Kitabı oku: «La guerra contra el sobrepeso», sayfa 3

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La evidencia definitiva que nos permitiría aclarar toda esta cuestión sería la que nos indicara con datos objetivos si los dietistas o médicos sin sobrepeso obtienen mejores resultados con sus pacientes, pero no existe ninguna investigación sobre el tema. Así que criticar la profesionalidad de un médico o dietista concreto basándose en su peso corporal o exigirle coherencia no tiene demasiada justificación, a la vista de la falta de pruebas científicas concluyentes que relacionen ambas variables. Además, y esto lo añado yo por lo que he podido ver con frecuencia, las críticas del tipo «no da ejemplo» a menudo suelen ir acompañadas de animadversión hacia el implicado o deseo de desprestigiarlo a toda costa.

De cualquier forma, hay estudios que han analizado sistemáticamente la percepción sobre el tema por parte de pacientes y colegas. Por un lado, se confirma que las posturas más radicales y la mayor intolerancia están presentes entre los propios sanitarios, que son los primeros en pedir coherencia y en exigir aplicarse en carne propia aquello que se predica. Por ejemplo, en una investigación en la que se entrevistó a médicos de atención primaria, los que tenían un peso normal o eran delgados opinaron con más frecuencia que los pacientes confiaban menos en los consejos para adelgazar que viniesen de un médico obeso. Además, el grupo de los delgados fue el que con mayor firmeza pensaba que el médico debía dar ejemplo en temas de buenos hábitos (30).

Respecto a la percepción por parte del paciente, los estudios son más numerosos y normalmente el enfoque de los investigadores se centra en simular una consulta con diversos perfiles e indagar en la confianza y fiabilidad que le transmite cada uno de ellos. Pues bien, los médicos descritos como obesos tendían a obtener los peores resultados en todos los aspectos: confianza, compasión, convencimiento para seguir sus consejos e inclinación a cambiar de médico (31). Así que, una vez más, el estigma prevalece. Y parece bastante claro que, desde un punto de vista global y para el tratamiento general de enfermedades, la obesidad hace mella en la confianza que transmite un sanitario a sus pacientes.

Pero centrémonos ahora en un colectivo de pacientes un poco especial, aquellos que acuden al médico para recibir un tratamiento para la pérdida de peso. Supongamos que en este caso se da una situación cuando menos peculiar: ambos sujetos tienen kilos de más, tanto el médico como el paciente. ¿Qué ocurrirá en este caso? Probablemente, nuestra primera reacción sea pensar que el paciente se hará la siguiente pregunta: «Si es incapaz de resolver su obesidad, ¿cómo va a ser capaz de resolver la mía?» . De hecho, este es el argumento más utilizado entre aquellos que suelen exigir coherencia a estos profesionales. Sin embargo, la psicología humana es cualquier cosa menos simple y este razonamiento tan lógico parece estar equivocado. En los escasos estudios que han investigado esta situación, al analizar la confianza en general, al igual que en los estudios anteriores, se observaron diferencias en favor de los profesionales con peso normal frente a los que presentaban sobrepeso u obesidad. Sin embargo, y aquí llegó la sorpresa, al preguntarles sobre la credibilidad en temas relacionados con la pérdida de peso, la situación y los razonamientos se invirtieron. A la hora de recibir consejos para adelgazar, los pacientes confiaron significativamente más en los consejos de los médicos con obesidad que en los de peso normal (32).

Curioso, ¿no cree? ¿Y a qué puede deberse esta paradoja? ¿Por qué un paciente obeso confía más para adelgazar en un médico obeso, si ni siquiera es capaz de encontrar soluciones a su propio problema?

Es probable que al compartir dicha condición se produzca una mayor empatía y una mejor comunicación e interacción entre el paciente y el médico, lo que impactaría positivamente en la credibilidad, hasta el punto de superar los posibles prejuicios derivados de su aspecto físico. Si nos ponemos en el lugar del paciente, esta aparente contradicción puede tener sentido, ya que al recibir consejos para adelgazar por parte de médicos delgados podríamos tener pensamientos defensivos del tipo «este doctor no me entiende, yo no soy como él», «mi caso es diferente» o «para él es fácil dar consejos porque está delgado».

Todos estos resultados nos muestran algo con bastante claridad: por un lado, que el fenómeno del estigma hacia las personas con sobrepeso es realmente complejo y afecta a todos, sin distinción; y, por otro, que convivimos con él con relativa indiferencia y naturalidad, aceptándolo y sin darnos cuenta de sus más profundas implicaciones.

Hay bastantes ejemplos que ilustran cómo estos sentimientos se infiltran y camuflan en nuestro pensamiento colectivo. Uno de ellos podría ser una noticia que durante los últimos años se repite periódicamente y que, por desgracia, siempre parece de actualidad. Resulta que mientras una buena cantidad de personas en el mundo pasan hambre, más o menos la misma cantidad sufre obesidad. Sin que entremos a analizar el trasfondo social de esta injusta desigualdad, se trata de datos que cada cierto tiempo alguien vuelve a poner sobre la mesa y que los medios de comunicación transmiten con justificada diligencia.

El problema reside en que normalmente lo hacen con titulares de este tipo (son ejemplos reales):

•«La mitad del mundo se muere de hambre y la otra mitad sufre obesidad».

•«Medio planeta combate la obesidad y el otro medio el hambre».

•«Hambre y obesidad, dos caras de la misma moneda».

No quisiera hacer un análisis económico de estas afirmaciones, pues soy consciente de que probablemente las razones por las que unos pasan hambre y otros sufren obesidad tengan cierta relación. Pero el hecho de plantear ambas situaciones de forma correlacionada consigue un efecto especialmente doloroso para las personas con sobrepeso. Por un lado, podría interpretarse que parte de la responsabilidad de que algunos pasen hambre recae de forma directa sobre los que comen de más. Y, aunque uno tenga suficiente capacidad de análisis para deducir que no es responsable directo, siempre le quedará el sentimiento de culpabilidad ante un desequilibro injusto. Un sentimiento de culpabilidad que, en cualquier caso, debería recaer sobre todas y cada una de las personas que vivimos cómodamente en nuestras sociedades desarrolladas, y no solo sobre los sujetos que acumulan más grasa en su cuerpo.

¿Qué le parecería a usted si se hiciera lo mismo con otro tipo de situaciones? Por ejemplo, también en los países desarrollados disfrutamos de completos programas de vacunas, de muchas menos infecciones, de agua corriente y de hogares mucho más confortables. ¿Por qué nunca se publican titulares reivindicativos hacia los más necesitados haciendo con estos temas comparaciones o paralelismos similares a los anteriores? A ningún periodista se le suele ocurrir citar a las personas con adicción a los medicamentos como elemento «de contraste» para denunciar la falta de medicamentos y otros recursos sanitarios de los países más pobres.

Más tópicos, más estigma

Uno de los tópicos más habituales que soportan las personas con sobrepeso es su supuesto optimismo y buen humor, por encima de lo normal. Ya sabe, el estereotipo del gordito de mejillas sonrosadas, sonrisa perenne y optimismo a prueba de bombas. Pero en realidad no es más que eso: un estereotipo. Los estudios muestran que en general estas personas presentan una grave falta de satisfacción con su cuerpo. Este sentimiento, al que quizás muchos prefieran no dar demasiada importancia, repitiéndose que «nadie es perfecto», en realidad resulta especialmente doloroso. Nos guste o no, nuestro cuerpo exterior es la forma con la que nos mostramos a los demás y la máquina con la que interaccionamos con nuestro entorno. Y se puede llegar a un punto en el que pensemos que nuestro aspecto exterior difiere enormemente de lo que ocurre en nuestro interior (falta de identificación con una figura corporal poco deseada); que, más que dotados de una increíble maquinaria interactiva, nos sentimos recubiertos con un cascarón incómodo y pesado (discapacidad en términos de falta de movilidad y de autonomía y en comorbilidad con otras patologías). Y entonces se produce una disociación entre cuerpo y espíritu, que puede tener graves consecuencias en la salud mental y emocional.

Los grados más elevados de obesidad se asocian claramente con índices menores de felicidad, autonomía, afecto positivo, bienestar subjetivo y sensación de prosperidad, y con más probabilidad de sufrir depresiones (33).

Incluso las personas que, pese a conseguir mantenerse activas y saludables, no consiguen reducir su sobrepeso se encontrarán con múltiples dificultades en su día a día, incluidos continuos juicios y valoraciones por parte de aquellos que las rodean. Un buen ejemplo de esta situación es el que se pudo conocer mediante la siguiente carta que se publicó en la revista médica British Medical Journal, en la sección «What your patient is thinking» («Qué es lo que piensa su paciente») (34):

Soy una entre el 97 % de personas a las que la dieta no les permite lograr una pérdida de peso estable.

He experimentado los beneficios para la salud de hacer más ejercicio y de cambiar a una dieta vegetariana y con alimentos integrales. Mi concentración de glucosa en ayunas, mi presión arterial y mi función pulmonar son normales, por lo que puedo decir que mi salud es estupenda. Pero mi índice de masa corporal (IMC) ha sido superior a 30 toda mi vida adulta.

Cuando creo que puedo tener algo malo, normalmente trato de evitar la visita a un médico de familia. Casi todas las consultas que he tenido sobre fiebre, anticoncepción o un tobillo torcido han incluido una conversación acerca de mi peso; y eso inevitablemente destruye cualquier simpatía o confianza que pudiera haber existido entre mi médico y yo.

La lucha contra «la epidemia de obesidad» se supone que se trata de hacer de alguien como yo -que sufre obesidad severa- una persona más sana; pero el impacto de la retórica de la obesidad en mi vida ha tenido justo el efecto contrario.

He salido a bailar con unos zapatos no muy recomendables. De vuelta a casa, cruzo con torpeza una cuneta y me lastimo el tobillo. A la mañana siguiente, la hinchazón es bastante grave, por lo que decido que me lo tienen que mirar.

El médico me dice que debería hacer más ejercicio. Yo digo: Yo sé que el aumento de la circulación acelera la curación, pero ya que realmente me duele al estar de pié, no estoy segura de que lo mejor sea hacer ejercicio. Él dice que no está hablando de curar el tobillo, sino en general.

No me ha preguntado por la cantidad de ejercicio que hago. No sabe que anoche bailé con energía durante cuatro horas y después caminé varias millas hasta casa. Supongo que les dice lo mismo a todos sus pacientes gordos, sin molestarse en averiguar acerca de sus situaciones individuales. Lo cual no me da demasiada confianza de que esté recibiendo una asistencia médica responsable. No visito a este médico de nuevo.

He sido gorda toda mi vida. Así que cuando los profesionales sanitarios me preguntan -en mitad de una consulta sobre algo sin ninguna relación- si sé que mi IMC es demasiado alto y sobre si estoy en un proceso de pérdida de peso, siempre me sorprendo al verles actuar como si fueran los primeros que me sacan el tema. Como si yo hubiera pasado esos 30 años sin darme cuenta de que estaba gorda y de que algunas personas piensan que estar gordo es malo.

Es solo un pequeño recordatorio de que mi médico -como muchas otras personas en el mundo- me ve primero como una persona gorda y después como un individuo. Me hace sentir como un problema que debe ser resuelto, como algo desagradable que debe ser eliminado.

Recientemente he empezado a levantar pesas. Soy más feliz, ahora mi resistencia ha aumentado, así como mi fuerza; Subo colinas en bicicleta que antes solían poder conmigo.

Por desgracia, la creación de masa muscular suficiente para ser capaz de hacer sentadillas con una pesa de 100 ha llevado mi IMC de «obesidad» a «obesidad severa». No he vuelto al médico desde entonces, pero lo estoy temiendo más que nunca.

Cuando los profesionales de la salud mencionan mi peso en una consulta, no siento que están mirando por mi salud. Todos mis marcadores de salud están muy bien, estoy activa y feliz, y he pasado años luchando contra la baja autoestima consecuencia de una adolescencia que pasé creyendo que yo nunca sería atractiva para nadie, sin embargo, todavía creen que es importante decirme que haga algo que yo sé que es imposible. Me transmiten que mi peso es la cosa más importante para mí, más importante, por ejemplo, que mi inclinación por los piercing y los zapatos de plataforma, los cuales me han causado más infecciones y lesiones que mi tejido adiposo. Me hacen volver a cuando yo era una adolescente que ayunaba y se daba atracones: llena de vergüenza. Me dicen que mi tipo de cuerpo es un «factor de riesgo» para todo tipo de enfermedades, y que estadísticamente tengo más probabilidades de estar saludable si pierdo peso. Yo podría consultar la ciencia que hay tras esas afirmaciones, citando la «paradoja de la obesidad», que indica que las personas obesas tienen mejores tasas de supervivencia que las personas delgadas para varios tipos de enfermedades, pero acepto que es un dictamen médico ortodoxo.

Incluso si quisiera cambiar mi tipo de cuerpo para reducir ese «factor de riesgo», no sería tan fácil. Ya estoy físicamente activa más allá de las recomendaciones sanitarias y no valoro mis posibilidades de ser una de esas personas aparentemente míticas que logran mantener la pérdida de peso mediante intervención dietética.

Mi infancia incluyó muchas dietas, muchas humillaciones en clase de gimnasia. Los intentos de hacerme bajar de peso nunca han tenido ningún efecto a largo plazo. Todo lo que me aportaron fue un constante sentimiento de vergüenza y de no ser suficientemente buena. Esto me llevó a los malos hábitos alimenticios que hubieran sido etiquetados como «desorden» en una persona con un IMC inferior. He necesitado años para desaprender esos hábitos. Y solo recientemente realmente he descubierto la satisfacción del esfuerzo físico, después de haber pasado la mayor parte de mi vida pensando en el ejercicio como «el castigo que me toca por ser gorda», las actividades de impacto como correr son físicamente dolorosas para alguien con un cuerpo como el mío.

He optado por salir del juego de la pérdida de peso. Si eso me convierte en una paciente incumplidora, entonces que así sea. Estoy más saludable y más feliz que cuando me odiaba a mí misma. Solo me gustaría que mis proveedores de atención médica me apoyaran en esto.

Conviene destacar que, tras la carta, en la revista BMJ se publicaron estas interesantes recomendaciones para los médicos que pudieran haberla leído:

1. Céntrese en para lo que el paciente ha ido a verle. Si lo cumple, hará un buen trabajo. Piénselo dos veces antes de ofrecer consejos no solicitados bajo la apariencia de «educación», sobre todo cuando su paciente le consulte sobre algo no relacionado. Si sus pacientes escuchan el mismo consejo durante cada cita, perderá pronto su impacto; y si usted insiste en un tema que les resulta traumático, conseguirá que busquen consejo en otro lugar en el futuro.

2. Es apropiado ofrecer consejos sobre dieta o ejercicio si alguien le pregunta directamente, pero intente centrarse en los beneficios de comer bien y hacer ejercicio regular, en lugar de tratar la pérdida de peso como un fin en sí mismo. De esa forma sus pacientes no se desanimarán de seguir hábitos saludables, incluso cuando no consigan mantener su pérdida de peso.

3. Los gordos saben que están gordos. No es necesario que se lo diga; la sociedad lo ha estado haciendo durante toda su vida. Muchos de ellos han sido traumatizados por constantes recordatorios sobre la cultura de la pérdida de peso, sobre lo vergonzoso que parecen encontrar su cuerpo.

Pues bien, ante tan preocupante panorama y tras haber conocido todas estas pruebas y ejemplos que nos muestran que las actitudes y pensamientos hacia las personas con sobrepeso no son especialmente positivos, creo que deberíamos hacernos una pregunta fundamental, relacionada con lo más profundo de los valores de nuestra sociedad: ¿hasta qué punto llega la estigmatización? En la práctica, ¿se discrimina a las personas obesas?

De nuevo, lo más fiable es recurrir a la ciencia, pero la revisión de las publicaciones disponibles nos muestra que uno de los problemas reside en la escasez de investigación existente al respecto, reflejo de la poca concienciación social. Sin embargo, las que hay parecen indicar que, en efecto, podría hablarse de discriminación. Incluso se detectan serios indicios de desventajas en ámbitos muy concretos, como por ejemplo un juicio o una demanda. En algunos estudios se observó un posible trato discriminatorio en función del peso corporal y una influencia negativa en el desarrollo de los correspondientes procesos judiciales (35).

Evidentemente, en los países desarrollados, que es donde existe un mayor índice de obesidad, no encontraremos ninguna ley ni normativa que de forma explícita dé pie a esta discriminación. Pero eso no es suficiente. Como ha ocurrido en el pasado con otros colectivos, la falta de políticas específicas orientadas a su prevención o la falta de identificación de las personas con obesidad como colectivo susceptible de sufrir esta situación podría tener indeseables consecuencias. Así que resulta importante seguir vigilantes e investigando sobre el tema, analizando su trascendencia real y su posible repercusión.

Y quizás también sea el momento de que arranquen algunas iniciativas dirigidas a intentar revertir la situación antes de que se agrave más.

Alguna gente piensa que cierto grado de estigma no es negativo. En otros ámbitos sanitarios un estigma controlado y de baja intensidad se utiliza para intentar «anormalizar» ciertos comportamientos y, así, prevenir su aparición. Un ejemplo muy claro es el del tabaco: prohibición en lugares públicos, limitación de venta y publicidad, impuestos muy elevados… No hablamos de actitudes ni estrategias muy radicales, sino de acciones dirigidas y bastante moderadas. Pero la falta de pruebas concluyentes y la historia documentada sobre «guerras» previas, como la emprendida contra el alcoholismo, nos muestran que la estigmatización generalizada y como estrategia principal no es un mecanismo ni efectivo ni recomendable, sino un enfoque destructivo y primitivo, y además sin resultados probados. Por lo tanto, algo que no debería tener cabida en una sociedad constructiva y que se preocupa por el bienestar de sus ciudadanos.

Un experto en el tratamiento del tabaquismo afirmaba lo siguiente:

[…] más que preguntarse si la cantidad de vergüenza compensa el riesgo, el médico ético vigila cualquier señal de que las personas estén llegando a ser un grupo de parias, estén estereotipadas, sufran pérdida de estatus, o se estén comenzando a castigar a sí mismos (36).

Podríamos aplicar esta perspectiva por completo al caso de la obesidad. Quizás alguien piense que deberían llevarse a cabo estudios para comprobar si las personas con sobrepeso realmente tienen valores y cualidades equivalentes a los de personas delgadas. Lo cierto es que se han hecho (37), con los resultados esperados, mostrando que el índice de masa corporal (IMC) no es un factor que influya en la confianza, la equidad o el altruismo. Pero yo estoy en contra de este tipo de investigaciones, ya que, bajo mi punto de vista, son muy susceptibles de utilizarse indebidamente y su objetivo real no está nada claro. Estadísticamente, es bastante sencillo encontrar asociaciones entre diferentes variables, sin que ello implique que existe una relación de causalidad real. ¿Y por qué no hacer los mismos estudios comparando personas blancas y de color, morenos y rubios, altos y bajos? Realmente, ¿acaso los resultados que se puedan encontrar servirían para algo más que hacer comparaciones dañinas y poco constructivas?

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