Kitabı oku: «La guerra contra el sobrepeso», sayfa 2
Más que muertos y heridos
La historia también nos ha enseñado que los efectos negativos de los conflictos armados sobre las personas van mucho más allá de los daños físicos y económicos, del contaje de víctimas y heridos, y de la pérdida de recursos. Por ejemplo, también resulta gravemente afectada la salud mental y emocional de la población, tanto civil como militar. Y lo hace de forma intensa, con patologías muy graves durante largos períodos de tiempo, lo cual desemboca en importantísimas mermas en la calidad de vida y dispara la necesidad de recursos de apoyo para atender a los afectados: traumas, depresión, ansiedad, síndrome del estrés postraumático, adicciones… (18)
¿Ocurre algo parecido con la obesidad? ¿Sufren de forma significativa emocional y psíquicamente las personas con sobrepeso, hasta el punto de ver comprometidas su salud y su calidad de vida, con los efectos negativos y los costes que todo ello puede suponer? ¿Podrían incluso verse marginadas debido a su condición?
Lo cierto es que en este caso no disponemos de tantos estudios masivos y cuantitativos que nos permitan conocer con detalle la dimensión del problema. La salud mental es un concepto más complejo de evaluar y de cuantificar que la salud física, sobre todo si lo comparamos con indicadores tan objetivos como el número de muertos o heridos. Y no suele realizarse de forma segmentada respecto a las personas con sobrepeso, lo cual nos permitiría una evaluación más rigurosa del tema.
Sin embargo, como veremos en las próximas páginas, poco a poco se acumulan las pruebas científicas que apuntan a que el impacto mental y emocional puede ser mucho más relevante de lo que podríamos haber previsto. Le adelanto que la cuestión va a resultar tan apasionante como sorprendente si no está familiarizado con ella, pero también más compleja de abordar y mucho menos obvia de lo que puede resultar una recopilación de «víctimas directas». Así pues, le dedicaremos una buena cantidad de tiempo, aportando todas las explicaciones que sean necesarias.
Para empezar, permítame que mediante la siguiente pregunta suavice un poco el tono dramático que he mantenido hasta este momento: si yo le digo que estoy pensando en un personaje de la serie Los Simpson, al que describiría con los adjetivos perezoso, despistado, egoísta, caprichoso, torpe, infantil y dependiente, ¿a quién cree que me estaría refiriendo? ¿A Homer Simpson, el popular cabeza de familia y uno de los protagonistas de la serie, o al anciano señor Burns, el empresario implacable y propietario de la central nuclear de Springfield?
Si usted es de los que en primer lugar ha pensado en Homer Simpson, he de decirle que sus modelos mentales e ideas preconcebidas son similares a los de la mayoría. Sin embargo, le invito a que repase la lista de calificativos, teniendo a ambos personajes en mente. Si es seguidor habitual de esta serie de televisión y los conoce con cierto detalle, comprobará que todos estos adjetivos son aplicables a ambos; en numerosos capítulos hemos podido ser testigos de comportamientos que así lo atestiguan. Pero la mayoría pensamos en alguien como Homer, un personaje que, entre otras características, sufre sobrepeso. Y que, además de jocoso, es maltratador (al menos con su hijo Bart), alcohólico (bebedor empedernido de cerveza) y comedor compulsivo.
Ciertamente, consideramos a Homer uno de los personajes más populares y memorables de esta serie de dibujos animados de humor irónico y exagerado dirigida al público adulto, pero, ya que estamos analizando este tipo de pensamientos colectivos fijándonos en los tópicos a los que suelen asociarse los personajes de ficción obesos, podemos seguir viendo otros ejemplos, aunque centrados en el mundo infantil y juvenil.
Por ejemplo, le animo a que intente recordar alguno de los rechonchos personajes de cómics, dibujos animados o películas, que le presentaré a continuación. Comprobará que con mucha frecuencia (más de lo que correspondería de acuerdo con la estadística) no son precisamente los más listos, ni los más virtuosos. Piense en Obélix, el glotón y despistado compañero del ingenioso Astérix. En el torpón oso de Kung Fu Panda, sobre todo antes de su reconversión en gran maestro de las artes marciales. En Russell, el entrañable niño que da sentido a la vida del anciano de la película de Pixar Up y que comparte su increíble aventura con su casa flotante elevada por globos de colores. También en el mejor amigo de Bob Esponja, la estrella de mar Patricio. O en Eric Cartman, el niño más desagradable y con menos carisma de South Park. Cada uno tiene su personalidad específica, todas diferentes, pero, además del exceso de peso, todos ellos comparten una característica común: son de los menos avispados. Incluso podríamos afirmar sin temor a equivocarnos que alguno roza la imbecilidad.
De todos modos, esta situación no se limita a los personajes animados. Si realiza un repaso mental de películas muy populares (muchas de ellas de ámbito familiar) que cuenten con la presencia de actores y actrices obesos, comprobará que en muchos casos representan personajes con cualidades no demasiado positivas. Piense en el técnico informático que traiciona a los responsables de Parque Jurásico robando embriones de dinosaurio y que acaba en sus fauces, humillado y bajo la lluvia. O en Alan, el excéntrico cuñado de Resacón en las vegas que se apunta a la monumental despida de soltero. También en Gordi, el niño más rollizo de la divertida y ya clásica película familiar Los Goonies. Un papel similar al simpático y glotón Piraña, de la popular serie de los años ochenta Verano azul. Todos ellos en sus respectivos papeles y con diferentes matices acarrean algunas de las características consideradas menos admirables en el ser humano: egoísmo, gula, idiotez, torpeza, cobardía, vileza, falta de honestidad…
También podemos ver a actores y actrices con sobrepeso en papeles de moral más digna, pero no es lo habitual. Le animo a escarbar en su archivo cinematográfico (real o mental) a la búsqueda de actores de estas características físicas, y comprobará como le resulta muy fácil encontrar ejemplos en los que la obesidad implica un recurso de caracterización que los directores de casting utilizan muy frecuentemente, pero en especial asociado a personalidades y cualidades que suelen considerarse bastante negativas.
De cualquier forma, los actores con sobrepeso escasean. No es necesario ir a las listas de actores o actrices mejor pagados para comprobar que la mayoría luce cuerpos mayoritariamente delgados. Basta con ver el reparto de casi cualquier película para comprobar que todos sus intérpretes, sobre todo los protagonistas, tienden a mostrar un tipo de físico parecido. Algo totalmente alejado de la realidad, como acabamos de ver en las estadísticas, sobre todo en países como Estados Unidos, donde la prevalencia de la obesidad puede afectar a una de cada tres personas. ¿Conoce usted alguna película en la que uno de cada tres actores muestre sobrepeso?
Si indagamos en otros campos del espectáculo y de la comunicación, el panorama se asemeja. Aunque no solemos ser conscientes de ello, porque estamos muy acostumbrados, la escasa presencia de personas obesas en los modelos y patrones que se difunden en los mensajes directamente dirigidos a la población desde los medios de comunicación resulta abrumadora. Por ejemplo, es realmente complicado encontrar personas con kilos de más en la publicidad, sea cual sea el medio utilizado. Los publicistas siempre prefieren vender sus productos utilizando como referencia cuerpos delgados y esbeltos, ya que saben de buena tinta que la identificación con el personaje es un aspecto fundamental para el éxito. Y nadie quiere identificarse con una persona obesa. De hecho, habitualmente se utiliza a las personas con sobrepeso para justo lo contrario, es decir, representar una situación no deseada, como ocurre con el «antes» de los anuncios de dietas milagrosas.
Vivimos en una sociedad en la que, cuando alguien acapara una gran cantidad de miradas, debe ajustarse a un arquetipo bastante concreto. Y, por el contrario, el exceso de kilos en esas situaciones desemboca con mucha frecuencia en situaciones bastante lamentables.
Por ejemplo, los pocos presentadores de televisión obesos que han llegado a labrarse un prestigio profesional y han cosechado el éxito, tienen que lidiar de forma habitual con comentarios relacionados con su peso, en el mejor de los casos irónicos, pero a menudo fuera de lugar e incluso absurdamente críticos.
Pero también hay excepciones. Si usted rebusca en el mundo artístico, podría llegar a la conclusión de que algunos profesionales de este gremio gozan de cierta inmunidad ante el escarnio público. Por ejemplo, si nos centramos en el ámbito musical, seguramente podrá enumerar unos cuantos músicos con kilos de más pero con los que la gente no suele ensañarse. De todos modos, si analiza varios casos comprobará que siguen una sencilla regla: cuanto más extraordinarias sean sus cualidades como artista, más parecemos aceptar su sobrepeso. Y, en la medida en que estas sean más modestas, menos aceptaremos las desviaciones respecto a los patrones ideales. Me explico: hay una cantidad significativa de cantantes de ópera con sobrepeso, que son precisamente los que más nos maravillan con su voz, y a los que por eso mismo solemos dejar bastante «tranquilos». Podríamos decir que «perdonamos» su situación porque la compensan con sus impresionantes dotes musicales. Pero en la medida en la que bajamos en «sofisticación musical», podemos apreciar que el porcentaje de obesos disminuye de manera ostensible. Al llegar a los niveles más populares, es decir, los intérpretes de canción moderna y de temporada, con frecuencia dirigidos al público más joven, para el que las cualidades musicales pasan a un segundo o tercer plano, de nuevo la escasez de obesos es brutal, por no decir absoluta. De hecho, en este colectivo más bien se rinde un culto casi obsesivo al cuerpo.
Todos estos ejemplos del papel social tan poco atractivo que les toca vivir a muchas personas con sobrepeso resultan, sin duda, bastante anecdóticos y posiblemente se encuentren sesgados por mis ideas previas sobre el tema. Sin embargo, me sirven para introducir uno de los elementos más dolorosos pero quizás menos conocidos de la obesidad: el estigma hacia las personas que la sufren.
Cuando los enfermos son culpables
Lamentablemente, a lo largo de la historia de la medicina y de la evolución del tratamiento de las enfermedades, el estigma hacia los enfermos ha estado presente de forma constante. Con el término estigma, los expertos suelen referirse a los pensamientos negativos hacia un colectivo, que en el caso de estar asociado a enfermedades suele materializarse de dos formas: mediante la culpabilización de la persona afectada por su condición de enferma y la aparición de prejuicios o valoraciones adversas que trascienden su situación sanitaria. O dicho de forma más sencilla: pensando, por un lado, que la enfermedad se debe en gran parte a su responsabilidad (o falta de ella) porque no son capaces de ponerle remedio; y por otro, que esa circunstancia, y sus comportamientos asociados, limita negativamente ciertas capacidades o habilidades de la persona afectada.
Le voy a poner algún ejemplo histórico, para que pueda comprenderlo mejor.
Durante el siglo XIX, a los inmigrantes irlandeses que llegaban a América se los acusaba de ser responsables de diversas enfermedades porque eran «sucios y faltos de higiene». Además de tener que sufrir una enorme mortalidad por cólera y otros padecimientos, tuvieron que soportar acusaciones de «pecadores y espiritualmente indignos», que para colmo se utilizaban como explicación del origen de sus desgracias respecto a su salud. También cuando los afroamericanos morían de tuberculosis a principios del siglo XX, en lugar de invertir en la prevención o tratamiento de la enfermedad, las autoridades de muchas ciudades americanas prefirieron alertar a sus ciudadanos blancos respecto al riesgo de mezclarse con afroamericanos o de contratarlos para cualquier tipo de trabajo.
En estos y otros muchos casos en los que se han repetido este tipo de situaciones, el entendimiento social de la enfermedad suele incorporar juicios morales sobre las circunstancias en las que esta se contrajo, absolutamente sesgados y exacerbando la hostilidad preexistente hacia los colectivos más afectados.
Pero no hace falta remontarse demasiado al pasado para encontrarse con el estigma hacia los enfermos; el sida fue un caso «de manual» y que se estudia en las facultades de Medicina. En principio se la definió popularmente como una enfermedad de «gente de mala vida», tales como homosexuales y promiscuos. Y se llegó al extremo de que algunos amantes de las conspiraciones plantearon incluso hipótesis relacionadas con el diseño del virus VIH en un laboratorio, con el objetivo de castigar a colectivos que manifestaran comportamientos «moralmente rechazables». Sin embargo, en cuanto empezó a afectar de forma masiva a la población, incluidos relevantes e influyentes personajes de los ámbitos político, económico, cultural e intelectual, fuimos testigos de una rápida reacción dirigida a reconducir la situación.
En un artículo publicado en una revista de salud pública estadounidense, se resumía la situación vivida durante los años de explosión de esta enfermedad de la siguiente forma (19):
En el caso del VIH / SIDA, el papel perjudicial de la estigmatización fue tan evidente que las agendas de salud nacionales e internacionales identificaron explícitamente el estigma y la discriminación como principales barreras para abordar con eficacia la epidemia. Ya en la década de 1980, apenas unos años después de que la enfermedad se identificara inicialmente, la discriminación contra las personas en riesgo de contraer el VIH/SIDA fue identificada como contraproducente y las primeras políticas de salud pública incluyeron elementos para la protección de la privacidad y confidencialidad de los pacientes. Como se hizo más evidente que el estigma y la discriminación estaban entre las causas fundamentales de la vulnerabilidad al VIH/SIDA, la Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre el VIH/SIDA aprobó una declaración en 2001, en la que los estados firmantes se comprometían a «desarrollar estrategias para combatir el estigma y la exclusión social asociados a la epidemia.» Posteriormente, el estigma y la discriminación se eligieron como tema para la campaña mundial del SIDA 2002-2003. En 2007, el Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/SIDA emitió el informe, «Reducción del estigma del VIH y la Discriminación: una parte fundamental de los programas nacionales de SIDA», proporcionando estrategias para centralizar la reducción del estigma y la discriminación en las respuestas nacionales a la enfermedad. Las recomendaciones del informe incluyeron la prestación de actividades de financiación y programación para los enfoques nacionales multifactoriales para la reducción del estigma y la discriminación por el VIH.
La situación ha ido mejorando, pero hay que tener en cuenta que no estamos hablando de algo que ocurrió hace siglos. Muchas de las personas que ahora convivimos con relativa normalidad con el sida también fuimos testigos (e incluso, en cierta medida, cómplices) de las primeras etapas, llenas de prejuicios.
Aunque queda mucho por hacer, sobre todo en los países en desarrollo y donde la falta de educación universal es uno de los principales problemas, afortunadamente en las sociedades con más recursos se trabaja por conseguir la igualdad de derechos y oportunidades, y por erradicar la discriminación de cualquier tipo y en gran cantidad de ámbitos. La sensibilización hacia los enfermos, que a fin de cuentas son los más desfavorecidos, se erige como uno de los logros característicos de las sociedades más avanzadas, a contracorriente de las crueles reglas que suelen imponer la naturaleza y la evolución, las cuales promueven solo la supervivencia del mejor adaptado, con frecuencia a costa del más débil.
Quizás una de las asignaturas pendientes en este sentido sea el estigma hacia las enfermedades mentales; el brutal impacto que tienen este tipo de patologías (que desbaratan el funcionamiento del cerebro y distorsionan gravemente lo que consideramos como «la esencia humana», los comportamientos, valores e ideas) sacan lo más irracional de cada uno de nosotros y extraen profundos miedos. Implica una situación de estigmatización conocida y caracterizada con bastante consenso y nitidez, en la que se está trabajando intensamente, con programas innovadores en todo el mundo. Con mucho trabajo por hacer pero con buenas perspectivas de futuro.
De todos modos, como usted ya habrá deducido tras la lectura de los ejemplos cinematográficos que le he mostrado al inicio de este capítulo, quiero hablarle de otra asignatura pendiente en relación con la estigmatización de los enfermos: la posibilidad de que exista un estigma intenso y generalizado hacia las personas con exceso de peso. Algo de lo que algunos expertos llevan alertando desde hace años, pero que no parece tener ningún tipo de impacto entre las autoridades sanitarias y las políticas de salud pública.
En los ejemplos de estigmatización por exceso de peso que he enumerado hace unas páginas me he centrado en personas o personajes (reales o ficticios) de relevancia mediática, populares, sometidos al cruel escrutinio público, pero que solo suponen casos aislados y seleccionados sin criterio científico. Podemos encontrar otros, más familiares y cercanos, entre personas anónimas y situaciones cotidianas. Por ejemplo, las personas a veces insultamos o atacamos a otras personas para intentar hacer daño a nuestro oponente. Y lo cierto es que, después de menospreciar a la madre, que siempre es algo que sabemos que ofende sobremanera, la obesidad se utiliza con frecuencia en estos procesos. Probablemente, gordo y tonto sean los primeros calificativos que un niño suele utilizar de forma despectiva. Y cualquiera que haya sido testigo de una discusión entre adultos especialmente subida de tono, y en la que uno de sus miembros sufra sobrepeso, habrá comprobado que, si la cosa se pone fea y se llega a los ataques personales, la mención a los kilos de más acaba haciendo acto de presencia con gran rapidez. Incluso entre personas supuestamente educadas, cuando la situación se vuelve muy tensa, la baja condición humana muestra su cara menos civilizada y el calificativo gordo no tarda en aparecer, como se suele comprobar con relativa facilidad en los debates entre los tertulianos más provocativos (y frecuentemente más contratados) de las televisiones o emisoras de radio con más audiencia. Una situación realmente incómoda, pero que parece alimentar con eficacia el morbo de espectadores y ayuda al cumplimiento de objetivos de programadores televisivos.
Y ahora, analícese usted. Le pido sinceridad, ya que nadie está compartiendo sus pensamientos mientras lee estas líneas. ¿Puede asegurar que nunca ha utilizado el calificativo gordo de forma despectiva al referirse a alguien con sobrepeso que no le cae demasiado bien o que haya hecho algo que a usted no le haya gustado? No me refiero solo a decírselo al afectado, sino a criticarlo por cualquier aspecto cuando habla con otra persona o incluso en sus propios pensamientos, o en conversaciones o reflexiones personales.
De cualquier forma, como ya he adelantado, dado mi evidente sesgo hacia el problema de la obesidad, podría estar descontextualizando las cosas, exagerando voluntaria o involuntariamente, seleccionando situaciones de forma intencionada para ratificar mis ideas preconcebidas y confirmando de forma tendenciosa mis hipótesis. Existe una elevada probabilidad de que así esté ocurriendo. Y la única forma de contrastarlo es comprobando lo que dicen la ciencia, los resultados de los estudios científicos y las opiniones de los expertos.
Lo cierto es que los estudios que han analizado el estigma que sufren las personas con sobrepeso se llevan publicando desde hace más de una década y su presencia en la bibliografía médica ha aumentado durante los últimos años. En el momento de escribir estas líneas, la base de datos de estudios médicos norteamericana Pubmed acumula cientos de ellos. Un análisis segmentado de estos aporta una completa y detallada perspectiva del fenómeno.
Si nos centramos en los más genéricos, aquellos que analizan comportamientos y actitudes entre la población en general, la existencia del estigma es muy clara. Existen estudios en gran cantidad de países, que muestran cómo el pensamiento negativo principal es la culpabilización del afectado, convirtiéndolo en el principal responsable de su condición. Esta forma de pensar suele asociarse a deducciones de causa-efecto relacionadas con el exceso de grasa corporal, normalmente achacado a la falta de fuerza de voluntad, la pereza o la gula. Dicho pensamiento negativo suele ir acompañado de otras variables y características, como por ejemplo tener más probabilidad de sufrir burlas, así como menos amigos o menos vida social (20).
Cuando se analizan los detalles de todos estos estudios, se observa que no hay colectivo ni estrato social que esté libre de culpa y parece que podría involucrar a más de la cuarta parte de la población. Sí, ha leído usted bien: al menos una de cada cuatro personas alberga prejuicios injustificados hacia las personas con sobrepeso.
Mención aparte merece la evaluación del estigma en un colectivo tan sensible y con características tan específicas como es el infantil, donde la prevalencia del sobrepeso crece de forma vertiginosa cada año.
En los ejemplos que anteriormente he ofrecido sobre personajes de ficción (un entorno de especial relevancia en el universo infantil) le indicaba que resulta muy sencillo comprobar cómo aquellos que se dibujan o representan con sobrepeso no suelen brillar por ser especialmente listos, más bien al contrario. Pues bien, más allá de mi pequeña y anecdótica selección de personajes, algunos expertos han investigado estas cuestiones de forma mucho más sistemática. En uno de esos estudios, pediatras estadounidenses analizaron varias películas infantiles de éxito e identificaron los textos y diálogos relacionados con el exceso de peso. Además de identificar un elevado número de comportamientos obesogénicos (que podrían promover malos hábitos que provocan obesidad), encontraron con frecuencia mensajes y expresiones despectivas asociadas al sobrepeso. Por otro lado, en una investigación distinta, los expertos observaron que los comportamientos prejuiciosos respecto a la obesidad de los niños estaban asociados con un mayor contacto con diversos medios de comunicación infantiles: revistas, televisión y videojuegos. Cuanto más los veían, más prejuicios presentaban, probablemente por los mensajes explícitos e implícitos que estos suelen incluir en dicho sentido (21).
Lo cierto es que tanto si usted ha sido gordito de pequeño como si no, podrá imaginarse lo que supone lidiar con el sobrepeso a edades tempranas. Todo empieza después de la edad en la que unos carrillos rojizos y blanditos y unos muslos rollizos y poco efectivos para correr dejan de considerarse señales adorables. A partir de ese momento, los estudios indican que los niños y adolescentes con sobrepeso tienen mayores probabilidades de sufrir ansiedad y depresión, y presentan menores índices de autoestima, relaciones sociales y satisfacción con su cuerpo. Y tienen sus razones para que esto ocurra, porque normalmente no están en los primeros puestos de los «preferidos» entre sus compañeros, más bien al contrario. Así lo indican algunos estudios, en los que los niños peor valorados (respecto a si «gustan» o «no gustan») son los obesos, por debajo de todos los que sufren todo tipo de discapacidades. Para colmo, sus amigos y compañeros también los suelen considerar los principales responsables de su problema (22).
Este entorno tan poco amistoso provoca que estos niños crezcan con un mayor grado de vergüenza y de miedo al ridículo, que probablemente se extienda hasta gran parte de su vida de jóvenes y adultos. Unos sentimientos que se suman al cúmulo de barreras que supone conseguir adelgazar, ya que les dificulta el poder ser firmes con posibles cambios de hábitos dirigidos a combatir su sobrepeso, ante el constante e incluso obsesivo temor de verse ridiculizados mediante bromas y comentarios por parte de sus amigos y otras personas de su entorno, incluidos profesores. Pues, en efecto, tampoco los profesores se libran de estigmatizar a los pequeños, de modo que los expertos que supuestamente más deberían ayudarlos parece que no siempre son todo lo profesionales que deberían. De hecho, los estudios indican que los profesores de educación física infantil presentan una elevada cantidad de prejuicios antiobesidad (23).
Volviendo al mundo de los adultos, otros estudios también han confirmado el estigma en muy diversas y variadas situaciones, algunas bastante curiosas y poco conocidas. Por ejemplo, se sabe que el sobrepeso es un factor poco apreciado en el proceso de elección de pareja para relaciones sexuales, pero resulta chocante que también impacte (negativamente, claro) en los procesos de selección y contratación de personal o en la valoración del rendimiento académico. Y también en la elección del candidato político al que se piensa votar, como muestran los estudios sociológicos realizados sobre el tema. O hasta en las relaciones que se desarrollan en las redes sociales, con comportamientos y lenguaje estigmatizantes (24).
El caso quizá más extremo (y, por qué no decirlo, el más extraño) se dio a conocer en un estudio en el que se permitía olfatear diversos elementos a los sujetos de experimentación, mientras visualizaban imágenes de personas. Resulta que esos elementos les olían peor cuando se les mostraban imágenes de personas con sobrepeso (25).
Otras investigaciones nos muestran las situaciones paradójicas a las que da lugar la existencia del estigma hacia la obesidad y los obesos. Por ejemplo, las propias personas con sobrepeso muestran casi las mismas actitudes negativas ante otras personas que sufren el mismo problema que ellos. Sorprendentemente, el hecho de sufrir exceso de peso no parece ser útil para inmunizarse contra la posibilidad de engendrar prejuicios sobre el tema (26).
Pero mucho más impactante resulta la confirmación de que también los profesionales sanitarios de todos los niveles y ámbitos, es decir, aquellos que deben tratar a estas personas y velar por mejorar su salud, se ven gravemente implicados en este tipo de comportamientos. Un ejemplo se pudo comprobar con el revuelo que se formó tras un desfile de moda de bañadores femeninos, organizado en el verano de 2017 por la revista Sports Illustrated y protagonizado por modelos XXL, es decir, que sufrían obesidad. «Esto puede ser tan peligroso como sacar a modelos fumando en la pasarela», afirmó rotundamente el presidente de la Asociación de Médicos de Australia, sin aportar una sola prueba que validara tal aseveración (27). Y sin mencionar que lo que realmente está demostrado es el daño que provoca la falsa idealización del cuerpo femenino representada en eventos como los desfiles de modelos «normales».
Dada la relevancia de esta situación, que podría afectar a los cuidados y a los tratamientos de algunos pacientes, existe una importante cantidad de investigación al respecto, centrada en todo tipo de profesionales: médicos, enfermeras, auxiliares, etc., y de diferentes disciplinas, tanto en su época como estudiantes como en su posterior práctica clínica, tras conseguir la titulación. Y los resultados son realmente desesperanzadores, pues todos ellos muestran actitudes y creencias prejuiciosas y, en ocasiones, de elevada intensidad, ya que en algunos casos los sujetos entrevistados (estudiantes de Medicina) presentaron más prejuicios contra las personas obesas que contra los homosexuales o las personas de color. Y esto llegaba a ocurrir en tres de cada cuatro sujetos (28).
Incluso los más expertos, como los médicos especializados en sobrepeso, los dietistas y nutricionistas y los profesionales de educación física, muestran un marcado estigma y abundantes pensamientos contra sus pacientes con más peso. En efecto, aquellos que más deberían conocer el problema y empatizar con quienes los sufren no solo no se libran, sino que incluso se ven especialmente afectados (29).
Menudo panorama, ¿verdad?
Para que se vea hasta dónde puede llegar la complejidad de este fenómeno y sus posibles implicaciones en el mundo sanitario, vamos a darle una vuelta de tuerca más con otra situación muy específica y concreta: ¿y qué pasa cuando los médicos y otros sanitarios sufren sobrepeso?, ¿se los considera peores profesionales?
En realidad, no ocurre con frecuencia que encontremos un dietista-nutricionista o un preparador físico con sobrepeso, pero tampoco es una rareza, ni mucho menos. Sin embargo, entre los médicos esta circunstancia es algo más corriente. Y, siendo honestos, suelen ser la diana de muchos comentarios irónicos y reproches, lo cual sin duda no será nada fácil de sobrellevar.
En principio, deberíamos considerar que simplemente se trata de un tema de deterioro de su imagen, ya que sus observadores podrían considerar que «no da ejemplo». He sido testigo de encendidos debates en este sentido, en los que sanitarios delgados acusan a sus colegas con sobrepeso precisamente de eso, de no dar ejemplo, por lo general argumentando que esa falta de coherencia genera una pérdida de credibilidad en el paciente que puede afectar a la adhesión al tratamiento. Y la cuestión sería especialmente preocupante si se demostrara que el sobrepeso es un indicador fiable sobre su falta de capacitación profesional. O para prever que, con probabilidad, los resultados obtenidos serán peores que los conseguidos por sus colegas más delgados.