de la sensación característica, que da el tono a las otras” (E, p. 73). Aquí el concurso creciente de elementos y sensaciones, a la manera de una sinfonía, modifica la sensación característica y, por lo mismo, se produce un cambio de naturaleza. La multiplicidad creciente, en ese sentido, modifica la emoción fundamental.
Visto así el dolor, sabemos de su intensidad por la mayor o menor parte del organismo que se interesa en él. Retomando unas observaciones de Richet, Bergson las invierte y establece que la intensidad de un dolor se define por el número y la extensión de las partes del organismo que “simpatizan” con él y “reaccionan”, pero esto no sucede de forma inconsciente, sino “a la vista y conocimiento de la conciencia” (E, p. 73). Los órganos se comprometen en una atracción hacia lo que Bergson denomina ‘sensación característica’, la que colorea, mientras el dolor varía de intensidad. Al contrario de lo que piensa Richet, según Bergson, la modificación de los órganos comprometidos no se limita a ser una mera expresión de la fuerza del dolor. El conjunto de los órganos se ordena como una sinfonía, el dolor intenso no es una mera suma de estos, el conjunto se forma por atracción o empatía entre las diversas sensaciones provenientes de ellos, las cuales vienen a añadirse de forma creciente a lo ya percibido. Con ayuda de una observación de Darwin sobre el crecimiento de un dolor agudo, Bergson señala que se mide la intensidad del dolor por la contracción de los músculos interesados, que sucede con el fin de escapar de ese sufrimiento insoportable. De esta forma puntualiza nuestro filósofo el origen de la medida de un dolor intenso:
Se concibe que un nervio transmite un dolor independiente de toda reacción automática; se concibe también que excitaciones más o menos fuertes influencian ese nervio diversamente. Pero esas diferencias de excitaciones no serían de ninguna manera interpretadas por vuestra conciencia como diferencias de cantidad, si no referís a ellas las reacciones más o menos extensas, más o menos graves, que suelen acompañarlas. Sin estas reacciones consecutivas, la intensidad del dolor sería una cualidad, y no una magnitud. (E, p. 74)
De donde se deduce que una multiplicidad de estímulos y de movimientos musculares interviene en la llamada intensidad de un dolor y en su crecimiento; desde un punto de vista, puede ser una cualidad; desde el otro, una cantidad. Ello se debe a la intervención de la multiplicidad a la cual está ligado, porque cuando va creciendo, más órganos del cuerpo confluyen en la resistencia. Como la conciencia se da cuenta de las partes del organismo que se van sumando al modificarse el dolor, lo interpreta como una cantidad en aumento; si no lo hiciera, el dolor podría experimentarse como cualidad y se percibirían los cambios de naturaleza propios de la intensidad. ¿Qué pasa con el placer?
En una comparación entre placeres simultáneos “a nuestro espíritu”, el que preferimos está vinculado a una cierta disposición de los órganos que hace que nuestro cuerpo se incline hacia él. Y esta inclinación consiste en miles de “pequeños movimientos que comienzan”, y hace como si el cuerpo se moviera hacia “el placer representado”. Dice Bergson que el cuerpo se “orienta” hacia el que se prefiere de forma espontánea, a partir del movimiento iniciado, “como por una acción refleja” –“fuerza de inercia”, la llama–, sumiéndose en dicho placer hasta el punto de no querer otra sensación. Ahora bien, sin esa fuerza, el placer sería un “estado”, pero no una magnitud. La cuestión reside en que la conciencia se da cuenta de esa fuerza “por la resistencia que oponemos a lo que nos podría distraer”, de lo cual deduce que aquí ‘fuerza’ “sirve para explicar el movimiento más que para producirlo” (E, p. 75). Igual cosa sucederá en la moral.