Kitabı oku: «Disenso y melancolía», sayfa 5
Este es el sujeto que Lepenies (2007) rastreaba hasta el siglo XVII. El melancólico barroco lloraba la pérdida de un supuesto orden estable, ontoteológico, moral y político, y se afanaba infructuosamente por restaurarlo. Un heredero secularizado, como apuntaba Agamben (1977), del acidioso religiosamente enclaustrado del medievo. Se revelaba desde bien temprano esta derivación laica, que apuntaba Dosse (2003) también para el XVIII, desde lo religioso. El sentimiento de pérdida de un orden estable y trascendente que anhelan ciertos espíritus aquejados de melancolía, y cuya relación entre lo religioso y lo laico estudiaba el propio Agamben en Il regno e la gloria: cómo recuperamos y transferimos al gobierno mundano un orden trascendente y perfecto del que nos ha aislado definitivamente la interiorización epistemológica, moral y ética de la subjetividad.
La insistencia en el hombre de letras, en la Institución arte, en el campo literario tiene que ver con la creación de un gremio específico, pero también con la función de la literatura, de la cultura, que revelaba la parte espiritual del ser humano, también en el ámbito sensible, que transmitía, por medio de la belleza, es decir, de manera sensible, ese supuesto orden abstracto al que habían accedido los individuos purificados, precisamente, de lo sensible.
Para Lloyd y Thomas (1998), la aspiración de este protointelectual depurado o desinteresado es elevar a cada individuo, es decir, por medio de la cultura, convertirlo en un hombre superior integrante del Estado, y buscaría en última instancia, consciente o inconscientemente, legitimar la sociedad burguesa (aunque ya hemos visto que la cuestión es más compleja), como criticará Gramsci desde posiciones marxistas en el siglo XX. La cultura representa un dominio elevado, desinteresado, humano, del que los ciudadanos participarían como espectadores, y que estaría al margen de la fragmentación, el mecanicismo y la pobreza de las condiciones concretas de vida de las clases populares. La cultura sería el lugar que cancela de las diferencias particulares, de ahí que, gracias a ella, el individuo se elevaría a ser humano integrado en un todo. Es en ese dominio superior, la cultura como idea reguladora, que estaría idealmente en la base cohesiva del Estado, donde se encontrarían la libertad, la completud como seres humanos, de la que carecen en su vida diaria.
Y así es como llegaremos al nacimiento oficial del intelectual, bien conocida gracias a volúmenes como el de Charle (1990 y 1996) o Bourdieu (1992). Sujeto puro, organizado en un gremio autónomo, casi puramente letrado, y deseoso de contestar en nombre de valores universalistas, las injusticias, los desórdenes, que sociedades concretas provocan a sus miembros.
Esa posición de guía depurado, de educador, que se sitúa dentro y fuera de la sociedad no solo la criticará la izquierda cultural, por disimular las condiciones alienantes a las que la sociedad burguesa condena a sus integrantes, sino que la esgrimirá ya despectivamente la derecha «antidreyfusard» de Action française en los años del nacimiento oficial de los intelectuales, como ha recordado Enzo Traverso, recuperando ideas de Les Déracinés (1897), de Maurice Barrès:
L’intellectuel est le miroir de la décadence, une des grandes obsessions de la réaction européenne au tournant du XXème siècle: l’intellectuel mène une vie purement cérébrale coupée de tout lien organique avec la nature, il reste enfermé dans un monde artificiel, fait des valeurs abstraites, où tout est quantifié et mesuré, où tout devient laid, mécanique, antipoétique. L’intellectuel incarne une modernité anonyme et impersonnelle, il n’a pas de racines et ne représente pas l’esprit ou le génie d’une nation. Il est un esprit «cosmopolite», incapable de comprendre la culture d’un peuple enraciné dans un terroir. L’intellectuel se bat par des principes abstraits : la justice, l’égalité, la liberté, les droits de l’Homme; il veut faire triompher la vérité, il défend des valeurs universelles (Enzo Traverso, 2013: 15).
Cerebral (por desapasionado), centrado en la imposible búsqueda de valores abstractos, universales laicos e impersonales (justicia, igualdad, libertad, derechos humanos, verdad), y déracinés, o desarraigados, del genio de la nación, de una cultura concreta afianzada en un suelo concreto. Estos son los rasgos que parecen dibujar al intelectual moderno, tanto para la izquierda como para la derecha: es casi un alienígena iluminado.
No quiero dejar de señalar, sin embargo, que la contrafigura que ofrece Barrès: la persona arraigada en el espíritu de su propia nación y sus valores particulares, a menudo tildada de «antintelectual», lo acompaña en realidad desde mucho tiempo antes, y con una función similar, en tanto en cuanto ambos quieren representar el papel de guía del resto. La oposición entre valores universales y valores nacionales se traduce desde bien temprano en dos contrafiguras: el nacionalista (normalmente considerado reaccionario, y que surgiría del Romanticismo y la contra-Ilustración) y el universalista (considerado habitualmente liberal o progresista, y que tendría su origen en el filósofo ilustrado). El patrón de los primeros sería Rousseau; el de los segundos, Voltaire. Un autor como Fichte ocupó de hecho ambas posiciones: sus primeros escritos, como las citadas Lecciones sobre el destino del sabio (1794), lo situarían entre los universalistas; en cambio, sus Discursos a la nación alemana (1806), seriamente amenazada por las tropas napoleónicas, son claramente nacionalistas.
La voluntad universalista y la voluntad nacionalista o localista se dibujan pues desde bien temprano, pero será sobre todo en el siglo XX cuando ambas posiciones se verán netamente polarizadas desde un punto de vista ideológico. Ahora bien, las dos posturas provienen de la misma raíz dieciochesca, Ilustración y contra-Ilustración, y ya parecen bien enfrentadas entonces (insisto en la contraposición Rousseau-Voltaire), o bien reunidas en distintas fases de la obra de un único autor (Fichte). Y en ambos casos la función del protointelectual se dibuja como la de un guía que pretende cohesionar la realidad sociopolítica.
1 https://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k505440/f510.image
2 Retoma la discusión sobre las culturas científica y letrada que se produjo en Inglaterra entre C. P. Snow y F. R Leavis, científico el primero, crítico literario el segundo. En «The Two Cultures» (New Statesman, 6 de octubre de 1956), Snow señalaba la completa ignorancia científica de los letrados, al tiempo que los tildaba de completos mentecatos y malvados políticos. Los culpaba, entre otras barbaridades, de proponer una imagen del mundo tan desastrosa que había acelerado el proceso que desembocó en Auschwitz. Y todo ello frente a la profunda moralidad de las ciencias naturales, ya que, para él, todo científico era éticamente intachable. Tres años después, amplió el artículo para una conferencia en Cambridge (que terminó convertida en libro: The Two Cultures (1959). Leavis respondió en otra conferencia en Cambridge: «Two Cultures? The Significance of C. P. Snow» (29 de febrero de 1962), publicada inmediatamente después en The Spectator (9 de marzo de 1962), en la que defendía la importancia de la literatura para entender la realidad, lo que generó todavía más controversia y discusión. La idea de una tercera cultura se la debemos también a Snow, que la introduce en una versión extendida de su libro: The Two Cultures & A Second Look (1963). Nos habla allí de «social historians» y, aunque no los define, parece estar pensando en científicos sociales, que es la cultura por la que termina abogando, ya que combina ideas provenientes de la ciencia y de las humanidades.
3 En Regards sur le monde actuel (1931).
4 Starobinski (2012) ha trazado las fuentes de la melancolía hasta sus inicios en la Antigüedad griega, cuando todavía no tenía nombre ni explicación, en Homero, y cuando la literatura médica, Hipócrates, hizo los primeros diagnósticos. Ya Aristóteles señaló en los Problemata que Belerofonte, en la Ilíada, respondía al tipo melancólico, aunque Homero no lo nombrara propiamente: «Odiado por los dioses, caminaba solo, devorando su alma y evitando al resto de los hombres» (Ilíada, VI, 200-202).
5 Como fuente principal de la sabiduría astrológica medieval se ha señalado la astronomía de Abû Ma’sar al-Bahli (787-886), que fue el primero en relacionar la figura del melancólico con Saturno.
6 Ludwig Binswanger (Melancholie und Manie, 1960), entre otros, profundizará en estas ideas.
7 R. Burton: The Anatomy of Melancholy (completo) (posición en Kindle 528-534)Digireads.com Publishing. Cito por esta edición digital debido a la dificultad que tiene hoy en día el estudioso para hacerse con el volumen completo impreso.
8 Benjamin no fue el primero en estudiar con detalle el grabado. Retoma los análisis pioneros de Karl Giehlow: Kaiser Maximilians I. Gebetbuch mit Zeichnungen von Albrecht Dürer und anderen Künstlern (1907), a los que se añadirán los de Aby Warburg (1920) y los de Fritz Saxl y Erwin Panofsky, recogidos en el volumen Saturn und Melancholie (1928), que fue enriquecido por Raymond Klibanski. Klaus-Peter Schuster le dedicó su tesis doctoral Melencolia I. Dürers Denkbild (1975). El grabado, analizado al detalle por todos ellos, reúne todos los elementos que la época relacionaba con la melancolía.
9 Como observó Didi-Huberman (1992), los teólogos medievales distinguían entre imagen (imago) y vestigio (vestigium). Lo visible (naturaleza, cuerpos) era la huella (vestigio) de una semejanza (imagen) perdida, arruinada: la semejanza con Dios disipada a causa del pecado.
10 Bacon define así la mente humana en Advancement of Learning (1605): «far from the nature of a clear and equal glass, wherein the beams of things should reflect according to their true incidence […] is rather like an enchanted glass, full of superstition and imposture, if it not be delivered and reduced» (1901: 239).
11 Cito por esta edición: Don Quijote de la Mancha. 1605-1615. Edición del Instituto Cervantes dirigida por Francisco Rico. Barcelona: Instituto Cervantes / Crítica, 2001.
12 Bataillon (1937) señaló que el autocontrol de algunos personajes cervantinos, concretamente Persiles y Sigismunda, prefiguraba el tratado cartesiano sobre las pasiones del alma. Cascardi (1991) también leyó la obra cervantina como precedente de la filosofía del galo. En concreto el Quijote y el Persiles, de acuerdo con las dos etapas de la narrativa de Cervantes detectadas, entre otros, por Américo Castro (1925). Frente a la representación del relativismo epistemológico (el Quijote, novel), la estabilidad moral (el Persiles, romance). No es casual la parcelación genérica que responde al planteamiento filosófico: Novel, género de la subjetividad y la ironía, está asociada al relativismo epistemológico de la modernidad; romance, derivada de la épica, se relaciona, en cambio, con la estabilidad moral, que debe ser objetiva. Ahora bien, en realidad, tanto en los personajes del Quijote como en los del Persiles epistemología y moral son interiores al sujeto, lo que minaría, en mi opinión, este razonamiento, basado en la supuesta parcelación de la producción cervantina en dos etapas bien definidas.
13 Tampoco se deduce de la lectura de los textos posteriores al curso centrados en la configuración de la subjetividad moderna y contemporánea. Me refiero a «La technologie politique des individus» (1982) (Dits et écrits IV, 1988: 813-29); «Techniques de soi» (1983) (Dits et écrits IV, 1988: 783-813), «L´éthique du souci de soi comme pratique de la liberté» (1984) (Dits et écrits IV, 1988: 708-29); y «Une esthétique de l’existence» (1984) (Dits et écrits IV, 1988: 730-5).
14 Baumgarten define la estética como analogon rationis basándose en la premisa leibniziana de que los conocimientos sensibles son análogos a los de la razón. Lo que los distingue es que los sensibles son individuales, mientras que los racionales son universales. La lógica universalista de la razón se relaciona con la ciencia, mientras que el conocimiento estético se relaciona con el gusto. Ahora bien, en Baumgarten no queda definida la relación entre gnoseología inferior y superior. No sabemos si aquella cumple una función propedéutica, o bien si se trata de otro tipo de conocimiento.
15 Gómez (1998: 32 y ss.) ofrece una exposición clara y sencilla de la subjetividad definida y criticada por Adorno en el conocido «Excurso I». Para análisis más profundos y detallados, véase Jay (1973, especialmente el capítulo VIII) y Wiggershaus (1986, especialmente el capítulo IV).
16 Peter y Christa Bürger (2001) han explorado las sorprendentes diferencias entre el desarrollo de la subjetividad masculina y femenina desde el siglo XVI en adelante. Si el sujeto masculino moderno, ejemplificado en Descartes, se configura en soledad, encerrado en una habitación (y cercado por pesadillas, como ha hecho notar uno de los últimos biógrafos del filósofo francés: A. C. Grayling), la subjetividad femenina aparece volcada hacia el exterior, hacia otras figuras humanas, para configurarse.
17 Jean-Baptiste Botul (1999) nos cuenta una jugosa y triste anécdota sobre Kant. La pautada rutina del filósofo no reservaba ni un solo instante a la práctica del sexo; ni siquiera se masturbaba porque consideraba la pérdida de fluidos un debilitamiento de su energía vital.
18 Fichte imparte esas lecciones en Jena públicamente en 1794, al tiempo que explica, en lecciones privadas, la teoría de la subjetividad que será expuesta, corregida y aumentada en las sucesivas versiones de su Wissenschaftslehre (Doctrina de la ciencia). En público, la vertiente «práctica» o política de su modelo; en privado, la base teórica.
19 La conducta estética en sentido idealista (tal y como la definen Bürger [1983] y Schaeffer [1992, 1996 y 2000]), esto es, como enlace entre exterioridad e interioridad, entre lo material y lo espiritual, como estrategia, en definitiva, para restaurar el irreductible dualismo entre la necesidad y la libertad. La belleza, en el pensamiento de Kant e inmediatamente después en el de Schiller, permite que la libertad se muestre en la necesidad.
20 En Die Horen entre septiembre de 1794 y junio de 1795. Schiller tenía la intención de ampliarlas, pero cuando se publiquen en los Kleine prosaische Schriften (1801), no habrá variado la extensión original.
21 Se trata de un texto ampliamente analizado, desde que lo descubriera Franz Rosenzweig, que es quien le dio ese deslucido título, en 1917. Remito a la edición de Jamme y Schneider (1984).
2
DE CAPARAZONES Y COSTRAS.
EL ESTADO Y LA CONCIENCIA COMO OBSTÁCULOS EN LAS OBRAS TEMPRANAS DE UNAMUNO Y ORTEGA
El nacimiento del intelectual en España
Más allá de fechas, acontecimientos o discusiones sobre primacías generacionales, o incluso sobre las muy discutidas etiquetas generación del 98 y generación del 14, lo que me interesa detectar en la intelectualidad española del entresiglo XIX/XX son algunos de los rasgos a los que me he referido en el capítulo anterior para definir al protointelectual y sus anhelos reformistas a través de la cultura.
Ramiro de Maeztu lee el 7 de diciembre de 1910 en el Ateneo una conferencia titulada «La revolución y los intelectuales».1 Maeztu adopta una decidida postura europeísta, en la línea de la naciente figura de Ortega, y frente a la «africanización» de Unamuno, su lema «que inventen ellos» o su preferencia por San Juan sobre Descartes. El texto revela, de hecho, la sintonía que existía entonces entre el vitoriano y el madrileño.2 La conferencia discute la formación y la función de la intelectualidad frente a los cambios sociales que se avecinan. La Semana Trágica de Barcelona y la ejecución de Ferrer i Guardia, viene a decir Maeztu, han transformado radicalmente el mapa sociopolítico español (Maura, por ejemplo, señalado por Alfonso XIII, no sobrevive como líder del partido conservador).3 La revolución se ha iniciado al margen de los intelectuales, desliza Maeztu, y detectamos cierta inquietud, señalada por Alonso (1985) y Villacañas (2000), sobre la posición que debe adoptar el intelectual liberal, que no sabe si situarse a la cabeza de la masa o «refugiarse» en la burguesía; es decir, ponerse decididamente del lado de los ideales que quiere representar o adoptar una postura neutral, de análisis, que bien podría asociarse con el conservadurismo. Es la encru cijada a la que se enfrentarán en la década siguiente autores como Benda o Gramsci.
Maeztu está convencido de que el intelectual español debe asumir la posición de guía, pero primero hay que determinar si está preparado para ello. Remite entonces a Joaquín Costa, el regeneracionista español por excelencia, que había presentado en 1901, también en el Ateneo, su memoria sobre «Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España. Urgencia y modo de cambiarla».4 Costa era en 1901 presidente de la sección de Ciencias Históricas del Ateneo y desde allí promovió la encuesta a la que hace referencia Maeztu. Por entonces ya había participado en la fundación de un partido político: Unión Nacional, opuesto a los dinásticos de la Restauración, pero que se había desintegrado muy rápidamente. Su discurso se radicalizó, consciente de que el sistema político español era reacio a acometer las necesarias reformas propuestas por el regeneracionismo, y se acercó entonces al socialismo y el republicanismo. Europeísmo, regeneración política, socialismo e, incluso, republicanismo son algunos de los rasgos que serán bien visibles también en el joven Ortega. Costa podría ser el más claro precedente de la generación de los intelectuales (véase Menéndez Alzamora, 2006).
Maeztu apunta la incapacidad de los regeneracionistas para liderar un cambio profundo del país. La razón: no existía en aquel momento en España una aristocracia natural culta capaz de dirigir la sociedad.5 Costa, dice Maeztu, no fue el Fichte de Discursos a la nación alemana (1807-1808), que tenía por detrás una nutrida nómina de filósofos brillantes, con el sistema de Kant en la base de su pensamiento y las figuras de Hegel o Schelling como continuadores. Ahí habría residido el fracaso de Costa en la falta de transferencia y continuidad de su mensaje.6
El presente ofrece una nueva oportunidad gracias a los jóvenes, que pueden conocer y asimilar el modelo de intelectual europeo. Lo tienen a su alcance gracias a la Junta para Ampliación de Estudios, derivada de la Institución Libre de Enseñanza.7 Fue creada en 1907 y de ella provendrían no pocos centros de investigación de la época: la Residencia de Estudiantes, «nuevo cenáculo de selectos» (Gómez Molleda, 1966: 485), el Centro de Estudios Históricos, la Escuela Española en Roma de Arqueología e Historia o el Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales. Una red de formación moderna y con capacidad para enviar a los estudiantes al extranjero y recibir conocimiento del exterior.8
Y es de los autores extranjeros de los que los jóvenes intelectuales españoles deben tomar ejemplo. Maeztu, anglófilo, nos describe a uno de ellos, George Bernard Shaw:
Pensad en Bernard Shaw: un drama o dos al año, un libro de ensayos, colaboración constante e intensa en una docena de revistas; cuarenta o cincuenta cartas polémicas al Times; sesenta o setenta discursos de propaganda socialista; fijación de postura en cada una de las cuestiones que se agitan; trabajo administrativo en algún teatro, en la Sociedad Fabiana y en una docena de otras asociaciones; y como base, estudio constante y apretado de ciencia, de economía, de filosofía, de historia, de cultura política. ¿Cómo puede realizar esta obra? No bebe, no juega, no fuma, no come carne, no ingiere estimulantes, no se permite caprichos amorosos, no asiste a reuniones de recreo ni a tertulias, su vida es todo estudio, producción y acción política; no se le ve personalmente sino ante miles de personas, cuando va a defender a algún mitin, alguna causa colectiva […] Yo no tenía la idea más vaga de la cantidad de esfuerzo mental de la que es capaz un hombre hasta que me puse en íntimo contacto con los intelectuales de otros países (Maeztu, 1911: 28-30).
«No bebe, no juega, no fuma, no come carne, no ingiere estimulantes, no se permite caprichos amorosos, no asiste a reuniones de recreo ni a tertulias, su vida es todo estudio, producción y acción política»: es el perfecto ejemplo del hombre de letras melancólico y ascético que veíamos dibujarse en Europa en los siglos precedentes, y sobre todo a partir del XVIII. Y el joven intelectual español debe asimilarse a él por contagio, por contacto. El contacto con el extranjero del propio Maeztu, que aspira a ocupar una posición relevante en el proceso, y de los jóvenes becados por la recién creada JAE.
En el modelo de intelectual que propone Maeztu podemos detectar, en realidad, las normas de conducta institucionistas. Francisco Giner «predicaba» a sus jóvenes discípulos higiene y huida de las tentaciones como correlato físico de la pureza moral. Javier Varela lo resume con acierto al hablar del Centro de Estudios Históricos y de algunos de sus miembros, como Américo Castro o Menéndez Pidal:
La vida cotidiana de la urbe, sus paseos y recreaciones, es percibida como algo informe, promiscuo; o comparada con la mugre que decía Giner. Preocupación muy institucionista la de la limpieza. El diario baño ginieriano acabó por extender la saludable frecuentación del agua. La higiene era una obsesión. Tanto ellos, los maestros Giner y Cossío, como sus seguidores fervorosos, identificaban oscuramente la limpieza corporal y la moral; la pulcritud con la integridad y hasta con la santidad (Varela, 1999: 235).
Reclama Maeztu para el intelectual español, en todo caso, para guiar a las masas, un modelo de subjetividad idealista que nos resulta familiar. Y lo reclama en el momento en que las masas comienzan a emanciparse en España, a raíz de la Semana Trágica y la progresiva organización obrera (la CNT se funda en 1910; la UGT funcionaba desde 1888). Como los alemanes que veíamos en el capítulo anterior, Maeztu clama por una reforma «blanca», resultado de la acción del espíritu, que imbuye a los hombres depurados, sobre la materia, frente a la temida revolución que las clases bajas parecían estar iniciando. La aspiración de Maeztu es acompasar ambos movimientos: el impulso revolucionario del pueblo, ciego, y el proyecto de los jóvenes intelectuales europeístas, visionario.
Para Maeztu, la tarea se tornaría más sencilla si fuera capaz de canalizar ese impulso «ciego», indeterminado o carente de finalidad, de la masa. Pronto adivinamos pues que la configuración de la individualidad como control de lo sensible, lo emocional y lo pasional tiene traducción directa en el reformismo sociopolítico, donde la generación joven, purificada, suponemos, según el ejemplo de hombres como Shaw, o Fichte mucho antes, ocupa el lugar de la razón que debe articular y encauzar la irracional materia social.
El joven Ortega representa a la perfección el modelo de intelectual propuesto por Maeztu: contacto con la intelectualidad europea,9 incansable capacidad de trabajo10 e involucración política en movimientos para reformar el sistema de la Restauración.11 Debemos sumarle además el modelo de subjetividad ascética que representa, y que es descrita en fecha temprana por Pérez de Ayala en Troteras y danzaderas (1913). Por la novela desfilan varios intelectuales, jóvenes y no tan jóvenes, clave en el proceso de discusión del problema de España en torno a 1910. Como es bien sabido, Ortega forma parte del retablo bajo el seudónimo de Antón Tejero. En la edición original,
Tejero era un joven profesor de filosofía, con ciertas manifestaciones tentaculares de carácter político, y había arrastrado, a la zaga de su persona y doctrina, mesnada de secuaces […] carecía de la aptitud para emocionarse. De talentos retóricos nada comunes, propendía a formular sus pensamientos en términos donosos, paradójicos y epigramáticos, por lo cual se le acusaba entonces del defecto de obscuridad (1913: 141).
Es fácil entender por qué pudo irritarse Ortega con el retrato que trazó de él su amigo Ayala. Es descrito como un filósofo con aspiraciones políticas, cuya persona y doctrina arrastran a «una mesnada de secuaces». Tejero carece además de la capacidad de empatizar o emocionarse, sus ideas son vanas y genéricas, aunque lo sean en grado delicioso, y su talento literario además las oscurece. Me interesa esa incapacidad para emocionarse que el narrador achaca a Tejero y que parece remitir a la de subjetividad idealista que aspira a controlar activamente lo sensible gracias a la censura de las emociones y las pasiones. Leemos unas líneas más adelante:
La admirable pureza intelectual de Tejero transparecía en sus ojos, de asombrosa doncellez y pureza, sobre los cuales las imágenes de la realidad resbalaban sin herirlos. Contrastaba con la doncellez de los ojos una calvicie prematura. La forma y tamaño del cráneo, entre teutónicos y socráticos; la armazón del cuerpo, entre chata y ancha; los pies, sin ser grandes, producían una ilusión de estar abiertos en un ángulo mayor de noventa grados, de tal suerte que la figura parecería descansar sobre recia peana. Trataba a todo el mundo con magistral benevolencia, y la risa con que a menudo irrigaba sus frases era cordial y traslúcida (1913: 142).
Teutónico y socrático es el cráneo, aunque el cuerpo, «entre chato y ancho», rotundamente sensual, parece desmentirlo, por ilustrar la figura de Tejero las dos naturalezas a las que se referirá el propio Ortega menos de dos años después en sus Meditaciones del Quijote: la germánica y la latina o mediterránea, esto es, la racional y la sensual. Resalta Pérez de Ayala la pura doncellez de sus ojos, que duplican la pureza intelectual de Tejero, y sobre los que resbala la realidad sin apenas herirlos. Aplomo maquinal de unos pies que parecen «descansar sobre recia peana». La benevolencia de la risa queda neutralizada por el adjetivo «magistral», que remite a la conocida condescendencia de Ortega.
No pretendo forzar la lectura, pero estimo que la descripción de Ortega, o mejor dicho la semblanza que de él hace Pérez de Ayala, corresponde con un tipo de subjetividad recto y decidido que neutraliza toda desviación, asociada, claro está, a los sentidos. Es el modelo descrito páginas atrás y que encontraba un ejemplo emblemático en el sabio fichteano, el yo puro que quiere mantenerse ajeno al no-yo y controlar, casi militarmente, a su yo empírico, además de enrolarse en un proyecto de regeneración nacional.12 Pronto veremos a Ortega dispuesto a implantar un proyecto, una idea, sobre la realidad material, sea esta identificada con España o con la masa.
Es una dinámica curiosa, que no nos permite adivinar un retrato unívoco del intelectual europeo, entendido aún como guía o profeta del pueblo. Lo que Bauman (1987) llamará intelectual «legislador», y que serviría para catalogar a buena parte de los hombres de letras descontentos con la realidad social que los rodea y que aspiran a convertirse en guías de sus sociedades durante la modernidad. Pero es un retrato más difuso de lo que podría pensarse. Como veremos, en Ortega la abstracción elitista y universalista convive, y en ocasiones linda, con el patriotismo esencialista e irracional, que unas veces rechaza, por considerarlo una losa para el progreso (véase, por ejemplo, «La pedagogía social como programa político»), y otras parece aceptar, en su insistencia en considerar el eje Madrid/Castilla como motor espiritual del país (España invertebrada, 1921). La postura de Ortega, al menos el joven Ortega, se acerca más, eso sí, a autores como Renan, para quien el cultivo de los valores nacionales introduce al sujeto en la Humanidad (en una línea que también podemos considerar de herencia krausista), que a autores como Barrès, que postulaban más bien un irracionalismo nacionalista estricto. Por otra parte, las tendencias socialistas (matizadas, en el caso de Ortega) a menudo coexisten con un conservadurismo acentuado. El retrato del intelectual naciente español está lejos de ser unívoco.
* * *
El 23 de marzo de 1914, año en que consolida su liderazgo, Ortega lee su célebre conferencia «Vieja y Nueva Política». Entre los presentes ese día en el Teatro de la Comedia estaban Pérez de Ayala, Moreno Villa, Américo Castro, Luis García Bilbao, Maeztu, Antonio Machado, Pedro Salinas o Salvador de Madariaga, una nutrida nómina intelectual que se preguntaba cómo cambiar el Estado desde la sociedad civil, fomentando la vitalidad de España, pero sin el apoyo decidido de los partidos dirigidos hacia las masas (como el PSOE) y sus sindicatos, de los que se aleja progresivamente Ortega en su ajetreada trayectoria juvenil. Cómo salvar entonces la dicotomía ya anunciada por Maeztu, es decir, la distancia entre la selecta minoría educadora, en la estela de los protointelectuales de épocas anteriores, y la inmensa mayoría para articular un proyecto de vertebración nacional que supere el asfixiante modelo de la Restauración.
El texto, como es sabido, se incluye en una serie de iniciativas encaminadas a definir la posición de Ortega y sus seguidores frente a la realidad de la España de la época. Índices que han sido enumerados en más de una ocasión para señalar la existencia de una generación intelectual autoconsciente dispuesta a cambiar el signo del país (Alzamora, 2006, y Martín, 2014). Esta idea es, por lo demás, discutible, a tenor de su inconsistencia y su poca duración en el tiempo. El propio Ortega terminará tildando a su generación de «delincuente» (término que ha recibido diversas interpretaciones; véase Elorza [1984], y la respuesta de Cerezo Galán [1993 y 1994]), debido a su fracaso en la formación de una democracia orgánica, presunta actualización de una inexistente «arquipolítica» (Rancière, 1996), de una Politeia, en sentido platónico, casi una utopía sociopolítica más filosófica que realista y que debía desplazar la Restauración. Lo que no parece discutible es que, en esos años, se produce el primer intento decidido de reforma de Ortega. Un período que algunos (Gracia, 2014a) extienden hasta 1923, mientras que otros (Elorza, 1984), entre los que me incluyo, fechamos siete años antes.